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París en el siglo XX
Editado
© Cristian A. Tello
7 de julio del 2004
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París en el siglo XX
Capítulo XIII
Donde se trata de la facilidad con que puede morir un artista en el siglo XX

La situación del joven había cambiado notoriamente. Puestos en su lugar, muchos habrían desesperado y, desde luego, no habrían contemplado las cosas desde su punto de vista; ya no podía contar con la familia de su tío y se sentía libre; lo habían expulsado del trabajo y le parecía haber salido de la cárcel; le daban las gracias, y consideraba que era él quien debía dar mil gracias. Sus preocupaciones no llegaban al punto de que se preguntara qué iba a ser de él. Se sentía capaz de todo, omnipotente.

A Quinsonnas le costó bastante tranquilizarlo, pero hizo lo posible por aminorar esa efervescencia.

-Ven a casa -le dijo-. Hay que dormir.

-Me acostaré cuando salga el sol -respondió Michel con grandes ademanes.

-Saldrá por lo menos metafóricamente -comentó Quinsonnas-, pero, físicamente, es de noche; y uno no duerme al aire libre; por lo demás ya no hay estrellas hermosas; los astrónomos sólo se ocupan ahora de las que no se ven. Vamos; hablaremos de esta situación.

-Hoy no -contestó Michel-. Me dirás cosas desagradables. Ya las conozco. ¿Y qué me puedes decir que ya no sepa? ¿Le vas a decir a un esclavo, ebrio de sus primeras horas de libertad, “Sabrás, amigo mío, que ahora te vas a morir de hambre?”

-Tienes razón; me callaré por ahora; pero mañana...

-Mañana es domingo. ¿Quieres estropearme mi día de fiesta?

-¡Ah, eso! No podremos hablar entonces.

-¡Sí! ¡Claro que sí! Uno de estos días.

-¡Una idea! -exclamó el pianista-. Mañana es domingo y podríamos ir a ver a tu tío Huguenin. Me encantaría conocer a ese hombre valiente.

-De acuerdo.

-Pero nos dejarás que entre los tres busquemos una solución.

-¡Bien! Me parece bien -comentó Michel-, y seríamos harto imbéciles si no encontramos una.

-Hm, hm -murmuró Quinsonnas, que se conntentó con mover la cabeza y no dijo más.

Al día siguiente tomó un taxi de gas y fue a buscar a Michel; éste lo esperaba; bajó; saltó al vehículo, y el mecánico puso la máquina en movimiento; era una maravilla observar cómo el coche se dirigía velozmente a su destino sin usar aparentemente ningún motor; Qinsonnas prefería este modo de locomoción y casi no utilizaba los ferrocarriles.

Hacía buen tiempo; el taxi de gas circulaba por las calles que apenas empezaban a despertar, giraba con precisión en las esquinas, subía por las rampas sin dificultades y avanzaba a una maravillosa velocidad por las calles asfaltadas.

Al cabo de veinte minutos ya habían llegado a la rue de Caillou. Quinsonnas pagó la carrera, y los dos amigos subieron hasta el piso del tío Huguenin.

Él mismo abrió la puerta. Michel le saltó al cuello y le presentó a su amigo Quinsonnas.

M. Huguenin acogió cordialmente al pianista, le mostró las sillas a los visitante y los invitó sin más trámites a desayunar.

-Pero, tío -dijo Michel-, yo tenía un prroyecto

-¿Y cuál es, hijo mío?

-Llevarte todo el día a pasear por el campo.

-¡Al campo! -exclamó el tío-. ¡Pero si ya no hay campo, Michel!

-Es verdad -agregó Quinsonnas-. ¿Dónde has visto campo?

-Veo que monsieur Quinsonnas piensa lo mismo que yo -observó el tío.

-Totalmente, monsieur Huguenin.

-Mira, Michel -continuó el tío-, el campo es los árboles, las praderas, los arroyuelos, las llanuras y, sobre todo, la atmósfera. ¡Pero no hay atmósfera en treinta kilómetros a la redonda de París! Nos burlábamos de la de Londres y con las diez mil chimeneas de las fábricas, con las industrias de procesos químicos, con el abono artificial, con los humos del carbón, con los gases de todo tipo, con toda esa misma industrial, tenemos ahora un aire equivalente al del Reino Unido. Así que, a menos que vayamos lejos, muy lejos para mis viejas piernas, no soñemos con respirar aire puro. Mejor que nos quedemos tranquilamente en casa, cerremos bien las ventanas y desayunemos lo mejor que nos sea posible.

Y se hizo según a los deseos de M. Huguenin; se sentaron a la mesa; comieron; conversaron de esto y lo otro. M. Huguenin obsevaba a Quinsonnas, que no pudo dejar de decirle, a los postres:

-Francamente, mosieur Huguenin, da gusto ver un rostro como el suyo en este tiempo de caras siniestras; permítame que le estreche la mano.

-Monsieur Quinsonnas, hace mucho que lo conozco; este joven me ha hablado más de una vez de usted; sabía que es de los nuestros, y le agradezco a Michel por la visita; ha hecho muy bien en traerlo.

-¡Eh! ¡Eh! Mosieur Huguenin, en realidad soy yo quien lo ha traído.

-¿Y qué ha pasado entonces, Michel, parra que él te haya traído aquí?

-Monsieur Huguenin -insistió Quinsonnas-, traído no es la palabra; habría que decir arrastrado.

-¡Oh! -exclamó Michel-. Quinsonnas es la exageración en persona.

-Pero, en fin -dijo el tío.

-Monsieur Huguenin -continuó el pianistta-, mírenos bien.

-Los estoy mirando, señores.

-Veamos, Michel, vuélvete un poco para que tu tío nos pueda examinar desde todos los ángulos.

-¿Y no me pueden decir el motivo de esta exhibición?

-Monsieur Huguenin, ¿no le parece que hay en nosotros algo de esas personas que acaban de salir por una puerta?

-¿Salir por una puerta?

-Pero...Salir como se sale para siempre.

-¡Cómo! ¿Ha ocurrido una desgracia?

-¡La felicidad! -exclamó Michel.

-No seas niño- dijo Quinsonnas alzándosse de hombros-. Monsieur Huguenin, estamos en la calle, o, mejor, sobre el asfalto de París.

-¿Es posible?

-¡Sí, tío! -respondió Michel.

-¿Y qué ha pasado?

-Se lo cuento, monsieur Huguenin.

Y Quinsonnas comenzó el relato de su catástrofe. Su modo de narrar y de afrontar los acontecimientos y su exuberante filosofía arrancaron sonrisas involuntarias al tío Huguenin.

-Pero esto no tiene nada de gracioso -dijo.

-Tampoco es para llorar -agregó Michel.

-¿Y qué van a hacer?

-No nos preocupemos por mí -dijo Quinsoonnas-, sino por el niño.

-Y sobre todo -replicó el joven-, hablemos como si yo no hubiera estado allí.

-Veamos el punto -siguió Quinsonnas-. Tenemos un muchacho que no puede ser ni financista, ni comerciante, ni industrial. ¿Cómo se las va a arreglar en este mundo?

-Éste es el punto por resolver -acotó el tío-, y es verdaderamente complicado; usted ha nombrado, señor, las tres únicas profesiones actuales; y no veo que haya otras, a menos que...

-Propietario -dijo el pianista.

-¡Precisamente!

-¡Propietario! -casi gritó Michel, riendo a carcajadas.

-¡Y se burla! -protestó Quinsonnas-. Trata con imperdonable ligereza una profesión tan lucrativa como honorable. ¿Has pensado alguna vez, desgraciado, en lo que es un propietario? Amigo mío, si es aterrador lo que contiene esa palabra. Cuando uno piensa en que un hombre, tu semejante, hecho de carne y hueso, nacido de un hombre y de una mujer mortales, posee una porción del globo. En que esa porción del globo le pertenece como su cabeza, y a veces más todavía. En que nadie, ni siquiera Dios, puede quitarle esa porción del globo que transmite a sus herederos. En que tiene derecho a excavarla, a desordenarla, a construir en ella según su fantasía. Que todo es de él, el aire que la rodea, el agua que la riega. Que puede quemar sus árboles, beber de sus arroyos y comerse la hierba si le place. Que cada día se dice “Esta tierra que el Creador creó en el primer día del mundo me pertenece en parte; esta superficie del hemisferio es mía, muy mía, con todo el aire respirable que hay encima y todos los kilómetros de estratos terrestres que hay debajo”. Pues este hombre es propietario hasta el centro mismo del globo y sólo limita con su copropietario de las antípodas. Pero, niño deplorable, tu jamás has reflexionado como para reír así, jamás has calculado que un hombre que pósee una simple hectárea tiene en su poder, realmente, un cono gigantesco que encierra miles de metros cúbicos que son sólo de él, de él, completamnete de él.

Quisnonnas era magnífico, describía de manera fantástica. ¡Qué ademanes! ¿Qué entonación! ¡Qué porte! Ilusionaba; era imposible no hacerle caso; era el hombre que tenía propiedades, que poseía.

-¡Ah, monsieur Quinsonnas! -exclamó el tío Huguenin-. ¡Es soberbio! ¡Francamente debería ser propietario por el resto de la vida!

-¿Verdad, monsieur Huguenin? ¡Y este niño que se ríe!

-¡Sí! Me río -dijo Michel- porque nunca va a suceder que yo sea propietario ni de un metro cúbico de terreno, a menos que el azar...

-¿Cómo? ¡El azar! -gritó el pianista-. No entiendes esa palabra y te atreves a usarla.

-¿Qué quieres decir?

-Quiero decir que azar es una palabra que viene del árabe y significa “difícil”. Nada menos. Así que en este mundo sólo hay dificultades que vencer. Y uno se las arregla con perseverancia e inteligencia.

-¡Así se habla! -dijo el tío Huguenin-. Veamos, Michel, ¿qué piensas tú?

-No soy tan ambicioso, tío, y los miles de metros cúbicos de Quinsonnas apenas me conmueven...

-Pero -acotó Quinsonnas- una hectárea de tierra produce de veinte a veinticinco hectolitros de trigo, y un hectolitro de trigo puede rendir setenta y cinco kilos de pan. Medio año de alimentación a una libra por día.

-¡Ah! Alimentarse, alimentarse -exclamó Michel-. Siempre la misma canción.

-¡Sí, hijo mío, la canción del pan, que a menudo se canta con un tono bastante triste!

-En fin, Michel -preguntó el tío Huguenin-, ¿qué quieres hacer?

-Si fuera completamente libre, tío, trataría de poner en práctica esa definición de felicidad que leí no sé donde y que incluye cuatro condiciones.

-No es que quiera ser curioso, ¿pero cuáles son? -preguntó Quinsonnas.

-La vida al aire libre -respondió Michel-, el amor de una mujer, el desapego de toda ambición y la creación de una belleza nueva.

-Bueno -comentó el pianista riendo-, Michel ya ha cumplido la mitad del programa.

-¿Cómo es eso? -preguntó el tío Huguenin.

-¿La vida al aire libre? Ya está en la calle...

-Así es -dijo el tío.

-¿El amor de una mujer?

-Silencio -advirtió Michel, enrojeciendo.

-Está bien -murmuró M. Huguenin, con expresión amistosa.

-En cuanto a las otras dos condiciones -continuó Quinsonnas-, la cosa es más difícil. Me parece demasiado ambicioso como para hablar de desapego.

-Pero la creación de belleza nueva -insistió Michel con entusiasmo.

-Este soldado es capaz -comentó Quinsonnas.

-Mi pobre niño -dijo el tío, en tono bastante triste.

-Tío.

-No sabes nada de la vida y hay que aprender a vivir durante toda la vida, ha dicho Séneca; te pido que por favor no te dejes arrastrar por esperanzas insensatas; tienes que creer en los obstáculos.

-En efecto -volvió a hablar el pianista-, uno no está solo en este mundo; tal como en la mecánica, uno es parte de infinidad de roces. Roces con los amigos, con los enemigos, con los importunos, con los rivales. Uno está en medio de mujeres, de la familia, de la sociedad. Un buen ingeniero debe considerar todos los factores.

-Monsieur Quinsonnas tiene razón -dijo el tío Huguenin-, pero precisemos un poco más las cosas, Michel; hasta ahora, que yo sepa, no te ha ido muy bien en los asuntos financieros.

-¡Y por eso quiero seguir mis gustos y mis aptitudes!

-¡Tus aptitudes! -exclamó el pianista-. Francamente, en este instante eres el espectáculo triste del poeta que se muere de hambre y que sin embargo abriga esperanzas.

-Este diablo de Quinsonnas -comentó Michel- tiene una manera tan agradable de plantear las cosas.

-No me burlo, estoy dando argumentos. ¡Quieres ser un artista en una época donde el arte ha muerto!

-¡Muerto!

-Está muerto y enterrado, con epitafio y urna funeraria. Ejemplo: ¿Eres pintor? Bien. La pintura ya no existe. Ya ni siquiera hay cuadros. Ni en el Louvre. Los restauraron con tanta sabiduría en el siglo pasado que todos se arruinaron. La Sagrada familia de Rafael ya sólo se compone de un brazo de la Virgen y de un ojo de San Juan; y eso es bastante poco, Las bodas de Caná muestran sólo un arco aéreo tocando una viola voladora. ¡Insuficiente! Los Ticiano, Correggio, Giorgione, Leonardo, Murillo y Rubens sufren una enfermedad de la piel que les contagiaron sus médicos y se están muriendo; sólo nos quedan sombras inasibles, líneas imprecisas, colores corroídos, ennegrecidos, mezclados, de lo que eran cuadros espléndidos. Han dejado que se pudran los cuadros y también los pintores. Hace cincuenta años que no hay una sóla exposición. ¡Menos mal!

-¿Menos mal? -repitió M. Huguenin

-Sin duda, ya que el siglo pasado fue una época en que el realismo progresó de una manera que finalmente resultó intolerable. Incluso se cuenta que un tal Courbet, durante una de las últimas exposiciones, se expuso él mismo, de cara a la pared, mientras cumplía con uno de los actos más higiénicos pero menos elegantes. Como para que huyeran los pájaros de Zeuxis.

-¡Qué horror! -dijo el tío.

-Y después de eso fue un desastre -continuó Quinsonnas-. Así pues, en el siglo XX, ni pinturas ni pintores. ¿Y quedan escultores? Tampoco. Pero sí llegaron a instalar, en medio del patio del Louvre, a la musa de la industria, una gran matrona en cuchillas sobre un cilindro industrial, con un viaducto sobre las rodillas, una mano en una bomba de agua y la otra en un silbato, un collar de pequeñas locomotoras y un pararayos en la cabeza...

-¡Qué barbaridad! Iré a ver esa obra maestra -dijo M. Huguenin.

-Vale la pena -continuó Quinsonnas-. Así que no hay escultores. ¿Y músicos? Ya conoces, Michel, mi opinión. ¿Harías literatura? ¿Pero quién lee novelas? Ni siquiera los que las escriben, si uno se fija en el estilo. ¡No! Todo eso ha terminado, acabó.

-Pero por lo menos quedarán, cerca del arte, las profesiones que lo rodean -insinuó Michel.

-¡Ah! ¡Sí! Antes podías ser periodista; así era, en efecto, cuando existía una burguesía que creía en los periódicos y hacía política. ¿Pero a quién le importa la política? ¿Y en el exterior? Pero si la guerra ya no es posible y la diplomacia ha pasado de moda. ¿Y en el país? ¡Tranquilidad absoluta! Ya no hay partidos políticos en Francia: los orleanistas se dedican al comercio y los republicanos a la industria; apenas hay por allí algunos legitimistas que se reunen en torno a los Borbones de Nápoles y mantienen una gacetilla para poder suspirar. El gobierno se ocupa de sus asuntos como un buen comerciante, y paga realmente sus gastos. ¡Hay quien cree que este año pagará dividendos! Las elecciones no apasionan a nadie; hijos de padres diputados acceden al mismo cargo y lo ejercen legislando sin hacer ruido, como esos niños sabios que sólo trabajan en sus habitaciones. ¡Como para creer que candidato viene de cándido! Ante tal estado de cosas, ¿de qué sirve el periodismo? ¡De nada!

-Desgraciadamente todo eso es así -dijo el tío Huguenin-. El periodismo agotó su tiempo.

-¡Sí! Como los que fueron liberados de Fontevraul o de Melun. Y no volverá. Se abusó mucho hace cien años, y ahora pagamos las consecuencias; entonces ya casi nadie leía pero todo el mundo escribía; en 1900, la cantidad de periódicos de Francia, políticos o no, ilustrados o no, alcanzó los sesenta mil. Se los escribía en todos los dialectos, para instruir a los campesinos, en picardo, vasco, bretón, árabe. Sí, señores, había un diario en árabe, El centinela del Sahara, que los bromistas de la época llamaban “el diario hebdromedario”. Y bien. Todo ese furor periodístico acabó con el periodismo y por una razón muy simple: los escritores eran más numerosos que los lectores.

-En esa época -comentó el tío Huguenin--, también había revistas especializadas que se las arreglaban para sobrevivir.

-Sin duda -aclaró Quinsonnas-, pero a pesar de todas sus cualidades, con ellas ocurrió como con el juramento de Roland: la gente que las redactaba abusó del ingenio y la veta acabó por agotarse; al final nadie comprendía nada. Por otra parte, esos amables escritores terminaron por matarse entre ellos mismos; nunca hubo una mayor acumulación de críticas mal intencionadas; había que poseer piel de elefante para resistir tanto. Los excesos llevaron a la catástrofe y esas revistas se reunieron, en el olvido, con el otro periodismo.

-¿Pero no hubo una crítica de calidad que se cuidaba de sí misma? -preguntó Michel.

-Por supuesto -respondió Quinsonnas-. ¡Hubo verdaderos príncipes! ¡Personas que vendían su talento y hasta lo revendían! Hacían antesala en casa de los grandes señores, muchos de los cuales no tuvieron escrúpulos en poner tarifa a los elogios; y pagaban y siguieron haciéndolo hasta que un suceso impreviso vino a terminar radicalmente con estos sumos sacerdotes.

-¿Qué suceso?

-La aplicación a gran escala de un artículo del código penal. Toda persona nombrada en un artículo tenía derecho a responder en el mismo lugar y con igual cantidad de palabras. Los autores de obras de teatro, de novelas, de libros de filosofía, de historia, empezaron a responder en masa a sus críticos; cada uno de ellos tenía derecho a una cantidad de palabras y usaba su derecho; los periódicos intentaron resistir, al principio, este proceso; se los condenó; para que cupieran las respuestas, agrandaron el formato; pero los inventores de maquinaciones no cejaron; no se podía hablar de nada sin provocar una respuesta; y esto se convirtió en un abuso de tales dimensiones que terminó por acabar con la crítica. Y con ella desapareció el último recurso del periodismo.

-¿Pero qué podemos hacer entonces? -preguntó el tío Huguenin.

-¿Qué hacer? Ésa es la pregunta de siemmpre, a menos que se sea médico, sino se quiere ser industrial, comerciante o financista. ¡Pero que me lleve al diablo! ¡Me parece que las enfermedades se están gastando y que si la facultad no inocula algunas nuevas en la gente, se va a quedar sin pacientes! Y qué decir de los tribunales. Ya no hay pleito; todo se transa; la gente prefiere una mala transacción a un buen proceso; es más rápido y más comercial.

-Pero me parece -dijo el tío- que todavía hay periódicos financieros.

-Sí -respondió Quinsonnas-, pero no creo que Michel quiera entrar en eso y hacer boletines, vestirse con la librea de un Casmodage o de un Boutardin, redondear los periodos, los decimales y los porcentajes, ser sorprendido cada día en delito flagrante de equivocación, profetizar con aplomo los acontecimientos partiendo del principio de que si la profecía no se cumple se la olvidará y de que, si se cumple, elevará a las alturas el prestigio de su perspicacia; no creo, en fin que quiera aplastar sociedades rivales en beneficio de un banquero. ¿Tú harías todo eso, Michel?

-¡No! Por cierto que no.

-No veo más empleos en el gobierno que de funcionario; en Francia hay diez millones; calcula las posibilidades de progreso y ponte en fila.

-Por mi fe -exclamó el tío- que quizás sea lo más prudente.

-Quizás prudente -comentó el joven-, pero desesperado.

-Qué vamos a hacer, Michel.

-En esa nutricia reseña de profesiones -comentó Michel-, Quinsonnas se olvidó de una.

-¿Y cuál es? -preguntó el pianista.

-La de autor dramático.

-¿Quieres hacer teatro?

-¿Porqué no? ¿Acaso el teatro no alimenta, por usar tu horrible lenguaje?

-Está bien, Michel -respondió Quinsonnas-, en lugar de decirte lo que pienso, trataré de que lo experimentes tú mismo. Te daré una nota de recomendación para el director general del Depósito Dramático. Y tú verás.

-¿Y cuándo lo puedes hacer?

-Mañana a más tardar.

-De acuerdo.

-De acuerdo.

-¿Ésto va en serio? -preguntó el tío Huguenin.

-Completamente -respondió Quinsonnas-. Es posible que resulte; en cualquier caso, ahora o dentro de seis meses, habrá que convertirse en funcionario.

-Bien. Michel, te veremos. pero usted, monsieur Quinsonnas, usted está en la misma situación que este niño. ¿Le puedo preguntar qué piensa hacer?

-¡Oh! Monsieur Huguenin -dijo el pianista-, no se preocupe por mí. Michel sabe que tengo un gran proyecto.

-Sí, agregó el joven-. Y va a asombrar a su siglo.

-Ése es el noble propósito de mi vida. Creo que lo tengo bien encaminado, y por lo demás cuento con ensayar en el extranjero. Allí, usted sabe, se crean las grandes famas.

-Te vas a marchar -dijo Michel.

-Dentro de algunos meses -respondió Quinsonnas-, pero volveré pronto.

-Que tengas suerte -dijo el tío Hugueniin tendiendo la mano a Quinsonnas, que se puso de pie-. Y gracias por la amistad con Michel.

-Si él me acompaña -comentó el pianista-, le haré de inmediato la carta de recomendación.

-Con mucho gusto -dijo el joven. Adiós, tío.

-Adiós, hijo mío.

-Hasta pronto, monsieur Huguenin -dijo el pianista.

-Hasta pronto, monsieur Quinsonnas -contestó el buen hombre-, y que la fortuna le sonría.

-¡Sonría! -exclamó Quinsonnas-. Mejor todavía, monsieur Huguenin, yo quiero que la fortuna se ría a carcajadas.

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