El volcán de oro (versión
original)
Primera parte - Capítulo I El
legado de un tío1
El 18 de marzo, en el antepenúltimo año
de este siglo, el cartero que cumplía sus funciones en la calle
Jacques Cartier en Montreal entregó en el número
veintinueve una carta dirigida al señor Summy Skim. La carta
decía: "El señor Snubbin saluda al señor
Summy Skim y le ruega pasar sin tardanza a su estudio por un asunto que
le interesa".
¿Con qué propósito
quería ver el notario al señor Summy Skim? Este lo
conocía, como todo el mundo en Montreal. Era un hombre
excelente, un consejero seguro y prudente. Canadiense de nacimiento,
dirigía el mejor estudio de la ciudad, el mismo que sesenta
años antes tenía por titular al famoso señor Nick,
cuyo verdadero nombre era Nicolás Sagamore, huronés de
origen, patrióticamente implicado en el terrible asunto Morgaz,
cuya resonancia fue muy considerable hacia 18372.
El señor Summy Skim se sorprendió mucho
al recibir esta carta, pues no tenía ningún asunto en el
estudio de Snubbin. Acudió sin embargo al llamado. Media hora
después llegaba a la plaza del mercado Bonsecours y era
introducido en el gabinete del señor Snubbin, que lo
esperaba.
-Buenos días, señor Skim -dijo el
notario levantándose-, y permítame presentarle mis
saludos.
-Y yo los míos -respondió Summy Skim,
sentándose cerca de la mesa.
-Usted es el primero en llegar, señor Skim.
-¿El primero, señor Snubbin?
¿Entonces somos varios los convocados?
-Dos -respondió el notario-: el señor
Ben Raddle, su primo, ha debido recibir una carta invitándole,
como a usted, a venir.
-Entonces no hay que decir "ha debido
recibir" sino "recibirá" -declaró el
señor Summy Skim-, pues Ben Raddle no está en Montreal en
este momento.
-¿Regresará pronto? -preguntó el
señor Snubbin.
-Dentro de tres o cuatro días.
-Lo lamento.
-¿Lo que usted tiene que comunicamos es algo
urgente?
-En cierto modo, sí -respondió el
notario-. Pero, después de todo, voy a ponerlo a usted al
corriente y, cuando regrese, usted le dirá al señor Ben
Raddle lo que yo estoy encargado de comunicarles.
El notario se caló las gafas, hojeó
algunos papeles esparcidos sobre la mesa, tomó una carta que
sacó del sobre y, antes de leer el contenido, dijo:
-El señor Raddle y usted, señor Skim,
son los sobrinos del señor Josías Lacoste...
-En efecto, mi madre y la madre de Ben Raddle eran sus
hermanas. Pero, desde el fallecimiento de ellas, hace siete u ocho
años, hemos perdido toda relación con nuestro tío.
Dejó Canadá para ir a Europa. Cuestiones de
interés nos separaron. Desde entonces, nunca ha dado noticias e
ignoramos lo que ha sido de él.
-Pues bien -respondió el señor Snubbin-,
yo acabo de recibir la noticia de su deceso, fechada el 25 de febrero
último.
Aunque toda relación estuviera desde
hacía tiempo interrumpida entre el señor Josías
Lacoste y su familia, esta información no dejó de
impresionar vivamente a Summy Skim. Su primo Ben Raddle y él no
tenían padre ni madre, y ambos, hijos únicos, se
encontraban reducidos a esta relación de parentesco que una
estrecha amistad hacía aún más fuerte. Summy Skim
bajó la cabeza, los ojos húmedos, pensando que de toda su
familia no quedaban más que Ben Raddle y él. En varias
ocasiones habían tratado de averiguar noticias de su tío,
lamentando que él hubiera roto toda relación con ellos.
Quizás esperaban que el futuro les reservara el placer de
volverse a ver. Pero he aquí que la muerte venía a
destruir esta esperanza.
Además, Josías Lacoste había sido
siempre bastante lacónico y de carácter aventurero. Su
partida de Canadá para ir a hacer fortuna corriendo mundo se
remontaba a una veintena de años. Soltero, poseía un
modesto patrimonio que esperaba acrecentar dedicándose a la
especulación. ¿Se había realizado esta esperanza?
¿No se había arruinado más bien a causa de ese
bien conocido temperamento que tenía, que lo llevaba a arriesgar
el todo por el todo? ¿Les correspondería a sus sobrinos,
únicos herederos suyos, una pequeña parte de su herencia?
Hay que decir que Summy Skim y Ben Raddle jamás habían
pensado en eso, y ahora que su tío había muerto, menos
pensarían en algo semejante. Sólo sentirían dolor
por la pérdida de su último pariente.
El señor Snubbin dejó a su cliente
entregado a sí mismo, esperando que le hiciera algunas preguntas
que estaba preparado para responder. Por lo demás, no ignoraba
nada de la situación de esta familia, conocida como muy
honorable en Montreal, y tampoco ignoraba que los señores Summy
Skim y Ben Raddle eran sus últimos representantes desde la
muerte de Josías Lacoste. Como era a él a quien el
gobernador del Klondike había hecho notificar el deceso del
propietario de la parcela 129 del Forty Miles Creek, había
invitado a los dos primos a su estudio para que tomaran conocimiento de
los derechos que les venían del difunto.
-Señor Snubbin -preguntó Summy Skim-,
¿la muerte de nuestro tío se produjo el 17 de
febrero?
-El 17 de febrero, señor Skim.
-¿Hace ya entonces veintinueve días?
-Veintinueve, en efecto, y ha sido necesario todo este
tiempo para que la noticia llegara a mí.
-¿Nuestro tío estaba entonces en Europa,
en el interior de Europa, en alguna región apartada?
-continuó Summy Skim, convencido de que Josías Lacoste
jamás había vuelto a poner los pies en
América.
-De ninguna manera -respondió el notario.
Y le pasó una carta con los sellos
canadienses.
-¿Así que se encontraba en Canadá
sin que nosotros lo supiéramos?
-Sí, en Canadá, pero en la parte
más retirada del Dominion, casi en la frontera que separa
nuestro país de la Alaska americana y con la cual las
comunicaciones son lentas y difíciles.
-Klondike, supongo, señor Snubbin.
-Sí, Klondike, donde su tío fue a
instalarse hace unos diez meses.
-Diez meses -repitió Summy Skim- y, atravesando
América para ir a esa región de las minas, no se le
ocurrió la idea de venir a Montreal a estrechar la mano de sus
sobrinos... la última vez que hubiéramos podido
verlo.
Ello no dejó de afectar vivamente a Summy
Skim.
-Qué quiere usted -respondió el
notario-. Sin duda el señor Josías Lacoste tenía
urgencia de llegar a Klondike, como tantos miles de hombres semejantes
a él, enfermos, diría yo, poseídos de esta fiebre
del oro que ha hecho y hará todavía tantas
víctimas. De todos los lugares del mundo viene una
invasión hacia los nuevos yacimientos. Después de
Australia, California, después de California, Transvaal,
después de Transvaal, Klondike, después de Klondike otros
territorios auríferos y así será hasta el
día del juicio, quiero decir, del yacimiento final.
El señor Snubbin dio a conocer a Summy Skim las
informaciones que contenía la carta del gobernador. En efecto, a
principios del año 1897 Josías Lacoste había
llegado a Dawson City, la capital de Klondike, con el equipo de
prospector que se requería. Desde julio de 1896, después
del descubrimiento de oro en el Gold Bottom, un afluente del
Hunter, el distrito de Klondike había despertado interés.
El año siguiente, Josías Lacoste, como tantos otros
mineros, llegaba a esos yacimientos. Quería dedicar a la
adquisición de una parcela el poco dinero que le quedaba, seguro
de hacer fortuna en ese lugar. De acuerdo con las informaciones, se
convirtió en propietario de la parcela 129, situada a orillas
del Forty Miles Creek, un tributario del Yukon, la gran arteria
alasko-canadiense.
El señor Snubbin añadió:
-No parece que esta parcela haya dado todavía
todos los beneficios que esperaba de ella el señor Josías
Lacoste. Sin embargo, no parece estar agotada, y puede ser que vuestro
tío haya obtenido los beneficios que esperaba. Pero a
cuántos peligros se exponen los desdichados emigrantes en esa
lejana región, los fríos terribles del invierno, las
enfermedades endémicas, las miserias a las que sucumben tantos
infortunados, y cuántos regresan más pobres que cuando
partieron...
-¿Será, pues, la miseria la que
mató a nuestro tío? -preguntó Summy Skim.
-No -respondió el notario-, la carta no dice
que se haya visto reducido a esa situación. Sucumbió al
tifus, tan temible en ese clima y que hace tantas víctimas.
Alcanzado por los primeros síntomas de la enfermedad, el
señor Lacoste abandonó la parcela, volvió a Dawson
City y allí murió. Como se sabía que era
originario de Montreal, a mí me informaron de su deceso para que
yo diera parte a la familia.
Summy Skim había adoptado una actitud de
recogimiento. Pensaba en lo que había podido ser la
situación de este pariente suyo durante una explotación
que, sin duda, no fue fructuosa. ¿No había empleado sus
últimos recursos después de haber comprado esa parcela,
tal vez a un precio exorbitante, como lo hacían tantos
prospectores sin prudencia? ¿No habría muerto incluso
insolvente, endeudado con los trabajadores que había contratado?
Hechas estas reflexiones, Summy Skim dijo al notario:
-Señor Snubbin, es posible que nuestro
tío haya dejado tras él una situación muy
difícil. Pues bien, y yo garantizo que mi primo no me
desautorizará, nosotros jamás dejaremos que el nombre de
los Lacoste, ese nombre que han llevado nuestras madres, se
desprestigie, y si hay que hacer sacrificios, los haremos sin vacilar.
Será necesario, pues, y cuanto antes, establecer un
inventario...
-Perdón, pero tengo que detenerlo, querido
señor -respondió el notario-. Yo lo conozco a usted y
esos sentimientos no me sorprenden, pero no creo que sea necesario
prever los sacrificios de los que usted habla. Que vuestro tío
haya fallecido sin fortuna, es probable. Sin embargo, no olvidemos que
era propietario de esa parcela de Forty Miles Creek, y esa propiedad
tiene un valor que permitirá hacer frente a cualquier necesidad.
Y bien, esta propiedad ahora es vuestra, suya y de su primo Ben Raddle,
de modo indivisible, ya que vosotros sois los únicos parientes
del señor Josías Lacoste con derecho a
sucesión.
De todos modos el señor Snubbin convino en que
habría que actuar con cierta prudencia. Esta sucesión
sólo debería ser aceptada bajo beneficio de inventario.
Se establecerían el activo y el pasivo, y entonces los herederos
decidirían sobre esta herencia.
-Yo me voy a ocupar del asunto, señor Skim
-añadió- y me informaré del mejor modo. En suma,
¿quién sabe? Una parcela es una parcela. Incluso si hasta
ahora no ha producido nada o casi nada, todavía no lo sabemos
todo. Basta un feliz golpe de piqueta para que los bolsillos se llenen,
como dicen los prospectores3.
-Entendido, señor Snubbin -respondió
Summy Skim-, y si la parcela de nuestro tío tiene algún
valor, nos apresuraremos a venderla en las mejores condiciones.
-Sin duda -respondió el notario-, pero usted
deberá estar de acuerdo en eso con su primo...
-Estoy seguro -replicó Summy Skim-, y no pienso
que jamás se le pase por la mente a Ben explotarla él
mimo.
-¿Quién sabe, señor Skim? El
señor Ben Raddle es ingeniero. Quizás, tentado... Si, por
ejemplo, él descubriera que la parcela de vuestro tío
está situada sobre una buena veta...
-Yo le aseguro, señor Snubbin, que no
irá ni siquiera a verla. Por lo demás, debe regresar a
Montreal dentro de dos o tres días. Lo consultaremos al
respecto, y le rogamos entretanto tomar las medidas necesarias, ya para
vender la parcela de Forty Miles Creek al mejor postor, ya, lo que es
posible y es lo que yo temo, para cumplir con los compromisos de
nuestro tío en el caso de que hubiera estado endeudado.
Concluida la conversación, Summy Skim se
despidió del notario, fijando su próxima visita para
dentro de dos o tres días. Regresó a la casa de Jacques
Cartier, donde habitaba junto con su primo.
Summy Skim era hijo de un hombre de origen
anglosajón y de una madre francocanadiense. Esta antigua familia
del país se remontaba a la época de la conquista de 1759.
Establecida en el Bajo Canadá, distrito de Montreal,
poseía un dominio de bosques, tierras y praderas, su principal
fortuna.
De treinta y dos años de edad por entonces, de
talla por encima de la media, la fisonomía agradable, la
constitución robusta del hombre habituado al aire de los campos,
los ojos de un azul oscuro, la barba rubia, Summy Skim ofrecía
el tipo tan personal y simpático de los francocanadienses, que
había heredado de su madre. Vivía en su propiedad sin
preocupaciones, sin ambición, la existencia envidiable de un
caballero hacendado en este privilegiado distrito del Dominion. Su
fortuna, sin ser considerable, le permitía satisfacer sus
gustos, poco dispendiosos por lo demás, y jamás hubiera
sentido el deseo o la necesidad de acrecentarla. Amaba la caza y
podía entregarse con toda libertad a ella en medio de las vastas
llanuras del distrito, de los bosques llenos de animales que lo cubren
en gran parte. Amaba la pesca y tenía a su disposición
toda esa red hidrográfica de los tributarios y subtributarios
del río Saint Laurent, sin hablar de los extensos lagos
tan numerosos en las latitudes septentrionales de América.
La casa que poseían los dos primos, sin lujo,
pero cómoda, estaba situada en uno de los barrios más
tranquilos de Montreal, lejos del centro industrial y del comercio.
Allí ambos pasaban, no sin esperar impacientes el retorno de la
primavera, esos inviernos tan duros de Canadá, aunque el
país esté situado en el mismo paralelo que el
Mediodía de Europa. Los vientos terribles, que no detiene
ninguna montaña, las borrascas cargadas del frío de la
región ártica, se desencadenaban allí con
extraordinaria violencia.
Montreal, sede del gobierno desde 1843, habría
podido ofrecer a Summy Skim la ocasión de intervenir en los
asuntos públicos. Pero, muy independiente de carácter, se
relacionaba poco con la alta sociedad de los funcionarios y
sentía un santo horror por la política. Además, se
sometía de buena gana a la soberanía de Gran
Bretaña, más aparente que efectiva. Jamás
había tomado posición entre los partidos que dividen el
Dominion4.
Desdeñoso del mundo oficial, era, en suma, un
filósofo que hacía simplemente su vida, sin ambiciones de
ningún tipo.
A su juicio, cualquier modificación en su
existencia sólo le traería contratiempos, preocupaciones
y disminución de su bienestar.
Se comprenderá, pues, que este filósofo
jamás hubiera pensado en el matrimonio y que tampoco pensara
ahora en eso, aunque treinta y dos años hubieran pasado ya sobre
su cabeza. Quizás si su madre no le hubiera sido arrebatada -ya
se sabe cómo las madres quieren perpetuarse en sus nietos-, tal
vez le habría dado la satisfacción de tener una nuera. En
este caso, no tengamos la menor duda al respecto, la mujer de Summy
Skim habría compartido sus gustos. Entre esas numerosas familias
de Canadá en que los niños sobrepasan a menudo las dos
docenas, se le habría encontrado, ya en la ciudad, ya en el
campo, la heredera que le hubiera convenido, y en tales condiciones
esta unión habría sido feliz. Pero la señora Skim
había muerto hacía cinco años, tres años
después de su marido, y si desde hacía tiempo ella
pensaba en una mujer para su hijo, éste no pensaba lo mismo, y
con toda seguridad, ahora que su madre había desaparecido,
jamás la eventualidad del matrimonio se le vendría a la
mente.
Cuando la temperatura de este duro clima empezaba a
suavizarse, cuando el sol, más matinal, anunciaba el
próximo retorno de la buena estación, Summy Skim se
preparaba para abandonar su casa de la calle Jacques Cartier, sin haber
logrado todavía que su primo se decidiera a retomar tan pronto
la existencia rural. Se dirigía entonces a la hacienda de
Green Valley, a una veintena de millas en el norte del
distrito de Montreal, en la ribera izquierda del Saint
Laurent. Allí reencontraba la vida campestre, interrumpida
por los rigores del invierno, que hiela todas las corrientes de agua y
cubre todas las planicies con un espeso tapiz de nieve. Se veía
en medio de sus campesinos, buenos hombres que desde hacía medio
siglo estaban al servicio de la familia. ¿Y cómo estos
hombres no habrían sentido un cariño sincero y una
devoción a toda prueba por este amo bueno, servicial, dispuesto
a hacerles cualquier servicio, aun a costa de sus intereses? No le
escatimaban manifestaciones de alegría a su llegada, como no
dejaban de manifestar su tristeza cuando partía.
La propiedad de Green Valley proporcionaba,
fuera el año bueno o malo, unos veinte mil francos que se
repartían los dos primos, pues el dominio tenía la
calidad de indivisible, lo mismo que la casa de Montreal. Los cultivos
se hacían en grande. El suelo era fértil en forraje y en
cereales, y su rendimiento se añadía al de esos
magníficos bosques que cubren todavía los territorios del
Dominion, principalmente en su parte oriental. La hacienda
comprendía un conjunto de construcciones bien acondicionadas y
mantenidas; caballerizas, graneros, establos, patios, cobertizos; y
poseía un material muy completo, muy moderno, como lo exigen hoy
las necesidades de la agricultura. La casa del amo era un
pabellón situado a la entrada de un vasto recinto tapizado de
césped, a la sombra de unos árboles, y su sencillez no
excluía la comodidad.
Tal era la residencia en que Summy Skim y Ben Raddle
pasaban la primavera, y que el primero, por lo menos, no hubiera
querido cambiar por ningún castillo señorial como los de
los opulentos americanos. Modesta como era, su casa le bastaba y no
pensaba ni en agrandarla ni en embellecerla, satisfecho de lo que la
naturaleza ofrece por sí misma. Ahí transcurrían
sus días, ocupados en ejercicios cinegéticos, y sus
noches, favorecidas por un buen sueño.
Conviene insistir en el hecho de que Summy Skim era
bastante rico con el producto de sus tierras. Las hacía producir
con método y con inteligencia. Pero, aunque no permitía
que su fortuna decayera, no se preocupaba en absoluto de acrecentarla,
y por nada del mundo se hubiera lanzado en los negocios, que son tan
variados en América, en las especulaciones comerciales e
industriales, ferrocarriles, bancos, minas, sociedades marítimas
y otras. No. Este hombre sabio sentía horror por todo lo que
presenta riesgos o tan sólo dificultades.
Vivir siempre calculando las buenas y las malas
oportunidades, sentirse a merced de eventualidades que no se pueden
impedir ni prever, despertarse por la mañana con el pensamiento
"¿Soy ahora más rico o más pobre que
ayer?" le hubiera parecido horrible. Hubiera preferido no dormir o
no despertar jamás.
Allí residía el muy marcado contraste
entre los dos primos, del mismo origen canadiense. Que los dos hubieran
nacido de dos hermanas, y que tuvieran sangre francesa en sus venas, no
ofrecía ninguna duda. Pero si el padre de Summy Skim era de
nacionalidad anglosajona, el padre de Ben Raddle era de nacionalidad
americana, y existe con seguridad una diferencia entre el inglés
y el yanqui, diferencia que se acentúa con el tiempo. Jonathan y
John Bull, si son parientes, no lo son más que en un grado
lejano, que no da derecho a la sucesión, y este parentesco, al
parecer, terminará por desvanecerse enteramente.
Así pues, los dos primos, muy unidos por lo
demás, si bien no imaginaban nada que pudiera separarlos en el
futuro, no tenían los mismos gustos ni el mismo temperamento.
Ben Raddle, de menor talla, moreno de cabellos y de barba, dos
años mayor que Skim, no consideraba la existencia bajo el mismo
ángulo que él. Se apasionaba por el movimiento industrial
y científico de su época. Había hecho estudios de
ingeniero y participado en algunos de esos prodigiosos trabajos en los
cuales el americano busca triunfar por la novedad de las concepciones y
la audacia de la ejecución. Al mismo tiempo, ambicionaba ser
rico, muy rico, aprovechando esas ocasiones tan extraordinarias pero
tan contingentes que no son raras en Norteamérica, sobre todo la
explotación de las riquezas mineras. Las fabulosas fortunas de
los Gould, de los Astor, de los Vanderbilt, de los Rockefeller, y de
tantos otros que habían llegado a ser multimillonarios,
sobreexcitaban su cerebro. De este modo, mientras Summy Skim
sólo se desplazaba para sus frecuentes excursiones a Green
Valley, Ben Raddle había recorrido los Estados Unidos,
atravesado el Atlántico, visitado una parte de Europa sin haber
podido convencer jamás a su primo de que lo acompañara.
Acababa de llegar de un viaje bastante largo a ultramar, y, desde su
regreso a Montreal, esperaba alguna ocasión, o más bien
algún enorme negocio en el cual participar. Summy Skim
podía temer, pues, que su primo fuera arrastrado a algunas de
esas especulaciones por las que él sentía horror.
Por otra parte, hubiera sido lamentable que Summy Skim
y Ben Raddle se hubieran visto obligados a separarse, pues se
querían como hermanos, y si Ben Raddle lamentaba que Summy Skim
no quisiera lanzarse con él en una empresa industrial, a Summy
Skim le apesadumbraba que Ben Raddle no limitara su ambición a
explotar el dominio de Green Valley, ya que éste les
aseguraba independencia y, con la independencia, la libertad.

1. Michel Veme cambia
casi todos los títulos de los capítulos. Aquí, lo
reemplaza por “Un tío de América”, lo que es
absurdo, ya que todos habitan en América.
2. El relato de este conmovedor drama es
el tema de la novela Familia sin nombre, de la serie de
Viajes extraordinarios. (Nota del
autor)
3. El proverbio a que alude Verne
implica un juego de palabras entre píoche (piqueta) y poche
(bolsillo): Il suffit d’un heureux coup de pinche pour faire
un heureux coup de poche. (N. del T.)
4. Dominion es el nombre de
Canadá. (Nota del autor)
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