El volcán de oro (versión
original)
Primera parte - Capítulo V A
bordo del Football
El Football desplazaba mil doscientas
toneladas, y si no contaba más pasajeros que toneladas era
porque el inspector de navegación no había autorizado el
embarque de un número mayor. Por lo demás, la
línea de flotación, indicada por el cero atravesado por
una barra pintado en el casco, ya se encontraba bajo el nivel normal.
En veinticuatro horas las grúas del muelle habían
depositado a bordo una pesada carga, una centena de bueyes, caballos y
asnos, una cincuentena de renos y varios cientos de perros destinados a
tirar los trineos en el hielo.
Cabe destacar, de pasada, que estos perros eran San
Bernardo y esquimales, comprados en su mayoría en las ciudades
canadienses, donde los precios son menos elevados, incluso contado el
costo del transporte.
En cuanto a los pasajeros del Football,
había de todas las nacionalidades: ingleses, canadienses,
franceses, noruegos, suecos, alemanes, australianos, americanos del sur
y del norte, unos con familia, otros sin ella. Se comprende que, si la
separación en dos clases era posible en las cabinas de primera y
de segunda, no había medio de evitar la promiscuidad en el
puente. Incluso en las cabinas se había doblado el número
de literas: cuatro en lugar de dos. El entrepuente presentaba el
aspecto de un largo dormitorio con una serie de caballetes entre los
cuales se tendían hamacas. En cuanto al puente, ya se puede
imaginar lo que era. Apenas se podía circular. Los pobres, que
no podían pagar los treinta y cinco dólares que costaba
una cabina, se amontonaban en la borda. Es verdad que, si tenían
con qué abrigarse, las ráfagas de frío resultaban
soportables y, por la protección de las islas, los temibles
mares no eran demasiado peligrosos desde Vancouver a Skagway.
Ben Raddle había podido reservar dos lugares en
una de las cabinas de popa. Un tercer hombre ocupaba la misma cabina,
un noruego llamado Boyen, que poseía una parcela en el Bonanza,
uno de los afluentes del Klondike. Era un hombre apacible y suave,
audaz y prudente a la vez, de esa raza escandinava que ha dado a los
Audrec y los Nansen. Originario de Christiania, regresaba a Dawson City
después de haber visitado su ciudad natal durante el invierno.
En suma, era un compañero de viaje poco molesto, poco
comunicativo, con el cual Summy Skim no pudo intercambiar más
que unas cuantas palabras de cortesía.
Era una suerte que los dos primos no tuvieran que
compartir la cabina del texano. Hunter y su compañero
habían reservado una cabina de cuatro plazas, aunque ellos
sólo fueran dos. Varios pasajeros que no habían podido
conseguir cabina les habían rogado en vano a estos groseros
personajes que les cedieran los dos lugares vacantes. Perdieron su
tiempo, sin hablar del brutal rechazo que recibió su
petición.
Ya se ve, este Hunter y este Malone -así se
llamaba el otro- no se hacían problemas con los precios. Ganaban
mucho con la explotación de su parcela. Gastaban sin medida y
derrochaban dinero en el juego. Como el Football tenía
un salón de (...) y de póquer, se pasarían
allí horas enteras. Los demás pasajeros no experimentaban
ningún deseo de frecuentarlos, y ellos no manifestaban deseos de
frecuentar a nadie.
En cuanto hubo salido, a las seis de la mañana,
del puerto y de la bahía de Vancouver, el Football
enfiló por el canal para llegar al extremo septentrional de la
isla. A partir de ese punto, a menudo protegido por las islas Reina
Carlota y Príncipe de Gales, no tendría más que
remontar una corta distancia a lo largo de la costa americana.
Los pasajeros de popa no debían abandonar el
toldillo que les estaba reservado. El puente estaba atestado de
corrales con animales encerrados: bueyes, caballos, asnos, renos a los
que no se podía dejar impunemente en libertad. No ocurría
lo mismo con la turba de perros, que circulaban aullando en medio de
los grupos de segunda clase, hombres todavía jóvenes pero
en los que ya eran visibles los signos de la miseria, mujeres de
aspecto agotado rodeadas de niños enfermizos. Esta gente
emigraba, no para explotar algún yacimiento por su cuenta, sino
para ponerse al servicio de los sindicatos, de los cuales se disputaban
los salarios.
-Bueno -dijo Summy Skim-, tú lo has querido,
Ben, y aquí estamos, en camino hacia Eldorado. Después de
todo, ya que ha sido preciso hacer este viaje, lo que he visto hasta
aquí y lo que veré más adelante es sin duda
curioso. Tendré ocasión de estudiar allí este
mundo de los buscadores de oro, que no parece precisamente de los
más recomendables.
-Sería difícil que fuera diferente, mi
querido Summy -respondió Ben Raddle-, y hay que tomarlo como
es.
A condición de no pertenecer a él, y
nosotros no somos de ese mundo ni lo seremos jamás. Tú
eres un caballero, y yo soy otro caballero, y hemos heredado una
parcela llena de pepitas, quiero creerlo, pero no nos quedaremos ni con
la menor parte de ella.
-Eso se entiende -respondió Ben Raddle, con un
imperceptible movimiento de hombros que no tranquilizó demasiado
a Summy Skim.
-Vamos a Klondike a vender la parcela de nuestro
tío Josías -continuó Skim-, aunque hubiera sido
fácil efectuar esta venta sin hacer el viaje.
¡Señor Dios! De sólo pensar que yo hubiera podido
compartir los instintos, las pasiones, las envidias de esta turbamulta
de aventureros...
-Me vas a citar el auri sacra fames,
Summy...
-Y con razón, Ben -respondió Summy
Skim-. Esta execrable sed de oro, por la que siento horror, este deseo
desenfrenado de riquezas que hace sufrir tantas miserias, no es un
trabajo; es un juego. Es la competencia por el primer premio, por la
gran pepita. Y cuando pienso que, en lugar de navegar en este barco a
países inimaginables, podía estar en Montreal,
preparándome para ir a pasar la bella estación en las
delicias de Green Valley...
-Prometiste no recriminarme, Summy.
-Terminado, Ben. Es la última vez, y no pienso
más que en...
-¿En llegar a Dawson City? -preguntó Ben
Raddle, no sin cierta ironía.
-En regresar, Ben, en regresar -respondió con
franqueza Summy Skim.
Mientras el Football evolucionaba en el
estrecho de la Reina Carlota sin alcanzar mucha velocidad, los
pasajeros no sufrieron con el mar; apenas se hacía sentir el
balanceo. Pero cuando el paquebote hubo pasado la punta extrema de la
isla de Vancouver, quedó expuesto al oleaje del mar abierto. El
recorrido era el más largo que tendría que hacer en esas
condiciones, hasta la altura de la isla de la Reina Carlota, esto es, a
una distancia de (...) millas más o menos. Encontraría de
nuevo la alta mar entre esta isla y la del Príncipe de Gales, al
atravesar la Dixon Entrance, pero durante (...) millas solamente.
Más allá navegaría protegido hasta el puerto de
Skagway.
El tiempo era frío, la brisa áspera, el
cielo nuboso a causa del viento del oeste. Un fuerte oleaje azotaba las
arenas del litoral columbiano. Ráfagas de lluvia y nieve
caían con violencia. Podemos imaginar lo que debían
sufrir los emigrantes que no podían encontrar refugio ni bajo
los toldos instalados en la cubierta ni en el entrepuente. La
mayoría estaban abrumados por el mareo, pues al balanceo se
unían las sacudidas del barco y resultaba imposible transitar
sin asirse de las jarcias. Los animales no padecían menos. A
través de los silbidos de las ráfagas se escuchaban
mugidos, relinchos, rebuznos, un concierto espantoso del que es
difícil hacerse idea. Los perros corrían de un lado para
otro, rodaban, ya que era imposible mantenerlos atados o encerrados.
Algunos de estos animales se volvían furiosos. Se echaban sobre
los pasajeros, les saltaban a la garganta tratando de morderlos. Fue
necesario matar a tiros a algunos de ellos. Esto provocó un
desorden que el capitán y sus oficiales lograron controlar
sólo después de grandes esfuerzos.
Obviamente, Summy Skim, convertido en un observador
decidido, desafiaba el mal tiempo y sólo regresaba a su camarote
a las horas de reposo.
Ni él ni su primo se marearon, y tampoco su
compañero de viaje, el impasible noruego Boyen, al cual nada de
lo que ocurría parecía impresionar.
Lo mismo sucedió con el texano Hunter y su
camarada Malone. Desde el primer día lograron reunir una banda
de jugadores y se instalaron alrededor de una mesa a jugar al monte y
al faro. Día y noche se escuchaban sus provocaciones y sus
brutales vociferaciones.
Entre las pasajeras que el último tren de
Montreal había conducido a Vancouver, dos habían llamado
la atención de Summy Skim. Eran dos religiosas que habían
llegado a Vancouver en la víspera de la partida y que
tenían plaza reservada a bordo del Football. Una
tenía treinta y dos años, y la otra, veinte.
Francocanadienses de nacimiento, pertenecían a la
congregación de las hermanas de la Misericordia, que las enviaba
al hospital de Dawson City porque su superiora había solicitado
un aumento del personal.
Summy Skim no pudo reprimir su emoción ante
estas dos hermanas que, obedeciendo la orden de su convento de
Montreal, se habían puesto en camino inmediatamente, sin duda
sin una réplica, sin la menor vacilación. Y a qué
peligroso viaje se exponían, con qué mundo de aventureros
y desgraciados de toda especie iban a mezclarse. Qué
sufrimientos tendrían que soportar durante ese largo viaje, y
qué miserias les esperaban en Klondike, de donde quizás
jamás regresarían... Pero el espíritu de caridad
las sostenía y el espíritu de devoción las
inundaba. Su misión era socorrer a los desventurados, y ellas no
fallarían.
Ya a bordo de ese paquebote que las llevaba tan lejos,
se dedicaron a aliviar a los pobres sin distinción, prodigando
sus cuidados a las mujeres, a los niños, privándose ellas
mismas para procurar algún bienestar a los otros.
Sólo al cuarto día el Football
se encontró de nuevo al abrigo de la isla de la Princesa
Carlota1.
La navegación se efectuó entonces en
condiciones menos duras, en un mar ya no perturbado por un oleaje
furioso. En la orilla se sucedían fiordos comparables a los de
Noruega, que debían evocar muchos recuerdos de su país al
compañero de cabina de Summy Skim y de Ben Raddle. Junto a esos
fiordos se levantaban altos acantilados, boscosos en su mayoría,
entre los cuales aparecían, si no aldeas, al menos
caseríos de pescadores y, lo más frecuente, alguna
casucha aislada cuyos habitantes de origen indio vivían de la
caza y de la pesca. Al paso del Football se acercaban a vender
sus productos, para los que encontraban fácilmente
compradores.
Si detrás de los acantilados, a bastante
distancia, las montañas perfilaban sus crestas nevadas a
través de la niebla, del lado de la isla de la Princesa Carlota
la mirada abarcaba extensas llanuras o espesos bosques completamente
blancos de escarcha. Aquí y allá se veían
también algunas aglomeraciones de casitas junto a las estrechas
caletas donde los barcos de pesca esperaban un viento favorable.
Después de haber traspasado la punta
septentrional de esta isla, el Football quedó otra vez
expuesto a la alta mar durante la travesía de la Dixon Entrance,
que cierra el norte de la isla del Príncipe de Gales. Esta
travesía duró veinticuatro horas. Sin embargo, el
balanceo y los bandazos fueron menos violentos. Por lo demás, a
partir de Príncipe de Gales el paquebote navegaría
protegido por una serie de islas y por la península de Sitka
hasta su llegada al puerto de Skagway. La navegación
marítima se convertiría en navegación fluvial.
Este nombre de Príncipe de Gales se aplica a
todo un archipiélago bastante complicado, cuyo último
extremo en el norte se pierde en una maraña de islotes. La isla
principal tiene por capital el puerto de Shakan, situado en la costa
oeste, en el que los navíos se refugian cuando hay
tempestad.
Más allá se prolonga la isla Baranof,
donde los rusos fundaron el fuerte de Nuevo Arcángel, y cuya
principal ciudad, Sitka, es también la capital de toda la
provincia de Alaska. Cuando Alaska fue cedida por el imperio moscovita
a los Estados Unidos, Sitka no volvió al Dominion ni a la
Columbia británica, sino que, de acuerdo con el tratado de 1867,
permaneció bajo el dominio americano.
El Football pasó a la vista de
Port Simpson, primer puerto canadiense en el litoral
columbiano, al fondo de la Dixon Entrance, pero no hizo escala
allí ni en el puerto de Jackson, en la isla más
meridional del grupo de Príncipe de Gales.
Si el paralelo 49 constituye el límite de las
dos posesiones un poco más abajo de Vancouver, se comprende que
la longitud que debe separar Alaska del Dominion tiene que estar
claramente determinada a través de esos terrenos
auríferos del Norte. Quién sabe si, en un futuro
más o menos lejano, no habrá una disputa entre el
pabellón de Gran Bretaña y el pabellón de las
cincuenta y una estrellas de los Estados Unidos de
América...
El 24 de abril por la mañana, el
Football hizo escala en el puerto de Wrangel, en la
desembocadura del Stikeen. La ciudad sólo contaba entonces con
unas cuarenta casas y algunos aserraderos en actividad, un hotel, un
casino y casas de juego, que nunca están inactivas durante la
estación.
En Wrangel desembarcaron los mineros que deseaban ir a
Klondike por la ruta de Telegraph Creek en lugar de seguir la
de los lagos, al otro lado de Skagway. Esta ruta alcanza los
cuatrocientos treinta kilómetros, que hay que recorrer en las
peores condiciones. Es menos costosa, sin embargo. Una cincuentena de
emigrantes dejaron el barco, resueltos a desafiar los peligros y las
fatigas a través de esas interminables planicies de la Columbia
septentrional.
A partir de Wrangel los pasos se hicieron más
estrechos, los recovecos más caprichosos, en un laberinto de
islotes entre los cuales se deslizaba el paquebote. Un holandés
hubiera podido creer que se hallaba en medio de los dédalos de
Zelanda, pero pronto se habría dado cuenta de la realidad, al
oír como silban los vientos glaciales venidos de las regiones
polares, al contemplar todo ese archipiélago todavía
sumergido bajo la espesa capa de nieve, al escuchar el tronar de las
avalanchas que se precipitan en los fiordos desde lo alto de los
acantilados del litoral. Un ruso hubiera estado menos sometido a los
efectos de la ilusión, pues se hubiera encontrado en el paralelo
de San Petersburgo.
En Mary's Island, en las proximidades de
Fort Simpson, el Football dejó atrás el
último puesto de aduana americano. En Wrangel el paquebote se
encontraba ya en aguas canadienses. Si algunos pasajeros hubieran
desembarcado, no hubiera sido por no estar informados de que la ruta de
los trineos seguía impracticable.
El paquebote remontó hacia Skagway a
través de pasos cada vez más cerrados, bordeando el
continente, cuyo relieve se acentuaba. Después de atravesar la
desembocadura del río Taker, hizo escala durante unas horas en
Juneau. Esta era todavía una aldea, que andando el tiempo se
convertiría en ciudad.
Al nombre de Juneau, su fundador hacia 1882, conviene
agregar el de Richard Harris, ya que dos años antes ambos
descubrieron los yacimientos de la cuenca de Silver Bow, de
donde extrajeron sesenta mil francos de oro en pepitas unos meses
después.
De esta época data la primera invasión
de mineros, atraídos por la resonancia que obtuvo este
descubrimiento y la explotación de los terrenos auríferos
en el norte de Telegraph Creek, anterior a la
explotación de Klondike. Desde entonces, la mina de Treadwille,
trabajada por doscientos cuarenta pilones, tritura hasta mil quinientas
toneladas de cuarzo al día y produce dos millones y medio de
francos; esta mina, después de cien años de
explotación, no se agotaría todavía.
Ben Raddle puso a Summy Skim al corriente de los
éxitos obtenidos en estos territorios.
-Bueno -respondió éste-, es una
lástima que la parcela de nuestro tío Josías, en
lugar de estar en el Forty Miles Creek, no esté en el
río Taku.
-¿Por qué?
-Porque no tendríamos necesidad de ir hasta
Skagway.
Conviene decir que en ese momento no había
razón para lamentarse. El Football llegaría a
Skagway al día siguiente. Pero entonces empezarían las
verdaderas dificultades y muy probablemente las excesivas miserias,
cuando se tratara de atravesar los pasos del Chilkoot y de alcanzar la
orilla izquierda del Yukon por la ruta de los lagos.
Sin embargo, todos estaban ansiosos por abandonar el
Football para aventurarse en la región regada por la
gran arteria de Alaska. Sólo pensaban en el porvenir, y no para
ver en él las fatigas, las contrariedades, los peligros, las
decepciones, sino el espejismo con que los deslumbraba.
En fin, después de Juneau el paquebote
remontó el canal de Lynn, que termina en Skagway para los barcos
de cierto tonelaje, y que las gabarras pueden sobrepasar por dos leguas
hasta el pueblo de Dyea. Al oeste resplandecía el glaciar de
Muir, de doscientos cuarenta pies de altura, y del cual el
Pacífico recibe incesantemente ruidosas avalanchas. Barcas
tripuladas por indígenas escoltaban el Football, que
incluso remolcó algunas.
La última tarde a bordo tuvo lugar un
formidable partido de cartas en la sala de juego, en el que
participaron muchos de los que la habían frecuentado durante la
travesía y habían perdido en ella hasta su último
dólar. Los dos texanos, Hunter y Malone, habían sido de
los más asiduos y, sobre todo, de los más violentos. El
resto era de la misma categoría de aventureros que se
encontraban habitualmente en las casas de juego de Vancouver, Wrangel,
Skagway y Dawson City.
No parecía que hasta ahora la fortuna les
hubiera sido desfavorable a los dos texanos. Desde que se habían
embarcado en Acapulco, varios miles de dólares habían
llegado a sus manos gracias a su suerte con las cartas. Y sin duda
esperaban que la suerte no los abandonara esa última tarde que
pasarían a bordo.
Pero no fue así y, por el ruido que
salía de la sala de juego, estaba claro que ésta era el
teatro de escenas deplorables. Se escuchaban gritos estridentes,
groseras invectivas, y quizás el capitán hubiera debido
intervenir para restablecer el orden; pero, como hombre prudente, no lo
haría sino en caso de extrema necesidad. Si era preciso, a la
llegada acudiría a la policía de Skagway, la que se
haría cargo de los alborotadores.
Eran las nueve cuando Summy Skim y Ben Raddle se
dispusieron a volver a su cabina. Al descender, se encontraron cerca de
la sala de juego, que se hallaba sobre la sala de máquinas. De
pronto, la puerta de la sala se abrió con estrépito y una
docena de pasajeros se precipitó sobre el puente. Entre ellos se
encontraba Hunter, en el último grado de la cólera. Se
pegaba con uno de los jugadores, vomitando un torrente de injurias. Una
discusión surgida durante el juego había conducido a esta
escena abominable, en la que todos esos locos furiosos se
disponían a intervenir.
No parecía que Hunter tuviera a la
mayoría de su parte, porque se le abrumaba de amenazas, a las
que respondía con las más horribles invectivas.
Podía ser que la detonación de los revólveres se
mezclara con los furiosos bramidos de los contendientes.
En ese momento, Hunter se liberó con un golpe
vigoroso del grupo que lo rodeaba y dio un salto adelante. Las dos
religiosas, que volvían al toldillo de cubierta, se encontraron
delante de él, que derribó sobre el puente a una de
ellas, la mayor.
Summy Skim, indignado, se precipitó sobre
Hunter, mientras Ben Raddle levantaba a la hermana.
-¡Miserable! -gritó Summy Skim-, usted
merecería...
Hunter se detuvo y ya se llevaba la mano a la cintura
para sacar un cuchillo que portaba en una vaina cuando, cambiando de
opinión, dijo a Summy Skim:
-¡Ah, usted es el canadiense! Nos encontraremos
allí. No perderá nada con esperar.
Mientras regresaba a su cabina con su compañero
Malone, la religiosa se acercó a Summy Skim.
-Señor -le dijo-, le agradezco su gesto... Pero
este hombre no sabía lo que hacía. Hay que perdonarlo,
como yo lo perdono.

1. La "Reina"
se convierte en "Princesa"...
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