El volcán de oro (versión
original)
Primera parte - Capítulo VI Skagway
Skagway, como todos esos paraderos perdidos en medio
de una región en la que escasean los caminos, donde faltan
medios de transporte, al principio era sólo un campamento en el
que se detuvieron los primeros buscadores de oro. A una
confusión de casuchas le sucedió un conjunto de
cabañas, luego casitas, construidas en forma más ordenada
en esos terrenos cuyo precio no cesaba de aumentar. Y quién sabe
si en el futuro, cuando los yacimientos se hayan agotado, estas
ciudades creadas para las necesidades del momento no serán
abandonadas, si esta región no quedará desierta.
No se pueden comparar estos territorios con los de
Australia, California o el Transvaal. En esos países, incluso
después de la explotación de las vetas, los pueblos se
transformaron en ciudades, incluso en metrópolis. En torno de
ellas la región era habitable, el suelo productivo, las empresas
comerciales o industriales podían adquirir real importancia y,
después de haber entregado sus tesoros metálicos, la
tierra bastaba para remunerar el trabajo.
Pero aquí, en esta parte del Dominion, en esta
frontera de Alaska, casi en el límite del círculo polar,
con este clima glacial, durante esta estación de invierno que
dura ocho meses, ¿qué esperar, e incluso qué hacer
cuando se hayan extraído las últimas pepitas, en esta
región sin recursos, medio agotada ya por los traficantes de
pieles?
Es muy posible que Skagway, Dyea, Dawson City, donde
no faltan actualmente la animación de los negocios ni el
movimiento de los viajeros, perezcan poco a poco cuando las minas de
Klondike queden vacías, aunque se formen sociedades financieras
para establecer comunicaciones más fáciles entre ellas y
se hable de construir un ferrocarril de Wrangel a Dawson City.
En ese momento, Skagway rebosaba de emigrantes: los
que desembarcaban de los paquebotes del océano Pacífico y
los que dejaban allí los trenes canadienses o de Estados Unidos,
todos con destino a los territorios de Klondike.
Algunos de estos viajeros se hacían transportar
con todo su material hasta Dyea, situada en el extremo del canal de
Lynn. Pero no por barco, pues la profundidad del canal no
permitía navegar más arriba de Skagway. Los viajeros
tomaban pasaje en gabarras construidas de modo que pudieran cubrir las
cinco millas que separan las dos ciudades, lo que abreviaba la penosa
ruta por tierra.
Era en Skagway, por lo demás, donde comenzaban
las verdaderas dificultades del viaje, después de este
transporte relativamente (...)1 a bordo de los paquebotes que hacen el servicio del
litoral.
Para empezar, había que contar con la
vejaciones que impone la aduana americana. En efecto, más
allá de Skagway, que pertenece al Dominion, hay una larga banda
de treinta y dos kilómetros que es posesión americana.
Los americanos, con el fin de impedir el tráfico durante la
travesía de esta banda, obligan a los viajeros a aceptar una
escolta que los acompaña hasta la frontera y que deben pagar muy
cara.
Los dos primos ya habían elegido un hotel entre
los varios de que dispone Skagway. Ocupaban una habitación por
un precio que sobrepasaba los de Vancouver, por lo que harían
todo lo posible para dejarla cuanto antes.
Innecesario es decir que los viajeros hacían
nata en este hotel, esperando su partida para Klondike. Todas las
nacionalidades se codeaban en el comedor. La comida era tan sólo
pasable, pero, ¿tenían derecho a mostrarse
difíciles esos emigrantes que por varios meses estarían
expuestos a tantas privaciones?
Durante su estancia en Skagway, Summy Skim y Ben
Raddle no tuvieron ocasión de encontrarse con los dos texanos
cuya compañía habían rehuido a bordo del
Football. Hunter y Malone partieron a Klondike de inmediato.
Como regresaban al lugar de donde habían salido hacía
seis meses, sus medios de transporte estaban asegurados con
anticipación, y no habían tenido más que ponerse
en camino con sus guías, sin el impedimento de un material que
ya se encontraba en la explotación de Forty Miles
Creek.
-Qué suerte que ya no tengamos como
compañeros a esos brutos -dijo Summy Skim-, y compadezco a los
que van con ellos... a menos que sean tal para cual, lo que es muy
probable en este bonito mundo de los buscadores de oro.
-Sin duda -respondió Ben Raddle-, pero esos
brutos tienen la suerte de no atrasarse aquí en Skagway,
mientras nosotros tendremos que esperar varios días.
-Pero llegaremos, Ben, llegaremos -exclamó
Summy Skim-, y, cuando lleguemos, tendremos la oportunidad de
reencontrar a esos dos bandidos en la parcela 127, vecina de la 129.
Agradable circunstancia. Nos apresuraremos a vender nuestra parcela al
mejor precio y tomaremos el camino de regreso.
Si Summy Skim no se preocupó más de los
dos texanos, no le ocurrió lo mismo con las dos religiosas que
desembarcaron del Football. Ben Raddle y él no
podían dejar de pensar con impresión en los peligros y en
las fatigas a los que iban a exponerse esas santas mujeres. ¿Y
qué apoyo, qué ayuda podrían esperar ellas, si
alguna vez la necesitaban, de ese tumulto de emigrantes entre los
cuales la envidia, la ambición, la pasión del oro
extinguía todo sentimiento de justicia y honor? Habían
tomado sin vacilar el largo camino de Klondike, ya cubierto de
cadáveres por cientos, y no retrocedían ante los peligros
que hubieran amedrentado con razón al hombre más
resuelto.
Al día siguiente, Summy Skim y Ben Raddle
tuvieron la ocasión de encontrar a estas hermanas de la
Misericordia; las monjas hacían gestiones para unirse a una
caravana cuyos preparativos para la partida se resolverían
dentro de algunos días. Esta caravana no comprendía
más que a gente miserable, inculta y grosera. ¡Qué
compañía para las dos religiosas, durante ese
larguísimo viaje entre Skagway y Dawson City, a través de
la región de los lagos!
En cuanto las divisaron, los dos primos se dirigieron
a ellas con la esperanza de poder ser útiles. Las dos monjas
habían pasado la noche en una casita religiosa de Skagway.
Summy Skim se aproximó y muy respetuosamente
les preguntó si, después de las fatigas del viaje, no
pensaban reposar un poco.
-No podemos -respondió la hermana Marta, la
mayor de las dos.
-¿Ustedes van a Klondike? -preguntó
Summy Skim.
-Sí, señor -respondió sor Marta-.
Los enfermos son muy numerosos en Dawson City. La superiora del
hospital nos espera, y desgraciadamente aún estamos lejos.
-Ustedes vienen de... -dijo Ben Raddle.
-De Quebec -respondió la más joven, sor
Magdalena.
-Adonde regresarán, sin duda, cuando sus
servicios ya no sean necesarios.
-Lo ignoramos, señor -respondió la
hermana Marta-. Partimos porque nuestra superiora nos ordenó
partir, y regresaremos cuando Dios lo quiera.
Estas palabras manifestaban tanta resignación,
o más bien tanta confianza en la bondad divina, que Summy Skim y
Ben Raddle se sintieron profundamente emocionados. Luego hablaron de
esa lejana Dawson City, de las largas jornadas de viaje a través
de la región lacustre y de los territorios de Yukon, de las
dificultades del transporte, de la penosa marcha en trineo sobre la
nieve endurecida de las planicies, sobre la superficie helada de los
lagos. Cuando las religiosas llegaran a su destino, todas las
dificultades habrían desaparecido. Que las epidemias fueran
temibles, que las hermanas debieran exponerse día y noche a las
enfermedades más peligrosas, era su deber. Tendrían la
satisfacción que proporciona el deber cumplido. Su vida
pertenecía a los desventurados, a los afligidos, a todos los que
sufren... Por esta razón sor Marta y sor Magdalena buscaban
asegurarse los medios de transporte compatibles con los escasos
recursos de que disponían.
-¿Ustedes son canadienses, hermanas?
-preguntó Summy Skim.
-Francocanadienses -respondió sor Marta-, pero
no tenemos familia, o mejor dicho no tenemos más que la gran
familia de los desdichados.
-Nosotros conocemos a las hermanas de la Misericordia
-declaró Raddle-, y sabemos cuántos servicios han
prestado y siguen prestando en todo el mundo.
-Nuestras compatriotas pueden disponer de nosotros
-añadió Summy Skim-, si somos tan felices de poder
hacerles algún servicio.
-Se lo agradecemos, señores -respondió
la hermana Magdalena-, pero tengo la esperanza de que podremos unirnos
a esta caravana que se dispone a partir a Klondike.
-¿Ustedes van a Dawson City, señores?
-preguntó la hermana Marta.
-En efecto -respondió Summy Skim-. ¿Con
qué fin venir a Skagway si no para subir hasta Dawson City?
-¿Y piensan permanecer allí toda la
estación? -dijo la hermana Magdalena.
-Oh, no -exclamó Summy Skim-, solamente el
tiempo de liquidar el asunto que nos lleva hasta allí, y eso
puede hacerse en unos días. Pero, en fin, ya que vamos a tomar
el camino de Klondike, mis hermanas, en el caso de que ustedes no
pudieran arreglarse con esa caravana, estamos a vuestra
disposición.
-Se lo agradecemos, señores -respondió
sor Marta-. De todos modos nos encontraremos en Dawson City, donde
nuestra superiora estará feliz de volver a ver compatriotas.
Desde que llegó a Skagway, Ben Raddle se
ocupaba de asegurarse el transporte a la capital de Klondike. Siguiendo
el consejo que le habían dado en Montreal, se había
informado de un tal Bill Stell, con el cual proyectaba ponerse en
contacto.
Bill Stell se encontraba precisamente en ese momento
en Skagway. Era un antiguo explorador de las praderas, de origen
canadiense. Durante algunos años, y con gran satisfacción
de sus jefes, había cumplido las funciones de scout en
las tropas del Dominion, y participó en las largas luchas que
éstas sostuvieron contra los indios. Se le tenía por
hombre de gran coraje, de mucha sangre fría y muy
enérgico.
Stell ejercía actualmente el oficio de escolta
de los emigrantes que el regreso del buen tiempo llama a Klondike. Pero
él no era solamente un guía; era el jefe de los hombres
que servían en los barcos durante la travesía de los
lagos, y el propietario del material exigido para el viaje y de los
perros que tiraban los trineos en las llanuras heladas que se extienden
más allá de los pasos del Chilkoot. También
aseguraba la comida para la caravana, que él mismo
organizaba.
Precisamente porque contaba con utilizar los servicios
de Bill Stell, Ben Raddle no se había cargado de equipaje.
Sabía que el scout le proporcionaría todo lo
necesario para llegar a Klondike, y no dudaba de que se iban a entender
sobre un precio conveniente para la ida y el regreso.
Al día siguiente de su llegada a Skagway, Ben
Raddle fue a la casa de Bill Stell y se enteró de que estaba
ausente. Había ido a conducir una caravana por el Paso Blanco
hasta el extremo del lago Benett, pero su partida se remontaba ya a
más de una semana y no debía tardar en regresar. Si no
había tenido contratiempos en la ruta, o si no había sido
requerido de nuevo por otros viajeros, podía estar de vuelta en
Skagway a partir de las próximas horas. Fue lo que
ocurrió, y al día siguiente Raddle pudo ponerse en
contacto con él.
El explorador era un hombre de cincuenta años,
de talla mediana, cuerpo de hierro, barba que empezaba a platearse,
pelo corto, duro y grueso, mirada firme y penetrante. Una perfecta
honestidad se leía en su fisonomía simpática. En
su oficio de explorador del ejército canadiense había
adquirido las más extraordinarias cualidades de
circunspección, de vigilancia y prudencia. No hubiera sido
fácil engañarlo. Era un hombre reflexivo,
metódico, lleno de recursos. Filósofo a su manera, tomaba
la vida por el lado bueno. ¿No es verdad que existe siempre un
lado bueno en la vida? Muy contento con su oficio, jamás
había experimentado la ambición de aquellos a quienes
conducía a los territorios auríferos. ¿No
sabía acaso él que la mayoría sucumbía a
los sacrificios o regresaba de esas duras campañas más
miserables que antes?
Ben Raddle dio a conocer al scout su proyecto
de partir para Dawson City lo antes posible. Se dirigía a
él porque le habían dicho en Montreal que no
podría encontrar un guía mejor en Skagway.
-Bien, señor -respondió Stell-, usted me
pide que lo transporte a Dawson City. Es mi oficio guiar a los
viajeros, y tengo el personal y el material indispensables para este
viaje.
-Lo sé -dijo Ben Raddle-, y sé
también que se puede confiar en usted.
-¿No piensan quedarse más que algunas
semanas en Dawson City? -preguntó Bill Stell.
-Es lo más probable.
-¿No se trata entonces de explotar una
parcela?
-No, ésta que poseemos, mi primo y yo, nos
viene por herencia. Nos han hecho una proposición de compra,
pero antes de aceptarla hemos querido apreciar su valor.
-Ha actuado usted con prudencia, señor Raddle,
pues en este tipo de asuntos abundan las astucias que se emplean para
engañar a todo el mundo, y se debe desconfiar.
-Es lo que nos ha decidido a emprender este viaje a
Klondike.
-Y cuando hayan vendido su parcela,
¿regresarán a Montreal?
-Es nuestra intención, y después que nos
haya conducido a la ida, le pediremos que nos conduzca de regreso.
-Podremos entendernos a este respecto
-respondió Bill Stell-, y como yo no tengo el hábito de
cobrar caro, he aquí mis condiciones, señor Raddle.
Se trataba de un viaje de unos treinta y cinco
días de duración, para el cual el scout
proporcionaría los caballos o mulas, los perros, los trineos,
los barcos y las tiendas de campaña. Summy Skim y Ben Raddle no
transportaban todo ese material del que tienen que proveerse los
prospectores para la explotación de las parcelas. Bill Stell se
encargaría asimismo del mantenimiento de su caravana, y se
podía confiar en él para eso, pues conocía mejor
que nadie las necesidades y las exigencias de esa larga marcha a
través de territorios privados de recursos, sobre todo durante
la estación invernal.
El precio del viaje se fijó en mil trescientos
francos de Skagway a Dawson City, y una suma igual para el regreso.
Ben Raddle sabía con quién tenía
que tratar, y hubiera sido inoportuno discutir las condiciones con un
hombre tan concienzudo y honesto.
Por lo demás, en esta época los precios
del transporte, sólo por atravesar los pasos hasta la
región de los lagos, eran bastante elevados, a causa de las
dificultades de las dos rutas. Lo que pedía Bill Stell era
perfectamente aceptable.
-Convenido -dijo Ben Raddle-, y no olvide que queremos
partir lo más pronto posible.
-Cuarenta y ocho horas es todo lo que necesito
-respondió el explorador.
-¿Es necesario que vayamos a Dyea en barco?
-preguntó Ben Raddle.
-Es inútil, ya que ustedes no traen material.
Me parece preferible que permanezcan en Skagway hasta el momento de
partir, y evitamos ese desplazamiento de cinco a seis millas.
Quedaba por decidir qué camino seguiría
la caravana a través de esa zona montañosa que precede la
región de los lagos, donde se acumulan las mayores
dificultades.
A las preguntas que le hizo Ben Raddle a este
respecto, Bill Stell respondió:
-Hay dos caminos, o más bien dos huellas: el
Paso Blanco y el paso de Chilkoot. Una vez atravesados ambos, las
caravanas sólo tienen que bajar al lago Benett o al lago
Lindeman.
-¿Y cuál de esos dos caminos piensa
tomar?
-El del Chilkoot, que me permite llegar directamente
al extremo del lago Lindeman después de haber hecho alto en el
Sheep Camp, donde podemos albergarnos y aprovisionarnos. En el
lago Lindeman me espera mi material, y así me evito traerlo a
Skagway y me ahorro el paso de la montaña.
-Le repito -dijo Ben Raddle- que confiamos en su
experiencia, y lo que usted haga estará bien hecho. En cuanto a
nosotros, estamos listos para partir en cuanto usted lo decida.
-Dentro de dos días, como le he dicho
-contestó Bill Stell-. Necesito ese tiempo para mis
últimos preparativos, señor Raddle. Partiendo muy de
mañana, no es imposible recorrer las cuatro leguas que separan
Skagway de la cumbre del Chilkoot.
-¿A qué altura está esa
cumbre?
-A tres mil pies, más o menos -respondió
el scout-, pero el paso es estrecho, sinuoso, y lo que lo hace
más difícil es que por esta época está
atestado de mineros, vehículos y perros, sin hablar de la nieve
que los obstruye a veces.
-Y sin embargo usted lo prefiere al otro
-observó Ben Raddle.
-Sí, y por esta otra razón: porque,
llegando a la vertiente norte del Chilkoot, sólo tengo que bajar
para encontrarme en el lago Lindeman.
Una vez que estuvo todo arreglado con Bill Stell, a
Ben Raddle sólo le restaba decirle a Summy Skim que estuviera
preparado para dejar Skagway en cuarenta y ocho horas.
Lo hizo ese mismo día, declarando que
habían tenido suerte al tratar con el explorador, que le
inspiraba entera confianza y se encargaba de todo lo que exigía
un viaje tan penoso. En cuanto al precio pedido y aceptado, no
había nada de excesivo, teniendo en cuenta que la distancia
entre Skagway y Dawson City no podía cubrirse en menos de cinco
semanas.
Summy Skim aprobó lo que había hecho su
primo y se contentó con decir:
-Veo que las cosas marcharán del mejor modo, mi
querido Ben. Pero se me ocurre una idea que tú
encontrarás excelente, espero, y que no puede causarnos
ningún inconveniente.
-¿Cuál, Summy?
-Se trata de las dos religiosas que desembarcaron al
mismo tiempo que nosotros en Skagway. Las he vuelto a ver y me dan
pena. No han podido arreglarse con esa caravana, que además no
les convenía, y no saben cómo ir a Klondike. ¿Por
qué no proponerles que vengan con nosotros?
-Excelente idea -respondió sin vacilar Ben
Raddle.
-Sin duda, Ben, habrá algunos gastos
suplementarios de transporte y comida...
-Nos haremos cargo de eso, Summy. Sobra decirlo.
Solamente, ¿has pensado si esas monjas aceptarán...?
-¿Cómo? Son canadienses y
viajarán con canadienses. ¿No es suficiente?
-Entendido. Anda a ver a la hermana Marta y a la
hermana Magdalena y diles que estén...
-En una hora estarán listas para partir.
Era lo mejor que les podía ocurrir a las dos
monjas: viajar protegidas por sus compatriotas. No estarían
expuestas a la promiscuidad de las caravanas formadas por gente sin
principios, venida de todos los rincones del mundo. Ninguna
consideración les faltaría, ninguna ayuda si algo
necesitaran por el camino.
El mismo día Summy Skim y Ben Raddle fueron
donde las dos monjas, que trataban en vano de procurarse un medio de
transporte para Klondike. Con profunda emoción aceptaron la
proposición que se les hacía, y expresaron su
agradecimiento.
-No son ustedes las que tienen que agradecernos,
hermanas -dijo Summy Skim-, sino los pobres enfermos que las esperan
allá y que necesitan de sus cuidados.

1. Espacio en blanco en
el manuscrito de Julio Verne.
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