El volcán de oro (versión
original)
Primera parte - Capítulo XI En
Dawson City
-Una aglomeración de cabañas, de
"isbas", de tiendas, una especie de campamento levantado en
una ciénaga, siempre amenazado por las crecidas del Yukon y del
Klondike, calles tan irregulares como embarradas, baches a cada paso,
en absoluto una ciudad, sino algo así como una gran perrera
buena a lo sumo para que la habiten los miles de perros que se escucha
ladrar día y noche: ¡eso es lo que usted cree que es
Dawson City, señor Skim! Pero la ciudad se ha transformado a
ojos vistas, gracias a los incendios que despejan el terreno. Tiene sus
iglesias católicas y protestantes, sus bancos y sus hoteles, va
a tener su Mascott Theatre, tendrá pronto su gran
ópera, en la que dos mil doscientos dawsonenses podrán
disponer de una butaca, y etcétera, y usted no puede imaginar lo
que se subentiende en este "y etcétera".
Así hablaba el doctor Pilcox, un
anglocanadiense de unos cuarenta años, gordo, vigoroso, activo,
despabilado, de salud inquebrantable. Era de constitución
resistente a cualquier enfermedad, y parecía gozar de
increíbles inmunidades. Hacía un año había
venido a instalarse en esta ciudad tan favorable para el ejercicio de
su profesión, pues parece que las epidemias se dieron cita
allí, sin hablar de la fiebre endémica del oro, contra la
cual parecía que estaba no menos vacunado que el propio Summy
Skim.
Además de médico, el doctor Pilcox era
cirujano, boticario y dentista. Como se le sabía hábil y
servicial, la clientela afluía a su bastante cómoda casa
de Front Street, una de las calles principales de Dawson
City.
Hay que decir igualmente que el doctor Pilcox
había sido nombrado médico jefe del hospicio donde
esperaban la llegada de las dos hermanas de la Misericordia.
Bill Stell conocía desde hacía mucho
tiempo al doctor Pilcox. Se había relacionado con él
cuando servía en calidad de guía en el ejército
canadiense. Lo había recomendado siempre a las familias de
emigrantes que conducía de Skagway a Klondike. Nada más
natural, pues, que se le viniera a la mente poner a Ben Raddle y a
Summy Skim en contacto con un personaje tan estimado y cuyo celo
alcanzaba los límites de la filantropía.
¿Dónde podrían haber encontrado a alguien que
estuviera más al tanto de lo que pasaba en el país que
ese doctor, confidente de tantas fortunas e infortunios? Si alguien era
capaz de dar un buen consejo del mismo modo que un buen
diagnóstico o un buen remedio, desde luego era este excelente
hombre. En medio de la tremenda excitación que vivía la
ciudad cada vez que llegaba la noticia de algún descubrimiento,
el doctor había conservado siempre la sangre fría, fiel a
su oficio, y nunca habría tenido la ambición de hacer
prospección por su cuenta.
El médico estaba orgulloso de su ciudad y no lo
ocultó en la primera visita que le hizo Summy Skim.
-Sí -repitió-, Dawson City ya es digna
de llevar el nombre de capital de Klondike que le ha otorgado el
gobernador del Dominion.
-Pero me parece que la ciudad está apenas
empezando a construirse, doctor -observó Summy Skim.
-Si todavía no está enteramente
construida, lo estará dentro de poco. El número de
habitantes crece día a día.
-Y actualmente tiene... -preguntó Summy
Skim.
-Más de veinte mil, señor.
-Que no hacen más que pasar por la ciudad, tal
vez.
-Perdóneme. Esta gente se ha establecido con
sus familias y no piensa más que yo en abandonar la ciudad.
-Sin embargo -observó Summy Skim, que se
divertía picando al doctor-, yo no veo en Dawson City lo que
caracteriza generalmente a una capital.
-¿Cómo? -exclamó el doctor Pilcox
inflándose, lo que lo hacía parecer más gordo-.
Dawson City es la residencia del Comisario General de los territorios
del Yukon, el mayor James Walsh, y de toda una jerarquía de
funcionarios que usted no encontrará en las metrópolis de
Columbia y del Dominion.
-¿Cuáles, doctor?
-Un juez de la Corte Suprema, el señor Mac
Guire, un comisario del oro, el señor Faucett, un comisario de
las Tierras de la Corona, el señor Wade, un cónsul de los
Estados Unidos de América, un agente consular de Francia...
-En efecto -respondió Summy Skim-, ésos
son altos personajes de la administración... Pero por lo que se
refiere al comercio...
-Tenemos ya dos bancos -respondió el doctor-:
el Canadian Bank of Commerce de Toronto, que dirige el
señor Wills, y el Bank of British North America.
-¿E iglesias?
-Dawson City posee tres, señor Skim: una
iglesia católica servida por el padre jesuita Judge y por el
oblato Desmarais, una iglesia de la religión reformada y una
iglesia protestante inglesa.
-Perfecto, doctor, en lo que concierne a la
salvación de los habitantes. Pero en cuanto a la seguridad
pública...
-¿Y qué piensa usted, señor Skim,
de un comandante en jefe de la policía montada, el
capitán Stearns, canadiense de origen francés, y del
capitán Harper, a la cabeza del servicio postal, ambos con
sesenta hombres a sus órdenes?
-Yo digo, doctor -respondió Summy Skim-, que
esta escuadra de policía no parece suficiente. La
población de Dawson City, como usted dice, aumenta cada
día.
-Bueno, pues, se la aumentará según las
necesidades. ¡El gobernador del Dominion hará todo lo
necesario para garantizar la seguridad de los habitantes de la capital
de Klondike!
Había que escuchar al buen doctor pronunciar
esas palabras: ¡capital de Klondike!
-Después de todo -continuó Summy Skim-,
parece muy posible que Dawson City esté destinada a desaparecer
cuando los yacimientos se agoten.
-¿Que se agoten? ¿Los yacimientos de
Klondike? Pero si son inagotables, señor Skim. Se descubren
todos los días nuevos yacimientos a lo largo de los esteros.
Cada día se explotan nuevas parcelas. No creo que haya en el
mundo una ciudad que tenga más asegurada su existencia que la
capital de Klondike.
Summy Skim no quiso proseguir una discusión que
ya veía bien inútil. Que Dawson City viviera dos o dos
mil años, qué le importaba a él, que no iba a
pasar allí más de quince días.
De todos modos, por inagotable que fuera ese suelo,
como decía el doctor, terminaría por agotarse, y que la
ciudad sobreviviera después de la extinción de su
riqueza, cuando ya no tuviera razón de existir, en condiciones
de habitabilidad tan detestables, en el límite del
círculo polar, parecía inadmisible. Pero como el doctor
le auguraba una vitalidad más grande que la de cualquiera otra
ciudad del Dominion, Quebec, Ottawa o Montreal, para qué
contradecirle. Lo importante para Ben Raddle y Summy Skim era que
Dawson City tenía un hotel.
En realidad había por lo menos tres: el hotel
Yukon, el Klondike y el Northern, y fue en este último donde los
dos primos obtuvieron habitación.
En realidad, por poco que los mineros continuaran
afluyendo a Dawson City, los propietarios de esos hoteles no
dejarían de hacer fortuna. Una habitación costaba siete
dólares diarios; la comida, tres dólares cada una; el
servicio, un dólar. El corte de barba cuesta un dólar, y
el de pelo, un dólar y medio.
-Felizmente -observó Summy Skim-, no tenemos la
costumbre de afeitarnos. En cuanto al pelo, esperaremos estar de
regreso en Montreal para cortárnoslo.
Se comprenderá por las cifras citadas que todo
tiene un precio exorbitante en la capital de Klondike. Quien no se
enriquece allí por un golpe de suerte está casi seguro de
arruinarse a corto plazo.
Por esa época, Dawson City se extendía
al borde de la orilla derecha del Yukon y tenía una longitud de
dos kilómetros. De dicha orilla a la colina más cercana
había una distancia de mil doscientos metros. Su superficie era
de ochenta y ocho hectáreas. Dos barrios la dividían,
separados por el Klondike, que desemboca allí en el gran
río. Tenía siete avenidas y cinco calles que se cortaban
en ángulo recto. La más próxima al río era
Front Street. Las calles tenían aceras de madera y,
cuando no se veían surcadas por el paso de los trineos durante
los meses de invierno, enormes coches, pesados carruajes circulaban por
ellas con gran estrépito, en medio de la multitud de perros.
Alrededor de Dawson City había unas cuantas
huertas en las que crecían nabos, berzas, rábanos,
lechugas y otras verduras, pero no bastaban para las necesidades de la
población. Había que contar con las legumbres que
venían del Dominion, de la Columbia o de los Estados Unidos. En
cuanto a la carne en conserva, la carne de carnicería y la caza,
los barcos frigoríficos la traían después del
deshielo, remontando el Yukon desde Saint Michel. Ya la primera semana
de junio aparecían los barcos río abajo. El muelle
resonaba con el silbido de las sirenas.
Es innecesario decir que, el mismo día de su
llegada a Dawson City, las dos religiosas fueron acompañadas al
hospital que dependía de la Iglesia Católica. La
superiora las recibió con ansiedad y no escatimó palabras
de agradecimiento para Summy Skim, Ben Raddle y el scout por
su ayuda y por las atenciones que habían tenido con la hermana
Marta y la hermana Magdalena.
La acogida del doctor Pilcox no fue menos emotiva, y,
en realidad, su presencia era bien necesaria, pues el personal del
hospital no daba abasto.
En efecto, como consecuencia del riguroso invierno las
salas estaban atestadas, y es difícil imaginar a qué
estado la fatiga, el frío y la miseria habían reducido a
esas pobres gentes venidas de tan lejos. Había en ese momento en
Dawson City epidemias de escorbuto, de diarrea, de meningitis, de
fiebre tifoidea. La estadística de los decesos se elevaba cada
día, y las calles abrían sin cesar el paso a los coches
fúnebres tirados por perros. A estos desdichados les esperaba en
el cementerio una pobre tumba cavada en las entrañas de ese
suelo lleno de oro.
Y sin embargo, a pesar de este lamentable
espectáculo, los dawsonienses, o por lo menos los mineros de
paso, se abandonaban incesantemente a los placeres excesivos. Se
juntaban en los casinos, en las salas de juego, los que iban por
primera vez a los yacimientos y los que regresaban para rehacer sus
ganancias devoradas en algunos meses. Viendo esta turba amontonarse en
los restaurantes y bares, resultaba difícil imaginar que una
epidemia diezmaba la ciudad, y que, cerca de algunos vividores,
jugadores, aventureros de constitución sólida, hubiera
tantos miserables que no tenían fuego ni albergue, familias
enteras, hombres, mujeres, niños, que la enfermedad
detenía en el umbral de la ciudad, impedidos de ir más
lejos.
Se veía a todo este mundo ávido de
placeres violentos y de continuas emociones frecuentar los Folies
Bergére, los Monte Carlo, los Dominion,
los Eldorado, no se sabría decir si por la tarde o por
la mañana, ya que en esa época del año,
próxima al solsticio, ya no había mañana ni tarde.
Allí funcionaban el póquer, el monte, la ruleta. Se
jugaba sobre el tapete verde, ya no guineas o piastras, sino pepitas,
polvo de oro, en medio de gritos, de provocaciones, de agresiones y a
veces también de detonaciones de revólver. En fin,
escenas abominables que la policía era incapaz de reprimir y en
las cuales individuos de la ralea de Hunter y de Malone
desempeñaban los primeros papeles.
Luego, los restaurantes están abiertos toda la
noche. Se come allí a cualquier hora. Se sirven pollos a veinte
dólares la pieza, piñas a diez dólares, huevos
garantizados a quince dólares la docena. Se bebe vino a veinte
dólares la botella, whisky que ha costado (...) y se fuman
cigarros a tres francos cincuenta. Tres o cuatro veces por semana, los
prospectores vuelven de las parcelas vecinas y arriesgan en esas casas
de juego todo lo que han ganado en los barriales del Bonanza y de sus
afluentes.
Era un espectáculo triste, deprimente, en que
se mostraban los más deplorables vicios de la naturaleza humana.
Lo poco que le fue posible observar a Summy Skim desde su llegada a
Dawson City no pudo más que acrecentar en él su
repugnancia por el mundo de los aventureros.
Pero no es probable que tuviera la ocasión de
estudiarlo más a fondo. Contaba siempre con que su estancia en
Klondike sería de corta duración; Ben Raddle no era
hombre que perdiera el tiempo.
-Ante todo, nuestro asunto -dijo-, vamos en primer
lugar a conocer la parcela 129 del Forty Miles Creek.
-Cuando quieras -respondió Summy Skim.
-¿El Forty Miles Creek está lejos de Dawson
City? -preguntó Ben Raddle a Bill Stell.
-Nunca he ido -respondió el scout-.
Pero, según el mapa, ese estero desemboca en el Yukon en Fort
Reliance, al noroeste de Dawson City.
-Entonces, de acuerdo con el número que lleva
-observó Summy Skim-, no creo que la parcela del tío
Josías esté lejos.
-No puede estar a más de treinta leguas
-respondió el scout-, ya que a esa distancia está la
frontera entre Alaska y el Dominion, y el número 129 está
en territorio canadiense.
-Partiremos mañana -declaró Ben
Raddle.
-Entendido -respondió su primo-, pero antes de
fijar el valor del 129, ¿no convendría saber si el
sindicato que nos ha hecho la oferta la mantiene? -dijo Summy Skim.
-Dentro de una hora tendremos eso claro
-respondió Ben Raddle.
-Les voy a indicar las oficinas del capitán
Healy, de la Anglo American Transportation and Trading Company
-dijo Bill Stell-. Están en Front Street.
Los dos primos dejaron el hotel Northem después
del mediodía y se dirigieron, guiados por el scout, a
la casa ocupada por el sindicato de Chicago.
El barrio estaba atestado de gente. El barco del Yukon
acababa de desembarcar una cantidad de emigrantes, y éstos,
mientras esperaban la hora de dispersarse en los diversos afluentes del
río, unos para ir a explotar los yacimientos que les
pertenecían, otros para alquilar sus brazos a buen precio,
hormigueaban por la ciudad.
Front Street estaba más abarrotada que
ninguna otra calle, ya que las principales agencias estaban
allí. La turba humana se mezclaba con la turba canina. A cada
paso se topaba uno con esos animales, apenas domesticados y cuyos
aullidos perforaban los oídos.
-Pero, ¡ésta es una ciudad de perros!
-repetía Summy Skim-; ¡su primer magistrado debe ser un
dogo!
No sin soportar choques, empujones e insultos, Ben
Raddle y Summy Skim lograron subir por Front Street hasta la
oficina del sindicato. El scout los dejó en la puerta,
y quedaron de reencontrarse en el hotel.
Fueron recibidos por el subdirector, el señor
William Broll, al cual le explicaron el objeto de su visita.
-Muy bien -respondió el señor Broll-.
¿Ustedes son los señores Raddle y Skim de Montreal?
Encantado de conocerlos.
-No menos encantados -respondió Summy Skim.
-¿Los herederos de Josías Lacoste,
propietario de la parcela 129 del Forty Miles Creek?
-Precisamente -declaró Ben Raddle.
-Y desde que partimos para este interminable viaje
-preguntó Summy Skim-, ¿se puede pensar que esa parcela
no ha desaparecido?
-No, señores -respondió el señor
William Broll-, tengan la seguridad de que la parcela está en el
lugar que le asignó el catastro, en el límite de los dos
Estados, que aún no está exactamente determinado.
¿Qué significaba esta frase inesperada?
¿Qué relación podía tener la línea
fronteriza que separaba Alaska del Dominion con la parcela 129? El
señor Josías Lacoste era el legítimo propietario y
su propiedad había pasado legítimamente a sus herederos
naturales, al margen de cualquier problema fronterizo...
-Señor -dijo Ben Raddle-, a nosotros nos
avisaron en Montreal que el sindicato del cual el capitán Healy
es el director proponía adquirir la parcela 129 del Forty
Miles Creek.
-En efecto, señor Raddle.
-Bueno, pues, nosotros hemos venido, mi coheredero y
yo, con el fin de conocer el valor de esa parcela, y queremos saber si
el ofrecimiento del sindicato se mantiene.
-Sí y no -respondió el señor
William Broll.
-¿Sí y no? -exclamó Summy
Skim.
-Le rogaría que nos explicara, señor
-dijo Ben Raddle-, por qué ese sí y ese no.
-Es muy sencillo, señores -respondió el
subdirector-. Es sí, en el caso de que el emplazamiento se
establezca de una manera, y es no, si se establece de otra.
Decididamente, esto merecía una
explicación. Sin esperar, Summy Skim exclamó:
-De cualquier forma, el señor Josías
Lacoste era propietario de esa parcela. Ahora lo somos nosotros, puesto
que somos sus herederos...
En apoyo de esta declaración, Ben Raddle
sacó de su portadocumentos los títulos que comprobaban
sus derechos de propiedad.
-Señores -respondió el subdirector-,
estos títulos de propiedad están en regla, no tengo la
menor duda, pero, se lo repito, el problema no es ése. Nuestro
sindicato les ha hecho llegar proposiciones relativas a la compra de la
parcela del señor Josías Lacoste y, a la pregunta que
usted me hace sobre el mantenimiento de esas proposiciones, yo no puedo
responderle de otro modo que...
-Es decir que no hay respuesta -replicó Summy
Skim, que empezaba a irritarse, sobre todo observando la actitud un
tanto burlona del señor Broll, que no era como para
agradarle.
-Señor subdirector -dijo Ben Raddle-, su
telegrama en que ofrecía comprar la parcela del señor
Josías Lacoste llegó el 22 de marzo a Montreal. Estamos a
7 de junio. Han pasado dos meses. Yo le pregunto, ¿qué es
lo que pasó en este intervalo para que usted no pueda darnos
ahora una respuesta formal?
-Usted habla de esa parcela como si su emplazamiento
no estuviera exactamente determinado -añadió Summy Skim-.
Yo pienso que está donde siempre ha estado.
-Ciertamente, señores -respondió el
señor Broll-, pero ocupa en el Forty Miles Creek un
punto en la frontera entre el Dominion, que es británico, y
Alaska, que es americana.
-Está del lado canadiense -replicó
vivamente Ben Raddle.
-Sí, si el límite de los dos Estados
está bien determinado -declaró el subdirector-, pero no
si no lo está. Como el sindicato, que es canadiense, sólo
puede explotar yacimientos canadienses, yo no puedo darles una
respuesta afirmativa.
-¿De modo que actualmente está en
discusión la frontera entre los Estados Unidos y Gran
Bretaña?
-Exactamente, señores -dijo el señor
Broll.
-Yo creía -dijo Ben Raddle- que se había
elegido el meridiano ciento cuarenta y uno como línea de
separación.
-Se lo escogió, efectivamente, señores,
y con razón; y desde 1867, época en que Rusia
cedió Alaska a los Estados Unidos de América, siempre se
estuvo de acuerdo en que ese meridiano formaría la frontera.
-Y bien -replicó Summy Skim-, pienso que los
meridianos no cambian de lugar, ni siquiera en el Nuevo Mundo, y ese
meridiano ciento cuarenta y uno no se ha movido ni al este ni al
oeste.
-No, pero parece que no está donde
debería estar -replicó el señor William Broll-,
pues desde hace dos meses se han lanzado serias impugnaciones a la
localización de ese meridiano, y es posible que se le traslade
un poco más al oeste.
-¿Cuántas leguas?
-No, algunas centenas de metros solamente
-declaró el subdirector.
-Y por tan poco se discute... -exclamó Summy
Skim.
-Y con razón, señor -replicó el
subdirector-: lo que es americano debe ser americano, y lo que es
canadiense debe seguir siendo canadiense.
-¿Y cuál de los dos Estados es el que
reclama? -preguntó Ben Raddle.
-América -respondió el señor
Broll-, y reivindica una faja de terreno hacia el este que el Dominion
reivindica por su parte hacia el oeste.
-¿Y qué es lo que tenemos que ver
nosotros con esas discusiones? -exclamó Summy Skim.
-Tienen que ver -respondió el subdirector-,
porque, si América gana este pleito, una parte de las parcelas
del Forty Miles Creek pasará a ser americana.
-¿Y la parcela 129 estará entre
ellas?
-Tal como usted dice -respondió el señor
Broll-, y en esas condiciones el sindicato retiraría sus ofertas
de adquisición.
Esta vez la respuesta era formal.
-Pero -preguntó Ben Raddle-, ¿se han
comenzado por lo menos los trabajos relativos a esta
rectificación de frontera?
-Sí, señores, y la
triangularización se efectúa con una precisión
notable.
En suma, no se trataba más que de una faja
bastante estrecha de terreno situada a lo largo del meridiano ciento
cuarenta y uno, y si los reclamos se hacían con tanta
insistencia por parte de los dos Estados, era porque el terreno en
cuestión era aurífero. Y ¡vaya uno a saber si a
través de esta larga faja que va desde el monte Elie al sur y
del océano Ártico al norte no corría una rica vena
de la que la República federal sabría sacar tanto
provecho como el Dominion!...
-En fin, para concluir, señor Broll
-preguntó Ben Raddle-, si la parcela 129 permanece al este de la
frontera, ¿el sindicato mantendrá su oferta?
-Exactamente.
-Y si, por el contrario, queda al oeste,
¿debemos renunciar a tratar con el sindicato?
-Exactamente.
-Está bien -declaró Summy Skim-, nos
dirigiremos a otros, y si desplazan nuestra parcela a tierra americana,
la cambiaremos por dólares.
Así finalizó la entrevista, y los dos
primos volvieron al hotel Northem. Allí los esperaba el
explorador Stell, a quien le contaron lo ocurrido.
-En todo caso -les aconsejó-, harían
bien en ir a Forty Miles Creek lo más pronto
posible.
-Es nuestra intención -dijo Ben Raddle-.
Partiremos mañana.
-Parece que ya comenzaron los trabajos de
rectificación de la frontera -agregó Summy Skim riendo-.
Tengo curiosidad por ver cómo terminan. No ha de ser
fácil trasladar un meridiano.
-Sí, usted lo verá -dijo Bill Stell-,
pero verá también que la parcela 127, vecina de la 129,
pertenece a un propietario particular con el que tendrán que
tener cuidado.
-Sí, ese texano Hunter -dijo Summy Skim.
-Su compañero Malone y él
-continuó el scout explotan esa parcela de la que
son dueños, pero como no tienen interés en venderla, poco
les importa que esté situada en el territorio de Alaska o del
Dominion.
-Espero -añadió Ben Raddle- no tener
ningún contacto con esos groseros personajes.
-Será lo mejor -afirmó el
scout.
-¿Y usted, Bill, qué va a hacer?
–preguntó Summy Skim.
-Voy a partir a Skagway para traer otra caravana a
Dawson City.
-¿Y estará ausente...?
-Unos dos meses.
-Contamos con usted para el regreso.
-Entendido, señores, pero, por su parte, no
pierdan tiempo si quieren dejar Klondike antes del invierno.

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