El volcán de oro (versión
original)
Primera parte - Capítulo VII El Chilkoot
Bill Stell tenía razón al preferir el
paso del Chilkoot. El Paso Blanco, es verdad, se puede seguir en cuanto
se sale de Skagway, mientras que el otro recién empieza en Dyea.
Hay que dirigirse pues a este pueblo, que los emigrantes alcanzan
fácilmente con gabarras aptas para remontar hasta el final el
canal de Lynn.
He aquí lo que los viajeros tienen que hacer
después de haber llegado al punto más elevado de los
pasos: si han tomado el Paso Blanco, tienen que recorrer todavía
cerca de ocho leguas en condiciones deplorables para llegar al lago
Benett. Si han tomado el paso del Chilkoot, sólo les quedan
cuatro leguas para alcanzar el lago Lindeman. Este lago mide
sólo veintitrés kilómetros, y de su extremo
superior por el río Caribú no hay más de tres
kilómetros hasta el extremo inferior del lago Benett.
El paso del Chilkoot tiene una cuesta más
empinada que el Paso Blanco, es verdad, y hay que subir un talud casi
vertical de mil pies de altura. Pero resulta dificultoso sobre todo
para los emigrantes, que arrastran un pesado impedimentum con
ellos y, ya lo sabemos, éste no era el caso de los dos
canadienses que iba a guiar el scout. Al otro lado del
Chilkoot se encontrarían con una ruta convenientemente mantenida
que desemboca en el lago Lindeman. Si hubieran tenido que transportar
material de minero, es probable que Bill Stell les hubiera aconsejado
tomar el Paso Blanco. Esta primera parte del viaje a través de
la barrera montañosa del territorio no ofrecería, pues,
grandes dificultades.
En cuanto al número de emigrantes que se
dirigían hacia la región de los lagos, era tan
considerable en un paso como en el otro. Había que contar por
miles los que se arriesgaban a tales esfuerzos para alcanzar Klondike
al comienzo de la campaña de explotación.
El 2 de mayo por la mañana, Bill Stell dio la
señal de partida. Las dos monjas, Summy Skim y Ben Raddle, el
explorador y los seis hombres que le servían tomaron la ruta del
Chilkoot. Dos trineos tirados por mulas serían suficientes en
esta parte del viaje, que terminaba en la punta sur del lago Lindeman,
donde Bill Stell había establecido su posta principal. El
recorrido no podía efectuarse en menos de tres o cuatro
días en las circunstancias más favorables.
Uno de los trineos estaba destinado a las dos
religiosas, que se instalaron en él bien envueltas por mantas y
pieles que las protegían de una brisa extremadamente viva. Nunca
imaginaron que su viaje se realizaría de esta manera, y
reiteraban sus agradecimientos a Summy Skim, que se empeñaba en
no escucharlos. Ben Raddle y él estaban realmente felices de
poder serles útil facilitándoles el cumplimiento de su
misión.
Por otra parte, el honrado Bill Stell no ocultaba la
satisfacción que le producía ver que las religiosas
hubiesen aceptado el ofrecimiento de sus compatriotas. ¿No era
él también, como ellas y como ellos, de origen
canadiense?
Además, el scout no había
ocultado a la hermana Marta y a la hermana Magdalena con qué
impaciencia se les esperaba en Dawson City. La superiora no
podía cumplir con las exigencias del servicio, y varias
religiosas se habían contagiado cuidando a los enfermos que
llenaban el hospital, víctimas de diferentes epidemias. La
fiebre tifoidea, en particular, asolaba por entonces la capital de
Klondike. Sus víctimas se contaban por centenas. Estos
desdichados emigrantes, después de haber dejado a tantos de sus
compañeros en los caminos de Skagway a Dawson City, eran presa
de las epidemias que permanentemente reinaban en ese lugar.
"Encantador país", se decía
Summy Skim. "Y nosotros sólo iremos de pasada. Pero estas
dos santas mujeres que, sin vacilar, van a desafiar tales peligros, y
que quién sabe si nunca regresarán..."
No había parecido necesario llevar
víveres para esta travesía del Chilkoot, cuyas pendientes
son tan duras. El scout conocía, si no hoteles, por lo
menos alojamientos, albergues de los más rudimentarios en los
que servían comida y se podía pasar la noche. Es verdad,
se paga medio dólar por la plancha que sirve de lecho, y un
dólar por una comida que consiste siempre en tocino y pan a
medio cocer. Sin embargo, la caravana de Bill Stell no estaría
reducida a este régimen cuando atravesara la región
lacustre.
El tiempo era frío. La temperatura se
mantenía en diez grados bajo cero, con una brisa glacial. Pero
por lo menos, cuando se internaran en el camino o huella, los trineos
podrían deslizarse fácilmente sobre la nieve endurecida,
no sin grandes esfuerzos de los animales de tiro, ya que la subida era
empinada. Mulas, perros, caballos, bueyes y renos sucumbían
allí en gran cantidad, y el paso del Chilkoot, como el Paso
Blanco, se encuentra a menudo obstruido por sus cadáveres.
Al dejar Skagway, el scout se había
dirigido hacia Dyea siguiendo la orilla oriental del canal de Lynn. Sus
trineos, menos cargados que tantos otros que subían hacia el
macizo, hubieran podido adelantárseles fácilmente. Pero
los obstáculos eran prodigiosos: rutas bloqueadas por los que se
retrasaban, vehículos de todo tipo atravesados o incluso
volcados sobre el camino, animales que se resistían a continuar
la marcha a pesar de los golpes y de los gritos, esfuerzos violentos de
unos para abrirse paso, violenta resistencia de otros para oponerse,
material que había que descargar y luego cargar sobre los
vehículos que llegaban de Skagway, disputas y riñas en
las que se intercambiaban injurias y golpes, a veces detonaciones de
revólver. Ocurría también que los aperos de los
trineos se enredaran unos con otros, y cuánto tiempo empleaban
los conductores en desenredarlos, acompañados de los aullidos de
esos animales semisalvajes... ¡Y todo eso en medio de las
ráfagas, que causaban estragos en esos estrechos desfiladeros,
en medio de los torbellinos de una nieve que en unos instantes forma
una capa de varios pies de espesor!
La distancia que separa Skagway de Dyea generalmente
la recorren los barcos del canal de Lynn en una media hora. Por tierra,
a pesar de las dificultades de la marcha, esa distancia puede
completarse en algunas horas. Antes del mediodía la caravana del
scout había llegado a Dyea.
Dyea sólo era entonces una aglomeración
de tiendas, más algunas casas o cabañas dispersas en la
entrada del canal, allí donde se desembarca el material que los
mineros deben transportar al otro lado del macizo.
En ese momento, no se habría podido calcular en
menos de mil quinientos los viajeros que se apretujaban en este
embrión de ciudad en el límite del paso del Chilkoot.
Bill Stell, con razón, no quería
prolongar su alto en Dyea, deseoso de aprovechar el tiempo frío
pero seco, que facilitaba el arrastre de los trineos. Lo mejor
sería comer algo y luego internarse en el paso, de manera que
pudieran pasar la noche siguiente en el campamento de Sheep
Camp.
Al mediodía, el explorador y sus
compañeros se pusieron de nuevo en camino. Las monjas
habían vuelto a tomar su lugar en su trineo. Ben Raddle y Summy
Skim iban a pie. Les hubiera sido difícil no admirar los
paisajes salvajes y grandiosos que se presentaban en cada vuelta del
desfiladero, esos macizos de pinos y de abedules cubiertos de escarcha
que se alzaban hasta la cresta del talud, esos torrentes que
habían resistido los efectos del frío y que saltaban
tumultuosamente hasta el fondo de los abismos, cuya profundidad
escapaba a la vista.
El Sheep Camp distaba de Dyea unas cuatro
leguas, no más. Se podía llegar, pues, en algunas horas.
El paso estaba constituido por rampas muy empinadas. Los animales de
tiro marchaban al paso. Se detenían con frecuencia y no era sin
dificultad que el conductor los obligaba a continuar la marcha.
Por el camino, Ben Raddle y Summy Skim conversaban con
el scout. A una pregunta que le hicieron, éste
contestó:
-Pienso llegar al Sheep Camp a las cinco o
seis más o menos, y allí nos instalaremos hasta la
mañana.
-¿Encontraremos un albergue donde nuestras dos
compañeras puedan descansar un poco? -preguntó Summy
Skim.
-Desde luego -respondió Bill Stell-. Sheep
Camp es un lugar de descanso para los emigrantes.
-Pero -intervino Ben Raddle-, ¿no debemos temer
que esté muy lleno de gente?
-No hay duda de que lo estará -afirmó el
guía-. Además, sus albergues son poco atractivos.
Quizás sea preferible levantar nuestras tiendas y pasar la noche
en ellas.
-Señores -dijo sor Marta, que desde su trineo
había escuchado la conversación-, nosotras no queremos
ser motivo de molestia.
-¡De molestia, hermana! -respondió Summy
Skim-. ¿En qué podrían ustedes molestamos?
¿No tenemos dos tiendas? Se les reservará una a ustedes.
Nosotros ocuparemos la otra.
-Y con nuestras dos estufitas, que arderán
hasta el amanecer -añadió Bill Stell-, no hay que temerle
al frío, aunque sea intenso en este momento.
-Gracias, señores -dijo sor Magdalena-, pero
cuando haya que viajar de noche no queremos que nuestra presencia sea
un impedimento.
-Esté tranquila, hermana -declaró Summy
Skim, riendo-. Tengan por cierto que no les ahorraremos ninguna fatiga
ni ninguna molestia.
La caravana llegó a Sheep Camp hacia
las seis. Los animales estaban agotados. Se les desenganchó
inmediatamente, y los hombres del scout se ocuparon de darles
de comer.
Bill Stell tenía razón cuando dijo que
los albergues de esta aldea estaban desprovistos de toda comodidad. No
eran mucho mejores que las hospederías en que la gente pobre
pasa la noche. Además, no hubieran encontrado lugar en
ellos.
Stell hizo levantar las dos tiendas al abrigo de los
árboles, un poco en las afueras de Sheep Camp, para que
no los perturbara el espantoso tumulto de la multitud.
En cuanto las tiendas estuvieron alzadas, se
trasladó a ellas las mantas y las pieles de los trineos. Luego
se encendieron los hornillos. Se contentaron con carne fría,
pero por lo menos las bebidas calientes, té y café, no
faltaron. Por fin, la hermana Marta y la hermana Magdalena, ya solas,
se envolvieron en sus mantas una junto a la otra, no sin haber orado
por sus generosos compatriotas.
En la otra tienda, la velada se prolongó en
medio del humo de las pipas. Hicieron bien en poner los hornillos al
rojo vivo, pues esa noche la temperatura descendió a diecisiete
grados bajo cero.
Pensemos en los sufrimientos que debieron experimentar
los emigrantes -varias centenas quizás- que no habían
podido encontrar abrigo en esa aldea de Sheep Camp: mujeres,
niños, ¡muchos de ellos agotados desde el comienzo del
viaje y del cual no verían el término!
Al día siguiente, muy de mañana, Bill
Stell hizo plegar las tiendas. Convenía partir al alba para
adelantarse a la muchedumbre en el paso de Chilkoot.
Hacía el mismo tiempo seco y frío. El
termómetro bajó más todavía. Pero
cuán preferible era esto a las espesas ráfagas, a los
torbellinos de nieve, a las violentas ventiscas, tan temibles en las
regiones altas de Norteamérica...
Sor Marta y sor Magdalena fueron las primeras en
abandonar su tienda. Transportaron ellas mismas su pequeño
equipaje al trineo. Después de una primera colación, o
más bien de algunas tazas de café o de té bien
caliente, cada uno tomó su lugar en los trineos y las mulas
reiniciaron la marcha bajo el látigo de los conductores.
La marcha no iba a ser más rápida que la
víspera. La rampa se acentuaba a medida que el paso
ascendía hacia la cumbre del macizo. El scout
había hecho bien en emplear mulas y no perros como animales de
tiro. Los perros se reservan para cuando los trineos bajan hacia el
lago. No había suficientes mulas robustas para tirar los
vehículos sobre ese suelo desigual, rocoso, surcado de carriles
y que sería todavía más impracticable cuando se
ablandara después de un alza de la temperatura.
Como el día anterior, Ben Raddle y su primo
prefirieron hacer una parte del trayecto a pie, y varias veces las
religiosas, a las cuales el frío entumecía, juzgaron
oportuno imitarlos.
Siempre la misma muchedumbre hormigueante y
tumultuosa, siempre los mismos obstáculos que hacían la
huella del Chilkoot tan insufrible, siempre las detenciones forzadas, a
veces largas, cuando algún trineo accidentado o un problema con
los animales de tiro cortaban la ruta. En varias ocasiones el
scout y sus hombres debieron llegar a las manos para abrirse
paso.
Luego, triste espectáculo, no eran solamente
cadáveres de animales los que se veían tirados,
aquí y allá, al pie de los taludes. No era raro divisar a
algún pobre emigrante, muerto por el frío y la fatiga,
abandonado bajo los árboles, al fondo de los precipicios; no
tendría ni siquiera una tumba. A menudo también familias,
hombres, niños, incapaces de seguir más lejos,
yacían sobre el suelo helado sin que nadie se preocupara de
levantarlos. La hermana Marta y la hermana Magdalena, ayudadas por sus
compañeros, trataban de socorrer a estos desventurados y de
reanimarlos con un poco de aguardiente, del que su trineo llevaba una
reserva. Pero, ¿qué más se podía hacer por
ellos? O esos infortunados no habían tenido más remedio
que subir a pie el Chilkoot, o los animales que los tiraban se
habían dispersado por el camino, donde morían de fatiga y
de hambre. Y no es raro tratándose de caballos, de mulas, de
renos, animales a los que hay que proporcionar una ración
habitual. Entre Skagway y la región de los lagos el forraje
alcanzaba precios excesivos, cuatrocientos dólares los mil kilos
de heno, trescientos dólares la avena. Felizmente, en este
aspecto los animales del guía estaban suficientemente provistos,
y no había temor de que les llegara a faltar alimento antes de
alcanzar el lado septentrional del macizo.
En realidad, de todos esos animales de tiro los perros
eran los que tenían la comida más asegurada.
Podían satisfacer su hambre devorando los cadáveres de
caballos y mulas que cubrían el paso, y que se disputaban
aullando, hasta los últimos restos.
La ascensión continuaba lenta y fatigosa. Dos o
tres veces cada cuarto de hora había que detenerse para abrirse
paso entre la muchedumbre. En algunos lugares, en vueltas bruscas, el
cruce era tan angosto que los pertrechos no lograban pasar. Sobre todo
tenían problemas las embarcaciones desmontables que
transportaban a los emigrantes, cuyos extremos excedían el ancho
del sendero. Había que descargar el trineo y hacerlas tirar una
a una por mulas o caballos. Ello suponía una pérdida de
tiempo considerable y un obstáculo para los trineos que
seguían.
Había además lugares donde la pendiente
era tan empinada que el ángulo e inclinación sobrepasaba
los cuarenta y cinco grados, y los animales se resistían a
subir. Estaban herrados para el hielo sin embargo, y los dientes de sus
herraduras dejaban profundas huellas en la nieve, manchada con gotas de
sangre.
Hacia las cinco de la tarde, el scout detuvo
la caravana. Sus extenuados animales no habrían podido dar un
paso más, aunque su carga fuera relativamente liviana en
comparación con la de tantos otros. A la derecha del paso se
abría una especie de quebrada en la que crecían gran
cantidad de árboles resinosos. Bajo su follaje las tiendas
encontrarían un abrigo que quizás les permitiría
resistir las borrascas que se anunciaban por el alza de la
temperatura.
Bill Stell conocía este lugar, donde más
de una vez había pasado la noche, y el campamento se
organizó en condiciones normales.
-¿Teme alguna ráfaga? -le
preguntó Ben Raddle.
-Sí, la noche viene mala -respondió
Stell-, y todas las precauciones serán pocas contra estas
tempestades de nieve que se precipitan aquí como en un
embudo.
-Pero -observó Summy Skim-, estaremos
relativamente seguros gracias a la orientación de esta
quebrada.
-Por eso he escogido este lugar -respondió Bill
Stell.
Y había acertado. La tormenta, que se
levantó hacia las siete de la tarde y se prolongó hasta
las cinco de la mañana, fue terrible. La acompañaban
torbellinos que no permitían ver a cinco pasos. Costó un
trabajo inmenso mantener en actividad los hornillos, pues la fuerza del
viento devolvía el humo al interior y no era fácil
renovar las provisiones de leña en medio de las ráfagas.
Sin embargo, las tiendas resistieron, aunque Summy y Ben debieron
permanecer en vela una parte de la noche por temor de que el viento se
llevara la tienda de las monjas.
Fue precisamente lo que ocurrió con la
mayoría de las tiendas levantadas fuera de la quebrada, a lo
largo del talud, y cuando amaneció, se pudo apreciar la
importancia del desastre. La mayoría de los animales de tiro
había roto sus arreos y andaban dispersos en todas direcciones.
Los trineos se habían volcado. Se veía algunos hasta en
el fondo de los precipicios que bordeaban la ruta y en los cuales
mugían los torrentes. No se les podría usar nunca
más. Había familias que lloraban, que suplicaban una
ayuda que nadie podría darles.
-Pobre gente, pobre gente -murmuraban las religiosas-.
¿Qué va a ser de ellos?
Pero el scout tenía prisa por
abandonar el lugar e iniciar la próxima etapa hasta la cumbre
del Chilkoot. Ordenó la partida, y la caravana retomó con
lentitud el camino ascendente.
La borrasca había declinado al alba. Con la
brusquedad que exhibe el termómetro en esas regiones elevadas,
la temperatura había vuelto a caer a doce grados bajo cero.
Cubierto por una espesa capa de nieve, el suelo
adquirió pronto una extrema dureza. Esta circunstancia
permitía a los trineos deslizarse con facilidad, a
condición de que las pendientes no fuesen demasiado empinadas, y
Bill Stell pudo tranquilizar a sus compañeros sobre este
punto.
Por lo demás, el aspecto de la región
había cambiado. En tres o cuatro leguas no vieron bosques. Al
otro lado de los taludes se extendían blancas llanuras cuya
reverberación hería los ojos. Pero hubiera podido ser
peor. Cuando la nieve está próxima a fundirse, suelen
producirse casos de oftalmía. Los viajeros que están
premunidos de anteojos azules se los ponen en la nariz. Los que no los
tienen se ven en la necesidad de embadurnarse las cejas y los
párpados con carbón de madera.
Eso hicieron Ben Raddle y Summy Skim por consejo del
guía. Las monjas, que llevaban el rostro cubierto por la
capucha, no estaban expuestas al peligro de la reverberación.
Además, acurrucadas en su trineo y envueltas en sus mantas, no
tenían necesidad de abrir los ojos.
Las religiosas, más habituadas a prodigar
atenciones que a recibirlas, se mostraban muy conmovidas por las
atenciones de sus compatriotas. Pero Summy Skim respondía
siempre que no lo hacían por ellas sino por los enfermos de
Dawson City.
-Por lo demás -repetía-, sin duda Ben y
yo tendremos que ir alguna vez al hospital, y con ustedes estaremos
bien seguros de recibir una buena atención. Es puro
egoísmo de nuestra parte.
La tarde del 4 de mayo, la caravana hizo alto en la
cumbre del paso del Chilkoot y el scout estableció
allí su campamento. Al día siguiente se tomarían
las medidas necesarias para efectuar el descenso por la vertiente
septentrional del macizo.
La planicie, en ese lugar, estaba situada a una altura
de (...) pies, inferior a la del Paso Blanco, que se calculaba en (...)
pies.
Podemos imaginar lo que debían ser las
dificultades en ese lugar enteramente descubierto y expuesto a todos
los rigores del clima. Más de dos mil emigrantes lo ocupaban en
ese momento. Allí organizaban los "escondrijos" para
guardar una parte de su material. En efecto, el descenso se
hacía con dificultades extremas, y había que transportar
la carga por partes para evitar catástrofes. Todos esos hombres,
a los cuales la visión de las parcelas auríferas de
Klondike otorgaba una energía y tenacidad sobrenaturales,
después de haber bajado hasta el pie de la montaña
volvían a subir a la cumbre, recogían una segunda parte
de sus pertrechos, bajaban y volvían a subir una vez más
y así quince, veinte veces si era necesario, durante jornadas
interminables. Los tiros de perros prestaban entonces un servicio
inapreciable arrastrando los trineos. La mayoría de éstos
se reemplazaban por pieles de bueyes, que se deslizaban más
fácilmente sobre la nieve endurecida de las pendientes. Los
vientos del norte soplaban con toda su fuerza en ese lado del Chilkoot
y era espantoso luchar contra ellos. Pero todos estos desdichados
veían delante de ellos las llanuras de Klondike. Se
decían que esos territorios (...) fortuna (...)
decepciones1.
Bill Stell y su caravana no tenían que
prolongar su estancia en la cumbre ni establecer escondrijos, puesto
que no llevaban más que su equipaje. No tendrían que
volver a escalar el macizo, como los demás; sólo les
quedaba recorrer una distancia de pocas leguas para llegar por fin al
extremo del lago Lindeman.
Al día siguiente, el scout
levantaría sus tiendas y sustituiría las mulas de los
trineos por los perros que uno de sus hombres tenía en reserva
en la planicie.
Las disposiciones se tomaron como de costumbre. Pero
esa última noche fue de las peores. Bruscamente, la temperatura
había subido y la tormenta recomenzó con nuevos
bríos. Esta vez las tiendas no estaban, como en la
víspera, al abrigo de una quebrada. Ni Summy Skim ni Ben Raddle
ni las religiosas pudieron instalarse en ellas. Varias veces la
ráfaga las arrancó de sus estacas y fue necesario
plegarlas. De otro modo se las hubieran llevado los torbellinos de
nieve. No hubo más que envolverse en las mantas y esperar
filosóficamente la llegada del alba.
"En verdad", pensaba Summy Skim,
"haría falta toda la filosofía de todos los
filósofos antiguos y modernos para aceptar las abominaciones de
este viaje, en especial teniendo en cuenta que nada nos obligaba a
hacerlo".
En efecto, en los raros momentos de calma, en medio de
una oscuridad profunda, en ausencia de toda hoguera -que hubiera sido
imposible mantener-, estallaban los gritos de dolor y de terror, las
más horribles imprecaciones. A los gemidos de los heridos, a
quienes las ráfagas hacían rodar por el suelo, se
mezclaban los ladridos, los relinchos, los mugidos de los animales
despavoridos.
Amaneció. Bill Stell dio la señal de
partida. Los perros fueron enganchados a los trineos, a los cuales
nadie se subió, por prudencia. Solamente, por consejo del
guía y siguiendo su ejemplo, los dos primos se pusieron tres
pares de medias, unas sobre otras, y hubieran usado también
mocasines, calzado que facilita mucho la marcha, si no hubieran temido
que de este modo las dos monjas no hubieran podido seguirlos. Los
mocasines son muy necesarios en las pendientes heladas, donde es muy
difícil prevenir las caídas.
Sin embargo, gracias a las precauciones que tomaron y
gracias también a la experiencia del explorador, el descenso se
efectuó, si no exento de fatigas, por lo menos sin accidentes.
Los dos trineos alcanzaron felizmente la llanura a la salida del paso
de Chilkoot. El tiempo se había tornado más favorable, y
el viento, menos vivo después de haber llegado al este. El
termómetro subía, sin provocar un comienzo de deshielo
que habría hecho más difícil la marcha.
A la salida del paso, una cantidad de emigrantes se
había reunido a esperar la llegada de sus bártulos. El
emplazamiento era amplio, y los obstáculos, menos considerables
que en la planicie superior. Se extendían bosques alrededor y se
podían levantar las tiendas con toda seguridad.
Allí pasó la noche la caravana. Al
día siguiente reemprendía la marcha siguiendo un camino
bien mantenido y, después de haber recorrido cuatro leguas,
llegaba al mediodía cerca de la punta meridional del lago
Lindeman.

1. Julio Verne deja en
blanco dos líneas en las que pensaba describir la esperanza de
la fortuna y la realidad de las decepciones.
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