El volcán de oro (versión
original)
Primera parte - Capítulo XV La
noche del 5 al 6 de agosto
Como se ha mencionado, el territorio del Dominion no
es el único que posee regiones auríferas. Muy
probablemente muchos otros yacimientos no tardarán en aparecer
en la inmensa área de América septentrional comprendida
entre el Atlántico y el Pacífico. Se ha podido decir que
desde el Kootaway, en el sur de la Columbia inglesa, hasta el
océano Ártico, no hay más que yacimientos de oro y
de diversos metales. La naturaleza se mostró pródiga de
tesoros en esta región, a la que sin embargo privó de
riquezas agrícolas.
Los terrenos que pertenecen al territorio de Alaska
están situados en esa ancha curva que el Yukon describe entre el
Klondike y el Saint Michel después de haber subido hasta el
fuerte que lleva su nombre, en el límite del círculo
polar.
En una de esas regiones se halla Circle City, un
pueblo establecido en la orilla izquierda del gran río, a
trescientos setenta kilómetros río abajo de Dawson City.
Allí nace el Birch Creek, un afluente del lado
izquierdo que precisamente va a desembocar en Fort Yukon.
Á fines de la última campaña se
había extendido el rumor de que los yacimientos de Circle City
valían tanto como los del Bonanza, y no se necesitaba decir
tanto para que los mineros corrieran en masa.
Después de su llegada a Dawson City, y en
cuanto hubieron puesto de nuevo en explotación la parcela 127,
Hunter y Malone se embarcaron en uno de esos vapores que hacen las
escalas del Yukon, desembarcaron en Circle City y visitaron las
regiones regadas por el Birch Creek; sin duda no habían
juzgado oportuno residir allí durante toda la estación,
ya que acababan de llegar a la 127.
La prueba de que el resultado de su viaje había
sido nulo es que los dos texanos se habían detenido en Forty
Miles Creek y se disponían a permanecer allí hasta
el fin de la campaña. Si hubieran disfrutado de una buena
cosecha de pepitas y de polvo de oro en los yacimientos del Birch
Creek, se habrían apresurado a ir a Dawson City, donde las
casas de juego y los casinos les ofrecían tantas ocasiones de
disipar sus ganancias. Era su costumbre y no tenían ninguna
razón para no actuar conforme a ella esta vez. Y es lo que
hubieran hecho si, desde la reanudación de los trabajos, la 127
hubiera producido algunos beneficios.
Eso fue lo que Lorique dijo a Ben Raddle y a Summy
Skim cuando se enteró de la llegada de los texanos.
Luego añadió:
-La presencia de Hunter no traerá tranquilidad
a las parcelas de la frontera, y más particularmente a las del
Forty Miles Creek.
-Bueno -respondió Summy Skim-. Estaremos en
guardia.
-Será lo más prudente, señores
-declaró el contramaestre-, y yo recomendaré a nuestros
hombres no encontrarse con esos bribones.
-¿La policía estará prevenida del
regreso de estos texanos? -preguntó Ben Raddle.
-Debe de estarlo ya -respondió Lorique-, y
además enviaremos un correo urgente a Fort Cudahy con el fin de
prevenir toda agresión.
-Está bien -declaró Summy Skim-, pero me
permitirán creer que no hay motivo para temerle tanto a ese
individuo, y, si se le ocurre entregarse a algún acto de
violencia contra nosotros, me va a encontrar para responderle.
-De acuerdo -declaró a su vez Ben Raddle-, pero
yo no quiero que te metas con ese hombre.
-Tenemos una antigua cuenta que arreglar, Ben, y yo
quiero pagarla.
-Tú no tienes nada que pagar -respondió
Ben Raddle, que de ninguna manera quería que su primo se metiera
en dificultades-. Que tú hayas salido en defensa de las dos
religiosas en Vancouver... nada más natural. Que hayas puesto a
ese Hunter en su lugar, yo habría hecho igual que tú.
Pero aquí, cuando el personal de una parcela es amenazado por el
personal de otra parcela, eso ya es asunto de la policía.
-¿Y si la policía no está
presente? -replicó Summy Skim, que no quería ceder.
-Si la policía no está, señor
Skim -dijo el contramaestre-, nos defenderemos, y nuestros hombres no
retrocederán ante los texanos.
-En fin -concluyó Ben Raddle-, no hemos venido
aquí para librar el Forty Miles Creek de los miserables
que la infestan, sino para...
-Para vender nuestra parcela -replicó Summy
Skim, que volvía siempre a su tema y que ya empezaba a
encolerizarse-. Dígame, Lorique, ¿podríamos
informarnos de lo que hace la Comisión de la frontera, si su
trabajo de rectificación avanza y cuándo
terminará?
-Trataré de averiguarlo, señor Skim.
-¿Y dónde se encuentran esos diablos de
comisarios en este momento?
-En el sur, según las últimas noticias,
de Dawson City.
-Bien, yo iré a reanimarlos -gritó Summy
Skim.
-No hagas nada, Summy. Ten paciencia -respondió
Ben Raddle, que quería calmar a su primo.
-Además, el viaje sería un poco largo
-observó Lorique-, pues los comisarios y el señor Ogilvie
descendieron hasta la base del monte Elie, y, a menos que se pase por
Dyea, habría toda una región desierta que atravesar.
-¡Maldito país!
-Basta, Summy -respondió Ben Raddle,
dándole unas palmaditas en la espalda-, necesitas calmarte. Vete
a cazar, lleva a Neluto, que no quiere otra cosa, y tráenos para
esta tarde algunas buenas piezas. Mientras tanto, nosotros vamos a
hacer trabajar nuestros rockers y a lo mejor nos va bien.
-Y -añadió el contramaestre-,
¿por qué no nos podría ocurrir lo que le
ocurrió en octubre de 1897 al coronel Earvay en Gripple
Creek?
-¿Y qué le ocurrió a ese coronel?
-preguntó Summy Skim, en tono desdeñoso.
-Que encontró en su parcela, a una profundidad
de siete pies solamente, un lingote de oro que valía cien mil
dólares.
-¡Puf! -dijo Summy Skim-, quinientos
desgraciados miles de francos...
-Toma tu fusil, Summy -respondió Ben Raddle-,
vete a cazar hasta la tarde, y cuídate de los osos.
Summy Skim comprendió que no podía hacer
nada mejor. Neluto y él subieron el barranco y un cuarto de hora
después se escuchaban los primeros disparos.
Ben Raddle se sumió en el trabajo, no sin haber
ordenado a sus obreros que, en caso de producirse, no respondieran a
las provocaciones de la propiedad colindante.
Ese día no hubo ningún incidente que
provocara un enfrentamiento del personal de las dos parcelas.
Durante la ausencia de Summy Skim, que tal vez no se
hubiera contenido, Ben Raddle tuvo ocasión de divisar a Hunter y
Malone. La casita que ocupaban los dos texanos hacía pareja con
la habitación de Lorique al pie de la pendiente opuesta.
Precisamente en espera de que fuera o no desplazada, la línea de
la frontera seguía la vaguada del barranco, subiendo hacia el
norte. Desde su cuarto, Ben pudo observar a Hunter y a su
compañero.
Los dos atravesaron oblicuamente la parcela, bajando
el sendero acondicionado entre los pozos. Un rocker y un
sluice funcionaban en ese momento, y el claqueteo de las
básculas y el tumulto del agua que se escurría hacia el
estero producían un ruido ensordecedor.
Ben Raddle no quiso prestar ninguna atención a
lo que pasaba en la 127, pero, como no tenía intención de
ocultarse, permaneció apoyado en la barra de la ventana que se
abría a la planta baja de la casita.
Hunter y Malone avanzaron hasta el poste que
señalaba el límite y se detuvieron. Conversaban con
animación. No parecían tener muchas consideraciones con
sus hombres. Más de uno fue brutalmente amonestado y el propio
contramaestre recibió malas palabras.
Después de haber dirigido la mirada al estero y
de haber observado las parcelas de la orilla derecha, designadas con
números pares, dieron algunos pasos hacia el barranco. Era
indudable que andaban del peor humor, lo que era explicable: desde el
principio de la campaña el rendimiento de su parcela, muy
mediocre, apenas cubría los gastos. Y cómo no iban a
estar irritados, si no podían ignorar que las últimas
semanas habían proporcionado a la parcela de Lacoste beneficios
importantes.
Hunter y Malone continuaron subiendo hacía el
barranco y se detuvieron más o menos a la altura de la
habitación de Lorique. Allí percibieron a Ben Raddle
acodado en la ventana, que no pareció prestarles
atención. Pero éste vio perfectamente que ellos lo
señalaban con la mano y, con gestos violentos y voces furiosas,
trataban de provocarlo.
Muy sabiamente, Ben Raddle no les hizo el menor caso,
y cuando los texanos se retiraron fue a trabajar en el rocker
con Lorique.
-Usted los ha visto, señor Raddle -dijo
entonces éste.
-Sí, Lorique, y sus provocaciones no me
sacarán de mis casillas.
-Pero el señor Skim no parece tener tanta
paciencia.
-Será necesario que se calme -declaró
Ben Raddle-; nosotros no debemos siquiera dar la impresión de
que conocemos a esa gente.
Los días siguientes transcurrieron sin
incidentes. Summy Skim -y su primo lo impulsaba a ello
partía por la mañana a cazar con el indio, y no regresaba
hasta caída la tarde. No hubo encuentros con Hunter. Sin
embargo, se hacía cada vez más difícil impedir que
los obreros americanos y canadienses entraran en contacto. Sus trabajos
en el filón los acercaban cada día al poste que
señalaba el límite de las dos parcelas. Llegaba el
momento en que, para emplear una locución del contramaestre,
"se encontrarían piqueta con piqueta". La menor
contestación podría engendrar una discusión, la
discusión un conflicto, el conflicto una riña, que pronto
degeneraría en una batalla. Cuando esos hombres se hubieran
lanzado unos contra otros, ¿quién podría
detenerlos? Hunter y Malone podrían tratar de provocar una
revuelta en todos los yacimientos de sus compatriotas contra los del
Dominion vecinos a la frontera. De tales aventureros se podía
esperar cualquier cosa. La policía de Cudahy y de Dawson City
sería impotente para restablecer el orden.
Durante cuarenta y ocho horas los texanos no se
divisaron. Tal vez precisamente con el propósito de agitar a la
gente, habían ido a recorrer los terrenos del Forty Miles
Creek que se hallaban del lado de Alaska.
En su ausencia se produjeron algunos altercados entre
los obreros. Incluso un incidente enfrentó a Lorique con el
contramaestre de la 127. Los mineros estuvieron a punto de intervenir,
cada cual tomando partido por sus jefes, pero la cosa no llegó
más lejos.
Como el tiempo parecía bastante incierto, con
el viento del norte soplando fuerte, Summy Skim no había salido
a cazar. Pero Ben Raddle había logrado impedirle que
interviniera, lo que no habría conseguido si Hunter y Malone
hubieran estado presentes.
Durante tres días le fue imposible a Summy Skim
entregarse a su deporte favorito. La lluvia caía a veces a
torrentes y era preciso permanecer en la casita. El lavado de la grava
se hacía muy difícil en esas condiciones. Los pozos se
llenaban hasta el borde. El agua se escurría a la superficie de
la parcela, transformándola en un barro espeso en el que los
hombres se hundían hasta las rodillas.
El trabajo debió interrumpirse en ambos lados,
y no se pudo retomar hasta el 3 de agosto por la tarde. Después
de una mañana lluviosa, el cielo recobró su serenidad
bajo la influencia del viento del sudeste. Sin embargo, este viento
podía traer tempestades, que son terribles en esta época
del año y ocasionan a veces verdaderos desastres.
Los dos texanos habían regresado la
víspera, y sólo abandonaron la casa de su contramaestre
al día siguiente.
En cuanto a Summy Skim, había aprovechado la
escampada para salir otra vez a cazar. Algunos osos de la especie de
los grizzli acababan de ser vistos río abajo del Forty Miles
Creek, y nada deseaba tanto como encontrarse con alguno de estos
formidables plantígrados. Y sus tiros no serían meros
ensayos. Más de un oso había caído alcanzado por
sus balas en los bosques de Green Valley.
"Prefiero verlo peleando con un oso que con
Hunter", se decía Ben Raddle.
Durante el transcurso del día 4 de agosto,
Lorique dio un afortunado golpe con la piqueta. Cavando cerca del
extremo del filón, en el límite de la parcela,
descubrió una pepita cuyo valor no debía de ser inferior
a cuatrocientos dólares, o sea, dos mil francos.
El contramaestre no pudo contener su alegría.
Gritó a todo pulmón:
-Vengan a ver, vengan a ver.
Sus obreros acudieron y Ben Raddle se les
reunió enseguida.
La pepita, del tamaño de una nuez, estaba
engastada, por así decirlo, en un fragmento de cuarzo.
En la 127 comprendieron inmediatamente la causa de los
gritos. Hicieron explosión la cólera y los celos,
justificados finalmente, ya que hacía tiempo que los obreros no
daban con un filón y la explotación se hacía cada
día más onerosa.
Se escuchó entonces una voz: era Hunter.
-Sólo hay oro para esos perros de las praderas
del Lejano Oeste...
Así calificaba a los canadienses, en su grosero
lenguaje.
Ben Raddle, que había escuchado el insulto,
palideció. Luego, la sangre se le subió a la cabeza y
estuvo a punto de abalanzarse contra Hunter.
Lorique lo retuvo por el brazo. Alzando los hombros,
en señal de desprecio, Ben Raddle volvió la espalda.
-¡Hey! -gritó entonces Hunter-, es por
usted que digo eso, señor de Montreal.
-Usted es un insolente y yo no quiero tener ninguna
relación con individuos de su especie.
-La tendrá, sin embargo -contestó el
texano-, y no sé qué es lo que me retiene.
Iba a franquear el límite del poste y echarse
sobre Ben Raddle, pero Malone lo obligó a detenerse. Los obreros
estaban listos para precipitarse unos contra otros. Hubiera sido
imposible interponerse entre ellos.
Por la tarde, Summy Skim regresó muy feliz
porque había abatido un oso, no sin pasar algún peligro,
y relató con detalles su hazaña cinegética. Ben
Raddle no quiso hablarle del incidente ocurrido durante el día.
Después de comer, ambos se retiraron a su habitación y
Summy Skim durmió el reconfortante sueño del cazador.
¿Se podía temer que el asunto tuviera
consecuencias? Hunter y Malone, más excitados que nunca,
¿le buscarían pendencia a Ben Raddle?
¿Empujarían a los hombres de una parcela contra los de la
otra? Era probable, ya que al día siguiente las piquetas se
encontrarían en el límite de ambas propiedades.
Precisamente, para gran fastidio de su primo, Summy
Skim no salió ese día a cazar. El tiempo era pesado.
Grandes nubes se levantaban hacia el sudeste. Seguramente habría
tormenta, y más valía que no lo sorprendiera lejos de su
habitación.
Toda la mañana se empleó en el lavado de
los pozos que ya estaban funcionando, mientras un equipo, bajo la
dirección de Lorique, cavaba en la línea de
demarcación, casi al pie del poste con la tablilla que
exhibía por un lado el número 127 y por el otro el
129.
Los obreros de Hunter se encontraban a lo largo del
límite, pero durante la mañana no sobrevino ninguna
complicación. Algunas palabras malsonantes proferidas por los
americanos provocaron respuestas más o menos vivas de parte de
los canadienses. Pero no se traspasó el límite de las
palabras, de los gestos. Los capataces no tuvieron necesidad de
intervenir.
Por desgracia, las cosas no marcharon tan bien cuando
se reinició el trabajo después del mediodía. Para
colmo de males, Hunter y Malone iban y venían en el terreno, y
como Summy Skim hacía otro tanto en el suyo, Ben Raddle se
unió a su primo, preguntándose si los texanos
irían a reiterar las amenazas de la víspera.
-Mira -dijo Summy Skim a Ben Raddle-, esos tunantes
están de regreso. No los había visto todavía.
¿Y tú, Ben?
-Sí, ayer -respondió evasivamente Ben
Raddle-, pero haz como yo. No te ocupes de ellos.
-Pero, Ben, nos miran de una manera que no me
gusta.
-Summy, no les prestes atención...
Los texanos se habían aproximado un poco. Sin
embargo, aunque lanzaron miradas insultantes a los dos primos, no las
acompañaron con sus acostumbrados insultos.
Summy Skim tomó la sabia decisión de no
hacerles caso, aunque estaba decidido a responderles si se presentaba
la ocasión.
Los obreros de las dos parcelas continuaban trabajando
en el límite, excavando el fondo de los pozos, recogiendo el
barro para llevarlo a los rockers y a los sluices.
Sólo los separaba una marca, y sus piquetas, voluntariamente o
no, podían chocar en cualquier momento. A veces, algunas piedras
rodaban más allá de la línea de separación.
Con todo, se trabajaba normalmente. Pero, a eso de las cinco, una
piedra, arrancada violentamente del suelo por la piqueta de uno de los
hombres de Lorique, fue a caer a los pies del capataz americano.
Era un trozo de cuarzo de cuatro a cinco libras de
peso, muy semejante a los que suelen contener pepitas de valor. Lorique
efectuó el legítimo reclamo, y sólo obtuvo una
negativa expresada de manera brutal.
No había habido más que un intercambio
de palabras, pero Lorique franqueó el poste con la
intención de recuperar lo suyo.
Tres o cuatro americanos se lanzaron sobre él
para detenerlo, y varios de sus compatriotas acudieron en su ayuda.
Se inició un intercambio de golpes. Los gritos
llegaban hasta las parcelas vecinas. Lorique, que había logrado
zafarse de los que lo retenían, corrió hacia el lugar
adonde había rodado el fragmento de cuarzo. Pero en ese momento
se encontró frente a Hunter, que lo empujó violentamente
y lo derribó. Summy Skim se precipitó en ayuda del
contramaestre, que el texano mantenía en tierra.
Ben Raddle lo siguió y detuvo a Malone, que
acudía en ayuda de su compañero.
La pelea se generalizó. Las piquetas
servían de armas, y eran armas terribles en esas manos
vigorosas. La sangre hubiera empezado a correr y hubiera habido heridos
y hasta muertos si la milicia, que justamente andaba de
inspección por esa parte del Forty Miles Creek, no
hubiera aparecido.
Gracias a esta cincuentena de hombres bien comandados,
los disturbios fueron reprimidos en un momento.
Ben Raddle, Summy Skim y los dos texanos estaban
frente a frente. Ben Raddle se dirigió primero a Hunter, que no
podía hablar de rabia.
-¿Con qué derecho ha querido usted
impedirnos recuperar nuestro bien?
-Tu bien -vociferó Hunter en un tuteo grosero-,
tu bien, que estaba en mi tierra y que me pertenecía...
-¡Miserable! -gritó Summy Skim, avanzando
hasta casi chocar con Hunter.
-¡Ah! -dijo éste-. ¡El defensor de
las mujeres!
-De mujeres que usted brutalizaba, bandido, que
delante de un hombre sería el último de los cobardes.
-¡Cobarde! -repitió Hunter.
Iba a echarse sobre Summy Skim cuando Malone se lo
impidió.
-Sí -volvió a decir Summy Skim, que ya
era incapaz de controlarse-, y demasiado cobarde para sostener sus
insultos.
-¿Ah, sí? Ya lo verás
-gritó Hunter-, mañana te encontraré.
-Mañana por la mañana -contestó
Summy Skim.
-¡Mañana! -exclamó Hunter.
Luego los mineros volvieron a sus terrenos sin que
Lorique pudiera recuperar el trozo de cuarzo. Uno de los americanos,
antes que entregarlo, prefirió tirarlo a las aguas del
estero.
Ben Raddle y Summy Skim volvieron a su
habitación. Ben hizo todos los esfuerzos para disuadir a su
primo de continuar con el asunto.
-Summy -repetía-, tú no puedes batirte
con ese bandido.
-Lo haré, Ben.
-No, Summy, no.
-Lo haré, te digo, y si llego a alojarle una
bala en la cabeza, será la mejor caza que habré hecho
jamás, la caza de la bestia apestosa...
Ben Raddle comprendió que nada podía
hacer para impedir el duelo.
Un desastre inesperado, sin embargo, vino a hacer
imposible o por lo menos a retardar el desenlace del asunto.
Durante el día el tiempo se fue haciendo cada
vez más bochornoso. Hacia las cinco de la tarde, el espacio,
saturado de electricidad, empezó a verse atravesado por los
rayos. El trueno rugía en el sudeste. La oscuridad, debida al
amontonamiento de nubes, se hizo profunda, aunque el sol todavía
se hallaba encima del horizonte.
Durante la tarde, las diversas parcelas del Forty
Miles Creek habían podido comprobar ciertos síntomas
inquietantes. Sordas trepidaciones corrían bajo el suelo,
acompañadas por rugidos prolongados. Las aguas del estero
echaban espuma. De los pozos escapaban chorros de gases sulfurosos.
Seguramente se (trataba de)1 fuerzas plutónicas.
Summy Skim, Ben Raddle y el capataz iban a acostarse,
a eso de las diez y media, cuando se sintieron violentos sacudones.
-¡Terremoto! -gritó Lorique.
Apenas había pronunciado esas palabras cuando
la habitación se derrumbó bruscamente como si de pronto
le hubieran quitado la base.
Con grandes dificultades, los tres hombres pudieron
salir de los escombros, felizmente sin heridas.
Pero, afuera, qué espectáculo vieron al
resplandor del cielo incendiado... El suelo de la parcela acababa de
desaparecer bajo una inundación torrencial. Una parte del estero
se había desbordado y se derramaba a través de los
yacimientos, abriéndose un nuevo cauce.
Por todas partes surgían gritos de
desesperación y de dolor. Los mineros, sorprendidos en sus
cabañas de ambas riberas del estero, trataban de huir de la
inundación. A juzgar por la violencia de las aguas, las
convulsiones del suelo debieron haber sido terribles. Los
árboles vecinos, arrancados de raíz, eran arrastrados por
el Forty Miles Creek con la rapidez de un deshielo.
-Huyamos, huyamos -gritó Lorique, al que se
acababa de unir Neluto-, o nos llevará el torrente.
En efecto, el agua ya llegaba al lugar donde se
levantaba la habitación abatida por el terremoto.
Se sentía que el suelo ondulaba bajo los pies
como si lo hubiera cogido una ola.
En ese momento, un tronco de álamo quebrado por
la base, arrastrado por la corriente, se precipitó sobre los
escombros derribando a Ben Raddle, que hubiera perecido en el
torbellino si Summy Skim y Lorique no hubieran acudido para
sostenerlo.
Ben Raddle no podía caminar. Tenía la
pierna quebrada por debajo de la rodilla.
En cuanto a las parcelas, deshechas por el terremoto o
sumergidas bajo la inundación, se vieron en su mayor parte
destruidas en un espacio de media legua a ambos lados de la
frontera.

1. El autor dejó
en blanco este espacio.
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