El volcán de oro (versión
original)
Primera parte - Capítulo III De Montreal a Vancouver
Si toman el Canadian Pacific Railway,
turistas, comerciantes, emigrantes y buscadores de oro pueden
transportarse directamente, sin cambiar de línea, sin dejar el
Dominion o la Columbia británica, de Montreal a Vancouver.
Desembarcados en esta metrópoli, no tienen más que elegir
entre diferentes rutas, terrestres, fluviales o marítimas, entre
diversos modos de transporte, barcos, caballos, coches, e incluso
pueden viajar a pie en la mayor parte de los recorridos.
Resuelta ya la partida, Summy Skim confió en su
primo Ben Raddle para todos los detalles del viaje, la
adquisición de material y la elección de la ruta. Todo
era responsabilidad de este ambicioso pero inteligente ingeniero,
único promotor de la empresa.
En primer lugar, Ben Raddle observó con toda
razón que había que partir antes de quince días.
Los herederos de Josías Lacoste debían estar en Klondike
antes del retorno del verano, un verano, se entiende, que no calienta
más que cuatro meses esa región hiperbórea,
situada casi en el límite del círculo polar
ártico. En efecto, cuando consultó el código de
las leyes mineras canadienses que regía en el distrito de Yukon,
leyó un cierto artículo 9, que decía
así:
"Volverá a pertenecer al dominio
público toda parcela que permanezca sin ser trabajada más
de setenta y dos horas durante la buena estación (definida por
el comisario), a menos que se cuente con un permiso especial de este
último".
El comienzo de la buena estación, por poco
precoz que sea, tiene lugar en la segunda mitad de mayo. En esta
época, si la parcela 129 quedara sin trabajar más de tres
días, la propiedad de Josías Lacoste volvería al
Dominion, y era muy verosímil que el sindicato americano no
perdiera la ocasión de comprarla al Estado a un precio
probablemente mucho más ventajoso que el que ofrecía a
los dos herederos.
-Tú comprendes, Summy, que no podemos dejar que
se nos adelanten, y que tenemos urgencia de ponernos en camino
-declaró Ben Raddle.
-Comprendo todo lo que tú quieres que
comprenda, mi querido amigo -respondió Summy Skim.
-Lo que es perfectamente razonable, por lo
demás -añadió el ingeniero.
-No lo dudo, Ben, y no me molesta dejar Montreal lo
más pronto posible si eso nos permite regresar lo más
pronto posible también.
-No nos quedaremos en Klondike más de lo
necesario, Summy.
-Entendido, Ben. ¿Cuándo partimos?
-El dos del mes próximo -respondió Ben
Raddle-, esto es, dentro de dos semanas.
Summy Skim, con los brazos cruzados y la cabeza
inclinada, sintió ganas de exclamar: "¿Qué?
¿Tan pronto?". Pero no dijo nada, porque no hubiera servido
de nada. Se había jurado a sí mismo que no se le
escaparía tampoco ninguna recriminación durante el
viaje.
Por lo demás, Ben Raddle actuaba atinadamente
al fijar el dos de abril como fecha límite de la partida. Con el
itinerario a la vista, se embarcó en una serie de observaciones,
tapizadas de cifras que manejaba con incontestable competencia.
-Por el momento, Summy -dijo-, no tenemos que elegir
entre dos rutas para ir a Klondike, porque no hay más que una.
Quizás un día, para ir al Yukon, se tomará el
camino de Edmonton, de Fort Saint John, de Peace River, que atraviesa
el noreste de la Columbia inglesa, pasando por el distrito de
Casiar...
-Una región ideal para la caza, he oído
decir -observó Summy Skim, abandonándose a sus
sueños cinegéticos-. ¿Y por qué no seguir
ese camino?
-Porque nos obligaría, al dejar Vancouver, a
hacer un recorrido de mil cuatrocientos kilómetros por tierra,
después de haber hecho ochocientos por agua -respondió
Ben Raddle1.
-Entonces, ¿qué dirección piensas
seguir, Ben?
-Nos decidiremos cuando lleguemos a Vancouver, y
según las ventajas que veamos en el lugar. En todo caso,
aquí hay cifras muy exactas sobre la longitud del itinerario: de
Montreal a Vancouver, cuatro mil seiscientos setenta y cinco
kilómetros; de Vancouver a Dawson City, dos mil cuatrocientos
ochenta y nueve.
-O sea, en total -dijo Summy, haciendo la
operación-: cinco y nueve, catorce, y guardo uno; siete y
cuatro, once, y guardo uno; cinco y dos, siete, esto es, siete mil
ciento sesenta y cuatro kilómetros.
-Exactamente, Summy.
-Bien, Ben, si traemos tantos kilos de oro como
kilómetros haremos...
-Sacaremos las cuentas. Con la tasa actual de dos mil
trescientos cuarenta francos el kilo, a dieciséis millones
setecientos sesenta y tres mil setecientos sesenta francos...
-Perfecto -replicó Summy Skim-, y nos
resarciremos estupendamente de nuestro gastos.
-¿Y por qué no? -replicó Ben
Raddle2-. El
geógrafo John Muir ha declarado que Alaska produciría
más oro que California, cuyo rendimiento ha sido sin embargo de
cuatrocientos cinco millones, sólo en el año 1861.
¿Por qué Klondike no añadiría su buena
parte a los veinticinco mil millones de francos que componen la fortuna
aurífera de nuestro globo?
-Tú tienes respuesta para todo, Ben.
-El porvenir confirmará mis respuestas.
Summy Skim hubiera querido no dudar de ello.
-Por lo demás -añadió-, no vamos
a volver sobre lo que ya hemos convenido.
-En efecto -respondió Ben Raddle-, es como si
ya hubiéramos partido.
-Preferiría decir: como si ya hubiéramos
regresado.
-Hay que comenzar por ir, Summy -respondió Ben
Raddle-, antes de regresar.
-Tu lógica es perfecta, Ben. Ahora, pues,
pensemos en los preparativos... No se va allá, a ese país
increíble, con una camisa y un par de calcetines.
-No te preocupes por nada, Summy. Yo me encargo de
todo. Tú sólo tienes que subir en el tren en Montreal
para bajar en Vancouver. En cuanto a los preparativos, no haremos como
un emigrante, que se aventura en un país lejano llevando todo su
equipaje consigo. El nuestro ya está enviado. Lo encontraremos
en la parcela del tío Josías. Es el que le servía
para explotar su parcela. Nosotros sólo tendremos que ocuparnos
de nuestras personas.
-Pero eso ya es algo -respondió Summy Skim-.
Nuestras personas merecen que tomemos ciertas precauciones... sobre
todo contra el frío. ¡Brrr! Me siento ya helado hasta la
punta de las uñas.
-Vamos, Summy, cuando lleguemos a Dawson City el
verano estará en su apogeo.
-Entonces, si pudiéramos regresar antes del
invierno...
-No te preocupes -respondió Ben Raddle-.
Incluso en invierno no te faltará nada. Buena ropa, buena
alimentación. Volverás más gordo que cuando
partiste.
-No, yo no pido tanto -respondió Summy Skim,
que había optado por resignarse-, y te prevengo que si voy a
engordar, aunque sea dos libras, me quedo.
-Bromea, Summy, bromea todo lo que quieras, pero ten
confianza.
-Comprendido, la confianza es obligatoria. El 2 de
abril nos pondremos en camino en calidad de eldoradores, ¿no es
así?
-Sí, el 2 de abril; eso me bastará para
todos nuestros preparativos.
-Y bien, Ben, ya que faltan quince días,
podría pasarlos en el campo.
-Sea -respondió Ben Raddle-, pero
todavía no hace buen tiempo en Green Valley.
Summy Skim hubiera podido responder que, en todo caso,
el tiempo sería mejor que en Klondike.
Además, aunque no hubiera terminado el
invierno, estaría feliz de encontrarse durante unos días
entre sus campesinos, de ver sus campos aunque estuvieran blancos de
nieve, los hermosos bosques cargados de escarcha, los arroyos de los
alrededores cubiertos de hielo. Y, por fin, cuando hace mucho
frío, no le falta al cazador la ocasión de abatir algunas
soberbias piezas, sea de pelo o de pluma, sin hablar de las fieras:
osos, pumas y otros animales que rondan por los alrededores... Era como
un adiós que Summy Skim quería dirigir a todos los
habitantes de la región. Partía a un viaje largo.
¿Quién podría decir cuándo
regresaría?
-Deberías acompañarme, Ben -le dijo.
-¿Se te ocurre? -respondió el
ingeniero-. ¿Quién se ocuparía de los preparativos
de la partida?
Al día siguiente, Summy Skim tomó el
tren, encontró en la estación de Green Valley un
lugar adecuado para descansar y por la tarde descendió a la
hacienda.
Los campesinos, ya se puede imaginar, se sorprendieron
con esta llegada, y no quedaron menos sorprendidos que satisfechos.
Como de costumbre, Summy Skim se mostró muy sensible a la
afectuosa acogida que recibió. Pero cuando los campesinos se
enteraron del motivo de esta visita anticipada, cuando supieron que
pasarían el verano sin su amo, no pudieron ocultar su pena.
-Sí, mis amigos -dijo Summy Skim-. Ben Raddle y
yo partimos a Klondike, un país del diablo, un país que
el diablo tiene en su poder, y que está tan lejos que se tarda
cuatro meses sólo para ir y otros tantos para volver.
-¡Y todo eso para recoger pepitas! -dijo uno de
los campesinos, alzando los hombros.
-Y eso cuando se las recoge -añadió un
viejo filósofo que movía la cabeza con gesto poco
alentador.
-Y aún hay que tener cuidado de no caer -dijo
Summy Skim-, porque el que cae no se levanta. Qué
queréis, amigos, es como una fiebre o más bien como una
epidemia que de tiempo en tiempo atraviesa el mundo y hace muchas
víctimas.
-Pero, ¿por qué ir allá, amo?
-preguntó el decano de la hacienda.
Entonces Summy Skim explicó a sus campesinos
cómo su primo y él acababan de heredar una parcela tras
la muerte de su tío Josías Lacoste, y por qué
razón Ben Raddle estimaba que su presencia era necesaria en
Klondike.
-Sí -dijo el viejo-, nosotros hemos oído
hablar de lo que pasa en la frontera del Dominion, y sobre todo de las
miserias a las que sucumben tantas pobres gentes. En fin, señor
Skim, usted no se quedará. Cuando haya vendido su montón
de barro, regresará.
-Verano perdido, invierno todavía más
triste -añadió una vieja que se persignó-. Dios lo
proteja, señor.
Después de una semana en Green Valley,
Summy Skim pensó que ya era tiempo de reunirse con su primo.
Tenía algunos preparativos personales que hacer. Con
emoción, una emoción bien compartida por todos, se
despidió de esa buena gente. Y pensar que dentro de unas semanas
el sol de abril se levantaría en el horizonte de Green
Valley, que de entre la nieve surgirían los primeros brotes
primaverales, que si no fuera por ese maldito viaje él
habría regresado, como lo hacía cada año, a
instalarse en este pabellón hasta los primeros fríos del
invierno. Y no dejaba de esperar que le llegara a Green Valley
una carta de Ben Raddle en que le comunicara que ya no se
realizarían sus proyectos. Pero la carta no llegó. La
partida tendría lugar en la fecha prevista. Así, pues,
Summy Skim se hizo conducir a la estación y el 31 de marzo en la
mañana se encontraba en Montreal frente a su terrible primo,
plantado delante de él como un signo de
interrogación:
-¿Nada nuevo? -le preguntó.
-Nada, Summy, salvo que todos nuestros preparativos
están listos.
-De modo que te has procurado...
-Todo, salvo los víveres, que encontraremos en
Vancouver -respondió Ben Raddle-. Sólo me he ocupado de
la vestimenta. En cuanto a las armas, tú tienes las tuyas y yo
tengo las mías. Son excelentes y estamos habituados a ellas. Dos
buenos fusiles y el equipo completo de cazador. Pero como allí
no es posible renovar nuestro guardarropas, ya que las tiendas no se
han instalado todavía en la capital de Klondike, he aquí
las ropas que llevamos como medida de precaución: cuatro
camisetas de franela, dos camisolas y calzones de lana, un
suéter de lana gruesa, un traje de pana, dos pares de pantalones
de paño grueso, dos pares de pantalones de tela, un traje de
tela azul, una chaqueta de cuero forrada de piel con capuchón,
un traje impermeable de marino con sombrero idem, un abrigo de caucho,
seis pares de calcetines ajustados y seis pares de calcetines de un
número más grande, un par de guantes de cuero, un par de
botas de caza con clavos gruesos, dos pares de mocasines de fibra, un
par de raquetas, una docena de pañuelos, toallas...
-¡Pero con eso tenemos para diez años!
-exclamó Summy Skim.
-No, dos años solamente.
-Solamente, Ben... Solamente es simplemente espantoso.
Veamos, sólo se trata de ir a Dawson City, de ceder la parcela
129 y regresar a Montreal.
-Sin duda, Summy, si nos dan lo que vale la
parcela.
-Y si no nos lo dan...
-Reflexionaremos.
En la imposibilidad de obtener otra respuesta, Summy
Skim no insistió y, durante los días que precedieron a la
partida, erró como un alma en pena de la casa de la calle
Jacques Cartier al estudio del señor Snubbin.
El 2 de abril por la mañana, los dos primos se
encontraban en la estación de Montreal, adonde ya se
había transportado el equipaje. Este no era muy voluminoso y no
constituiría verdaderamente un estorbo hasta que se completara
en Vancouver.
Antes de dejar Montreal, ellos hubieran podido tomar
los billetes de barco para Skagway en la Canadian Pacific. Pero Ben
Raddle no se había decidido aún por el camino para llegar
a Dawson City. Podía ser el que remonta el Yukon desde su
desembocadura hasta la capital de Klondike, o el que, al otro lado de
Skagway, atraviesa las montañas, las planicies y los lagos de la
Columbia británica.
Habían partido al fin los dos primos, uno
arrastrando al otro; este último resignado, el primero, lleno de
confianza. Iban a viajar, por lo demás, en las mejores
condiciones. Ocupaban un vagón de primera clase de los
más confortables, y es comprensible que se quieran tener todas
las comodidades cuando se trata de un viaje de cuatro mil setecientos
kilómetros o, lo que es lo mismo, de seis días.
Durante la primera parte del viaje, el tren
atravesó esa región del Dominion que comprende los tan
variados distritos del este y del centro. Sólo después de
atravesar la zona de los Grandes Lagos entrarían en los
territorios menos poblados y a veces desiertos de las proximidades de
la Columbia británica. Era la primera vez que Summy Skim y Ben
Raddle visitarían esa parte de Norteamérica.
El tiempo era bueno, el aire agradable, el cielo se
veía velado por ligeras brumas. La columna termométrica
oscilaba alrededor del cero, con un aire seco y cortante cuando estaba
por encima de cero, y breves nevazones cuando estaba por debajo.
Las planicies completamente blancas se
extendían hasta perderse de vista. En algunas semanas se
tornarían verdosas. Los múltiples ríos se
liberarían de su capa de hielo. Numerosas bandadas de aves,
adelantándose al tren, se dirigían hacia el oeste,
batiendo fuertemente las alas. De cada lado de la vía, sobre la
nieve, se podían observar las huellas de animales, fieras u
otros, que se dibujaban hasta los bosques del horizonte. Allí
había pistas que hubiera sido fácil seguir hasta concluir
en un buen tiro. Se puede imaginar la impaciencia de Summy Skim,
encerrado en ese vagón, sin poder satisfacer sus instintos de
cazador.
Aunque, en efecto, se trataba de cazar en ese momento.
Había cazadores en ese tren que marchaba hacia Vancouver. Pero
eran sólo cazadores de pepitas, y los perros que los
acompañaban no estaban destinados a atrapar perdices o liebres
ni a perseguir ciervos u osos. No, los amos, que los habían
comprado en Montreal, tenían intención de emplearlos para
tirar los trineos cuando debieran atravesar la superficie solidificada
de los lagos y de las corrientes de agua en toda esa parte de la
Columbia británica comprendida entre Skagway y el distrito de
Klondike.
Entre los viajeros embarcados en Montreal o recogidos
en las diversas estaciones del Canadian Pacific Railroad, se
encontraban emigrantes, campesinos y hombres de la ciudad que,
desafiando las más espantosas miserias, el frío, la
enfermedad, iban a buscar fortuna en los barriales del Yukon.
Sí, la fiebre del oro no había hecho
más que comenzar. No cesaban de llegar noticias sobre el
descubrimiento de numerosos yacimientos en los ríos
Eldorado, Bonanza, Hunter, Bear,
Gold Bottom, afluentes todos del Klondike, cuyo curso
sobrepasa los doscientos cuarenta kilómetros. Se hablaba de
parcelas en las cuales el prospector lavaba hasta mil quinientos
francos de oro por fuente. La afluencia de emigrantes no cesaba de
crecer. Se lanzaban sobre Klondike como se habían lanzado sobre
Australia, California, el Transvaal, y las compañías de
transporte no daban abasto. Además, los que llevaba ese tren no
eran en absoluto representantes de sindicatos, de sociedades,
organizados con el apoyo de grandes bancos de América o de
Europa, hombres provistos de excelentes materiales que podían
sentirse al abrigo de cualquier contingencia, pues serían
reaprovisionados constantemente de ropa y víveres por servicios
especiales. No, allí sólo había pobre gente
víctima de todos los rigores de la existencia, pobres hombres
expulsados de sus respectivos países por la miseria, y a los
cuales, hay que reconocerlo, la esperanza de hacer de pronto fortuna
había trastornado el cerebro. Estos aventureros, si no
tenían los medios de trabajar por cuenta propia, podían
través del distrito de Cassiar, tan célebre desde el
punto de vista cinegético. Pasando por Edmont, Fort Saint John,
Peace River, Dease, Francis, Pelly, une el nordeste de la Columbia
británica con el Yukon. Pero, difícil y larga, obliga a
los viajeros a reaprovisionamientos frecuentes, en un recorrido que
sobrepasa los dos mil kilómetros. Es verdad, esta región
es particularmente aurífera. Se puede lavar en casi todos los
cursos de agua. Pero está desprovista de recursos y no
será aprovechable sino cuando el gobierno canadiense haya
establecido lugares de relevo cada quince leguas.
Durante la travesía de las Rocosas, en los
recodos que hacía el tren, los viajeros pudieron entrever el
monte Stephen, el Cathedral Peak, soberbios lugares, y
particularmente esos titanes de Selkirk, eternamente cubiertos con sus
casquetes de nieve, los glaciares que se perdían en la
distancia. En medio de esas soledades reinaba el silence of all
life, sólo perturbado por los aullidos de la
locomotora.
Antes de dejar Montreal, Summy Skim se procuró
el Short, una guía publicada por el Canadian
Pacific Railway. Si no podía visitar todos los lugares
célebres señalados en ese libro, por lo menos leía
las descripciones. Se informaba además en esta guía para
elegir los hoteles en las diversas estaciones en que se detenía
el tren. No era raro que fuesen de primer orden, notable comodidad y
cocina excelente, lo que variaba un poco la rutina de las comidas en el
coche-comedor; así el Skyte, en la estación de Field, y
el Glacier, que tenía una espléndida vista al grupo de
Selkirk.
A medida que el tren avanzaba hacia el oeste, nuevas
regiones se extendían delante, no ya tierras fértiles de
las que el trabajo podía extraer una rica producción. No.
Eran los territorios de Kootaway, esos Gold Field del
Caribú donde se encontró y se encuentra todavía
abundante oro, esa red hidrográfica que arrastra pepitas del
precioso metal. Se podía uno preguntar por qué los
prospectores no frecuentaban más asiduamente un país al
que era fácil llegar, en lugar de afrontar las fatigas y los
enormes gastos de un largo viaje a Klondike.
Y Summy Skim se decía y se repetía,
mientras el tren lo alejaba más y más de Montreal y de
Green Valley:
"En verdad, es aquí en el Caribú
donde el tío Josías debía haber tentado fortuna.
Ya habríamos llegado. Ya sabríamos lo que vale su
parcela. Tendríamos el dinero en veinticuatro horas y nuestra
ausencia no duraría más de una semana...".
Sí, pero sin duda estaba escrito en el gran
libro del destino que Summy Skim debía llegar a esa
terrorífica región de Klondike y atascarse en los
barriales de Forty Miles Creek.
El tren continuó hacia el litoral de la
Columbia británica, dirigiéndose en línea oblicua
al sudoeste. Ningún incidente marca la última parte de
este viaje de cuatro mil seiscientos setenta y cinco kilómetros
y, al cabo de seis días, los dos primos abandonaron el
vagón del Canadian Pacific Railroad y pusieron los pies
en Vancouver.

1. Veme, multiplicando
las variaciones, escribe aquí "Ben Craddle".
2. Aquí Veme escribe "Ben
Naddle".
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