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El doctor Ox

Editado
© Ariel Pérez
3 de diciembre del 2002
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El doctor Ox
Capítulo XI
Donde los quiquendonenses toman una resolución heróica

Ya vemos en cuán deplorable estado se encontraba la población de Quiquendone. Las fuerzas fermentaban. No se conocían ni reconocían unos a otros. Las gentes más pacíficas se tornaron pendencieras. Cuidado con mirarlas de reojo, porque pronto hubieran sido necesarios los padrinos. Algunos se dejaron crecer el bigote, y los más revoltosos se los retorcieron a modo de gancho.

En semejantes circunstancias, la administración de la villa y el mantenimiento del orden en calles y edificios públicos ofrecían gran dificultad, porque los servicios no se habían organizado para tal estado de cosas. El burgomaestre, aquel digno van Tricasse, a quien hemos conocido tan apacible, tan apocado, tan incapaz de adoptar decisiones, no cesaba de estar encolerizado. Su casa retumbaba con los estallidos de su voz. Dictaba veinte bandos al día, reconvenía a sus agentes y estaba siempre dispuesto a ejecutar por sí mismo los actos de su administración.

¡Ah! ¡Qué transformación! Amable y tranquila casa del burgomaestre, buena habitación flamenca, ¿dónde estaba su tranquila calma? ¡Qué escenas domésticas ocurrían ahora! La señora de van Tricasse se había vuelto adusta, caprichosa y gruñona. Su marido lograba cubrir su voz gritando más que ella, pero no podía hacerla callar. El humor irascible de la buena señora se descargaba sobre cuanto se le ponía delante. Nada iba bien. El servicio no se hacía. Para todo se tardaba. Acusaba a Lotche y aun a su cuñada Tatanemancia, quien con no menos malhumor le respondía agriamente. Era natural que el señor van Tricasse defendiera a su criada Lotche, como sucede en muchas familias. De aquí la exasperación permanente en la señora del burgomaestre, reprimendas y discusiones.

-Pero, ¿qué es lo que tenemos? -exclamaba el desgraciado burgomaestre-. ¿Cuál es ese fuego que nos devora? ¿Estamos acaso poseídos del demonio? ¡Ah! Señora van Tricasse, acabará por hacerme morir antes que usted, faltando así a las tradiciones de familia.

Porque el lector no habrá olvidado esa extraña particularidad de tener que enviudar el señor van Tricasse y volver a casarse para no romper el encadenamiento de las conveniencias.

Esta disposición de los ánimos produjo efectos bastante curiosos que importaba conocer. Aquella sobreexcitación, cuya causa todavía desconocemos, ocasionó aceleraciones fisiológicas que nadie hubiera esperado. Brotaron de la multitud talentos hasta entonces ignorados. Se revelaron nuevas aptitudes. Aparecieron hombres lo mismo en la política que en las letras. Se formaron oradores en medio de las más arduas controversias, y en todas las cuestiones inflamaron a un auditorio perfectamente dispuesto, por lo demás, a inflamarse. De las sesiones del consejo, el movimiento se transmitió a las reuniones públicas, fundándose un club en Quiquendone, mientras que veinte periódicos, entre ellos El Vigía de Quiquendone, El Imparcial de Quiquendone, El Radical de Quiquendone, El Extremado de Quiquendone, escritos con encarnizamiento, suscitaban las más graves cuestiones sociales.

¿Pero a propósito de qué?, se dirá. A propósito de todo y de nada; a propósito de la torre de Audenarde, y que los unos querían derribar y otros enderezar; a propósito de los bandos de policía que promulgaba el consejo, y a los cuales pretendían resistir las malas cabezas; a propósito del aseo, de los arroyos y de las alcantarillas. ¡Y, por fin, si los fogosos oradores no la hubieran emprendido más que con la administración interior de la ciudad! Mas no; arrastrados por la corriente, debían ir más allá, y si la Providencia no intervenía, arrastrar, impelar, precipitar a sus semejantes en los azares de la guerra.

En efecto, hacía ochocientos o novecientos años que Quiquendone se había reservado un casus belli de suprema calidad, pero lo guardaba precisamente como una reliquia y había probabilidades de que ya no sirviese para nada.

He aquí cómo se había producido ese casus belli.

Se ignora generalmente que Quiquendone está cerca, en aquel buen rincón de Flandes, de la pequeña población de Virgamen. Los territorios de ambos concejos confinan uno con otro.

Ahora bien, en 1185, algún tiempo antes de la partida del conde Balduino para las Cruzadas, una vaca de Virgamen, no la de un habitante, sino una vaca del concejo, fíjese bien la atención en ello, se fue a pastar al territorio de Quiquendone. Apenas había el desgraciado animal rozado la hierba con su lengua; pero el delito, el abuso quedó debidamente consignado por el sumario que se formó verbalmente, porque en aquella época los magistrados comenzaban apenas a saber escribir.

-Nos vengaremos cuando sea ocasión -dijo simplemente van Tricasse, el trigésimo segundo predecesor del burgomaestre actual-, y los virgamenses nada perderán por esperar.

Los virgamenses estaban prevenidos. Aguardaron, pensando, no sin razón, que el recuerdo de la injuria se debilitaría con el tiempo; y, en efecto, durante algunos siglos vivieron en buenas relaciones con sus semejantes de Quiquendone.

Pero no contaban con la nueva huésped, o, por mejor decir, con esa extraña epidemia que, cambiando radicalmente el carácter de sus vecinos, despertó en los corazones la adormecida venganza.

En el club de la calle de Mostrelet fue donde el fogoso abogado Schut, lanzando bruscamente la cuestión a la faz de sus oyentes, los apasionó empleando las expresiones y metáforas de costumbre en estas circunstancias. Recordó el delito y el agravio hecho a Quiquendone, y para el cual un pueblo celoso de sus derechos no podía admitir prescripción. Mostró la injuria siempre viva, la llaga siempre sangrienta; habló de ciertos encogimientos de hombros peculiares de los habitantes de Virgamen, y que indicaban el desprecio en que tenían a los de Quiquendone; suplicó a sus compatriotas que, inconscientemente quizá, habían sufrido durante tantos siglos el mortal ultraje; rogó a los hijos de la vieja ciudad que ya no tuviesen otro objetivo que el de obtener una reparación solemne. En fin, hizo un llamamiento a todas las fuerzas vivas de la nación.

El entusiasmo con que estas palabras, tan nuevas para los oídos quiquendonenses, fueron acogidas, se siente, pero no se explica. Todos los oyentes se levantaron, y con los brazos extendidos pedían la guerra a voz en grito. Nunca había obtenido el abogado Schut tan notable triunfo, y es necesario confesar que fue brillantísimo.

El burgomaestre, el consejero, todos los notables que asistían a esa memorable sesión, hubieran inútilmente querido resistir al arrebato popular. Por otra parte, ni deseos tenían de ello, y si no más, al menos tan alto como los otros gritaban:.

-¡A la frontera! ¡A la frontera!

Y como la frontera no estaba más que a tres kilómetros de los muros de Quiquendone, los virgamenses corrían verdadero peligro, puesto que podían ser invadidos antes de haber tenido tiempo de prepararse.

Entretanto, el honorable farmacéutico José Liefrink, que era el único en conservar su sangre fría en tan graves circunstancias, quiso hacer comprender que se carecía de fusiles, cañones y generales.

Le respondieron, no sin algunas invectivas, que esos generales, cañones y fusiles, se improvisarían; que el derecho y el amor patrio bastaban para hacer a un pueblo irresistible.

Sobre esto mismo el burgomaestre tomó la palabra, y en una improvisación sublime, increpó a esas gentes pusilámines que disfrazan el miedo bajo el velo de la prudencia, velo que él rasgaba con patriótica mano.

En aquel momento se hubiera creído que el salón se iba a hundir bajo los aplausos

Se pidió la votación.

Se procedió por aclamación, y los gritos redoblaron

-¡A Virgamen! ¡A Virgamen!

El burgomaestre se comprometió a poner los ejércitos en movimiento, y en nombre de la villa prometió al futuro vencedor los honores del triunfo, como lo verificaban los romanos.

Entretanto, el farmacéutico José Liefrink, que era algo testarudo, y que no se daba por vencido, aunque ya lo estaba realmente, quiso presentar todavía una observación. Hizo recordar que en Roma no se concedía el triunfo a los generales vencedores sino después de haber matado a cinco mil enemigos.

-¡Y qué!, ¡Y qué! -gritó delirante la concurrencia.

-Es que la población de Virgamen no asciende más que a tres mil quinientos setenta y cinco habitantes, y, por consiguiente, sería difícil, a no ser que se matase muchas veces a la misma persona...

Pero no dejaron que el desgraciado argumentador concluyese y le echaron del salón, confuso y completamente molido.

-Ciudadanos -dijo entonces el tendero de comestibles Pulmacher, que generalmente vendía especias al por menor-, ciudadanos, a pesar de lo dicho por ese cobarde boticario, me comprometo yo a matar cinco mil virgamenses, si quieren aceptar mis servicios...

-¡Cinco mil quinientos! -gritó un patriota más resuelto.

-¡Seis mil seiscientos! -repuso el tendero.

-¡Siete mil! -gritó el confitero de la calle de Hemling, Juan Orbideck, que estaba haciendo su fortuna con los merengues.

-¡Rematado! -exclamó el burgomaestre van Tricasse, viendo que nadie pujaba más.

Y fue de este modo que el confitero Juan Orbideck se hizo general en jefe de las tropas de Quiquendone.

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