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El doctor Ox

Editado
© Ariel Pérez
3 de diciembre del 2002
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El doctor Ox
Capítulo XIII
Donde se prueba una vez más que desde un lugar elevado se dominan todas
las pequeñeces humanas

-¿Conque dice usted...? -preguntó el burgomaestre van Tricasse al consejero Niklausse.

-Digo que esta guerra es necesaria -respondió el consejero con tono firme-, y que ya ha llegado el tiempo de vengar nuestra injuria.

-Pues bien, yo le repito -dijo con acritud el burgomaestre-, le repito que si la población de Quiquendone no se aprovecha de esta ocasión para reivindicar sus derechos, será indigna de su nombre.

-¡Y yo le sostengo que debemos reunir sin tardanza nuestras huestes y llevarlas adelante!

-¿De veras, de veras? ¿Y es a mí a quien usted habla así?

-A usted mismo, señor burgomaestre, y tiene que oír la verdad por dura que le parezca.

-Usted es quien tendrá que escucharla, señor consejero, porque mejor saldrá de mi boca que de la suya. Sí, señor, sí. Toda tardanza sería deshonrosa. Hace novecientos años que la ciudad de Quiquendone aguarda el momento de tomar su desquite, y por más que diga, y le convenga o no, marcharemos contra el enemigo.

-¡Ah! ¿Lo toma usted por ses lado? -respondió irritado el consejero Niklausse-. Pues bien, marcharemos sin usted, si no le place ir.

-El puesto del burgomaestre está en primera fila.

-Y el de un consejero también.

-Me está insultando al contrariar todas mis voluntades -exclamó el burgomaestre, cuyos puños tenían la tendencia de cambiarse en proyectiles de percusión.

-Y también me insulta usted al dudar de mi patriotismo -dijo Niklausse, poniéndose también en guardia.

-Le digo, caballero, que el ejército quiquendonense se pondrá en marcha antes de dos días.

-Y le repito, caballero, que no pasarán cuarenta y ocho horas antes que marchemos sobre el enemigo.

Fácil es observar que ambos sostenían exactamente la misma idea. Ambos querían la batalla, pero su excitación los inclinaba a disputar. Niklausse no escuchaba a van Tricasse ni éste a aquél. No hubiera sido más violento el altercado aun cuando opinando los dos en sentido contrario quisiera el uno la guerra y el otro la paz. Se lanzaban miradas de furor. Por el movimiento acelerado de su corazón, por su cara encendida, por sus pupilas contraídas, por el temblor de sus músculos, por su voz, en la cual había hasta rugidos, se comprendía que estaban dispuestos a lanzarse uno sobre otro.

Pero sonó el reloj de la torre, deteniendo esto a los adversarios en el momento en que iban a irse a las manos.

-Ya es la hora -exclamó el burgomaestre.

-¿Qué hora? -preguntó el consejero.

-La de ir a la torre de las campanas.

-Es verdad, y que lo tome usted a bien o a mal, iré, caballero.

-Yo también.

-Salgamos.

-Salgamos.

Estas últimas palabras podían suponer que iba a tener lugar un encuentro y que los adversarios se dirigían al terreno del desafío, pero no hubo nada de eso. Se había convenido que el burgomaestre y el consejero, que eran las dos principales autoridades, acudieran a la casa municipal para subir a la torre y examinar el campo, a fin de tomar las mejores disposiciones estratégicas que pudieran asegurar la marcha de sus tropas.

Aunque los dos estaban de acuerdo sobre esto, no cesaron de discutir por el camino con la más vituperable vivacidad. Se oyeron sus gritos resonar en la calle; pero como todos los transeúntes estaban subidos al mismo diapasón, su acaloramiento parecía natural y no se les hacía caso. En estas circunstancias un hombre tranquilo hubiera parecido un monstruo.

El burgomaestre y el consejero se hallaban en el paroxismo del furor cuando llegaron al pórtico de la casa municipal. Ya no estaban encarnados, sino pálidos. Aquella espantosa discusión había producido en sus vísceras algunos movimientos espasmódicos, y sabido es que la palidez denota el último límite de la cólera.

Al pie de la estrecha escalera de la torre, hubo una verdadera explosión. ¿Quién había de pasar primero? ¿Quién treparía antes los escalones de tal escalera de caracol? La verdad nos obliga a decir que hubo atropello y que el consejero Niklausse, olvidando todo lo que debía a su superior, al magistrado supremo de la población, dio un violento empellón a van Tricasse y se lanzó el primero por la oscura vía.

Ambos subieron, primero a gatas dirigiéndose epitetos malsonantes. Era de temer que ocurriese un desenlace terrible en lo alto de la torre que se alzaba a trescientos cincuenta y siete pies sobre el empedrado.

Pero los dos enemigos se cansaron pronto, y al cabo de un minuto, en el octogésimo escalón ya no subían sino con pesadez, respirando ruidosamente.

Pero entonces, sería esto una consecuencia de su fatiga, si la cólera no decayó, se tradujo al menos por una sucesión de calificativos inconvenientes. Se callaban, y cosa extraña, parecía que su exaltación disminuía a medida que subían, verificándose en su espíritu una especie de aplacamiento y descendiendo los hervores de su cerebro como los de una cafetera que se aparta del fuego. ¿Por qué?

No podemos responder, pero la verdad es que cuando llegaron a cierto descansillo a doscientos setenta y seis pies sobre el nivel de su población, los dos adversarios se sentaron y ya más sosegados se miraron sin rencor.

-¡Qué alto es esto! -exclamó el burgomaestre pasándose el pañuelo por su rubicunda faz.

-¡Muy alto! -respondió el consejero-. Ya sabe usted que estamos catorce pies más arriba que la torre de San Miguel de Hamburgo.

-Ya lo sé -respondió el burgomaestre, con un acento de vanidad perdonable a la primera autoridad de Quiquendone.

Al cabo de unos instantes, los dos notables continuaban su marcha ascensional, dirigiendo una mirada curiosa a través de las aspilleras abiertas en la pared de la torre. El burgomaestre había pasado a la cabeza de la caravana sin que el consejero pusiera reparo alguno. Aconteció que a los trescientos cuarenta escalones, van Tricasse estaba completamente derrengado y Niklausse tuvo la amabilidad de empujarle suavemente por detrás. El burgomaestre aceptó este auxilio y cuando llegó a la plataforma de la torre dijo con agasajo:

-Gracias, Niklausse, ya le corresponderé.

Poco antes eran dos fieras dispuestas a despedazarse al comenzar a subir, y ahora dos amigos al llegar a lo alto de la torre.

El tiempo era magnífico. Corría el mes de mayo y el sol había absorbido todos los vapores. ¡Qué atmósfera tan pura y tan limpia! La mirada podía abarcar los objetos más diminutos en un espacio considerable. A algunas millas se divisaban los muros de Virgamen resplandecientes de blancura, sus tejados rojos y campanarios salpicados de luz. ¡Y esa población era la predestinada a todos los horrores del saqueo y del incendio!

El burgomaestre y el consejero se habían sentado uno junto a otro, sobre un pequeño banco de piedra, como dos buenas personas cuyas almas se confunden en estrecha simpatía. Mientras alentaban para descansar, contemplaban las cercanías y después de algunos momentos de silencio, el burgomaestre exclamó:

-¡Qué bello es esto!

-¡Oh! ¡Es admirable! -respondió el consejero-. ¿No le parece, amigo van Tricasse, que la humanidad está más bien destinada a residir en estas alturas que a arrastrarse por la corteza de la tierra?

-Pienso como usted, honrado Niklausse. Aquí se percibe mejor el sentimiento que se desprende de la naturaleza. Se aspira por todos los sentidos. En estas alturas es donde los filósofos deberían formarse y aquí es donde los sabios deberían vivir alejados de las miserias mundanas.

-¿Damos la vuelta a la plataforma? -preguntó el consejero.

-Demos la vuelta a la plataforma -respondió el burgomaestre.

Y los dos amigos, del brazo y haciendo largos descansos entre sus preguntas y respuestas, examinaron todos los puntos del horizonte.

-Hace por lo menos diecisiete años que no había subido a esta torre -dijo van Tricasse.

-No creo haber subido nunca -respondió el consejero Niklausse-, y lo siento porque éste es un espectáculo sublime. Vea ese bonito río cómo serpentea entre los árboles.

-¡Y más lejos las alturas de Santa Hermandad! ¡Qué maravillosamente cierran el horizonte! Vea aquel grupo de árboles verdes que la naturaleza ha dispuesto tan pintorescamente. ¡Ah!, ¡la naturaleza, la naturaleza, Niklausse! ¿Puede jamás competir con ella la mano del hombre?

-Esto es encantador, mi excelente amigo. Repare en aquellos rebaños pastando en las verdes praderas, aquellos bueyes, aquellas vacas, aquellas ovejas...

-¡Y aquellos labradores que van al campo! Parecen pastores de la Arcadia y no les falta más que la zampoña.

-Y sobre todo esa fértil campiña, el hermoso cielo azul, no turbado por nube alguna. ¡Ah!, Niklausse aquí nos volveremos poetas. No comprendo cómo San Simeón el Estilita no fue uno de los más grandes poetas del mundo.

-Tal vez porque su columna no fuese bastante alta -respondió el consejero con apacible sonrisa.

En aquel momento, las campanas armónicas se pusieron en movimiento soltando a los aires sus melodiosos sonidos. Los dos amigos se quedaron estáticos, y después el burgomaestre dijo con voz sosegada:

-Pero, amigo Niklausse, ¿qué hemos venido a hacer en lo alto de esta torre? En suma, nos estamos dejando llevar de nuestros ensueños...

-Hemos venido -respondió Niklausse-, a respirar este aire puro no viciado por las flaquezas humanas.

-¿Pues entonces bajamos ya, amigo Niklausse?

-Bajemos, amigo van Tricasse.

Las dos notabilidades dirigieron la postrer mirada al espléndido panorama que se desarrollaba a su vista, y, después, pasando primero el burgomaestre, comenzó a bajar con paso lento y mesurado. El consejero le seguía algunos escalones detrás. Ambos llegaron al descansillo donde se habían detenido al subir. Ya sus mejillas principiaban a teñirse de púrpura. Se pararon un instante y prosiguieron su interrumpido descenso.

Al cabo de un minuto, van Tricasse suplicó a Niklausse que moderase el paso, porque lo tenía sobre los talones y esto le molestaba.

Aquello debió causarle más daño todavía que una simple molestia, porque veinte escalones más abajo mandó al consejero que se detuviese para poder tomar alguna delantera.

El consejero respondió que no tenía ganas de quedarse con una pierna al aire esperando la buena voluntad del burgomaestre, y prosiguió bajando.

Van Tricasse respondió con una palabra bastante dura.

El consejero replicó con una alusión ofensiva sobre la edad del burgomaestre, destinado por sus tradiciones de familia a segundas nupcias.

El burgomaestre bajó veinte escalones más, previniendo a Niklausse que las cosas no quedarían así.

Niklausse contestó que él iba a pasar delante, y como la escalera era estrecha, hubo colisión entre los dos notables, que se encontraban entonces en profunda oscuridad.

Las palabras de estúpido y de mal educado fueron las más blandas que se cruzaron.

-Ya veremos, so animal -gritaba el burgomaestre, ya veremos qué papel hará usted en esa guerra y en qué puesto se encontrará.

-En el que preceda al suyo, so imbécil -respondía Niklausse.

Después dieron otros gritos y parecía que los cuerpos rodaban juntos.

¿Qué pasó? ¿Por qué aquellas disposiciones tan rápidamente mudadas? ¿Por qué los corderos de la plataforma se convirtieron en tigres doscientos pies más abajo?

Sea lo que fuere, el guarda de la torre, al oír semejante alboroto, fue a abrir la puerta inferior precisamente en el momento en que los adversarios, aporreados, y saltándoseles los ojos de las órbitas, se arrancaban recíprocamente el pelo, que estaba formado, afortunadamente, por una peluca.

-¡Me dará usted una satisfacción! -exclamó el hurgomaestre, poniendo el puño debajo de las narices de su adversario.

-¡Cuando quiera! -aulló el consejero Niklausse, imprimiendo a su pie derecho una amenazante oscilación.

El guarda, que también se había exasperado sin saber por qué, consideró esta escena como natural. Yo no sé qué impulso personal le inclinaba a tomar parte en la contienda, pero se contuvo y se fue a propalar por todo el barrio que iba a haber un lance entre el burgomaestre van Tricasse y el consejero Niklausse.

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