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El doctor Ox

Editado
© Ariel Pérez
3 de diciembre del 2002
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El doctor Ox
Capítulo II
En el que el burgomaestre van Tricasse y el consejero Niklausse se entretienen
con los asuntos de la villa

-¿Lo cree usted así? -preguntó el burgomaestre.

-Así lo creo -respondió el consejero después de algunos minutos de silencio.

-Es que no debe obrarse a la ligera -repuso aquél.

-Ya hace diez años que nos ocupamos de tan grave asunto -replicó el consejero Niklausse-, y le declaro, mi buen van Tricasse, que todavía no me atrevo a adoptar una resolución.

-Comprendo sus vacilaciones -repuso el burgomaestre después de un largo cuarto de hora de meditación-, comprendo sus vacilaciones y participo de ellas. Haremos muy bien en no decidir nada antes de un examen más amplio de la cuestión.

-Cierto es -respondió Niklausse- que esa plaza de comisario civil es inútil en una población tan pacífica como Quiquendone.

-Nuestro predecesor -respondió van van Tricasse con tono grave-, nuestro predecesor nunca decía, ni se hubiera atrevido a decir, que una cosa era cierta. Toda afirmación está sujeta a desagradables enmiendas.

El consejero hizo con la cabeza una señal de asentimiento, y luego permaneció silencioso por media hora durante la cual el burgomaestre y el consejero no movieron siquiera un dedo, y transcurrido ese tiempo, Niklausse preguntó a van Tricasse si su predecesor, unos veinte años antes, no había tenido también el pensamiento de suprimir el empleo de comisario civil que gravaba todos los años el presupuesto de Quiquendone con la suma de mil trescientos setenta y cinco francos y algunos céntimos.

-En efecto -respondió el burgomaestre, llevando con majestuosa lentitud la mano a su limpia frente-, en efecto, pero aquel hombre digno se murió antes de haberse atrevido a tomar una determinación, ni respecto de eso, ni respecto de ninguna otra medida administrativa. Era todo un sabio. ¿Por qué no he de hacer lo mismo que él?

El consejero Niklausse hubiera sido incapaz de imaginar una razón que contradijera la opinión del burgomaestre.

-El hombre que se muere sin haberse decidido a nada en toda su vida -añadió gravemente van Tricasse-, está muy cerca de haber alcanzado la perfección en este mundo.

Dicho esto, el burgomaestre oprimió con la punta del dedo meñique un timbre de toque velado, que dejó oír un sonido menor que un suspiro, y casi al punto, unos pasos ligeros se deslizaron suavemente por las baldosas del corredor. Un ratoncillo no hubiera hecho menos ruido al corretear sobre una tupida moqueta1.

Apareció una joven rubia de largas trenzas. Era Suzel van Tricasse, hija única del burgomaestre. Entregó a su padre, con la pipa henchida de tabaco, una escalfeta de latón, no pronunció una sola palabra y desapareció al punto sin que su salida hubiera producido más ruido que su entrada.

El honorable burgomaestre encendió el enorme hornillo de su instrumento, y no tardó en cubrirse con una nube de humo azulado, dejando al consejero Niklausse sumido en las más absortas reflexiones.

El aposento en que así departían esos dos notables personajes encargados de la administración de Quiquendone, era un gabinete ricamente adornado de esculturas en madera sombría. Una alta chimenea, vasto hogar en el cual se hubiera podido quemar una encina o asar una vaca ocupaba todo un lienzo del cuarto y daba frente a una ventana de enrejado, cuyos vidrios pintarrajeados tamizaban apaciblemente la claridad del día. En un cuadro antiguo aparecía sobre la chimenea el retrato de un personaje cualquiera, atribuido a Hemling, y que debía representar un antepasado de los van Tricasse, cuya genealogía se remonta auténticamente al siglo XIV, época en que los flamencos y Guy de Dampierre tuvieron que luchar con el emperador Rodolfo de Habsburgo2.

Ese cuarto formaba parte de la casa del burgomaestre, una de las más agradables de Quiquendone. Construida con gusto flamenco y con todo lo improvisado, caprichoso, pintoresco y fantástico que encierra la arquitectura ojival, se la citaba entre los demás curiosos monumentos de la población. Un convento de cartujos o un establecimiento de sordomudos no hubieran sido más silenciosos que aquella habitación.

Allí no existía el ruido. No se andaba, sino que se procedía por deslizamiento; no se hablaba, sino que se susurraba. Y, sin embargo, no faltaban mujeres en la casa, que sin contar al burgomaestre, abrigaba a su mujer Brígida van Tricasse, a su hija Suzel van Tricasse y a su criada Lotche Janshen. Conviene citar también a la hermana del burgomaestre, la tía Hemancia, vieja solterona que aún respondía al nombre de Tatanemancia, que antiguamente le daba su sobrina Suzel cuando era niña. Pues bien, a pesar de todos estos elementos de discordia, ruido y charla, la casa del burgomaestre era tranquila como el desierto.

El burgomaestre era un personaje de cincuenta años, ni gordo ni flaco, ni bajo ni alto, ni viejo ni joven, ni subido de color ni pálido, ni alegre ni triste, ni contento ni aburrido, ni enérgico ni blando, ni engreído ni humilde, ni bueno ni malo, ni generoso ni avaro, ni valiente ni cobarde, ni mucho ni poco -ne quid nimis,- hombre moderado en todo; mas por la invariable lentitud de sus movimientos, por su mandíbula inferior algo colgante, su párpado superior inmutablemente levantado, su frente, lisa como una chapa de latón y sin ninguna arruga, sus músculos poco pronunciados, un fisonomista hubiera reconocido sin esfuerzo que el burgomaestre van Tricasse era la apatía personificada. Nunca, ni por la cólera ni por la pasión, habían acelerado las emociones los movimientos del corazón de aquel hombre, ni encendido su rostro; nunca sus pupilas se habían contraído bajo la influencia de un enfado, por pasajero que se pudiera suponer. Iba vestido invariablemente con buena ropa ni holgada ni estrecha, y que no conseguía deteriorar. Iba calzado con gruesos zapatos cuadrados, de triple suela y hebillas de plata, que por su duración desesperaban al zapatero. Iba cubierto con un estrecho sombrero que databa de la época en que Flandes quedó decididamente separada de Holanda, lo cual atribuía a ese venerable cubrecabezas una vida de cuarenta años. Pero, ¿qué quieren? Las pasiones son las que gastan el cuerpo, y nuestro burgomaestre, apático, indolente e indiferente, no se apasionaba por nada. Ni usaba ni se usaba, y por eso mismo era precisamente el hombre necesario para administrar la vida de Quiquendone y a sus tranquilos habitantes.

La población, en efecto, no era menos sosegada que la casa de van Tricasse en cuya pacífica morada esperaba el burgomaestre alcanzar los límites más lejanos de la existencia humana, después de ver a la buena Brígida van Tricasse, su mujer, precederle al sepulcro donde no hallaría descanso más profundo que el disfrutado por ella durante sesenta años en la tierra.

Esto merece explicación.

La familia van Tricasse bien pudiera llamarse con razón «la familia Jeannot», y veamos por qué: Todos saben que la navaja de este personaje típico es tan célebre como su propietario, y no menos perenne que él, gracias a esa doble operación incesantemente renovada, que consiste en poner mango nuevo cuando se gasta, y hoja nueva cuando ya no vale nada. Tal era la operación absolutamente idéntica, practicada desde tiempo inmemorial en la familia van Tricasse, y a la cual se había prestado la naturaleza con extraordinaria complacencia. Desde 1340 se había visto invariablemente a un van Tricasse, viudo, casarse con una van Tricasse más joven que él, la cual enviudando a su vez, se unía a otro van Tricasse más joven que ella, quien al enviudar, etc., sin solución de continuidad. Cada cual moría a su vez con una regularidad mecánica. Ahora bien, la digna Brígida van Tricasse llevaba ya su segundo marido, y a no faltar a sus deberes, debía preceder en el otro mundo a su esposo, diez años más joven que ella, para hacer lugar a otra van Tricasse. Y con esto contaba el honorable burgomaestre absolutamente, a fin de no romper las tradiciones de la familia.

Tal era aquella casa, pacífica y silenciosa, cuyas puertas no sonaban, cuyas vidrieras no retemblaban, cuyos suelos no crujían, cuyas chimeneas no zumbaban, cuyas veletas no rechinaban, cuyos muebles no crepitaban, cuyas cerraduras no cascabeleaban, y cuyos habitantes no hacían más ruido que su propia sombra. El divino Harpócrates la hubiera seguramente escogido para templo del silencio..

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1. Tejido de lana, con trama de cáñamo, con el que se confeccionan alfombras y tapices.
2. Rodolfo I de Hasburgo murió en 1291.

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