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El camino de Francia
Editado
© Ariel Pérez
25 de agosto del 2002
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El camino de Francia
Capítulo XIV

Un poco antes de llegar a Zerbst, nuestra berlina había rodado por el territorio que forma el principado de Anhalt y de sus tres ducados. Al día siguiente debíamos atravesarlo de norte a sur, a fin de llegar a la pequeña ciudad de Acken, lo cual nos aproximaría bastante al territorio de Sajonia y al actual distrito de Magdeburgo. Después, el Anhalt reaparecería otra vez., cuando tomáramos la dirección de Bernsburgo, capital del ducado de este nombre. Desde allí entraríamos por tercera vez en Sajonia, a través del distrito de Merseburgo. Tal era por aquellos tiempos la Confederación Germánica, con sus cientos de pequeños Estados o territorios, que el ogro del pequeño Pulgarin hubiera podido franquear de un salto.

Como se comprende, yo digo estás cosas por habérselas oído al señor de Lauranay. Este me enseñaba su mapa, y con el dedo me indicaba la situación de las provincias, la topografía de las principales ciudades, y la dirección del curso de los ríos. En el regimiento, no hubiera podido estudiar un curso de geografía. Esto, suponiendo que yo hubiera sabido leer.

¡Ah! ¡mi pobre alfabeto, tan bruscamente interrumpido en el momento en que comenzaba a unir las vocales y las consonantes! ¡Y mi buen profesor, el señor Juan, que en aquel instante caminaba con la mochila a la espalda, comprendido en aquella especie de lava que se había llevado toda la juventud de las escuelas y el comercio! Pero, en fin, no nos apesadumbremos demasiado con estas cosas, y emprendamos de nuevo nuestro camino.

Desde la víspera por la noche, el tiempo era caluroso, de tempestad; el cielo parecía de un color malva con pequeños trozos de azul entre las nubes, pero tan pequeños, que, como se dice en mi tierra, apenas habría bastante para unos pantalones de gendarme. Aquel día arreé mis caballos, pues importaba mucho llegar antes de la noche a Bernsburgo, para lo cual era preciso hacer una jornada de una docena de leguas. La cosa no era imposible, a condición, sin embargo, de que el cielo no viniese a interrumpir nuestra marcha, o que no se presentase ningún otro obstáculo.

Pero precisamente estaba allí el Elba, que nos detenía en el camino, y, a la verdad, yo tenía miedo de que esta detención fuese más larga de lo que era de desear.

Habiendo salido de Zarbat a la seis de la mañana, habíamos llegado dos horas después a la ribera derecha del Elba, un río bastante hermoso, ancho ya por aquellos parajes, y encajonado entre altas orillas, erizadas de millares y millares de cañas.

Felizmente la suerte nos fue propicia en este punto. La barca para carruajes y viajeros se encontraba en la orilla derecha del río, y como el señor de Lauranay no escatimó ni los florines ni ninguna otra clase de moneda, el batelero no nos hizo esperar. En un cuarto de hora la berlina y los caballos estuvieron embarcados. La travesía se efectuó sin ningún accidente desagradable. Si nos ocurría lo mismo en las demás corrientes de agua, no tendríamos motivo para quejarnos.

Estábamos ya en la pequeña ciudad de Acken, que la berlina atravesó sin detenerse, para tomar la dirección de Bernsburgo.

Yo marchaba muy a gusto. Como se comprenderá fácilmente, los caminos no eran entonces lo que son hoy. Parecían estrechas cintas apenas tratadas sobre un suelo desigual, más bien hechas por las ruedas de los carruajes que por la mano de los hombres.

Durante la estación de las lluvias debían ponerse impracticables, y aun en el verano mismo dejaban mucho que desear. Pero en aquella ocasión era preciso no hacerse el santo descontentadizo.

Se caminó durante toda la mañana, sin dificultad alguna. Sin embargo, hacia el mediodía, felizmente mientras que hacíamos alto, se nos adelantó un regimiento de caballería austríaco. Entonces fue la vez primera que yo vi aquella clase de tropas, que parecían una especie de bárbaros. Iban galopando a todo brida, y entre los torbellinos de las nubes de polvo que levantaban y que se clavaban hasta el cielo, se divisaban los reflejos rojos de sus capas y la mancha negruzca de los gorros de piel de carnero con que cubrían la cabeza aquellos salvajes.

Buena suerte tuvimos en encontrarnos en aquellos momentos guarecidos a un lado del camino, y al abrigo de los árboles de un bosquecillo próximo, en el cual yo había escondido el carruaje.

De este modo no fuimos vistos; pues, de lo contrario, con semejantes gentes, Dios sabe lo que hubiera podido sucedernos. Por lo pronto, una vez que nuestros caballos hubieran convenido a aquellos soldadotes, y nuestra berlina a sus jefes u oficiales, seguramente, si nos hubiésemos encontrado a su paso, en medio del camino, no hubieran esperado que se les dejase el campo libre; nos hubiesen barrido.

Hacia las cuatro de la tarde señalé al señor de Lauranay un punto bastante elevado que dominaba la llanura, a una legua larga, en la dirección del oeste.

-Aquello debe ser el castillo de Bernsburgo -me respondió.

En efecto. Aquel castillo, situado en lo más alto de una colina, se deja apercibir de bastante lejos.

Yo di prisa a los caballos. Una media hora después atravesábamos Bernsburgo, donde nuestros pasaportes fueron de nuevo revisados. Después, muy fatigados de aquella jornada tan accidentada, habiendo atravesado también en una barca el río Saale, que debíamos atravesar todavía otra vez, entramos en Alstleben, hacia las diez de la noche. Esta noche la pasamos bastante bien. Estábamos alojados en un hotel muy bien dispuesto, en el cual no se encontraban oficiales prusianos, lo que aseguraba nuestra tranquilidad y al día siguiente emprendimos de nuevo nuestra marcha, cuando sonaban las diez de la mañana.

No me detendré a dar detalles de las ciudades, villas y aldeas por donde pasamos. En todos ellos había pocas cosas que ver, de las cuales no nos cuidábamos, puesto que viajábamos, no por nuestro placer, sino como gentes a quienes se expulsa de un país, que ellas abandonan también sin pesar.

Lo importante en estas diversas localidades era que no nos aconteciese nada perjudicial, y que pudiésemos pasar todos libremente. de una a otra.

En la jornada del día 18, al mediodía, estábamos en Hettstadt. Había sido preciso atravesar el Wipper, río situado no lejos de una explotación de minas de cobre. Hacia las tres de la tarde, la berlina llegaba a Leimbach, en la confluencia del Wipper y del Thalbach. ¡Vaya unos nombres graciosos y fáciles de pronunciar para los soldados del Real de Picardía! Después de haber pasado Mansteld, dominado por una alta colina que un rayo de sol acariciaba en medio de la lluvia que le rodeaba por todas partes, y de haber pisado por Sangerhausen, sobre el Gena, nuestro carruaje rodó a través de. un país rico en minas, teniendo los picachos del Harz en el horizonte; y al caer el día, llegamos a Artera, ciudad construida sobre el Unstrüt.

La jornada había sido verdaderamente fatigosa; cerca de quince leguas, durante las cuales no habíamos hecho más que un solo descanso. Yo tuve buen cuidado de que no faltara nada a mis caballos; buen pienso a la llegada; buena cama en la cuadra durante la noche. Verdad es que esto costaba mucho; pero el señor de Lauranay no reparaba en algunas monedas de suplemento, y tenía razón. Cuando los caballos no están mal de los pies, los viajeros no corren peligro de encontrarse mal de las piernas.

Al día siguiente, salimos a las ocho de la mañana, no sin haber tenido algunas dificultades con el fondista.

Yo sé bien que no se da nada por nada; pero aseguro que el propietario del hotel de Artera es uno de los más feroces desolladores de viajeros que puedan encontrarse en todo el imperio germánico.

Durante esta jornada, el tiempo fue detestable, estallando al fin una terrible tempestad. Los relámpagos nos cegaban, los violentos estampidos del trueno asustaban a los caballos, calados por una lluvia torrencial, una de esas lluvias de las cuales se dice en nuestro país picardo que caen curas.

Al día siguiente, 19 de agosto, el tiempo se presentó de mejor apariencia. Los campos aparecían bañados de rocío, bajo el soplo del aura, que es la primera brisa de la mañana. Nada de lluvia. Un cielo siempre tempestuoso; un calor sofocante. El suelo era montuoso, y mis caballos se fatigaban mucho. Muy pronto, según yo preveía, me vería obligado a darles veinticuatro horas de reposo. Pero antes esperaba yo que hubiéramos podido llegar a Gotha.

El camino atravesaba entonces terrenos bastante bien cultivados, que se extienden hasta Heldmungen, sobre el Schmuke, donde la berlina hizo alto.

En suma, desde hacia cuatro días, que habíamos salido de Belzingen, no habíamos sido muy molestados; así es que yo pensaba:

-Si hubiéramos podido viajar todos juntos, ¡cómo se hubieran apretado en el fondo del carruaje para hacer sitio a la señora Keller y a su hijo!... ¡Pero, en fin!...

Nuestro itinerario cortaba entonces por el territorio que forma el distrito de Erfurth, uno de los tres distritos de la provincia de Sajonia. Los caminos, bastante bien trazados, nos permitieron marchar rápidamente. A la verdad, yo me hubiese atrevido a lanzar mis caballos más de prisa, sin el accidente de la rotura de una rueda, que no pudo ser compuesta en Weissensee. Lo fue en Tennstedt, por un carretero poco hábil. Esto no dejó de inquietarme por el resto del viaje.

Si la jornada fue larga aquel día, era porque estábamos sostenidos por la esperanza de llegar aquella misma noche a Gotha. Allí se descansaría, a condición de encontrar una fonda confortable. No por mí, a Dios gracias, pues, hecho como estoy a cal y canto, yo podía, soportar bien esta y otras pruebas más rudas; pero del señor de Lauranay y su nieta, aunque no se quejaban, me parecía que estaban muy fatigados. Mi hermana Irma estaba más animada; ¡pero todos ellos iban tan tristes! De cinco de la tarde a nueve de la noche recorrimos aproximadamente unas ocho leguas, después de haber pasado el Schambach y dejado el territorio de Sajonia, para atravesar el de Sajonia-Coburgo.

En fin, a las once, la berlina se detuvo en Gotha. Habíamos formado intención de descansar allí veinticuatro horas. Nuestras pobres caballerías habían ganado cumplidamente una noche y un día de reposo. Decididamente, al escogerlas había tenido una mano afortunada. Para esto no hay como ser inteligente en la materia y no reparar en el precio. Ya he dicho que no habíamos llegado a Gotha hasta las once de la noche. Las formalidades exigidas a las puertas de las poblaciones nos habían producido algunos retrasos. De seguro, si no hubiéramos llevado nuestros papeles en regla, hubiéramos sido detenidos. Agentes civiles, agentes militares, todos desplegaban una excesiva severidad. Podíamos darnos por contentos de que el gobierno prusiano, al pronunciar nuestro decreto de expulsión, nos hubiese proporcionado los medios de poder cumplirlo. Por esto estoy seguro que, si hubiésemos puesto en ejecución nuestro proyecto primero de partir antes de la incorporación del señor Juan al ejército, Kallkreuth no nos hubiera expedido nuestros pasaportes, y no hubiéramos podido llegar jamás a la frontera. Era preciso, pues, dar gracias, a Dios primeramente, y después al señor Federico Guillermo, por habernos facilitado nuestro viaje. Sin embargo, no es bueno dar las gracias antes de comer. Este es uno de nuestros proverbios picardos, el cual puede creerse que vale tanto como cualquier otro.

Hay muy buenos hoteles en Gotha. Fácilmente encontré en uno, que se titulaba “A las armas de Prusia”, cuatro habitaciones muy aceptables y una buena cuadra para los caballos.

A pesar del disgusto que me producía este retraso, yo comprendía que no había otro medio que resignarse.

Por fortuna, de los veinte días que se nos habían concedido como plazo para hacer nuestro viaje, no habíamos empleado más que cuatro, y estaba ya recorrida muy cerca de la tercera parte del trayecto. Por consiguiente, guardando la misma proporción, debíamos llegar a la frontera de Francia seguramente antes del plazo marcado. Yo no deseaba más que una cosa; a saber: que el regimiento Real de Picardía no disparase sus primeros tiros antes de los últimos días del mes.

Al día siguiente, hacia las ocho, bajé al salón de conversación del hotel, y mi hermana vino a reunirse conmigo.

-¿Y el señor de Lauranay y la señorita Marta? -le pregunté.

-No han salido todavía de sus habitaciones -me respondió Irma-; y es preciso dejarlos tranquilos hasta el almuerzo.

-Comprendido, mi buena Irma; pero tú, ¿dónde vas?

-A ninguna parte, Natalis; pero esta tarde tengo que salir a hacer algunas compras, y a renovar nuestras provisiones. ¡Si me quieres acompañar!...

-Con mucho gusto; a la hora convenida estaré preparado; entretanto, voy a curiosear un poco por las calles.

Y, efectivamente, salí a la aventura. ¿Qué podré decirles de Gotha? No vi gran cosa en la ciudad. Había en ella muchas tropas de infantería, caballería, artillería y bagajes del ejército. Se escuchaban músicas. Se veía relevar las guardias en sus puestos. A la idea de que todos aquellos soldados marchaban contra Francia, se me oprimía el corazón. ¡Qué dolor me producía el pensar que el suelo de la patria iba a ser, antes de poco, invadido por aquellos extranjeros! ¡Cuántos de nuestros camaradas sucumbirían queriendo defenderla! ¡Sí; era preciso que yo estuviese con ellos para combatir en mi sitio! El sargento Natalis Delpierre no había de ser, no como esos platos de estaño que no se pueden poner al fuego.

Pero, volviendo a Gotha, diré que recorrí algunos barrios y que vi algunas iglesias, cuyos campanarios se perdían en las nubes. Decididamente, se encontraban allí demasiados soldados. Aquella ciudad me producía el efecto de un enorme cuartel.

Volví al hotel a las once, después de haber tenido la precaución de hacer visar nuestros pasaportes, según estaba prevenido; el señor de Lauranay estaba todavía en su habitación con la señorita Marta. La pobre joven. no tenía deseo ninguno de salir a ver la ciudad, lo cual se comprende perfectamente.

En efecto, ¿qué hubiera visto? Nada, sino cosas que le hubieran recordado la situación del señor Juan. ¿Dónde estaba entonces? ¿Habría podido la señora Keller reunirse con él, o al menos seguir al regimiento de jornada en jornada? ¿Cómo viajaba esta valerosa mujer? ¿Qué podría hacer ella, si las desgracias que presentía llegaban a realizarse?

¡Y el señor Juan, soldado prusiano, marchando contra un país que amaba al cual hubiera defendido con verdadero placer, y por el que hubiese vertido voluntariamente su sangre! Naturalmente, el almuerzo fue triste. El señor de Lauranay había querido que le sirvieran en su habitación, y hacía bien, pues “A las armas de Prusia” iban a comer varios oficiales alemanes, y convenía evitar su contacto.

Después del almuerzo, el señor y la señorita de Lauranay permanecieron en el hotel con mi hermana. Yo fui a ver si los caballos carecían de alguna cosa.

El hostelero me había acompañado a la cuadra, y pronto pude comprender que el buen hombre quería hacerme hablar más de lo conveniente, acerca del señor de Lauranay, de nuestro viaje, y, en fin, de cosas que no le importaban. Tenía que habérmelas con un charlatán; pero ¡qué charlatán!

El que logre aventajarle, bien puede llamarse el primero del mundo. Por consiguiente, me mantuve en la mayor reserva, y todas sus indicaciones fueron en balde.

A las tres de la tarde salimos mi hermana y yo para terminar las compras. Como Irma hablaba alemán, no teníamos miedo de vernos apurados ni en las calles ni en las tiendas. Sin embargo, se comprendía fácilmente que éramos franceses, y esta condición no era la más a propósito para granjearnos un buen recibimiento en ninguna parte.

Entre las tres y las cinco de la tarde hicimos un buen número de recados, y, en suma, recorrí la ciudad de Gotha por todos sus principales sitios y distritos.

Yo hubiera querido tener algunas noticias de lo que por entonces ocurría en Francia; de sus asuntos, tanto interiores como exteriores. Por esta razón encargué a Irma que pusiera mucha atención a lo que se decía, así en las calles como en las tiendas. Hasta nos atrevíamos a aproximarnos a los grupos en que se hablaba con alguna animación, a escuchar lo que decían; aunque como se comprende, esto no era muy prudente por nuestra parte.

En realidad, lo que pudimos averiguar no era muy satisfactorio para los franceses. Pero, después de todo, más valía tener noticias, aunque fuesen malas, que carecer de ellas.

También vi numerosos edictos pegados en los muros. La mayor parte de ellos no anunciaban otra cosa que movimientos de tropas o de contratas de armamento y vestuario para las tropas.

Sin embargo, mi hermana se detenía ante algunos, y leía las primeras líneas.

Uno de aquellos edictos llamó más particularmente mi atención. Estaba escrito en gruesos caracteres negros, sobre papel amarillo. Parece que le veo todavía pegado a una esquina, junto al tenducho de un zapatero de viejo.

-¡Calla! -dije a Irma-. Mira este edicto, ¿no son números los que tiene a la cabeza?

Mi hermana se aproximó al tenducho, y comenzó a leer.

De repente lanzó un grito terrible.

Felizmente estábamos solos, y nadie lo había escuchado.

El edicto decía lo siguiente:

Mil florines de recompensa al que entregue al soldado Juan Keller, de Belzingen, condenado a muerte por haber herido a un oficial del regimiento de Lieb, de paso para Magdeburgo.

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