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El camino de Francia
Editado
© Ariel Pérez
25 de agosto del 2002
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El camino de Francia
Capítulo XXV

Ya hemos llegado al desenlace de esta relación, que hubiera podido llevar el título de Historia de una licencia para ir a Alemania.

Aquella misma noche, en una casa de la aldea de Valmy, la señora Keller, el señor y la señorita de Lauranay, mi hermana Irma, el señor Juan y yo, nos encontrábamos de nuevo reunidos.

¡Qué alegría tuvimos al vernos juntos después de tantos sufrimientos! Lo que pasó entre nosotros puede adivinarse.

-¡Minuto! -dije yo-. No soy curioso, pero, sin embargo, ¡quedarme así con el pico en el agua!... Yo quisiera saber

-Cómo se ha hecho que el señor Juan sea tu compatriota, ¿no es verdad, Natalis? -respondió mi hermana.

-Si, Irma; y esto me parece tan singular, que creo deben haberse equivocado.

-No se cometen tales equivocaciones, mi querido Natalis -replicó el señor Juan.

Y vean aquí lo que me fue contado en algunas palabras.

En la aldea de la Cruz del Bosque, donde habíamos dejado al señor de Lauranay y sus compañeras con guardas de vista en la casa de Hans Stenger, los austríacos no tardaron en ser reemplazados por una columna prusiana.. Esta columna contaba entre sus filas cierto número de jóvenes que la inscripción del treinta y uno de julio había arrancado de sus hogares.

Entre estos jóvenes se encontraba un excelente muchacho, llamado Ludwig Pertz, que era de Belzingen. Conocía a la señora Keller, y fue a verla cuando supo que estaba prisionera de los prusianos. Se le refirió entonces lo que había acontecido al señor Juan, y cómo se había visto obligado a emprender la fuga a través del bosque del Argonne.

Y entonces, vean aquí lo que contestó Ludwig Pertz:

-¡Pero si su hijo no tiene nada que temer, señora Keller! ¡Si no había derecho para alistarle!... ¡Él no es prusiano, sino francés!...

Júzguese el efecto que produjo esta declaración. Y cuando Ludwig Pertz se vio obligado a justificar su aserto, presentó a la señora Keller un número del Zeitblatt. Aquel periódico publicaba la sentencia que acababa de ser dictada, con fecha del diecisiete de agosto, en el pleito del señor Keller contra el Estado. La demanda de la familia Keller era rechazada, a causa de que la provisión de artículos para el ejército no debía ser concedida más que a un alemán de origen prusiano. Pero daba la casualidad de que se había probado que los antecesores de Keller no habían pedido ni obtenido jamás su naturalización desde su establecimiento en el ducado de Gueldres, después de la revocación del edicto de Nantes; que el dicho Keller no había sido jamás prusiano, y que, por consecuencia, al Estado no debía nada.

¡Vaya una sentencia justa! Que el señor Keller había permanecido francés, nadie lo ponía ya en duda; pero esto no era una razón para no darle lo que se le debía. En fin, de este modo se juzgaba en Berlín en 1792. Yo les ruego que crean que el señor Juan no pensaba ni remotamente en apelar la sentencia. Ya tenía su pleito por perdido, y bien perdido. Lo que era indiscutible, era que, nacido de padre y madre franceses, era todo lo francés que se puede ser en el mundo. Y si le hubiera hecho falta un bautismo para serlo, acababa de recibirlo en la batalla de Valmy, y aquel bautismo de fuego valía tanto como cualquier otro.

Como se comprende, después de la comunicación que nos había sido hecha por Ludwig Pertz, lo que más importaba era encontrar al señor Juan a toda costa. Precisamente se acababa de saber en la Cruz del Bosque que había sido preso en el Argonne y conducido al campamento prusiano, con el que escribe, su servidor. No había, pues un momento que perder. La señora Keller sacó fuerzas de flaqueza ante la inminencia del peligro que corría su hijo. Después de la partida de la columna austríaca, acompañada del señor de Lauranay, de la señorita Marta, de mi hermana, y guiada por el honrado Stenger, salió de la Cruz del Bosque, atravesó el desfiladero, y llegó a los acantonamientos de Brunswick en la mañana misma del día en que se nos iba a fusilar. Acabábamos de salir de la tienda en que se había celebrado el consejo de guerra, cuando ella se presentó.

En vano reclamó, apoyándose en aquella sentencia que declaraba francés a Juan Keller. No se le escuchó. Se lanzó entonces desesperada, por el camino de Chalons, hacia el sitio donde nos arrastraban..., ¡y sabido es lo que sucedió! En fin, al ver cómo todo se arregla para que las buenas gentes sean felices, cuando son tan dignas de serlo, se convendrá conmigo en que Dios ha hecho bien las cosas.

En cuanto a la situación de los franceses después de la batalla de Valmy, vean lo que tengo que decir en pocas palabras.

Primeramente, durante la noche, Kellermann hizo ocupar las alturas de Gizaucourt, lo que aseguraba definitivamente las posiciones de todo el ejército.

Entretanto, los prusianos nos habían cortado el camino de Chalons, y no podíamos comunicarnos con los depósitos; pero como éramos dueños de Vitry, los víveres pudieron llegar hasta nosotros, y el ejército no sufrió privaciones en el campamento de Saint Menehould. Los ejércitos enemigos permanecieron en sus acantonamientos hasta los últimos días de Septiembre. Se habían verificado algunos parlamentos, que no habían dado ningún resultado. Sin embargo, en el campo prusiano había prisa por repasar la frontera. Los víveres faltaban; las enfermedades hacían grandes destrozos, tanto, que el duque de Brunswick levantó el campo el primero de octubre.

Es preciso decir que, mientras que los prusianos pasaban de nuevo los desfiladeros del Argonne, se les picó la retaguardia, si bien no muy vivamente. Se les dejaba batirse en retirada, sin acosarlos. ¿Por qué? Lo ignoro. Ni yo ni muchos otros han comprendido la actitud de Dumouriez en aquellas circunstancias.

Sin duda había allí alguna maquinación política oculta, y yo..., ya lo he dicho en otra ocasión, no entiendo ni jota de política.

Lo importante era que el enemigo hubiese vuelto a repasar la frontera. Esto se verificó lentamente, pero al fin se verificó, y no quedó ni un solo soldado en Francia, ni siquiera el señor Juan, que se había convertido completamente en compatriota nuestro.

En el momento en que la marcha fue posible, hacia mediados de la primera semana de octubre, volvimos todos juntos a mi querida Picardía, donde el matrimonio de Juan Keller y de Marta de Lauranay no tardó mucho en celebrarse.

Se recordará que yo debía ser uno de los testigos del señor Juan en Beizingen, y no causará asombro el que lo haya sido en Saint Sauflieu. Y si alguna unión se ha hecho bajo auspicios felices y en condiciones para serlo, fue aquella, o no hay uniones felices en el mundo.

Yo, por mi parte, me incorporé a mi regimiento algunos días después. Aprendí a leer y a escribir, y llegué, como he dicho, a teniente, y luego a capitán, durante las guerras del imperio.

Esta es mi historia, que he redactado para poner fin a las discusiones de mis amigos de Grattepanche. Si no he hablado como un libro de iglesia, a lo menos he referido las cosas tal como han pasado. Y ahora, queridos lectores, permítanme que los salude con mi espada.

Natalis Delpierre.
Capitán de caballería, retirado.

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