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El camino de Francia
Editado
© Ariel Pérez
25 de agosto del 2002
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El camino de Francia
Capítulo XV

De qué manera y en qué estado entramos mi hermana y yo en el hotel de “las Armas de Prusia”; lo que hablamos y lo que pensamos por el camino, no lo sé; en vano he tratado muchas veces de recordarlo. Probablemente no cambiaríamos una sola palabra. Si se hubiera podido notar la turbación que llevábamos, seguramente hubiéramos infundido sospechas. No hubiera sido preciso más para ser conducidos ante las autoridades. Se nos hubiese interrogado, acaso nos hubiesen detenido, si llegaban a descubrir qué lazos nos unían a la familia Keller.

En fin, no sé cómo, llegamos a nuestra habitación sin haber encontrado a nadie. Mi. hermana y yo quisimos conferenciar antes de ver al señor y a la señorita de Lauranay, a fin de ponernos de acuerdo sobre lo que convenía hacer.

Allí estábamos los dos, mirándonos como tontos, agobiados, sin atrevernos a pronunciar una sola palabra.

-¡Pobre desgraciado! ¿Qué ha hecho? -exclamó al fin mi hermana.

-¿Que qué ha hecho? -respondí-. Lo que hubiera hecho yo y cualquiera en su lugar. El señor Juan ha debido ser maltratado, injuriado por ese Frantz..., y le habrá herido; esto debía suceder más tarde o más temprano. Sí, yo hubiera hecho otro tanto.

-¡Mi pobre Juan! ¡Mi pobre Juan! -murmuraba mi hermana, en tanto que las lágrimas corrían por sus mejillas.

-Irma -dije-. ¡Valor! ¡ Es preciso tener valor!

-¡Condenado a muerte!

-¡Minuto! -exclamé yo-. Ya se ha puesto a salvo; ya está fuera de sus alcances, y en cualquier parte que se halle ha de estar mejor que en el regimiento de esos bribones de Grawert, padre o hijo.

-¿Y esos mil florines que se prometen a cualquiera que lo entregue, Natalis?

-Esos mil florines no están todavía en el bolsillo de nadie, Irma; y, probablemente, nadie los cobrará nunca.

-¿Y cómo podrá escapar mi pobre Juan? Su nombre está esparcido por todas las ciudades y todas las aldeas. ¡Cuántos infames habrá que estarán deseando entregarle! Los mejores no querrán recibirle en su casa ni por una hora.

-No te acongojes, Irma -respondí-. Todavía no está perdido todo. En tanto que los fusiles no están apuntados contra el pecho de un hombre...

-¡Natalis! ¡Natalis!...

-Y además, Irma, los fusiles pueden fallar. Esto se ha visto muchas veces. No te acongojes. El señor Juan ha podido huir y refugiarse en el campo; esta vivo, y no es hombre para dejarse prender. ¡Él se salvará! No tengas miedo.

Lo digo sinceramente: si yo usaba este lenguaje, no era solamente para dar un poco de confianza a mi hermana, no; yo tenía confianza. Evidentemente, lo más difícil para el señor Juan después del hecho, había sido emprender la fuga, y puesto que había conseguido realizarla, no parecía que fuese fácil echarle mano, puesto que los edictos prometían una recompensa de mil florines a cualquiera que lograse apoderarse de él. ¡No! Yo no quería perder la esperanza, a pesar de que mi hermana no quería escuchar nada.

-¿Y la señora Keller? -dijo.

Si; esto era quizás más grave. ¿Qué había sido de la señora Keller? ¿Había podido lograr reunirse con su hijo? ¿Sabía lo que había ocurrido? ¿Acompañaría al señor Juan en su fuga?

-¡Pobre mujer! ¡Pobre madre! -repetía mi hermana-. Puesto que ha tenido tiempo de alcanzar al regimiento en Magdeburgo, no debe ignorar nada. Sin duda sabe que su hijo está condenado a muerte. ¡Ah, Dios mío, Dios mio!... ¡Cuántos dolores acumulas sobre ella!...

-Irma -dije-, cálmate, yo te lo ruego. ¡Si te escucharan! Bien sabes que la señora Keller es una mujer enérgica. ¡Quizás el señor Juan haya podido encontrarla!

Aunque esto parezca sorprendente, lo cual es posible, lo repito, yo hablaba con sinceridad. No está en mi naturaleza abandonarme a la desesperación.

-¿Y Marta? -dijo mi hermana.

-Mi opinión es que conviene dejar que lo ignore todo -respondí-. Esto me parece malo; Irma, hablándole de ello, nos expondríamos a hacerla perder su valor. El viaje es largo todavía, y la pobre joven tiene necesidad de todas las fuerzas de su alma. Si llegara a saber lo que ha sucedido, que el señor Juan está condenado a muerte, que ha huido, que su cabeza ha sido puesta a precio, ¡no viviría! Seguramente se negaría a seguirnos.

-Sí, tienes razón, Natalis; pero ¿y el señor de Lauranay? ¿Guardaremos también para con él el secreto?

-Igualmente, Irma. Con decírselo no adelantaríamos nada. ¡Ah! ¡si nos fuera posible el ponernos en busca de la señora Keller y de su hijo!... Sí; entonces debiéramos decírselo todo al señor de Lauranay; pero nuestro tiempo está contado, y nos está prohibido permanecer más días en este territorio. Muy pronto seríamos nosotros también arrestados, y no veo de qué serviría esto al señor Juan. Conque vamos, Irma; es preciso tener juicio. Sobre todo, que la señorita Marta no se aperciba de que has llorado.

-¿Y si sale a la calle, Natalis, no puede dar la casualidad que lea el edicto y sepa?...

-Irma -respondí-, no es probable que el señor y la señorita de Lauranay salgan del hotel durante la noche, puesto que no han salido durante el día. Por otra parte, cuando llegue la noche, será muy difícil leer un edicto. Por consiguiente, no tenemos que temer que ellos se enteren. Conque ten cuidado contigo, hermana mía, y se fuerte.

-Lo seré, Natalis. Comprendo que tienes razón. ¡Sí, me contendré; no se verá nada por fuera! ¡Pero en mi interior!...

-Por dentro llora, Irma; pues la verdad es que todo esto es bien triste; pero cállate. Esta es la consigna.

Después de la cena, durante la cual yo hable desatinadamente, a fin de llamar la atención sobre mí y ayudar así a mi hermana, el señor y la señorita de Lauranay permanecieron en su habitación, conforme yo lo había previsto. De todos modos, así era mejor. Después de una visita que hice a la cuadra, volví a reunirme con ellos, y los invité a acostarse temprano.

Yo deseaba salir a eso de las cinco de la mañana, pues teníamos que hacer una jornada, si no muy larga, al menos muy fatigosa, a través de un país montuoso.

Todos nos metimos en la cama. Por lo que a mi hace, puedo asegurar que dormí bastante mal. Todos los sucesos de aquellos días desfilaron por mi cabeza. Aquella confianza qué yo tenía cuando se trataba de animar el decaído espíritu de mi hermana, parecía que se me escapaba entonces. Las cosas se iban poniendo mal. Juan Keller había sido cogido, entregado... ¿No es así como se razona entre sueños? A las cinco ya estaba levantado. Desperté a todo el mundo, y fui a hacer enganchar. Tenía prisa por salir de Gotha.

A las seis, cada uno ocupó su sitio en la berlina; cogí las riendas de mis caballos, que habían reposado bien y los hice marchar a buen paso durante una tirada de cinco leguas. Habíamos llegado ya a las primeras montañas de la Thuringia.

Allí las dificultades iban a ser grandes, y sería preciso andarse con mucho cuidado.

No es que dichas montañas sean muy elevadas. Evidentemente no son los Pirineos ni los Alpes. Sin embargo, el terreno es duro para los carruajes, y había que tomar tantas precauciones por la berlina como por los cabildos. En aquella época apenas estaban trazados los caminos. Todo se volvía desfiladeros, muy a menudo estrechísimos, a través de gargantas talladas en la roca, o de espesos bosques de encinas, de pinos y de brezos.

Las veredas en zigzag eran frecuentes, así como los senderos tortuosos, por los cuales la berlina pasaba como encajonada entre montañas cortadas a pico, y profundos precipicios, en el fondo de los cuales rugían algunos torrentes.

De vez en cuando descendía yo de mi asiento, a fin de conducir los caballos por las riendas; el señor de Lauranay, su nieta y mi hermana, echaban pie a tierra para subir las cuestas más empinadas. Todos marchaban valerosamente, sin quejarse, lo mismo la señorita Marta, a pesar de su constitución delicada, que el señor de Lauranay, no obstante su avanzada edad. Por otra parte, era preciso con frecuencia hacer alto, a fin de tomar aliento y respirar. ¡Cuánto me regocijaba de no haber dicho nada de lo que concernía al señor Juan! Si mi hermana desesperaba y se afligía a pesar de mis razonamientos, ¡cuál no hubiera sido la desesperación de la señorita Marta y de su abuelo!

Durante aquella jornada del 21 de agosto, no hicimos cinco leguas, en línea recta, se entiende, pues el camino se hacía interminable con sus mil vueltas y revueltas, de tal modo, que algunas veces nos parecía que volvíamos por los mismos pasos.

Tal vez no nos hubiese venido mal un guía; pero ¿de quién hubiéramos podido fiarnos? ¡Franceses entregados a la merced de un alemán, cuando la guerra estaba declarada!... ¡No! Más valía no contar más que consigo mismo para salir del apuro.

Por otra parte, el señor de Lauranay había atravesado con tanta frecuencia la Thuringia, que lograba orientarse sin gran dificultad. Lo más difícil era caminar por en medio de los bosques. Lográbamos conseguirlo, no obstante, guiándonos por el sol, que no podía engañarnos, pues él, al menos, no es de origen alemán.

La berlina se detuvo a eso de las ocho de la noche, en el límite de un bosque de chaparros situado en los flancos de una alta montaña de la cadena de los Thurlenger Walks. Hubiese sido muy imprudente aventurarse a través del bosque durante la noche.

En aquel sitio, nada de fonda ni hotel; ni siquiera una cabaña de leñadores. Era preciso acostarse en la berlina, o bajo los primeros árboles del bosque.

Se cenó con las provisiones que llevábamos en las maletas. Yo desenganché los caballos. Como la hierba era abundante por todos lados, los dejé pacer en libertad, con la intención, sin embargo, de volar sobre ellos durante la noche.

Obligué al señor de Lauranay, a la señorita Marta y a mi hermana a ocupar de nuevo sus puestos en la berlina, donde podrían al menos reposar al abrigo del relente de la noche y de una especie de lluvia menuda que empezaba a caer, bastante glacial, pues el terreno en que estábamos alcanzaba ya cierta altura.

El señor de Lauranay se ofreció a pasar la noche conmigo. ¡Yo rehusé! Veladas como aquellas no son convenientes para un hombre de su edad. Además, yo me bastaba solo.

Envuelto en mi gran manta de viaje, con el ramaje de los árboles sobre mi cabeza, no sería muy digno de compasión. Ya había pasado muchos peores que ésta, allá en las praderas de América, donde el invierno es más rudo que en ningún otro clima, y no me inquietaba mucho por una noche más pasada al raso.

En fin, hasta entonces todo iba a pedir de boca, en lo que a nosotros se refería. Nuestra tranquilidad no fue turbada lo más mínimo, y la berlina, en aquella ocasión, valía tanto como cualquier habitación de los hoteles del país. Con las portezuelas bien cerradas, no había cuidado de sentir la humedad; con las mangas de viaje, no se podía temer al frío, y si no hubiera sido por las inquietudes que nos inspiraba la suerte de los ausentes, hubiéramos dormido perfectamente.

A eso de las cuatro de la mañana, cuando apenas empezaba a ser de día, el señor de Lauranay salía de la berlina, y vino a proponerme vigilar en mi puesto, a fin de que yo pudiese descansar una o dos horas.

Temiendo disgustarle si rehusaba otra vez, acepté, y con los brazos sobre los ojos, y la cabeza apoyada en mi manta, eché un buen sueño.

A las seis y media estábamos todos en pie.

-Debe usted estar muy fatigado, señor Natalis -me dijo la señorita Marta.

-¿Yo? -respondí-. He dormido como un lirón en tanto que su abuelo velaba. ¡Es un excelente hombre el señor de Lauranay!

-Natalis exagera un poco -respondió éste sonriendo-; y la noche próxima me permitirá....

-No le permitiré nada, señor de Lauranay -respondí yo alegremente-. Estaría bueno ver velar al amo hasta el día, en tanto que yo criado...

-¡Criado! -dijo la señorita Marta.

-Sí, criado o cochero, lo mismo da. ¿Es que no soy cochero, y un cochero hábil, de lo cual me alabo? Llamémoslo postillón, si quieren, para bajar un poco mi amor propio. No soy por eso menos su servidor.

-No, nuestro amigo -respondió la señorita Marta, tendiéndome la mano-, y el más fiel que Dios haya podido darnos para conducirnos a Francia.

¡Ah! ¡que buena era la señorita! ¿Qué no haría uno por gentes que le dicen cosas como esta, y con un acento tan verdadero de amistad?

Sí, ¡ojalá pudiésemos llegar a lafrontera! ¡Quisiera Dios que la señora Keller y su hijo lograsen pasar al extranjero, entretanto que lograban verse juntos!

En cuanto a mí, si la ocasión se presentara de sacrificarme de nuevo por ellos, estoy dispuesto, y si es preciso dar la vida, amén; como dice el cura de mi aldea.

A las siete estábamos ya en marcha. Si esta jornada del 22 de agosto no ofrecía más obstáculos que la del día anterior, debíamos, antes que llegara la noche, haber atravesado todo el territorio de la Thuringia.

En todo caso, el día comenzó bien. Las primeras horas fueron duras indudablemente, porque el camino subía todavía por entre rocas cortadas a pico, y el suelo estaba en algunos sitios tan malo, que era preciso a veces empujar las ruedas. Pero en fin salimos de aquellos malos pasos sin ningún entorpecimiento.

Hacia mediodía habíamos llegado a lo más alto de un desfiladero, que se llama el Gebauer, si mis recuerdos no me engañan, el cual atraviesa la montaña más elevada de la cadena. No faltaba más que descender hacia el Oeste. Sin dejar correr demasiado el carruaje, lo cual no hubiera sido prudente, se iría de prisa.

El tiempo no había cesado de ser tempestuoso. Si la lluvia había cesado de caer desde la salida del sol, el cielo estaba cubierto de espesas nubes, semejantes, por la electricidad que encierran, a enormes bombas. Basta el más pequeño choque para que estallen. Entonces surge la tempestad, que es siempre de temer en los países montañosos.

En efecto, hacia las seis de la tarde, los estampidos del trueno se dejaron oír. Estaban lejos todavía, pero se les sentía aproximarse con excesiva rapidez.

La señorita Marta, sepultada en el fondo de la berlina, absorta en sus pensamientos, no parecía asustarse demasiado. Mi hermana cerraba los ojos y permanecía inmóvil.

-¿No sería mejor hacer el té? -me dijo el señor de Lauranay, inclinándose por fuera de la portezuela.

-Mejor sería -respondí-, y me pararía, a condición de encontrar un sitio conveniente para pasar la noche; pero sobre esta pendiente no la creo muy probable.

-¡Prudencia, Natalis!

-Esté tranquilo, señor de Lauranay -respondí.

No había acabado de hablar, cuando un intenso relámpago envolvió materialmente la berlina y los caballos. Un rayo acababa de herir uno de los más altos árboles, que estaba a nuestra derecha. Felizmente el árbol cayó del lado del bosque.

Los caballos se espantaron muchísimo, y yo comprendí que no iba a poder sujetarlos. Descendieron por el desfiladero a galope, a pesar de los esfuerzos desesperados que yo hacía para detenerlos. Lo mismo los caballos que yo, estábamos ciegos por los relámpagos y ensordecidos por los estampidos de los truenos. Si aquellos animales, que corrían como locos, daban un paso en falso, la berlina se precipitaría en los abismos profundísimos que bordeaban el camino.

De repente, las riendas se rompieron, y los caballos, aún más libres, se lanzaron con más furia todavía. Una catástrofe inevitable nos amenazaba.

En aquel momento se produjo un choque. La berlina acababa de estrellarse contra el tronco de un árbol que estaba atravesado en el desfiladero. Los tiros se rompieron, y los caballos saltaron por encima del árbol. En aquel sitio el desfiladero hacía un brusco recodo, al otro lado del cual las desgraciadas bestias desaparecieron en el abismo.

La berlina se había roto al choque, se habían roto las ruedas delanteras, pero no había volcado. El señor de Lauranay, la señorita Marta y mi hermana, salieron de ella sin heridas. Yo, aunque había sido arrojado desde lo alto del pescante, estaba, sin embargo, sano y salvo.

¡Qué irreparable accidente! ¿Qué iba a ser de nosotros ahora, sin medios de transporte, en aquellos desiertos bosques de la Thuringia? ¡Qué noche pasamos!

Al día siguiente, 23 de agosto, fue preciso emprender a pie aquel penoso camino, después de haber abandonado la berlina, de la cual no hubiéramos podido hacer uso, aunque hubiésemos tenido otros caballos para reemplazar los que habíamos perdido.

Yo hice un paquete con algunas provisiones y varios efectos de viaje, y me lo eché al hombro, atado al extremo de un palo.

Así descendíamos por el desfiladero, que, si el señor de Lauranay no se equivocaba, debía conducirnos a la llanura. Yo marchaba delante. Mi hermana, la señorita Marta y su abuelo, me seguían de la mejor manera posible. No calculo en menos de tres leguas la distancia que recorrimos en aquella jornada. Cuando llegó la noche y nos decidimos a hacer alto, el sol poniente iluminaba las vastas llanuras que se extienden hacia el oeste, al pie de las montañas de la Thuringia.

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