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El camino de Francia
Editado
© Ariel Pérez
25 de agosto del 2002
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El camino de Francia
Capítulo VIII

Sin embargo, los días pasaban agradablemente entre paseos y trabajos. Mi joven maestro hacía constar con satisfacción mis progresos. Las vocales estaban ya bien metidas en mi cabeza. Habíamos atacado a las consonantes. Hay algunas que me dieron mucho que hacer. Las últimas, sobre todo. Pero, en fin, la cosa marchaba. Bien pronto llegaría a reunir las letras para formar palabras. Parece que yo tenía buenas disposiciones...¡a los treinta y un años!...

No tuvimos más noticias de Kallkreuth, ni recibí orden de presentarme de nuevo en su oficina. Sin embargo, no cabía duda de que se nos espiaba, y más particularmente a su servidor, a pesar de que el género de vida que hacia no daba lugar a ninguna sospecha. Yo pensaba, pues, que me vería libre con la primera advertencia, y que el director de policía no se encargaría de alojarme ni de conducirme a la frontera.

Durante la semana siguiente, el señor Juan se vio obligado a ausentarse por pocos días. Le fue preciso ir a Berlín, a causa de su maldito pleito. A toda costa quería una solución, pues la situación se hacía insostenible. ¿Cómo sería acogida su pretensión? ¿Volvería sin haber podido obtener siquiera una fecha para la vista? ¿Es que buscaban la manera de ganar tiempo? Era de temer.

Durante la ausencia del señor Juan, por consejo de Irma, yo me había encargado de observar las maniobras de Frantz von Grawert. Por lo demás, como la señorita Marta no salió más que una vez para ir al templo, no pudo ser encontrada por el teniente. Todos los días pasaba este varias veces por delante de la casa del señor de Lauranay, tan pronto a pie, contoneándose y haciendo sonar sus botas, tan pronto cabalgando y haciendo caracolear su caballo, un animal magnífico, es decir, lo mismo que su amo. Pero por todo trote, las rejas fueron corridas y las puertas cerradas. Yo dejo a su consideración lo que él debía rabiar. Pero por esto mismo convenía acelerar el matrimonio.

Por esta razón había querido el señor Juan ir por última vez a Berlín. Fuese cualquiera el resultado de su viaje, estaba decidido que se fijaría la fecha del matrimonio en el momento que estuviese de vuelta en Belzingen.

El señor Juan había partido el 18 de Junio, y no debía volver hasta el 21. Durante este tiempo, yo había trabajado con ardor. La señora Keller reemplazaba a su hijo en el trabajo de mi enseñanza. Ponía en ello una complacencia que cada vez iba en aumento. ¡Con qué impaciencia esperábamos la vuelta del ausente! Fácil es de imaginarse. En efecto, las cosas urgían. Se juzgará de la situación por el hecho siguiente que voy a contar, y que no supe hasta más adelante, sin dar mi opinión acerca de él; pues, lo confieso francamente, cuando se trata de las enmarañadas cosas de la política, no entiendo ni jota.

Desde 1790, los emigrados franceses se hallaban refugiados en Coblentza. El año último, el 91, después de haber aceptado la Constitución, el rey Luis XVI había notificado esta aceptación a las potencias extranjeras. Inglaterra, Austria y Prusia protestaron entonces de sus amistosas intenciones. Pero ¿se podía confiar en ellas? Los emigrados, por su parte, no cesaban de incitar a la guerra. Adquirían multitud de fornituras militares, y formaban batallones, a pesar de que el rey les había dado orden de volver a Francia, no interrumpían sus preparativos belicosos. Aunque la Asamblea legislativa hubiese instado a los electores de Maguncia y Tréveris, y a otros príncipes del Imperio, a que trataran de dispersar la aglomeración de emigrados cerca de la frontera, ellos permanecían siempre allí, dispuestos a conducir los invasores.

Entonces fueron organizados tres ejércitos en el Este, de manera que pudiesen darse la mano. El conde de Rochambeau, mi antiguo general, fue a Flandes a tomar el mando del ejército del Norte; Lafayette el del Centro, a Metz, y Luckner el del ejército de Alsacia; en total, doscientos mil hombres aproximadamente entre sables y bayonetas. En cuanto a los emigrados, ¿por qué habían de renunciar a sus proyectos y obedecer las ordenes del Rey, puesto que Leopoldo de Austria se preparaba a ir en su ayuda?

Tal era el estado de las cosas en 1791. Vean aquí lo que era en 1792. En Francia, los jacobinos, con Robespierre a la cabeza, se habían pronunciado vigorosamente contra la guerra. Muchos los apoyaban, por el temor de ver surgir una dictadura militar. Al contrario, los girondinos, guiados por Louvet y Drissot, querían la guerra a toda costa, a fin de poner al Rey en la obligación de manifestar claramente sus intenciones.

Entonces fue cuando apareció Dumouriez, que había mandado las tropas en la Veudée y en Normandía. Bien pronto fue llamado, para poner su genio militar y político al servicio de su país. Aceptó el encargo, y formó en seguida un plan de campaña, una guerra a la vez ofensiva y defensiva. De ese modo había la seguridad de que las cosas no irían despacio.

Sin embargo, hasta entonces Alemania no se habia movido.

Sus tropas no amenazaban la frontera francesa, y aún repetían que nada hubiese sido más perjudicial para los intereses de Europa.

En estas circunstancias murió Leopoldo de Austria. ¿Qué haría su sucesor? ¿Seria partidario de la moderación? Seguramente no, y así lo demostró en una nota publicada en Viena, que exigía el restablecimiento de la monarquía sobre las bases de la declaración real de 1789.

Como puede comprenderse, Francia no se podía someter a una opresión semejante, que pasaba los límites de lo justo. El efecto de esta nota fue considerable en todo el país. Luis XVI se vio obligado a proponer a la Asamblea nacional la declaración de guerra a Francisco I, Rey de Hungría y de Bohemia. Así fue decidido, y quedó resuelto el atacarle primeramente en sus posesiones de Bélgica.

El general Birou no tardó en apoderarse de Quiévrain, y era de esperar que no habría nada que pudiese detener el entusiasmo de las tropas francesas, cuando delante de Mons, un pánico injustificado vino a modificar la situación. Los soldados, después de haber lanzado el grito de traición, degollaron a los oficiales Dillon y Berthols.

Al tener noticia de este desastre, Lafayette creyó prudente detener su marcha hacia Givet.

Esto pasaba en los últimos días de abril, antes de que yo hubiese salido de Charleville.

Como se ve, en aquel momento Alemania no estaba todavía en guerra con Francia.

El 13 de julio siguiente fue nombrado Dumouriez ministro de la Guerra. Esto lo supimos ya en Belzingen, antes que el señor Juan hubiese vuelto de Berlín. Esta noticia era de una gravedad extrema.

Era fácil prever que los acontecimientos iban a cambiar de carácter, y que la situación iba a dibujarse claramente. En efecto, si Prusia había guardado hasta entonces una neutralidad absoluta, era muy de temer que, en vista de los sucesos, se preparase a romperla de un momento a otro. Se hablaba ya de ochenta mil hombres que avanzaban hacia Coblentza.

Al mismo tiempo se había esparcido en Belzingen el rumor de que el mando de los viejos soldados de Federico el Grande sería dado a un general que gozaba de bastante celebridad en Alemania: al duque de Brunswick. Se comprende el efecto que causaría esta noticia, aun antes de que fuese confirmada. Además, incesantemente se veían pasar tropas hacia la frontera.

Yo hubiera dado cualquier cosa por ver al regimiento de Lieb, al coronel von Grawert y a su hijo Frantz partir hacía el mismo sitio. Esto nos hubiese desembarazado para siempre de tales personajes. Por desgracia, este regimiento no recibió ninguna orden; así fue que el teniente continuó paseando las calles de Belzingen, y más particularmente por delante de la casa, siempre cerrada, de la señorita de Lauranay.

En cuanto a mí, mi posición se prestaba a serias reflexiones.

Yo estaba disfrutando una licencia, regularmente concedida, es verdad, y en un país que no había roto todavía las hostilidades con Francia. Pero ¿podía olvidar que pertenecía al Real de Picardía, y que mis camaradas se encontraban de guarnición en Charlevílle, casi en la frontera?

Ciertamente, si había un choque con los soldados de Francisco de Austria, o de Federico Guillermo de Prusia, el regimiento Real de Picardía estaría en primera fila para recibir los primeros tiros, y yo me hubiese desesperado de estar en mi puesto, a fin de tomar en la lucha la parte que me correspondiera.

Con esto comenzaba yo a inquietarme seriamente. Sin embargo, guardaba mis disgustos para mí, no queriendo entristecer ni a la señora Keller ni a mi hermana, y no sabía por qué partido decidirme.

En fin, en tales condiciones, la posición de un francés era difícil. Mi hermana lo comprendía también en lo que a ella le concernía. Seguramente, por gusto y por voluntad suya, no consentiría jamás en apartarse de la señora Keller. Pero ¿no podía suceder que llegara el caso de que tomaran medidas contra los extranjeros? ¿Y si Kallkreuth venía a darnos veinticuatro horas de término para abandonar a Belzingen?

Fácilmente se comprende cuáles debían ser nuestras inquietudes. No eran tampoco menos grandes cuando pensábamos en la situación de la señorita de Lauranay. Si se le obligaba a salir del territorio y a marchar a través de un país en estado de guerra, ¡cuán lleno de peligros estaría aquel viaje para su nieta y para él! Y el matrimonio, que todavía no se había llevado a cabo, ¿cuándo se verificaría? ¿Tendrían el tiempo suficiente para celebrarlo en Belzingen? En verdad, no se podía hablar con seguridad de nada.

Entretanto, cada día pasaban a través de la población tropas de diversas armas, de infantería y de caballería, sobre todo de hulanos, que iban a tomar el camino de Magdeburgo. Después iban los convoyes de pólvora y balas, y los carruajes por centenares.

Era un ruido incesante de tambores y de llamamiento de trompetas. Algunas veces, con bastante frecuencia, hacían paradas de algunas horas en la Plaza Mayor, y entonces, ¡qué de idas y venidas, regadas con vasos de cerveza y de kirschenwasser, pues el calor era ya fuerte! Ya se comprenderá que yo no me podía contener de ir a verlos, por más que corriese el riesgo de disgustar al señor Kallkreuth y a sus agentes. En seguida qué escuchaba una música o un redoble de tambor, me era indispensable salir, si estaba libre.

Digo si estaba libre, pues en el caso de que la señora Keller me hubiese estado dando la lección de lectura, por nada del mundo la hubiera dejado. Pero a la hora del recreo, yo me escurría por la puerta, alargaba el paso, llegaba al punto por donde pasaban las tropas, las seguía hasta la Plaza Mayor, y allí me estaba mira que te mira, a pesar de que Kallkreuth me había ordenado no mirar.

En una palabra, si todo aquel movimiento me interesaba en mi calidad de soldado, en mi cualidad de francés no podía menos de decirme “¡Minuto!, esto no marcha bien. Es cosa segura que las hostilidades no tardarán en romperse”.

El día 21 volvió el señor Juan de su viaje a Berlín. Conforme se lo temía, así resultó. ¡Viaje inútil! El pleito se hallaba siempre en el mismo estado . Imposible era prever cuál sería su resultado; ni siquiera cuándo acabaría. Esto era desesperante.

En cuanto a lo demás, según lo que en la capital había oído decir, el señor Juan traía esta impresión: que de un a otro día Prusia iba a declarar la guerra a Francia.

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