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El camino de Francia
Editado
© Ariel Pérez
25 de agosto del 2002
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El camino de Francia
Capítulo II

En aquella época, según yo he aprendido después en los libros, Alemania estaba todavía dividida en diez círculos. Más tarde, nuevas variaciones establecieron la Confederación del Rhin, hacia 1806, bajo el protectorado de Napoleón; y después, en 1815, la Confederación Germánica. Dos de estos círculos, que comprendía los electorados de Sajonia y de Brandeburgo, llevaba entonces el nombre de Círculo de la Alta Sajonia.

Este electorado de Brandeburgo debía llegar a ser más tarde una de las provincias de Prusia, y dividirse en dos distritos: el distrito de Brandeburgo, propiamente dicho, y el distrito de Postdam.

Digo todo esto, a fin de que se sepa bien dónde se encuentra la pequeña ciudad de Belzingen, situada en el distrito de Postdam, hacia la parte sudoeste, a algunas leguas de la frontera.

A esta frontera fue adonde llegué el 16 de junio, después de haber recorrido las ciento cincuenta leguas que la separan de Francia. Si había empleado nueve días en recorrer este tramo, era porque las comunicaciones no eran muy fáciles. Yo había gastado más tachuelas de mis zapatos, que herraduras o ruedas de carruajes, de carretas por mejor decir1. Además, ya no me paraba a empollar huevos, como dicen los picardos. No poseía más que las ruines economías de mi paga, y quería gastar lo menos posible. Muy felizmente, durante el tiempo que estuve de guarnición en la frontera, había podido aprender algunas palabras en alemán, que aún retenía, lo cual me sirvió para ayudarme mucho en mi difícil situación. Sin embargo, hubiera sido muy difícil el ocultar que yo era francés, por lo cual durante mi viaje se me lanzaron al pasar más de una mirada de reojo. Ya se comprenderá, que yo me guardaba muy bien de decir que era el sargento Natalis Delpierre. No podrá menos de aprobarse mi conducta prudente en aquellas circunstancias, puesto que era muy de temer una guerra con Prusia y Austria; es decir, con la Alemania entera.

En la frontera del distrito tuve una buena sorpresa.

Iba a pie. Me dirigía a una posada para descansar en ella; la posada del Ecktvende. Después de una noche bastante fresca, amanecía una mañana muy hermosa. Bonito tiempo. El sol, a las siete de la mañana, bebía ya el rocío de las praderas. Los pájaros formaban un verdadero hormiguero sobre las hayas, las encinas y los olmos. Poca cultura en la campiña, mustios campos en erial. Por otra parte, esto no es extraño, pues el clima es muy duro en este país.

A la puerta del Ecktvende esperaba un pequeño carruajillo, al cual estaba enganchado un caballejo flaco y débil, que apenas podría andar las dos leguas en dos horas, si no lo echaban demasiada carga.

Una mujer se encontraba allí; una mujer alta, fuerte, bien constituida, que llevaba un corpiño con tirantes adornados con pasamanería, sombrero de paja engalanado con cintas amarillas, falda de rayas rojas y violeta, todo bien ajustado, bien puesto, muy limpio, como podría serlo un traje de domingo o de dia de fiesta.

Y, a la verdad, aquel día era un día de mucha fiesta para aquella mujer, aunque no fuese domingo.

Me miraba detenidamente, y yo la dejaba mirarme.

De repente abrió los brazos, y sin decir a la una, a las dos, corre hacia mí, y exclama:

-¡Natalis!

-¡Irma!

Era ella, en efecto; mi hermana Irma. Al momento me reconoció. Verdaderamente las mujeres tienen mejor golpe de vista que nosotros para estos reconocimientos que vienen del corazón; o al menos, tienen un golpe de vista más perspicaz.

Iba a hacer bien pronto trece años que no nos habíamos visto; ya se comprenderá, si me enojaría el encontrarla.

¡Qué buena y qué robusta se había conservado! Al verla, me recordaba a nuestra madre, con sus ojos grandes y vivos, y también con sus cabellos negros, que comenzaban a blanquear por las sienes.

La abracé fuertemente, y la bese en sus dos mejillas enrojecidas por el viento de la campiña; y les aseguro que pueden creer que ella hizo a su vez estallar sus labios sobre las mías.

Precisamente era por verla a ella por lo que yo había pedido mi licencia. Comenzaba a inquietarme de que estuviese fuera de Francia en el momento en que el juego empezaba a embrollarse.¡Una francesa en medio de aquellos alemanes! Si la guerra llegaba por fin a ser declarada, podía acarrearle grandes disgustos. En semejante caso, vale más estar en su país, y si ella quería, yo estaba dispuesto a conducirla conmigo. Para esto sería preciso dejar a su señora, señora Keller, y yo dudaba que ella consintiese. En fin, sería cosa de pensarse.

-¡Qué alegría el vernos, Natalis!.... - me dijo-. ¡Y el encontrarnos tan lejos de Francia! ¡Tan lejos de nuestra Picardía! Me parece que me traes con tu presencia un poco de aquel aire grato de nuestra tierra¡ ¡Cuánto tiempo hemos estado sin encontrarnos! ....

-Trece años, Irma.

-Sí, trece años; trece años de separación. ¡Qué plazo tan largo, Natalis!

-¡Querida Irma! - respondí.

Y veannos ustedes a mi hermana y a mí, yendo y viniendo, cogidos del brazo, a lo largo del camino.

-¿Y cómo te va? -le pregunté.

-Siempre poco más o menos. ¿Y tú?

-Vamos marchando.

-¡Ya lo creo! ¡Y sargento que eras ya! He aquí un honor para la familia.

-Sí, Irma, muy grande. ¿Quién hubiese pensado jamás que el pequeño guardián de polos de Grattepanche llegaría a ser sargento?.... Pero.... es preciso no decirlo muy alto.

-¿Por qué? ¿Qué mal hay en ello?

-Porque el decir que soy soldado, no dejaría de tener inconvenientes en este país. En el momento en que corran rumores de guerra, ya es grave para un francés el encontrarse en Alemania. No, yo soy tu hermano, don Nadie, que ha venido a ver a su hermana, y nada más.

-Bien, Natalis; seré muda respecto a este punto ,yo te lo prometo.

-Será cosa muy prudente, pues los coplas alemanas tienen muy buen olfato.

-Está tranquilo.

-Y aun si quieres seguir mi consejo, Irma, te conduciré conmigo a Francia.

Los ojos de mi hermana mostraron señales evidentes de pena, y me dio la respuesta que yo esperaba.

-¡Dejar a señora Keller! ¡Natalis!.... Cuando la hayas visto, comprenderás que no puedo dejarla sola.

Yo comprendía esto de antemano, y dejé el asunto para mejor ocasión.

Viendo que yo no insistía, la alegría volvió a brillar en los ojos de Irma. No hacía más que preguntarme noticias acerca de nuestro país y de las personas conocidas.

-¿Y nuestra hermana Firminia?

-En buena salud. He tenido noticias suyas por nuestro vecino Létocard, que ha venido hace dos meses a Charleville. ¿Te acuerdas bien de Létocard?

-¿El hijo del carretero?

-Sí. Ya sabes, o, mejor dicho, no sabes que se ha casado con una Matifas.

-¿La hija de aquel viejo de Fouencamps?

-El mismo. Me ha dicho que nuestra hermana no se quejaba de su salud. ¡Ah! Se ha trabajado y se trabaja de veras en Escarbotin. Además, ha tenido cuatro hijos, y el último.... con mucho trabajo. En cambio, y felizmente tiene un marido honrado, buen obrero y nada bebedor, excepto los lunes. En fin, no le falta que hacer para su edad. ¡Ya es vieja! ¡Diablo! Cinco años más que tú, Irma, y catorce más que yo. Ya va siendo bastante. ¿Qué quieres? Pero es una mujer valerosa, lo mismo que tú.

-¡Oh! ¡Yo, Natalis!... Si yo he conocido la pena, no ha sido más que la pena de los otros. Desde que he salido de Grattepanche no he conocido la miseria. ¡Pero esto de ver sufrir cerca de mí sin poder prestar remedio alguno!....

El rostro de mi hermana había entristecido de nuevo. En el momento varió de conversación.

-¿Y tu viaje? -me preguntó.

-No se ha pasado mal. Hace bastante buen tiempo para la estación y además, como ves, tengo sólidas piernas. Por otra parte, ¿qué significa la fatiga cuando se está bien seguro de ser recibido con alegría a su llegada?

-Dices bien, Natalis; se te hará buen recibimiento, y se te querrá en la familia como se me quiere a mí.

-¡Pobre señora Keller! ¿Sabes, hermana mía que si la encuentro sola no la reconocería? Para mí es todavía la joven señorita hija de los señores de Acloque, aquellas honradas gentes de Saint Sauflieu. Cuando contrajo matrimonio, y de esto ya va a hacer pronto veinticinco años, no era yo más que un chiquillo. Pero nuestro padre y nuestra madre decían tanto bien de ella y de su familia, que esto no me ha olvidado nunca

-¡Pobre mujer! -dijo entonces Irma-. Bien cambiada y bien mediana está a la hora presente. ¡Qué esposa ha sido, Natalis! Y sobre todo, ¡qué madre es todavía!

-¿Y su hijo?

-El mejor de los hijos, que se ha puesto a trabajar valerosamente para reemplazar a su padre, muerto hace quince meses.

-¡Pobre señor Juan!

-Adora a su madre; no vive más que para ella, del mismo modo que ella no vive más que para él.

-No le he visto nunca, Irma, y ardo en deseos de conocerle. Me parece que siento ya cariño por ese joven.

-No me admira eso, Natalis. Es un afecto que te viene de mi parte.

-Vaya; en marcha, hermana mía.

-En marcha.

-¡Minuto!....¿A qué distancia estamos de Belzingen?

-A cinco leguas largas.

-¡Bah! -respondí-. Si yo estuviese sólo, las recorrería en dos horas; pero será preciso...

-No lo creas, Natalis. Yo iré más de prisa que tú.

-¿Con tus piernas?

-No; con las piernas de mi caballo.

Y al decir esto, Irma me mostraba el carruajillo, que esperaba a la puerta de la posada.

-¿Es que has venido a buscarme en ese carruaje?

-Si, Natalis, a fin de conducirte a Belzingen. He salido de allí muy temprano, y estaba llamando a esta puerta a las siete de la mañana. Y si la carta que nos has enviado hubiese llegado más pronto, hubiera ido a buscarte más temprano.

-¡Oh! ¡Era inútil, hermana mia! Vamos; en marcha. ¿Tienes algo que pagar en la posada? Tengo aquí algunas monedas.

-Gracias, Natalis; está todo pagado; no tenemos que hacer más que echar a andar.

Mientras que nosotros hablábamos, el posadero del Ecktvende, apoyado en el marco de la puerta, parecía escuchar sin que tuviese apariencias de oír.

Esto no me satisfizo de ninguna manera.. Acaso hubiéramos hecho mejor con habernos ido a charlar más lejos...

Aquel posadero era un hombretón gordo, montaraz, tenia una fisonomía desagradable, unos ojos como agujeros abiertos con berbiquí, con los párpados plegados, la nariz aplastada, la boca grande, como si cuando hubiese sido pequeño le hubieran dado la papilla con un sable. En fin, la fisonomía repugnante de un hombre de mala raza.

Después de todo, nosotros no habíamos dicho cosas comprometedoras. Y acaso no hubiese entendido nada de nuestra conversación. Por otra parte, si no sabia el francés no podía comprender que yo venia de Francia.

Por fin montamos en el carrillo. El posadero nos vio partir sin hacer un gesto. Yo tomé las bridas, y fustigué suavemente al caballejo. Corríamos por el camino como el viento de enero. Esto, sin embargo, no nos impedía hablar, y, por consiguiente, Irma pudo ponerme al corriente de todo.

De este modo, con lo que yo sabía ya y con lo que ella me dijo, hay lo suficiente para que conozcan lo que concierne a la familia Keller.

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1. Se trata de las leguas francesas antiguas, que tenían cuatro mil varas solamente, mientras que la española tiene dos mil doscientas veintiuna. (N. del T.)

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