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El volcán de oro
Editado
© Juan Suárez
30 de julio del 2003
Tomado de Logo de Librodot.com
Primera parte
(click encima para ver el contenido del volumen)
Segunda parte
Indicador Un invierno en Klondike
Indicador La historia del moribundo
Indicador Las consecuencias de...
Indicador Circle City
Indicador Hacia los descubrimientos
Indicador Fort Macpherson
Indicador El Golden Mount
Indicador La audaz idea de un...
Indicador La caza del alce
Indicador Inquietudes mortales
Indicador A la defensiva
Indicador Ataque y defensa
Indicador La erupción
Indicador De Dawson City a...

El volcán de oro (versión original)
Segunda parte - Capítulo II
La historia del moribundo

Por la tarde, el carro de Summy Skim se detuvo ante la puerta del hospital. El hombre que transportaba fue introducido en una de las salas comunes, de una treintena de camas, y luego instalado en el cuartito adyacente que Ben Raddle había ocupado hasta su curación.

En ese lugar el enfermo no tendría que sufrir la vecindad de los otros hospitalizados. Summy Skim había intervenido ante la superiora.

-Es un francés, es casi un compatriota. Lo que usted hizo por Ben, yo le pido que lo haga por él, y espero que el doctor Pilcox lo sanará como sanó a mi primo.

La hermana Marta y la hermana Magdalena ya habían hablado en este sentido y Jacques Laurier1 reposaba ahora en su lecho. El doctor no tardó en llegar.

Ben Raddle, prevenido por Neluto, se había apresurado en venir, y estuvo presente en la primera visita del doctor.

El francés no había recobrado el conocimiento. Sus ojos permanecían cerrados. El doctor Pilcox comprobó que el pulso era muy débil y la respiración apenas sensible. No observó ninguna herida en ese cuerpo enflaquecido por las privaciones, las fatigas, la miseria. No había duda de que el desgraciado se había derrumbado de agotamiento cerca del árbol donde lo había encontrado Summy Skim. Ninguna duda, tampoco, de que había sufrido una congestión a causa del frío. Había pasado la noche a la intemperie, sin duda, abandonado en ese lugar.

-Este hombre está medio congelado -dijo el doctor Pilcox.

Lo arroparon con mantas, le dieron a beber bebidas calientes, lo friccionaron para reanimar la circulación. Se hizo todo lo necesario. En vano. No se le pudo sacar del estado de postración en que se encontraba.

Sin embargo, no era un cadáver el que Summy Skim había traído. ¿Lo sería dentro de poco? El doctor Pilcox se negaba a pronunciarse.

Jacques Laurier, como se ha visto, era el nombre que estaba escrito en las cartas que se encontraron en su cartera. La más reciente databa de hacía cinco meses. Venía de Nantes. La madre escribía a su hijo a Dawson City, Klondike. Esperaba una respuesta que posiblemente no había sido enviada.

Summy Skim y Ben Raddle leyeron las cartas. Daban algunas indicaciones sobre su destinatario. Si éste sucumbía, ¿no habría que escribirle a su madre diciéndole que no lo vería más?

Gracias a estas cartas, cuatro en total, se pudo establecer que Jacques Laurier había dejado Europa hacía dos años. Pero no se había dirigido directamente a Klondike para ejercer allí el oficio de prospector. Algunas direcciones señalaban que había ido a buscar fortuna primero en los yacimientos auríferos de Ontario y de la Columbia británica. Luego, sin duda atraído por las prodigiosas noticias de los diarios de Dawson City, se había unido a la muchedumbre de mineros. No parecía que hubiera llegado a ser propietario de una parcela, ya que su cartera no contenía ningún título de propiedad. Sin embargo, entre sus papeles se encontró un documento que llamó particularmente la atención de Ben Raddle.

Era el croquis de un mapa, hecho a lápiz, cuyos trazos, bastante irregulares, representaban una corriente de agua que se dirigía hacia el oeste y a la cual afluían algunos afluentes. Se podía pensar que corría hacia el oeste, dada la orientación natural del mapa. Sin embargo, no parecía que el torrente fuera el Yukon o su afluente el Klondike. Una cifra anotada en un ángulo del croquis revelaba una altitud más elevada, por encima del círculo polar ártico. Si este mapa se aplicaba a una de las regiones del Dominion, se trataba de una región atravesada por el meridiano sesenta y ocho. Como la longitud no estaba marcada, no podía saberse a qué parte de Norteamérica correspondía.

¿Era a ese lugar hacia donde se dirigía Jacques Laurier, o venía de él cuando Summy Skim lo encontró en las vecindades de Dawson City? Jamás se sabría si este desdichado francés moría sin recobrar el conocimiento.

Por lo demás, era evidente que pertenecía a una familia de cierto rango social. Las cartas de su madre, escritas en buen estilo, lo testimoniaban. No era un obrero, desde luego. Pero, ¿por qué vicisitudes, por qué infortunios había pasado para llegar a ese estado de indigencia, a esa miseria que con toda seguridad lo conducía a terminar en esta cama de hospital?

Transcurrieron algunos días y, a pesar de los medicamentos del doctor Pilcox, a pesar de los cuidados de las religiosas, Jacques Laurier apenas podía responder a las preguntas que le dirigía Ben Raddle. No estaba claro si se hallaba en pleno uso de sus facultades mentales, si su razón había resistido las adversidades a que se someten esas existencias aventureras, y que hacen tantas víctimas en el mundo de los buscadores de oro.

En relación con esto dijo el doctor Pilcox:

-Es de temer que la mente de nuestro enfermo esté bastante alterada. Cuando entreabre los ojos, descubro una mirada que me asusta.

-¿Pero su estado físico mejora? -preguntó Summy Skim.

-No hasta el momento -declaró el doctor-, y me parece tan grave como su estado moral.

-Usted salvará de todas maneras a este pobre francés -dijeron la hermana Marta y la hermana Magdalena.

-Haremos todo lo posible -respondió el doctor-, pero no tengo muchas esperanzas.

Si el doctor Pilcox, habitualmente tan confiado y optimista, hablaba de esa manera, era porque realmente no creía que Jacques Laurier pudiera curarse.

Ben Raddle no quería perder las esperanzas. Con el tiempo se produciría alguna reacción. Si Jacques Laurier finalmente no iba a sanar, al menos recobraría la razón, hablaría, respondería... Se sabría adónde iba, de dónde venía... Se escribiría a su madre... Si debía morir, habría declarado sus últimos deseos y tendría el consuelo de saber que éstos serían fielmente cumplidos. Sabría que amigos, casi compatriotas, habían velado a su cabecera.

Pues bien, parece que el doctor Pilcox había dudado en exceso de la eficacia de su tratamiento. Dos días después se vio que la reacción tan impacientemente esperada por Ben Raddle comenzaba a producirse. El estado de postración en que se encontraba Jacques Laurier pareció menos absoluto. Podía mantener los ojos abiertos durante un tiempo un poco más largo. Miraba con mayor fijeza. Seguramente interrogaba con la vista, sorprendido de verse en ese cuarto, con esas personas que se agrupaban en torno de su lecho: el doctor, Ben Raddle, Summy Skim, las dos religiosas... Parecía decir: ¿dónde estoy?, ¿quiénes son ustedes? Pero se comprendía que los cerraría enseguida, que no era más que un fulgor, una de las últimas reacciones de la vida contra el fin que se avecinaba, que ese infortunado estaba en el umbral de la muerte.

El doctor movía la cabeza como hombre que no podía engañarse con eso. Si la inteligencia volvía a iluminarse, era porque estaba próxima a extinguirse.

Sor Marta se había inclinado en la cabecera de la cama.

Muy bajo, con una voz entrecortada de suspiros y que apenas se escuchaba, Jacques Laurier murmuró algunas palabras.

-Usted está aquí en un cuarto del hospital -se le respondió.

-¿Dónde? -continuó el enfermo tratando de incorporarse.

Ben Raddle lo sostuvo entonces y le dijo:

-En Dawson City... Hace seis días lo encontraron en el camino, tendido, sin conocimiento, y lo trajeron aquí.

Los párpados de Jacques Laurier se cerraron durante algunos minutos. Parecía que el esfuerzo lo había agotado. El doctor le hizo beber varias gotas de un cordial, que le hizo subir la sangre a las mejillas descoloridas y la palabra a los labios.

-¿Quiénes son ustedes? -preguntó.

-Francocanadienses -respondió Summy Skim-, amigos de Francia. Tenga confianza. Lo cuidaremos para que sane.

Una especie de sonrisa se dibujó en su boca. Escucharon que decía débilmente "gracias". Luego se dejó caer sobre la almohada y, por consejo del doctor, no le hicieron más preguntas. Era mejor dejarlo descansar. Vigilarían en su cabecera, estarían allí para responderle cuando hubiera recuperado la fuerza para hablar. Tal vez el pobre se daba cuenta de que su fin estaba próximo, pues había lágrimas en sus ojos.

Pasaron dos días sin que el estado de Jacques Laurier mejorara ni empeorara. Estaba siempre débil, y quizás le sería imposible reaccionar. Sin embargo, con largos intervalos, reuniendo fuerzas, pudo hablar otra vez y responder a preguntas que él mismo parecía provocar. Se veía que tenía cosas que decir y que quería decirlas.

Ben Raddle no lo dejaba un momento. Se mantenía siempre allí, listo para escucharle. De esta manera logró conocer la historia del francés, tanto por lo que contó como por lo que se le escapó en momentos de delirio. Parecía sin embargo que había ciertas circunstancias sobre las cuales vacilaba en explicarse, algún secreto que no revelaría mientras tuviera esperanza de escapar a la muerte.

Y he aquí, sin detenernos en detalles, lo que había sido su pasado.

Jacques Laurier tenía cuarenta y dos años. Era de constitución robusta y debía haber soportado espantosas miserias para llegar al estado en que se encontraba.

Era bretón, nacido en Nantes, donde su madre vivía aún, con una miserable pensión de viuda tras la muerte de su marido, un oficial de infantería que nunca pasó del grado de capitán.

A Jacques Laurier le gustaba el oficio de marino. Una grave enfermedad en la época en que hubiera podido pasar los exámenes para entrar en la escuela naval detuvo su carrera en los comienzos. Después, como había sobrepasado la edad reglamentaria, tuvo que enrolarse como pilotín a bordo de un navío de comercio, y, después de dos viajes a Melbourne en Australia y a San Francisco en California, llegó a ser capitán de altura. Con este título entró como auxiliar en la marina, con la esperanza de ascender a un grado superior.

Su servicio duró tres años. Pero estaba retrasado con respecto a sus compañeros salidos del Borda. Comprendió que un marino no se puede distinguir sino en circunstancias extraordinarias. Su destino era quedarse siempre atrás. Presentó su dimisión y buscó un puesto en uno de los navíos comerciales del puerto de Nantes.

Un puesto de comandante era difícil de obtener, y tuvo que contentarse con un cargo de segundo de a bordo de un velero con destino a los mares del Sur.

Transcurrieron cuatro años. Tenía ya veintinueve. Su padre acababa de morir, dejando a la señora Laurier en un estado bastante precario. En vano Jacques Laurier trató de cambiar su puesto de segundo por el de capitán de la marina mercante. No poseía los fondos necesarios para aportar al navío del que solicitaba el puesto de capitán, que era lo que solía hacerse. Si seguía como segundo, ¡qué porvenir tan mediocre se abría ante él!, ¡cómo conseguiría ese bienestar, por modesto que fuera, que soñaba para su madre!... Sí, sobre todo para ella.

Sus viajes lo habían llevado a esas regiones de Australia y California donde los yacimientos auríferos atrajeron tantos emigrantes. Como siempre, la minoría se enriqueció y la mayoría sólo encontró ruina y miseria. Sin embargo, deslumbrado por el ejemplo de tantos otros, Jacques Laurier, resolvió hacer fortuna en el peligroso derrotero de los buscadores de oro.

Precisamente en esta época, la atención de todo el mundo acababa de volcarse sobre las minas del Dominion, incluso antes de que sus riquezas metálicas se hubiesen acrecentado de un modo tan asombroso por los descubrimientos de Klondike. En otros lugares menos alejados, de más fácil acceso, Canadá poseía territorios auríferos en los que la explotación se efectuaba en mejores condiciones, sin que fuera interrumpida por los terribles inviernos de la región del Yukon, tales como en Ontario y la Columbia inglesa. Una de esas minas, la más importante quizás, la mina "El Rey", adquirida en 1890 por el precio irrisorio de tres céntimos la acción, produjo en dos años cuatro millones quinientos mil francos de dividendo, y todavía distribuía quinientos mil francos mensuales de beneficio.

Jacques Laurier entró al servicio de esta sociedad. Pero el que sólo alquila su trabajo intelectual o material no se enriquece de ordinario en esas condiciones. Hay que tener una parte en el negocio, figurar en la repartición de los beneficios.

Pero no se es accionista sin comprar acciones, y el dinero le faltaba a este valiente y tal vez demasiado imprudente francés. El soñaba con una fortuna obtenida rápidamente por un golpe de suerte, y ¿cómo llegar a eso permaneciendo como uno de los empleados o incluso como uno de los obreros de "El Rey"?

Se hablaba entonces de nuevos descubrimientos en los territorios regados por el Yukon. El nombre de Klondike deslumbraba como habían deslumbrado los nombres de California, Australia o Transvaal. La turba de los mineros se dirigía hacia allí, y Jacques Laurier los siguió.

Trabajando en los yacimientos de Ontario había conocido a un canadiense, Harry Brown, de origen inglés. Ambos estaban animados por la misma ambición, devorados por el mismo apetito de triunfar. Este Harry Brown ejerció la mayor influencia sobre Jacques Laurier, quien decidió dejar su puesto para lanzarse a lo desconocido, a aquello que reserva por lo general más decepciones que satisfacciones. Ambos, con las pocas economías de que disponían, se dirigieron a Dawson City.

Esta vez estaban decididos a trabajar por su propia cuenta. Pero, se comprende, en los terrenos del Bonanza, del Eldorado, del río Sixty Miles o del Forty Miles Creek, aunque los precios no hubieran sido exorbitantes, no hubieran encontrado un lugar libre. Se disputaban allí las parcelas por miles y miles de dólares. Había que ir más lejos, al norte de Alaska o del Dominion, bastante más allá del gran río donde algunos audaces prospectores señalaban regiones auríferas. Había que ir adonde nadie hubiera ido hasta ahora. Había que descubrir algún yacimiento nuevo, cuya posesión pertenecería al primer ocupante, y quién sabe si no serían recompensados por una explotación tan fructuosa como rápida.

Era lo que se decían Jacques Laurier y Harry Brown. Sin equipo, sin personal, con lo que les quedaba de dinero se aseguraron la existencia por dieciocho meses y dejaron Dawson City; viviendo del producto de la caza, se aventuraron al norte del Yukon a través de esa región que se extiende del otro lado del círculo polar ártico.

El verano llegó con las primeras semanas de junio, precisamente seis meses antes del día en que, en pleno invierno de 1897-1898, Jacques Laurier fuera recogido moribundo en los alrededores de Dawson City. ¿Hasta dónde había conducido su campaña a los dos aventureros? ¿Habían llegado a los límites del continente, a las orillas del océano glacial? Tantos esfuerzos y fatigas, ¿habían sido recompensados por el descubrimiento de algún yacimiento? No parecía, dado el estado de agotamiento y de indigencia en que fue encontrado uno de ellos. Y era el único. ¿Alguna noticia de su compañero? ¿Había sucumbido Harry Brown en esas lejanas regiones, puesto que no había regresado con Jacques Laurier? Sí, Harry Brown había encontrado la muerte durante el regreso a Dawson City, cuando su compañero y él fueron atacados por los indios, que les habían robado una pepita de gran valor que habían encontrado... ¿Dónde? Jacques Laurier no lo decía.

Fue la última información que Ben Raddle pudo obtener de él. Y además, toda esta dolorosa histo­ria sólo la había ido construyendo a partir de retazos, cuando un poco de lucidez volvía al en­fermo, cuya debilidad, tal como lo había previsto el doctor Pilcox, se agravaba cada día.

¿A qué región habían llegado Jacques Laurier y Harry Brown? ¿De dónde venían con la pepita robada por los indios? El ingeniero no lo sabía todavía, y tal vez no lo sabría jamás. El secreto se iba a ir a una tumba del cementerio de Dawson City, donde el pobre Jacques Laurier no tardaría en descansar.

Sin embargo, existía un documento; incompleto, es verdad, pero que el fin de esta historia sin duda hubiera completado. Ese croquis encontrado en la cartera de Jacques Laurier seguramente era el mapa de la región donde su compañero y él habían pasado la última estación. ¿De qué se trataba? ¿Dónde corría ese estero cuya sinuosa línea se dibujaba de este a oeste? ¿Era un afluente del Yukon o del Porcupine? ¿Ocupaba una parte de los territorios de la Compañía de la bahía de Hudson, que rodeaban Fort Macpherson, hacia la desembocadura del Mackensie, ese gran río que va a desembocar en el mar Artico? Cuando Ben Raddle ponía bajo sus ojos este mapa, probablemente dibujado por él, la mirada de Laurier se animaba un instante. Lo reconocía. Parecía decir: "Sí, es ahí, es ahí". Ni Ben Raddle ni el contramaestre dudaban de que se hubiera hecho en ese lugar un importante descubrimiento. Les parecía incluso que si el enfermo hubiera podido hablar no habría querido decir todo lo que sabía.

Sí, en el fondo de esta alma próxima a abandonar ese cuerpo agotado persistía una esperanza de volver a la vida. Tal vez este desventurado se decía que no iba a perder el precio de tantos sufrimientos, y que volvería a ver a su madre y le proporcionaría el bienestar de otros tiempos. Tal vez pensaba reanudar la campaña después del invierno, una vez que hubiera sanado.

Pasaron varios días. Estaban en plena estación fría. Varias veces la temperatura bajó a cincuenta grados bajo cero, con fríos secos. Era imposible resistirlos en el exterior. Las horas que no dedicaban al hospital los dos primos las pasaban en su habitación del hotel. A veces, después de haberse envuelto en pieles hasta la cabeza, iban a algún casino o casa de juegos, pero no jugaban. Por lo demás, no estaban muy frecuentados. La mayoría de los mineros había partido antes de los grandes fríos, cuando los caminos todavía eran transitables, a Dyea, Skagway o Vancouver. Era allí donde sus juegos de naipes preferidos, el faro y el monte, funcionaban con inconcebible furor.

Tal vez Hunter y Malone se habían instalado a pasar el invierno en alguna de esas ciudades. Lo que es cierto es que, desde la catástrofe de Forty Miles Creek, nadie los había vuelto a ver en Dawson City. No parecía, por otra parte, que hubiesen estado entre las víctimas del terremoto, cuya identidad fue establecida por la policía canadiense y la policía americana.

Desde luego, durante estos días perturbados a menudo por tempestades de nieve Summy Skim y Neluto no podían ir a cazar, con gran disgusto por su parte, ya que los osos rondaban en las inmediaciones de Dawson City.

En cuanto a las enfermedades que se desarrollaban bajo la influencia de este excesivo descenso de la temperatura, no cesaban de diezmar la ciudad. El hospital no bastaba para recibir a los enfermos, inmediatamente reemplazados cuando la muerte los enviaba al cementerio, y la cama no tardaría en desocuparse en la habitación de Jacques Laurier.

No le había faltado atención, desde luego. Era objeto de una solicitud muy particular. Las hermanas se desvivían por él, el doctor Pilcox empleaba todos los medios a su alcance para dar fuerzas a ese pobre cuerpo agotado. Pero no podía soportar ningún alimento, y visiblemente la vida se le escapaba de día en día, de hora en hora habría que decir mejor.

El 27 de noviembre por la mañana, Jacques Laurier fue presa de una violenta crisis. Se llegó a creer que no saldría de ella. Se debatía y, a pesar de lo débil que estaba, hubo que tomar precauciones para mantenerlo en su cama. Repetía incesantemente estas palabras:

-Allá... allá... el volcán... la erupción... ¡la lava de oro!...

Luego, como llamando desesperadamente, gritaba:

-Madre mía... madre mía... es por ti... por ti sola...

Después de una larga angustia, la agitación pasó y el desgraciado cayó en un estado de postración. La vida no se manifestaba en él más que por un ligero soplido. Pero no parecía que hubiera entrado en agonía. Ciertamente, en opinión del doctor, no podría soportar una segunda crisis como ésa.

Por la tarde, Ben Raddle se instaló a la cabecera del enfermo. No sólo lo encontró más tranquilo, sino que parecía haber recuperado la lucidez. Se había producido una especie de mejoría, como la que les sobreviene a veces a los que están próximos a morir.

Jacques Laurier había abierto los ojos, y su mirada, de una extraña fijeza, se posó sobre Ben Raddle; Ben Raddle, a quien había contado más particularmente su aventurera existencia, Ben Raddle, que le había dicho a menudo:

-Usted está entre amigos, amigos que no lo abandonarán, que harán todo lo que puedan por usted, por su madre...

Después de haber buscado con su mano la mano de Ben Raddle, le dijo:

-Escúcheme bien, voy a morir, mi vida se va, yo lo sé...

-No, no, amigo mío -respondió el ingeniero-, usted sanará.

-Voy a morir -repitió Jacques Laurier-. Aproxímese, señor Raddle, escuche y retenga bien lo que voy a decirle.

Y con una voz que se debilitaba progresivamente, pero que era la voz de un hombre que está en posesión de todas sus facultades mentales, he aquí lo que confió a Ben Raddle:

-Ese mapa que usted tomó de mi cartera, que usted me mostró, muéstremelo una vez más.

Ben Raddle lo hizo inmediatamente.

-Este mapa -continuó Jacques Laurier- es de la región de donde yo vengo. Allí están situados los más ricos yacimientos del mundo entero. Sólo hay que remover la tierra para sacar el oro. Es la tierra misma la que lo expulsará de sus entrañas. Sí, allí. Yo he descubierto una montaña, un volcán que encierra una cantidad inmensa de oro. Sí, un volcán de oro, el Golden Mount...

-¿Un volcán de oro? -respondió Ben Raddle en un tono que revelaba cierta incredulidad.

-Tiene que creerme -gritó Jacques Laurier con violencia, tratando de incorporarse en su lecho-, tiene que creerme, si no por ustedes, que sea por mi madre... Una herencia que ustedes compartirán con ella. Yo subí a ese monte. Bajé a su cráter apagado. Está lleno de cuarzos auríferos, de pepitas... Sólo hay que recogerlas.

Después de este esfuerzo, el enfermo cayó en una postración de la que se recuperó después de unos minutos. Su primera mirada fue para el ingeniero.

-Bien -murmuró-, usted está aquí, siempre aquí, cerca de mí. Usted me cree... Usted irá allí, allí... al Golden Mount.

Su voz se debilitaba cada vez más, y Ben Raddle, a quien él tiraba de la mano, se había inclinado sobre la cabecera.

-Es aquí -dijo-, en el punto marcado con una X sobre el mapa, en la región... cerca de ese estero, el Rubber, que se separa del brazo izquierdo del Mackensie, derecho al norte del Klondike... un volcán cuya próxima erupción lanzará pepitas... cuyas escorias son polvo de oro... aquí, aquí...

Jacques Laurier, medio incorporado entre los brazos de Ben Raddle, tendía su mano temblorosa en dirección al norte.

Luego estas últimas palabras se escaparon de sus labios lívidos:

-Por mi madre... Por mi madre.

Lo agitó una suprema convulsión, y cayó sobre el lecho.

Había muerto.

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1. Aquí se había conservado el nombre "Francois". ¿Por qué Miguel Veme habrá cambiado el apellido "Laurier" por "Ledun"? (N. del T.)

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