El volcán de oro (versión
original)
Segunda parte - Capítulo II La
historia del moribundo
Por la tarde, el carro de Summy Skim se detuvo ante la
puerta del hospital. El hombre que transportaba fue introducido en una
de las salas comunes, de una treintena de camas, y luego instalado en
el cuartito adyacente que Ben Raddle había ocupado hasta su
curación.
En ese lugar el enfermo no tendría que sufrir
la vecindad de los otros hospitalizados. Summy Skim había
intervenido ante la superiora.
-Es un francés, es casi un compatriota. Lo que
usted hizo por Ben, yo le pido que lo haga por él, y espero que
el doctor Pilcox lo sanará como sanó a mi primo.
La hermana Marta y la hermana Magdalena ya
habían hablado en este sentido y Jacques Laurier1 reposaba ahora en su lecho. El
doctor no tardó en llegar.
Ben Raddle, prevenido por Neluto, se había
apresurado en venir, y estuvo presente en la primera visita del
doctor.
El francés no había recobrado el
conocimiento. Sus ojos permanecían cerrados. El doctor Pilcox
comprobó que el pulso era muy débil y la
respiración apenas sensible. No observó ninguna herida en
ese cuerpo enflaquecido por las privaciones, las fatigas, la miseria.
No había duda de que el desgraciado se había derrumbado
de agotamiento cerca del árbol donde lo había encontrado
Summy Skim. Ninguna duda, tampoco, de que había sufrido una
congestión a causa del frío. Había pasado la noche
a la intemperie, sin duda, abandonado en ese lugar.
-Este hombre está medio congelado -dijo el
doctor Pilcox.
Lo arroparon con mantas, le dieron a beber bebidas
calientes, lo friccionaron para reanimar la circulación. Se hizo
todo lo necesario. En vano. No se le pudo sacar del estado de
postración en que se encontraba.
Sin embargo, no era un cadáver el que Summy
Skim había traído. ¿Lo sería dentro de
poco? El doctor Pilcox se negaba a pronunciarse.
Jacques Laurier, como se ha visto, era el nombre que
estaba escrito en las cartas que se encontraron en su cartera. La
más reciente databa de hacía cinco meses. Venía de
Nantes. La madre escribía a su hijo a Dawson City, Klondike.
Esperaba una respuesta que posiblemente no había sido
enviada.
Summy Skim y Ben Raddle leyeron las cartas. Daban
algunas indicaciones sobre su destinatario. Si éste
sucumbía, ¿no habría que escribirle a su madre
diciéndole que no lo vería más?
Gracias a estas cartas, cuatro en total, se pudo
establecer que Jacques Laurier había dejado Europa hacía
dos años. Pero no se había dirigido directamente a
Klondike para ejercer allí el oficio de prospector. Algunas
direcciones señalaban que había ido a buscar fortuna
primero en los yacimientos auríferos de Ontario y de la Columbia
británica. Luego, sin duda atraído por las prodigiosas
noticias de los diarios de Dawson City, se había unido a la
muchedumbre de mineros. No parecía que hubiera llegado a ser
propietario de una parcela, ya que su cartera no contenía
ningún título de propiedad. Sin embargo, entre sus
papeles se encontró un documento que llamó
particularmente la atención de Ben Raddle.
Era el croquis de un mapa, hecho a lápiz, cuyos
trazos, bastante irregulares, representaban una corriente de agua que
se dirigía hacia el oeste y a la cual afluían algunos
afluentes. Se podía pensar que corría hacia el oeste,
dada la orientación natural del mapa. Sin embargo, no
parecía que el torrente fuera el Yukon o su afluente el
Klondike. Una cifra anotada en un ángulo del croquis revelaba
una altitud más elevada, por encima del círculo polar
ártico. Si este mapa se aplicaba a una de las regiones del
Dominion, se trataba de una región atravesada por el meridiano
sesenta y ocho. Como la longitud no estaba marcada, no podía
saberse a qué parte de Norteamérica
correspondía.
¿Era a ese lugar hacia donde se dirigía
Jacques Laurier, o venía de él cuando Summy Skim lo
encontró en las vecindades de Dawson City? Jamás se
sabría si este desdichado francés moría sin
recobrar el conocimiento.
Por lo demás, era evidente que
pertenecía a una familia de cierto rango social. Las cartas de
su madre, escritas en buen estilo, lo testimoniaban. No era un obrero,
desde luego. Pero, ¿por qué vicisitudes, por qué
infortunios había pasado para llegar a ese estado de indigencia,
a esa miseria que con toda seguridad lo conducía a terminar en
esta cama de hospital?
Transcurrieron algunos días y, a pesar de los
medicamentos del doctor Pilcox, a pesar de los cuidados de las
religiosas, Jacques Laurier apenas podía responder a las
preguntas que le dirigía Ben Raddle. No estaba claro si se
hallaba en pleno uso de sus facultades mentales, si su razón
había resistido las adversidades a que se someten esas
existencias aventureras, y que hacen tantas víctimas en el mundo
de los buscadores de oro.
En relación con esto dijo el doctor Pilcox:
-Es de temer que la mente de nuestro enfermo
esté bastante alterada. Cuando entreabre los ojos, descubro una
mirada que me asusta.
-¿Pero su estado físico mejora?
-preguntó Summy Skim.
-No hasta el momento -declaró el doctor-, y me
parece tan grave como su estado moral.
-Usted salvará de todas maneras a este pobre
francés -dijeron la hermana Marta y la hermana Magdalena.
-Haremos todo lo posible -respondió el doctor-,
pero no tengo muchas esperanzas.
Si el doctor Pilcox, habitualmente tan confiado y
optimista, hablaba de esa manera, era porque realmente no creía
que Jacques Laurier pudiera curarse.
Ben Raddle no quería perder las esperanzas. Con
el tiempo se produciría alguna reacción. Si Jacques
Laurier finalmente no iba a sanar, al menos recobraría la
razón, hablaría, respondería... Se sabría
adónde iba, de dónde venía... Se escribiría
a su madre... Si debía morir, habría declarado sus
últimos deseos y tendría el consuelo de saber que
éstos serían fielmente cumplidos. Sabría que
amigos, casi compatriotas, habían velado a su cabecera.
Pues bien, parece que el doctor Pilcox había
dudado en exceso de la eficacia de su tratamiento. Dos días
después se vio que la reacción tan impacientemente
esperada por Ben Raddle comenzaba a producirse. El estado de
postración en que se encontraba Jacques Laurier pareció
menos absoluto. Podía mantener los ojos abiertos durante un
tiempo un poco más largo. Miraba con mayor fijeza. Seguramente
interrogaba con la vista, sorprendido de verse en ese cuarto, con esas
personas que se agrupaban en torno de su lecho: el doctor, Ben Raddle,
Summy Skim, las dos religiosas... Parecía decir:
¿dónde estoy?, ¿quiénes son ustedes? Pero
se comprendía que los cerraría enseguida, que no era
más que un fulgor, una de las últimas reacciones de la
vida contra el fin que se avecinaba, que ese infortunado estaba en el
umbral de la muerte.
El doctor movía la cabeza como hombre que no
podía engañarse con eso. Si la inteligencia volvía
a iluminarse, era porque estaba próxima a extinguirse.
Sor Marta se había inclinado en la cabecera de
la cama.
Muy bajo, con una voz entrecortada de suspiros y que
apenas se escuchaba, Jacques Laurier murmuró algunas
palabras.
-Usted está aquí en un cuarto del
hospital -se le respondió.
-¿Dónde? -continuó el enfermo
tratando de incorporarse.
Ben Raddle lo sostuvo entonces y le dijo:
-En Dawson City... Hace seis días lo
encontraron en el camino, tendido, sin conocimiento, y lo trajeron
aquí.
Los párpados de Jacques Laurier se cerraron
durante algunos minutos. Parecía que el esfuerzo lo había
agotado. El doctor le hizo beber varias gotas de un cordial, que le
hizo subir la sangre a las mejillas descoloridas y la palabra a los
labios.
-¿Quiénes son ustedes?
-preguntó.
-Francocanadienses -respondió Summy Skim-,
amigos de Francia. Tenga confianza. Lo cuidaremos para que sane.
Una especie de sonrisa se dibujó en su boca.
Escucharon que decía débilmente "gracias".
Luego se dejó caer sobre la almohada y, por consejo del doctor,
no le hicieron más preguntas. Era mejor dejarlo descansar.
Vigilarían en su cabecera, estarían allí para
responderle cuando hubiera recuperado la fuerza para hablar. Tal vez el
pobre se daba cuenta de que su fin estaba próximo, pues
había lágrimas en sus ojos.
Pasaron dos días sin que el estado de Jacques
Laurier mejorara ni empeorara. Estaba siempre débil, y
quizás le sería imposible reaccionar. Sin embargo, con
largos intervalos, reuniendo fuerzas, pudo hablar otra vez y responder
a preguntas que él mismo parecía provocar. Se veía
que tenía cosas que decir y que quería decirlas.
Ben Raddle no lo dejaba un momento. Se mantenía
siempre allí, listo para escucharle. De esta manera logró
conocer la historia del francés, tanto por lo que contó
como por lo que se le escapó en momentos de delirio.
Parecía sin embargo que había ciertas circunstancias
sobre las cuales vacilaba en explicarse, algún secreto que no
revelaría mientras tuviera esperanza de escapar a la muerte.
Y he aquí, sin detenernos en detalles, lo que
había sido su pasado.
Jacques Laurier tenía cuarenta y dos
años. Era de constitución robusta y debía haber
soportado espantosas miserias para llegar al estado en que se
encontraba.
Era bretón, nacido en Nantes, donde su madre
vivía aún, con una miserable pensión de viuda tras
la muerte de su marido, un oficial de infantería que nunca
pasó del grado de capitán.
A Jacques Laurier le gustaba el oficio de marino. Una
grave enfermedad en la época en que hubiera podido pasar los
exámenes para entrar en la escuela naval detuvo su carrera en
los comienzos. Después, como había sobrepasado la edad
reglamentaria, tuvo que enrolarse como pilotín a bordo de un
navío de comercio, y, después de dos viajes a Melbourne
en Australia y a San Francisco en California, llegó a ser
capitán de altura. Con este título entró como
auxiliar en la marina, con la esperanza de ascender a un grado
superior.
Su servicio duró tres años. Pero estaba
retrasado con respecto a sus compañeros salidos del Borda.
Comprendió que un marino no se puede distinguir sino en
circunstancias extraordinarias. Su destino era quedarse siempre
atrás. Presentó su dimisión y buscó un
puesto en uno de los navíos comerciales del puerto de
Nantes.
Un puesto de comandante era difícil de obtener,
y tuvo que contentarse con un cargo de segundo de a bordo de un velero
con destino a los mares del Sur.
Transcurrieron cuatro años. Tenía ya
veintinueve. Su padre acababa de morir, dejando a la señora
Laurier en un estado bastante precario. En vano Jacques Laurier
trató de cambiar su puesto de segundo por el de capitán
de la marina mercante. No poseía los fondos necesarios para
aportar al navío del que solicitaba el puesto de capitán,
que era lo que solía hacerse. Si seguía como segundo,
¡qué porvenir tan mediocre se abría ante
él!, ¡cómo conseguiría ese bienestar, por
modesto que fuera, que soñaba para su madre!... Sí, sobre
todo para ella.
Sus viajes lo habían llevado a esas regiones de
Australia y California donde los yacimientos auríferos atrajeron
tantos emigrantes. Como siempre, la minoría se enriqueció
y la mayoría sólo encontró ruina y miseria. Sin
embargo, deslumbrado por el ejemplo de tantos otros, Jacques Laurier,
resolvió hacer fortuna en el peligroso derrotero de los
buscadores de oro.
Precisamente en esta época, la atención
de todo el mundo acababa de volcarse sobre las minas del Dominion,
incluso antes de que sus riquezas metálicas se hubiesen
acrecentado de un modo tan asombroso por los descubrimientos de
Klondike. En otros lugares menos alejados, de más fácil
acceso, Canadá poseía territorios auríferos en los
que la explotación se efectuaba en mejores condiciones, sin que
fuera interrumpida por los terribles inviernos de la región del
Yukon, tales como en Ontario y la Columbia inglesa. Una de esas minas,
la más importante quizás, la mina "El Rey",
adquirida en 1890 por el precio irrisorio de tres céntimos la
acción, produjo en dos años cuatro millones quinientos
mil francos de dividendo, y todavía distribuía quinientos
mil francos mensuales de beneficio.
Jacques Laurier entró al servicio de esta
sociedad. Pero el que sólo alquila su trabajo intelectual o
material no se enriquece de ordinario en esas condiciones. Hay que
tener una parte en el negocio, figurar en la repartición de los
beneficios.
Pero no se es accionista sin comprar acciones, y el
dinero le faltaba a este valiente y tal vez demasiado imprudente
francés. El soñaba con una fortuna obtenida
rápidamente por un golpe de suerte, y ¿cómo llegar
a eso permaneciendo como uno de los empleados o incluso como uno de los
obreros de "El Rey"?
Se hablaba entonces de nuevos descubrimientos en los
territorios regados por el Yukon. El nombre de Klondike deslumbraba
como habían deslumbrado los nombres de California, Australia o
Transvaal. La turba de los mineros se dirigía hacia allí,
y Jacques Laurier los siguió.
Trabajando en los yacimientos de Ontario había
conocido a un canadiense, Harry Brown, de origen inglés. Ambos
estaban animados por la misma ambición, devorados por el mismo
apetito de triunfar. Este Harry Brown ejerció la mayor
influencia sobre Jacques Laurier, quien decidió dejar su puesto
para lanzarse a lo desconocido, a aquello que reserva por lo general
más decepciones que satisfacciones. Ambos, con las pocas
economías de que disponían, se dirigieron a Dawson
City.
Esta vez estaban decididos a trabajar por su propia
cuenta. Pero, se comprende, en los terrenos del Bonanza, del
Eldorado, del río Sixty Miles o del Forty
Miles Creek, aunque los precios no hubieran sido exorbitantes, no
hubieran encontrado un lugar libre. Se disputaban allí las
parcelas por miles y miles de dólares. Había que ir
más lejos, al norte de Alaska o del Dominion, bastante
más allá del gran río donde algunos audaces
prospectores señalaban regiones auríferas. Había
que ir adonde nadie hubiera ido hasta ahora. Había que descubrir
algún yacimiento nuevo, cuya posesión pertenecería
al primer ocupante, y quién sabe si no serían
recompensados por una explotación tan fructuosa como
rápida.
Era lo que se decían Jacques Laurier y Harry
Brown. Sin equipo, sin personal, con lo que les quedaba de dinero se
aseguraron la existencia por dieciocho meses y dejaron Dawson City;
viviendo del producto de la caza, se aventuraron al norte del Yukon a
través de esa región que se extiende del otro lado del
círculo polar ártico.
El verano llegó con las primeras semanas de
junio, precisamente seis meses antes del día en que, en pleno
invierno de 1897-1898, Jacques Laurier fuera recogido moribundo en los
alrededores de Dawson City. ¿Hasta dónde había
conducido su campaña a los dos aventureros?
¿Habían llegado a los límites del continente, a
las orillas del océano glacial? Tantos esfuerzos y fatigas,
¿habían sido recompensados por el descubrimiento de
algún yacimiento? No parecía, dado el estado de
agotamiento y de indigencia en que fue encontrado uno de ellos. Y era
el único. ¿Alguna noticia de su compañero?
¿Había sucumbido Harry Brown en esas lejanas regiones,
puesto que no había regresado con Jacques Laurier? Sí,
Harry Brown había encontrado la muerte durante el regreso a
Dawson City, cuando su compañero y él fueron atacados por
los indios, que les habían robado una pepita de gran valor que
habían encontrado... ¿Dónde? Jacques Laurier no lo
decía.
Fue la última información que Ben Raddle
pudo obtener de él. Y además, toda esta dolorosa
historia sólo la había ido construyendo a partir de
retazos, cuando un poco de lucidez volvía al enfermo, cuya
debilidad, tal como lo había previsto el doctor Pilcox, se
agravaba cada día.
¿A qué región habían
llegado Jacques Laurier y Harry Brown? ¿De dónde
venían con la pepita robada por los indios? El ingeniero no lo
sabía todavía, y tal vez no lo sabría
jamás. El secreto se iba a ir a una tumba del cementerio de
Dawson City, donde el pobre Jacques Laurier no tardaría en
descansar.
Sin embargo, existía un documento; incompleto,
es verdad, pero que el fin de esta historia sin duda hubiera
completado. Ese croquis encontrado en la cartera de Jacques Laurier
seguramente era el mapa de la región donde su compañero y
él habían pasado la última estación.
¿De qué se trataba? ¿Dónde corría
ese estero cuya sinuosa línea se dibujaba de este a oeste?
¿Era un afluente del Yukon o del Porcupine? ¿Ocupaba una
parte de los territorios de la Compañía de la
bahía de Hudson, que rodeaban Fort Macpherson, hacia la
desembocadura del Mackensie, ese gran río que va a desembocar en
el mar Artico? Cuando Ben Raddle ponía bajo sus ojos este mapa,
probablemente dibujado por él, la mirada de Laurier se animaba
un instante. Lo reconocía. Parecía decir:
"Sí, es ahí, es ahí". Ni Ben Raddle ni
el contramaestre dudaban de que se hubiera hecho en ese lugar un
importante descubrimiento. Les parecía incluso que si el enfermo
hubiera podido hablar no habría querido decir todo lo que
sabía.
Sí, en el fondo de esta alma próxima a
abandonar ese cuerpo agotado persistía una esperanza de volver a
la vida. Tal vez este desventurado se decía que no iba a perder
el precio de tantos sufrimientos, y que volvería a ver a su
madre y le proporcionaría el bienestar de otros tiempos. Tal vez
pensaba reanudar la campaña después del invierno, una vez
que hubiera sanado.
Pasaron varios días. Estaban en plena
estación fría. Varias veces la temperatura bajó a
cincuenta grados bajo cero, con fríos secos. Era imposible
resistirlos en el exterior. Las horas que no dedicaban al hospital los
dos primos las pasaban en su habitación del hotel. A veces,
después de haberse envuelto en pieles hasta la cabeza, iban a
algún casino o casa de juegos, pero no jugaban. Por lo
demás, no estaban muy frecuentados. La mayoría de los
mineros había partido antes de los grandes fríos, cuando
los caminos todavía eran transitables, a Dyea, Skagway o
Vancouver. Era allí donde sus juegos de naipes preferidos, el
faro y el monte, funcionaban con inconcebible furor.
Tal vez Hunter y Malone se habían instalado a
pasar el invierno en alguna de esas ciudades. Lo que es cierto es que,
desde la catástrofe de Forty Miles Creek, nadie los
había vuelto a ver en Dawson City. No parecía, por otra
parte, que hubiesen estado entre las víctimas del terremoto,
cuya identidad fue establecida por la policía canadiense y la
policía americana.
Desde luego, durante estos días perturbados a
menudo por tempestades de nieve Summy Skim y Neluto no podían ir
a cazar, con gran disgusto por su parte, ya que los osos rondaban en
las inmediaciones de Dawson City.
En cuanto a las enfermedades que se desarrollaban bajo
la influencia de este excesivo descenso de la temperatura, no cesaban
de diezmar la ciudad. El hospital no bastaba para recibir a los
enfermos, inmediatamente reemplazados cuando la muerte los enviaba al
cementerio, y la cama no tardaría en desocuparse en la
habitación de Jacques Laurier.
No le había faltado atención, desde
luego. Era objeto de una solicitud muy particular. Las hermanas se
desvivían por él, el doctor Pilcox empleaba todos los
medios a su alcance para dar fuerzas a ese pobre cuerpo agotado. Pero
no podía soportar ningún alimento, y visiblemente la vida
se le escapaba de día en día, de hora en hora
habría que decir mejor.
El 27 de noviembre por la mañana, Jacques
Laurier fue presa de una violenta crisis. Se llegó a creer que
no saldría de ella. Se debatía y, a pesar de lo
débil que estaba, hubo que tomar precauciones para mantenerlo en
su cama. Repetía incesantemente estas palabras:
-Allá... allá... el volcán... la
erupción... ¡la lava de oro!...
Luego, como llamando desesperadamente, gritaba:
-Madre mía... madre mía... es por ti...
por ti sola...
Después de una larga angustia, la
agitación pasó y el desgraciado cayó en un estado
de postración. La vida no se manifestaba en él más
que por un ligero soplido. Pero no parecía que hubiera entrado
en agonía. Ciertamente, en opinión del doctor, no
podría soportar una segunda crisis como ésa.
Por la tarde, Ben Raddle se instaló a la
cabecera del enfermo. No sólo lo encontró más
tranquilo, sino que parecía haber recuperado la lucidez. Se
había producido una especie de mejoría, como la que les
sobreviene a veces a los que están próximos a morir.
Jacques Laurier había abierto los ojos, y su
mirada, de una extraña fijeza, se posó sobre Ben Raddle;
Ben Raddle, a quien había contado más particularmente su
aventurera existencia, Ben Raddle, que le había dicho a
menudo:
-Usted está entre amigos, amigos que no lo
abandonarán, que harán todo lo que puedan por usted, por
su madre...
Después de haber buscado con su mano la mano de
Ben Raddle, le dijo:
-Escúcheme bien, voy a morir, mi vida se va, yo
lo sé...
-No, no, amigo mío -respondió el
ingeniero-, usted sanará.
-Voy a morir -repitió Jacques Laurier-.
Aproxímese, señor Raddle, escuche y retenga bien lo que
voy a decirle.
Y con una voz que se debilitaba progresivamente, pero
que era la voz de un hombre que está en posesión de todas
sus facultades mentales, he aquí lo que confió a Ben
Raddle:
-Ese mapa que usted tomó de mi cartera, que
usted me mostró, muéstremelo una vez más.
Ben Raddle lo hizo inmediatamente.
-Este mapa -continuó Jacques Laurier- es de la
región de donde yo vengo. Allí están situados los
más ricos yacimientos del mundo entero. Sólo hay que
remover la tierra para sacar el oro. Es la tierra misma la que lo
expulsará de sus entrañas. Sí, allí. Yo he
descubierto una montaña, un volcán que encierra una
cantidad inmensa de oro. Sí, un volcán de oro, el
Golden Mount...
-¿Un volcán de oro? -respondió
Ben Raddle en un tono que revelaba cierta incredulidad.
-Tiene que creerme -gritó Jacques Laurier con
violencia, tratando de incorporarse en su lecho-, tiene que creerme, si
no por ustedes, que sea por mi madre... Una herencia que ustedes
compartirán con ella. Yo subí a ese monte. Bajé a
su cráter apagado. Está lleno de cuarzos
auríferos, de pepitas... Sólo hay que recogerlas.
Después de este esfuerzo, el enfermo
cayó en una postración de la que se recuperó
después de unos minutos. Su primera mirada fue para el
ingeniero.
-Bien -murmuró-, usted está aquí,
siempre aquí, cerca de mí. Usted me cree... Usted
irá allí, allí... al Golden Mount.
Su voz se debilitaba cada vez más, y Ben
Raddle, a quien él tiraba de la mano, se había inclinado
sobre la cabecera.
-Es aquí -dijo-, en el punto marcado con una
X sobre el mapa, en la región... cerca de ese
estero, el Rubber, que se separa del brazo izquierdo del Mackensie,
derecho al norte del Klondike... un volcán cuya próxima
erupción lanzará pepitas... cuyas escorias son polvo de
oro... aquí, aquí...
Jacques Laurier, medio incorporado entre los brazos de
Ben Raddle, tendía su mano temblorosa en dirección al
norte.
Luego estas últimas palabras se escaparon de
sus labios lívidos:
-Por mi madre... Por mi madre.
Lo agitó una suprema convulsión, y
cayó sobre el lecho.
Había muerto.
1. Aquí se
había conservado el nombre "Francois". ¿Por
qué Miguel Veme habrá cambiado el apellido
"Laurier" por "Ledun"? (N. del T.)
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