El volcán de oro (versión
original)
Segunda parte - Capítulo I Un
invierno en Klondike
Un terremoto, muy localizado por lo demás,
acababa de conmocionar la parte de Klondike comprendida entre la
frontera y el Yukon y atravesada por el curso medio del Forty Miles
Creek. Se había sentido hasta una media legua río
arriba del otro lado de la frontera.
Aunque Klondike no está expuesto a movimientos
sísmicos frecuentes, sus entrañas encierran conglomerados
de cuarzo, rocas eruptivas, lo que indica que las fuerzas
plutónicas la trabajaron en la época de su
formación. Esas fuerzas dormidas se despiertan a veces con una
violencia extraordinaria. Además, por toda esta región de
las montañas Rocosas, cuyas primeras ramificaciones nacen en las
proximidades del círculo polar ártico, se levantan
volcanes cuya completa extinción no es segura.
En todo caso, en el distrito no hay mucho que temer de
eventuales terremotos o erupciones, pero no ocurre lo mismo con las
inundaciones debidas a las crecidas súbitas de los arroyos en la
época en que se funden las nieves.
En efecto, Dawson City no se ha librado de estos
desastres. Si no el Yukon, al menos su tributario, el Klondike, que
separa la ciudad de sus arrabales, se ha desbordado, llevándose
el puente que los une.
El territorio del Forty Miles Creek
había sufrido un doble desastre. La completa remoción de
su suelo traía consigo la destrucción de las parcelas en
una extensión de varios kilómetros a ambos lados de la
frontera. La inundación había provocado un desvío
del río, que se había cavado un nuevo lecho a
través del barranco, al norte del 127 y del 129. Incluso
parecía probable que toda explotación se hubiera vuelto
imposible.
En un primer momento, fue difícil apreciar la
importancia del desastre. Durante la noche, aunque el sol sólo
desapareció dos horas y media detrás del horizonte, una
profunda oscuridad envolvió la región. Si las casitas,
las cabañas, las chozas de los mineros habían sido
destruidas, si la mayoría estaba sin albergue, si eran muchos
los heridos y los muertos, unos aplastados bajo los escombros, otros
ahogados en el nuevo lecho del estero, era algo que no se sabría
hasta el día siguiente. Si toda esa masa de emigrantes repartida
por la región se vería obligada a abandonarla, puesto que
su explotación no podría proseguirse, sólo se
sabría después de haber confirmado la envergadura de la
catástrofe.
En realidad, lo que parecía haber causado un
desastre absolutamente irreparable era el desvío de una parte de
las aguas del Forty Miles Creek hacia los yacimientos vecinos
a sus dos orillas. Bajo la presión de las fuerzas
subterráneas, el fondo del lecho del río se había
levantado hasta el nivel de los bordes, vaciándose y provocando
una inundación que, por consiguiente, no sería pasajera.
Entonces, ¿cómo proseguir las excavaciones en un suelo
sumergido cinco o seis pies bajo una corriente de agua a la que ya no
se podía cambiar el curso? El nuevo río
continuaría corriendo hacia el sur hasta el lugar en que se
convirtiera en tributario de otro río.
¡Qué noche de terror y de angustias
pasaron esos pobres hombres sacudidos por tan repentina
catástrofe! Habían tenido que trepar hasta las alturas
para que no los alcanzara el desbordamiento. No tenían
ningún albergue, y la tempestad duró hasta las cinco de
la mañana. Una y otra vez los rayos fulminaban los bosques de
abedules y álamos en que se habían refugiado las
familias. Caía una lluvia torrencial, mezclada con granizo. Si
Lorique no hubiera indicado una gruta cavada en el talud de la derecha,
subiendo el barranco, y a la cual Summy Skim y él transportaron
a Ben Raddle, éstos no habrían encontrado refugio en
ninguna parte.
Ya podemos imaginar a qué tristes pensamientos
debieron abandonarse. ¿Era para ser víctimas de este
desastre que los dos primos habían hecho el viaje a Klondike?
Todos sus esfuerzos habían sido vanos. Ya no restaba nada de la
herencia de su tío, ni siquiera lo que la explotación
había producido en las últimas seis semanas. De las
pepitas, del polvo de oro que se había recogido desde la
reanudación de los trabajos bajo la dirección del
ingeniero, nada quedaba. La inundación cubrió el lugar
donde estaban los restos de la casita de Lorique. Nada pudo salvarse.
Los escombros iban a la deriva en la corriente del río.
Cuando pasó la tormenta, Summy Skim y el
capataz abandonaron por algunos instantes la gruta, pues no
querían dejar solo a Ben Raddle, para comprobar la magnitud del
desastre. La parcela 127, como la 129, había desaparecido bajo
las aguas. Lo que les hubiera ocurrido a Hunter y a Malone no
inquietaba en absoluto a Summy Skim.
En todo caso, y para hablar sólo de lo que le
concernía, la cuestión de la frontera parecía
resuelta. Que el meridiano ciento cuarenta y uno fuera trasladado un
poco más al este o un poco más al oeste ya no interesaba
a las dos parcelas. Que el territorio fuera alaskiense o canadiense,
poco importaba. Un nuevo río corría sobre su superficie.
Eso era todo.
Para conocer la cantidad de víctimas del
terremoto había que esperar una investigación.
Seguramente muchas familias habían sido sorprendidas, ya por el
terremoto, ya por la inundación, en sus cabañas o chozas,
y era de temer que no hubieran tenido tiempo de huir. Ben Raddle, Summy
Skim y Lorique no habían escapado más que por milagro, y
aun el ingeniero no había salido sano y salvo.
En suma, a Summy Skim sólo le quedaba regresar
a Dawson City. Había que procurarse los medios para transportar
a Ben Raddle lo más pronto posible.
No hace falta decir que el asunto Hunter-Skim ya no
interesaba. La cita del día siguiente para el duelo ya no
tenía sentido. Otras preocupaciones reclamaban a los dos
adversarios, quienes jamás se encontrarían quizás
frente a frente.
Por lo demás, cuando el sol iluminó el
escenario del desastre, no se divisó a ninguno de los texanos.
De la casa que ocupaban a la entrada del barranco, a través del
cual ahora corría la derivación del Forty Miles
Creek, no quedaba ni el recuerdo. En cuanto a la parcela 127,
estaba cubierta por la inundación, del mismo modo que la 129 y
todas las que les seguían a la derecha del estero. Del material
instalado en su superficie, rockers, sluices o
bombas, había desaparecido todo vestigio. La corriente se
deslizaba con gran rapidez, como que la tormenta del día
anterior había aumentado su caudal. El canal abierto en la
orilla derecha no bastaba para bajar su nivel. Es probable que sin esta
circunstancia el río se hubiera desbordado también por la
orilla izquierda y que los daños hubieran sido aún
mayores.
En cuanto a los texanos, ¿habían logrado
salvarse o estaban entre las víctimas? No lo sabían, como
tampoco el destino de su personal. Pero, como se ha dicho, no era algo
que inquietara a Summy Skim. Sus únicas preocupaciones eran
conducir a Ben Raddle a Dawson City, donde no le faltarían
cuidados, esperar allí su restablecimiento y, si aún era
tiempo, retomar el camino de Skagway, el camino de Vancouver, el camino
de Montreal. La 129 no encontraría compradores ahora que
yacía a seis o siete pies bajo el agua. Lo mejor sería
dejar cuanto antes este abominable país, "donde personas
sanas de mente y de cuerpo jamás deberían haber puesto el
pie", como decía Summy Skim.
El motivo de sus reflexiones más penosas era el
temor, muy natural, de que la curación de Ben Raddle exigiera
varias semanas; iba a terminar ya la primera quincena del mes de
agosto. El invierno, tan precoz en estas altas latitudes,
llegaría antes de fin de mes. La travesía de las regiones
lacustres y el paso del Chilkoot se tornarían impracticables. El
Yukon mismo dejaría de ser navegable dentro de poco. Pronto, los
últimos barcos partirían para descender hasta su
desembocadura.
La perspectiva de permanecer durante siete u ocho
meses enterrado bajo las nieves de Klondike, con fríos de
cincuenta a sesenta grados bajo cero, no era agradable en absoluto.
Así, pues, había que regresar a Dawson City sin perder un
día, confiar a Ben Raddle a los cuidados del doctor Pilcox y
ponerlo en las manos de las hermanas Marta y Magdalena para que se
restableciera lo antes posible.
En primer lugar había que preocuparse de los
medios de transporte. Por suerte, Neluto encontró su carro
intacto; lo había guardado sobre un parapeto, fuera del alcance
de las aguas. En cuanto al caballo, que pastaba en libertad,
había bajado las pendientes de la quebrada presa del espanto, y
pudo ser recuperado.
-Bueno, partamos, partamos al instante -exclamó
Summy Skim.
-Sí -respondió Ben Raddle-, y lamento
mucho haberte involucrado en este triste asunto.
-No se trata de mí, sino de ti -repitió
Summy Skim-. Vamos a vendarte la pierna lo mejor posible, te tenderemos
en el carro en una buena litera de hierba seca. Yo me sentaré
con Neluto, y Lorique se reunirá con nosotros en Dawson City
como pueda. Marcharemos tan rápido... No, quiero decir que
marcharemos tan lento como sea necesario para evitarte los saltos del
carro. Una vez admitido en el hospital, ya no tendrás nada que
temer. El doctor Pilcox te pondrá en pie de nuevo, y quiera el
Cielo que podamos partir antes de la mala estación.
-Querido Summy -dijo Ben Raddle-, es posible que mi
curación tarde varios meses, y comprendo que tengas prisa por
estar de regreso en Montreal... ¿Por qué no partes
tú?
-Eso jamás -replicó Summy Skim-.
¡Primero me haré romper una pierna y el doctor Pilcox
tendrá que reacomodar dos en vez de una!
El mismo día, el carro retomó la ruta de
Fort Cudahy por caminos atestados de gente que iba a buscar trabajo en
otras tierras. Siguió la orilla derecha del Forty Miles
Creek. Allí, las parcelas que no habían sido
alcanzadas por la inundación se hallaban en pleno
funcionamiento. Algunas, sin embargo, aunque no estaban inundadas no
eran explotables en ese momento. Desmanteladas por el terremoto,
presentaban un lamentable aspecto: su material destruido, sus pozos
tapados, sus postes abatidos, sus casitas derribadas. Pero, en fin, no
era la ruina absoluta. Los trabajos podrían reanudarse
pronto.
El carro no marchaba rápido, y los tumbos que
daba en esas malas rutas causaban gran sufrimiento al herido. No fue
difícil procurarse provisiones, pagándolas caro desde
luego: las sociedades de Klondike acababan de proveer de víveres
a los yacimientos.
Al día siguiente, el vehículo se detuvo
en Fort Cudahy.
Summy Skim no escatimaba cuidados al herido, pero nada
podía hacer con la fractura de la pierna. Ben Raddle soportaba
sin quejarse los intensos dolores. Por desgracia, no había
ningún médico en Fort Cudahy, y tampoco en Fort Reliance,
donde el carro llegó cuarenta y ocho horas después.
Summy Skim se inquietaba, con razón.
Temía que el estado de su primo empeorase con el tiempo y la
falta de medicamentos. Veía que éste se contenía
para no alarmarlo inútilmente. Pero a veces se le escapaban
algunos gritos de dolor y padecía violentos accesos de
fiebre.
Fue preciso ponerse en camino y remontar la orilla
derecha del Yukon, que conducía más directamente a la
capital de Klondike. Sólo allí, en el hospital de Dawson
City, Ben Raddle podría recibir cuidados. Aún otras dos
jornadas de marcha, y por fin Ben fue recibido la tarde del 16 de
agosto.
Es inútil insistir en la pena que
experimentaron sor Marta y sor Magdalena cuando vieron a su compatriota
en tal estado. Él apenas las reconoció, sumido en una
fiebre ardiente que le provocaba delirio. Con unas pocas palabras Summy
Skim puso a la superiora al tanto de lo sucedido. El enfermo fue
instalado en una pequeña habitación aparte y se fue de
prisa a avisar al doctor Pilcox.
-Ustedes ven, hermanas -dijo Summy Skim a las
religiosas- cómo yo tenía razón de decir, cuando
las traíamos a Dawson City, que nosotros tendríamos un
interés... personal.
-Señor Skim -respondió sor Marta-, su
primo será tratado como el más querido de nuestros
enfermos, y sanado... cuando Dios quiera.
-Eh, bien, hermana, quiera Dios que sea lo más
pronto posible, y antes de que el invierno nos impida partir.
El doctor Pilcox se presentó una hora
después de la llegada de Ben Raddle.
La noticia del terremoto en Forty Miles Creek
había llegado hacía algunos días a Dawson City, y
se sabía que una treintena de personas había sido
víctima. Pero el doctor no podía imaginar que una de
ellas fuese el ingeniero.
-¡Cómo! -exclamó con su facundia
habitual-. ¡Es usted, señor Raddle... con una pierna
quebrada!
-Sí, doctor -respondió Summy Skim-, y mi
pobre Ben sufre de un modo espantoso.
-Bueno, bueno, esto no será nada
-respondió el doctor-. Le arreglaremos la pierna. Tiene
más necesidad de un cirujano que de un médico... e
incluso de un ensalmador. Esté tranquilo, le ensalmaremos
esto.
El doctor examinó a Ben Raddle: tendido en el
lecho, conservaba el conocimiento, pero sufría mucho. Se
comprobó que no había más que una fractura simple
debajo de la rodilla, fractura que el doctor redujo con gran habilidad.
Luego el miembro fue colocado en un aparato que le aseguró una
completa inmovilidad.
Dijo el doctor:
-Mi querido cliente, quedará más firme
que antes, y tendrá piernas de ciervo o de oriñal. Una
por lo menos...
-¿Pero cuándo? -preguntó Summy
Skim.
-Dentro de un mes o seis semanas. Usted comprende,
señor Skim, los huesos no se pueden soldar como dos pedazos de
hierro calentados al rojo vivo. No... Se necesita tiempo, como en
todo.
-¡El tiempo! ¡El tiempo! -murmuraba Summy
Skim.
-Qué quiere usted -replicó el doctor
Pilcox-. Es la naturaleza la que opera, y ella nunca tiene prisa. Por
eso inventó la paciencia.
-Y la resignación -añadió sor
Magdalena.
Resignarse. Era lo mejor que podía hacer Summy
Skim. Ya veía que la mala estación llegaría antes
de que Ben Raddle pudiera ponerse en pie. ¿Se puede uno imaginar
un país en que el invierno comienza en las primeras semanas de
septiembre, un invierno con nieves y hielos que impiden todo
desplazamiento? ¿Cómo, a menos que estuviera
absolutamente curado, podría afrontar Ben Raddle las fatigas de
un viaje con las bajas temperaturas de Klondike, atravesar los pasos
del Chilkoot para ir a embarcarse en Skagway en los barcos de
Vancouver? En cuanto a los que bajan el Yukon hasta Saint Michel, el
último partiría dentro de unos quince días,
dejando que las capas de hielo se formasen detrás de
él.
Bill Stell, el scout, después de haber
conducido diversas caravanas durante esta campaña, volvió
el día 20 a Dawson City.
Su primera preocupación fue informarse si los
señores Ben Raddle y Summy Skim habían concluido el
asunto relativo a la parcela 129, si habían cedido la propiedad
y si se preparaban para regresar a Montreal.
Decidió que lo mejor era dirigirse a las dos
religiosas, y se encaminó hacia el hospital.
Grande fue su sorpresa cuando supo que Ben Raddle
estaba en tratamiento y que no podría viajar hasta dentro de
seis semanas.
Se encontró luego con Summy Skim.
-Sí, Bill -le dijo éste-, he aquí
donde nos encontramos. No solamente no hemos vendido la parcela 129,
sino que ya no hay parcela 129. Y no solamente ya no hay parcela 129,
sino que es imposible dejar este atroz Klondike para volver a un
país habitable.
El scout se enteró entonces, pues lo
ignoraba, de la catástrofe de Forty Miles Creek y de
cómo Ben Raddle había resultado gravemente herido en esa
circunstancia.
-Y eso es lo más lamentable -afirmó
Summy Skim-, porque, en fin, nosotros habríamos dicho
adiós a la propiedad, y a mí no me importaba esa parcela
129, y qué idea tuvo el tío Josías de comprar ese
lote 129 y de morir para dejárnoslo, ese 129...
Había que escuchar a Summy Skim enunciar ese
nombre, ese "uno" seguido de un "dos" y un
"nueve" que le inspiraban horror.
-Ah, Bill, si el pobre Ben no hubiera sido su
víctima, en el fondo habría yo bendecido ese terremoto.
Nos habría librado de una herencia que no es más que un
estorbo. No más parcela, no más explotación, y mi
primo se hubiera visto obligado a renunciar a hacerse prospector e
incluso a tratar con un sindicato.
-¿Pero entonces -dijo el scout-, van a
pasar todo el invierno en Dawson City?
-Que es como decir en el polo Norte -contestó
Summy Skim.
-De manera que yo -dijo Bill Stell-, que venía
con mi gente a llevarlos...
-No nos llevará, Bill, y tendrá que
partir solo.
-Con Neluto por lo menos.
-No, él nos ha prometido quedarse con
nosotros.
-Bien -dijo el scout-. Yo no puedo esperar
más allá del primero de septiembre para emprender el
camino, si quiero llegar a Skagway.
-Usted partirá, mi querido Bill -dijo Summy
Skim, con un acento de resignación que más parecía
de desesperación.
Y así ocurrió, después de que el
scout se hubo despedido de los dos canadienses
prometiéndoles regresar a buscarlos cuando volviera la
primavera.
-Sí, dentro de ocho meses -murmuró el
despechado Summy Skim.
El tratamiento de Ben Raddle seguía su curso;
no se había presentado ninguna complicación. El doctor
Pilcox se declaraba más que satisfecho. La pierna de su cliente
quedaría más firme que antes y valdría por
dos.
Ben Raddle, bien cuidado por las dos religiosas,
tomaba la situación con paciencia. Mientras su primo iba a cazar
con el fiel Neluto cuando el tiempo lo permitía, él se
mantenía al corriente de los negocios de Dawson City y de los
nuevos descubrimientos en las regiones auríferas. Y cómo
no iba a estar bien informado, con diarios tales como El Sol del Yukon,
El Sol de Medianoche, La Pepita del Klondike. Ahora que el 129 no
existía, ¿no había nada más que hacer en el
país? ¿No habría alguna otra parcela para comprar
o explotar? Con su instinto de ingeniero, le había tomado el
gusto a sus trabajos en el Forty Miles Creek. Pero se guardaba
muy bien de hablar de eso a Summy Skim, quien esta vez no habría
podido contener su justísima indignación.
Ya se ve, si la fiebre causada por la herida
había desaparecido, la fiebre del oro, esa fiebre
endémica que hacía tantas víctimas, no
había abandonado a Ben Raddle, y no parecía que fuera a
sanar tan pronto de ella. Lo que había en él no era tanto
la avidez por el precioso metal como el deseo de hacer la
prospección de esos ricos terrenos.
Y cómo no iba a trabajar su imaginación
con las noticias que todos los días daban los periódicos
sobre las parcelas de montaña del Bonanza, del
Eldorado, del Little Skookum. Aquí se lavaba
hasta cien dólares por obrero y por hora. Allá se
retiraba mil dólares de un hoyo de veinticuatro pies de largo
por catorce de ancho. Un sindicato de Londres acababa de comprar dos
parcelas en el Bear y el Dominion por un millón setecientos
cincuenta mil francos. La parcela 26 en el Eldorado se
vendía en dos millones, y los obreros recogían
allí cada día hasta sesenta mil francos. Y en el
Dóme, en la línea de separación entre el
río Klondike y el Indian, ¿no aseguraba el señor
Ogilvie, tan competente, que había ciento cincuenta millones de
francos por retirar?
Sin embargo, a pesar de estos espejismos, no se debe
olvidar lo que el cura de Dawson City repetía a un
francés, el señor Amis Semiré, uno de los viajeros
que mejor han estudiado esas regiones auríferas:
-Si la fiebre del oro lo coge también a usted
en el curso de su viaje, tiene que reservar una cama en nuestro
hospital. Se extenuará mentalmente, sobre todo si encuentra
aunque sea un poco de oro, y aquí hay por todas partes. Desde
luego, se enfermará de escorbuto. Por doscientos cincuenta
francos anuales, le doy un abono que le da derecho a una litera y a los
cuidados gratuitos del médico. Todos me compran. Tome,
aquí tiene su billete.
Ben Raddle había estado rodeado de tales
cuidados en el hospital. Pero, ¿no iría su irresistible
pasión a arrastrarlo lejos de Dawson City, hacia las regiones
donde se descubrían nuevos yacimientos?
¿Compartiría la miseria de tantos que perecían sin
haber podido regresar? Los diarios repetían constantemente que
Klondike había producido siete millones quinientos mil francos
en 1896 y doce millones quinientos mil francos en 1897, y que la suma
no será inferior a treinta millones en 18981.
Entretanto, Summy Skim había preguntado a las
autoridades si no se había visto a los texanos Hunter y Malone
después de la catástrofe del Forty Miles
Creek.
Sin duda ni uno ni otro habían regresado a
Dawson City, donde su presencia hubiera sido señalada, como de
costumbre, por sus mil excesos. Se les habría encontrado en los
casinos, en las casas de juego, en todos los lugares de
diversión en los que siempre ocupaban el primer lugar. Era la
época del año en que muchos, después de haber
hecho fortuna, en lugar de regresar a su país preferían
esperar en la capital de Klondike la próxima campaña.
Ahí, durante siete u ocho meses, entre gastos superfluos y
pérdidas en el juego, dejaban la mayor parte de sus beneficios.
Es lo que había hecho siempre Hunter y lo que haría ahora
si estuviera allí. Pero no había ninguna noticia. Nadie
sabía lo que les había ocurrido. Podían haber
perecido en el terremoto de Forty Miles Creek, arrastrados por
los torbellinos del nuevo río. Sin embargo, como ninguno de los
americanos que trabajaban en el 127 había sido encontrado, y
como no era admisible que todos hubieran sido víctimas del
desastre, se podía pensar que Hunter y Malone habían
partido con su personal a los yacimientos de Circle City y del
Birch Creek, donde habían comenzado su
campaña.
Ben Raddle pudo levantarse a mediados de octubre; el
doctor Pilcox estaba orgulloso de esta curación. Cierto, sus
cuidados habían contribuido a ella, pero no menos los de la
hermana Marta y la hermana Magdalena. Y sin embargo, estas abnegadas
religiosas no habían cesado de prodigarse a los otros enfermos
que atestaban el hospital, de los que la mayor parte sólo
salía para ir al cementerio en el carro fúnebre tirado
por perros. Con todo, si Ben Raddle estaba en pie, tenía que
tener todavía mucha precaución, y no podría
aventurarse en ese viaje de Dawson City a Skagway. Por lo demás,
ya era demasiado tarde. Las primeras nieves del invierno caían
en abundancia, las corrientes de agua empezaban a helarse, la
navegación ya no era practicable ni en el Yukon ni en los lagos.
Summy Skim sabía que estaba condenado a pasar en Klondike toda
esa mala estación de siete a ocho meses. En ese momento, la
temperatura media alcanzaba a quince grados bajo cero, y se esperaba
que bajara a cincuenta o sesenta.
Los dos primos habían escogido una
habitación en un hotel de Front Street, y comían
en el French Royal Restaurant, a precios excesivos, aunque sin
pagar pollos a ciento cincuenta francos el par.
Summy Skim decía a veces, moviendo la
cabeza:
-Lo más fastidioso es que no hayamos podido
dejar Dawson City antes del invierno.
-Lo más fastidioso es que no hayamos podido
vender nuestra parcela antes de la catástrofe, y tal vez
más fastidioso aún es vernos en la imposibilidad de
continuar la explotación -respondía Ben Raddle.
Para no entablar una discusión perfectamente
inútil, Summy Skim tomaba su fusil, llamaba a Neluto y
partía a cazar por los alrededores de la ciudad.
Lorique había regresado a Dawson City
días después de la llegada de Ben Raddle, y ambos se
entregaban a largas conversaciones. Se adivina fácilmente de
qué podían hablar el ingeniero y el capataz, en perfecta
comunidad de ideas sobre la única cuestión que estaba a
la orden del día.
Pasó un mes. Las oscilaciones del
termómetro eran verdaderamente extraordinarias. Descendía
a treinta o cuarenta grados y subía a quince o diez bajo cero,
según la dirección del viento. El (frío)2 sucedía a las tormentas
de nieve.
Cada vez que el tiempo lo permitía, Summy Skim
cazaba con Neluto, y tuvo ocasión de abatir varios osos que el
frío desplazaba de las montañas a la ciudad. Un
día, el 17 de noviembre, Neluto y él se encontraban
más o menos a una legua al norte de Dawson City cuando el indio
se detuvo e, indicando un árbol a una cincuentena de pasos de un
río, dijo:
-Un hombre allá.
-¿Un hombre? -preguntó Summy Skim.
En efecto, al pie de un abedul, un hombre estaba
tendido en la nieve. No hacía ningún movimiento. Tal vez
estaba muerto, muerto de frío, pues la temperatura era muy
baja.
Summy Skim y Neluto corrieron hacia él. Era un
hombre de unos cuarenta años, de barba larga. Tenía los
ojos cerrados y su rostro manifestaba un gran sufrimiento. Respiraba
aún, pero tan débilmente que parecía que iba a
expirar.
Summy Skim le entreabrió el chaquetón de
piel y en uno de sus bolsillos encontró una cartera de cuero con
varias cartas. Estaban dirigidas al señor Jacques3 Laurier, timbradas en
París.
-¡Un francés! -gritó Summy
Skim.
Momentos después, el hombre se hallaba en el
carro, que se dirigía a toda velocidad a la capital de
Klondike.
1. La producción
del distrito fue de cincuenta millones en 1898 y de ochenta millones en
1899. (Nota del autor)
2. Dejado en blanco por Verne.
3. Dejado en blanco por Verne.
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