El volcán de oro (versión
original)
Segunda parte - Capítulo X Inquietudes mortales
Después de que Summy Skim y Neluto partieron a
cazar oriñales, Ben Raddle fue a observar el estado de los
trabajos. Si ningún retardo se producía, ninguna
eventualidad imposible de prever, el canal quedaría terminado en
dos o tres días. Sólo faltaría abrir la
sangría en la orilla izquierda del Rubber Creek, dar
los últimos golpes de piqueta en las paredes de la chimenea del
cráter, y las aguas se precipitarían en torrente en las
entrañas del Golden Mount.
¿Tardaría en producirse la
erupción? El ingeniero pensaba que no y, por lo demás, no
dudaba del resultado final. Esas enormes masas líquidas,
evaporadas por el fuego central, determinarían pronto un
violento empujón plutoniano que lanzaría al exterior las
materias volcánicas. Estas contendrían en gran parte
lavas, escorias y otras sustancias eruptivas, pero las pepitas, el
cuarzo aurífero, vendrían mezclados con ellas y
sólo habría que recogerlos. Evidentemente, había
que prever que por lo menos el humo de la erupción
invadiría la galería que comunicaba la chimenea con el
canal. Por esta razón, se trasladaría el campamento
río arriba del Rubber Creek.
La acción de las fuerzas subterráneas
tendía a acrecentarse. Los hervores, los borbotones interiores
mostraban su violencia. Incluso uno podía preguntarse si la
introducción de agua en el cráter sería
necesaria.
-Lo veremos -respondió Ben Raddle al
scout, que acababa de reunírsele y le había
hecho esta observación-. No hay que olvidar que tenemos muy poco
tiempo. Pronto estaremos a mediados de agosto.
-Sería imprudente -añadió Bill
Stell- demorarnos más de quince días en la desembocadura
del Mackensie. Contemos tres semanas para regresar a Klondike, sobre
todo si los carros van muy pesados con el oro.
-No dude de eso, scout.
-En ese caso, señor Raddle, la estación
ya estará avanzada cuando nuestra caravana entre en Dawson City.
Si el invierno fuera precoz, podríamos tener grandes
dificultades en la travesía de la región de los lagos
para llegar a Skagway, y usted ya no encontraría barcos con
destino a Vancouver.
-Usted habla de oro, mi querido scout
-respondió el ingeniero en tono de broma-, y es precisamente el
caso cuando se ha acampado al pie del Golden Mount. Pero no se
inquiete. No me extrañaría que dentro de ocho días
ya estemos camino a Klondike.
Ya se ve con qué convicción se expresaba
Ben Raddle, y Summy Skim no estaba allí para discutir.
El día transcurrió en las condiciones
habituales. Por la tarde no quedarían más que cinco o
seis toesas del canal por excavar. El tiempo había sido bueno,
con alternativas de luz y sombra. Los dos cazadores no habrían
tenido motivo para quejarse.
Sin embargo, a eso de las cinco de la tarde ni uno ni
otro habían sido vistos en la llanura del oeste. Es verdad que
Summy Skim todavía tenía tiempo de regresar sin faltar a
su promesa. Varias veces el scout se había adelantado a
su encuentro, a ver si los veía. Nadie. La silueta de los dos
cazadores no se dibujaba en el horizonte.
Una hora después, Ben Raddle empezó a
impacientarse y se prometió amonestar a su primo.
Cuando dieron las siete y Summy Skim y Neluto no
aparecían, la impaciencia de Ben Raddle se tomó
inquietud, una inquietud que se redobló, una hora
después, cuando los ausentes no estaban todavía de
regreso.
-Se han dejado arrastrar -repetía-. Ese demonio
de Skim, con un animal delante de él y el fusil en la mano, no
piensa en nada. Va, va, y no hay razón que lo detenga.
-Y cuando se va en persecución de un
oriñal -declaró Bill Stell-, nunca se sabe adónde
lo va a conducir a uno.
-No debería haberlo dejado partir
-añadió Ben Raddle.
-No estará oscuro antes de las diez
-agregó el scout-, y no hay temor de que el
señor Skim pueda perderse. El Golden Mount se ve desde
lejos, y en la oscuridad se podría guiar por las llamas.
La observación no dejaba de tener valor. Aunque
los cazadores estuvieran a tres leguas del campamento,
divisarían las luminosidades del Golden Mount, y la
hipótesis de que se hubieran perdido no era admisible. Pero si
se había producido algún accidente... Si se encontraban
en la imposibilidad de proseguir el camino... ¿Qué
podría hacerse si, llegada la noche, todavía no
aparecían?
Pasaron dos horas y ya se puede imaginar en qué
estado se encontraba Ben Raddle. No se podía tener quieto en un
lugar. El scout y sus compañeros no ocultaban su
inquietud. El sol se iba a poner bajo el horizonte y el espacio
sólo quedaría iluminado por el largo crepúsculo
del mar Ártico. Y si Summy Skim y Neluto no llegaban antes que
cayera la noche... Si por la mañana todavía no
habían llegado...
Un poco después de las diez, Ben Raddle y el
scout, cada vez más inquietos, abandonaron el
campamento. Bordeaban la montaña en el momento en que el sol
desapareció detrás de las brumas del poniente. La
última mirada que tendieron sobre la llanura les había
mostrado que se hallaba desierta. Inmóviles, atentos, con el
oído puesto en todas direcciones, esperaban que Summy Skim, al
haberse atrasado, anunciara su llegada con un disparo. Neluto y
él supondrían que el ingeniero y el scout
saldrían a su encuentro y querrían prevenirlos, aunque
sólo fuera para evitarles cinco o seis minutos de ansiedad.
En vano Ben Raddle y Bill Stell esperaron una
detonación. La llanura permaneció silenciosa y
desierta.
-Se han perdido -dijo el scout.
-Perderse -replicó el ingeniero moviendo la
cabeza-, perderse en este territorio, cuando el Golden Mount
es visible desde todas partes y desde varias leguas...
-Entonces, ¿qué se puede suponer,
señor Raddle? La caza del oriñal no es una caza
peligrosa, y a menos que el señor Skim y Neluto se hayan
encontrado con osos...
-Con osos... o con bandidos, con aventureros, con
indios... Bill, Sí. Tengo el presentimiento de que les ha
ocurrido una desgracia.
En ese instante, hacia las diez y media, escucharon
unos ladridos.
-Ahí viene Stop -gritó Ben Raddle.
-No están lejos -respondió el
scout.
Los ladridos continuaron, pero mezclados con quejidos,
como si el perro estuviera herido y le costara un gran esfuerzo
acercarse.
Ben Raddle y su compañero corrieron hacia Stop,
y no habían avanzado doscientos pasos cuando se encontraron en
presencia del pobre animal.
Venía solo. Sus patas traseras estaban rojas
por la sangre que le salía de una herida del cuarto trasero.
Parecía que ya no tenía fuerzas para caminar, y no
hubiera podido llegar al campamento.
-Herido... herido... y solo -repetía Ben
Raddle.
El corazón le latía con violencia ante
la idea y casi la certeza de que Summy Skim y Neluto habían sido
víctimas de una catástrofe, provocada ya por hombres, ya
por fieras.
Sin embargo, el scout hizo esta
reflexión:
-Tal vez Stop ha sido herido involuntariamente por su
amo o por Neluto. Lo habrá alcanzado una bala perdida.
-¿Y por qué no está entonces con
Summy? Habría podido cuidarlo y traerlo -respondió Ben
Raddle.
-En todo caso -dijo Bill Stell-, llevémoslo al
campamento. Vendemos la herida y, si es ligera, Stop podrá ir
con nosotros y ayudarnos a encontrar la pista del señor
Skim.
-Sí -agregó el ingeniero-, no voy a
esperar hasta el día. Partiremos una buena cantidad de hombres,
bien armados... Como usted ha dicho, Stop puede guiarnos.
El scout tomó al animal entre los
brazos. Diez minutos después, Ben Raddle y él entraban en
el campamento.
Llevaron al perro a la tienda. Le examinaron la
herida. No era grave, al parecer; no comprometía ningún
órgano.
Lo había herido una bala. El scout,
entendido en este tipo de operaciones, logró
extraérsela.
Ben Raddle la tomó y la examinó
atentamente a la luz. Palideció. La mano le temblaba.
-No es una bala del calibre de las que emplea Summy.
Es más grande y no proviene de una carabina de caza.
Era la verdad. Bill Stell, después de haberla
examinado a su vez, lo reconoció.
-Se han encontrado con aventureros, con malhechores
-gritó Ben Raddle-. Han tenido que defenderse de una
agresión con armas de fuego. Durante el ataque, Stop fue herido.
Si no se quedó con su amo es que a Summy se lo han llevado... o
murió con Neluto. ¡Ah, mi pobre Summy, mi pobre Summy!
Ben Raddle no pudo contener los sollozos.
¿Qué podía responder Bill Stell? La bala no
había sido disparada por uno de los cazadores. El perro
había vuelto solo. Todo daba la razón al ingeniero.
¿Podía dudarse de que una desgracia les había
ocurrido? O Summy Skim y su compañero habían perecido
defendiéndose, o se hallaban en manos de sus agresores.
A las once, ni Summy Skim ni Neluto habían
regresado al campamento. El horizonte se había cubierto de nubes
al poniente, y el crepúsculo sería sombrío.
Se decidió que Ben Raddle, el scout y
sus compañeros irían en busca de los ausentes. Hicieron
inmediatamente los preparativos para partir. Inútil llevar
víveres, ya que la caravana no se alejaría del Golden
Mount, por lo menos en las primeras exploraciones. Pero todo el
personal iría armado, por si les ocurría que fueran
atacados por el camino o por si tenían que liberar por la fuerza
a los dos prisioneros.
Habían vendado cuidadosamente a Stop. Libre de
la bala, con la herida vendada, habiendo recuperado sus fuerzas, pues
sobre todo estaba agotado por el hambre y la sed, el perro manifestaba
su deseo de partir en busca de su amo.
-Lo llevaremos -dijo el scout-, lo llevaremos
en brazos si está demasiado fatigado. Tal vez encuentre la pista
del señor Skim.
Si la búsqueda fuera vana durante la noche, si,
pese a recorrer una o dos leguas hacia el este, no llegaran a
ningún resultado, el scout era partidario de volver al
Golden Mount. Levantarían el campamento, la caravana
reiniciaría su exploración, se registraría, se
escudriñaría toda la región entre el océano
Polar y el Porcupine. Del Golden Mount no se hablaría
más en tanto Ben Raddle no hubiera encontrado a Summy Skim, en
tanto no supiera lo que le había ocurrido. ¡Y quién
sabe si lo lograría alguna vez!
El scout y sus compañeros partieron
después de haber tomado precauciones para que los animales de
tiro no pudieran dejar el campamento. Bordearon la base de la
montaña, cuyos sordos rugidos estremecían el suelo. En la
cumbre empenachada de vapores se destacaban lenguas de fuego,
completamente visibles en la semioscuridad del crepúsculo. No
había, sin embargo, ninguna expulsión de materias
eruptivas.
Ben Raddle marchaba cerca de Bill Stell, el perro a su
lado. Los otros los seguían con las armas preparadas. Cuando la
caravana alcanzó la extremidad de la base, el lugar donde
habían efectuado las ascensiones, se detuvo.
¿Qué dirección convendría
tomar? ¿No estaban condenados a caminar al azar? En todo caso,
lo más práctico era confiar en el instinto del perro. El
inteligente animal comprendía lo que se esperaba de él y
lo daba a entender con ladridos sofocados. Seguramente, si daba con la
pista de su amo, no se equivocarían.
Después de unos instantes de vacilación,
Stop tomó la dirección del noroeste, que no era la que
Summy Skim y Neluto habían seguido cuando se alejaron del
Golden Mount.
-Vamos adonde él va -dijo el
scout.
Era lo mejor que podían hacer.
Durante una hora el pequeño grupo
recorrió la llanura en esta dirección. Llegó al
límite del bosque que los dos cazadores habían cruzado
cerca de una legua más abajo.
¿Qué hacer ahora? ¿Internarse en
el bosque en medio de la profunda oscuridad de los árboles?
¿No convendría regresar al campamento, ya que no
encontraban ninguna pista, y emprender al día siguiente una
campaña definitiva de búsqueda?
Ben Raddle y el scout intercambiaron ideas.
El ingeniero no se podía decidir a regresar, aunque comprendiera
lo imprudente que era internarse en el bosque. Bill Stell, más
dueño de sí mismo, juzgaba mejor la situación.
Insistía en un regreso inmediato. Stop, por su parte,
parecía vacilar. Permanecía inmóvil cerca del
límite, no haciendo otra cosa que emitir sordos ladridos, como
si el instinto le hubiera fallado.
De pronto dio un salto. De seguro no sentía ya
el dolor de la herida. Corría entre los árboles, ladrando
con fuerza. Era evidente que había dado con la pista que
habían buscado en vano hasta el momento.
-Sigámosle, sigámosle -gritaba Ben
Raddle.
Iban a precipitarse todos a través del bosque,
cuando los ladridos se aproximaron.
-Esperen -ordenó Bill Stell, deteniendo a sus
compañeros.
Casi inmediatamente dos hombres aparecieron. Un
instante después, Summy Skim estaba en los brazos del
ingeniero.
Sus primeras palabras fueron:
-Al campamento, al campamento...
-¿Qué pasó? -preguntó Ben
Raddle.
-Lo que pasó ya lo diré allá
-respondió Summy Skim-. Ahora preocupémonos de llegar. Al
campamento, les digo, al campamento.
Guiándose por las llamas del Golden
Mount, se pusieron rápidamente en marcha. Una hora
después habían llegado al Rubber Creek. Era
más de medianoche.
Antes de reunirse en la tienda con Ben Raddle, Lorique
y el scout, Summy Skim se detuvo. Quería observar una
última vez los accesos del Golden Mount. El ingeniero y
Bill Stell hicieron lo mismo. Se sabían amenazados. Era la
única información que habían podido arrancarle a
Summy Skim durante la rápida marcha del bosque a la
montaña.
Cuando se encontraron solos, Summy Skim contó
brevemente todo lo que les había ocurrido entre las seis de la
mañana y las cinco de la tarde: la llegada al límite del
bosque, la persecución de los oriñales, la inútil
cacería continuada hasta el mediodía, el descanso, la
reiniciación de la caza cuando se escucharon los ladridos de
Stop, y en fin, el alto que habían hecho en el claro del bosque,
donde habían encontrado las cenizas de una hoguera apagada desde
hacía tiempo.
-Era evidente -dijo- que alguien, indios o no indios,
había acampado en ese lugar, y eso no tenía nada de
extraño. Además, por el estado de las cenizas, supimos
que la hoguera era antigua. No teníamos que inquietarnos.
-En efecto -declaró el scout-, ocurre
incluso que las tripulaciones de los balleneros desembarcan en el
litoral del océano Ártico, sin hablar de los indios que
lo frecuentan durante la estación del buen tiempo.
-Pero -continuó Summy Skim-, en el momento en
que íbamos a retomar el camino del Golden Mount, Neluto
encontró entre las hierbas esta arma.
Ben Raddle y el scout examinaron el
puñal y, tal como lo había hecho Summy Skim, reconocieron
que era de fabricación española. Se dieron cuenta
también de que el puñal se había perdido
recientemente, porque la hoja no presentaba muestras de herrumbre.
-En cuanto a esta letra M que está grabada en
el mango -observó Bill Stell-, no creo que se pueda deducir nada
de ella.
-No, Bill, yo sé a qué nombre
corresponde.
-¿A cuál? -preguntó Ben
Raddle.
-Al del texano Malone.
-El texano Malone...
-Sí, Ben.
-¿El compañero de ese Hunter?
-añadió Bill Stell.
-El mismo.
-¿Estaban ahí hace unos días?
-preguntó el ingeniero.
-Están todavía -respondió Summy
Skim.
-¿Los vio usted? -preguntó Lorique.
-Escuchen el fin de mi relato y lo sabrán.
Y Summy Skim continuó en estos
términos:
-Íbamos a partir cuando sonó un tiro de
fusil a corta distancia. Nos detuvimos. Nuestra primera reacción
fue tomar precauciones para que no nos vieran. Que hubiera cazadores en
el bosque era probable, y seguramente extranjeros, ya que los indios no
se sirven de armas de fuego. Pero, quien quiera que fuese, lo
más prudente era estar en guardia.
"Pensé que le habían disparado a
uno de los oriñales que Neluto y yo andábamos cazando, y
eso fue lo que creí hasta que ustedes me contaron lo que le
ocurrió a mi pobre Stop, que ya no creía que
volvería a ver. Es contra él que dispararon.
-Cuando lo vimos venir sin ti -dijo entonces Ben
Raddle-, herido por una bala extraña, arrastrándose
apenas, piensa en lo que pasó por mi mente. Imagina mi espantosa
inquietud al no verte aparecer cuando ya eran las diez de la noche.
¿Qué podía pensar sino que los habían
atacado a los dos, que tu perro había sido herido durante el
ataque? ¡Summy! ¡Summy!, ¿cómo olvidar que
fui yo el que te arrastró hasta aquí?
Ben Raddle no podía disimular su
emoción. Summy Skim comprendió lo que pasaba en el alma
de su primo, consciente de la responsabilidad que pesaba sobre
él al lanzarse en tales aventuras. Le tomó las manos y
exclamó:
-Ben, mi querido Ben, lo que está hecho
está hecho. No te reprocho nada, y si la situación se ha
agravado, tampoco es desesperada. Saldremos adelante.
Después de un cordial apretón de manos,
Summy Skim reanudó su relato.
-Cuando escuchamos la detonación, que
venía del este, es decir de la dirección que
íbamos a tomar para regresar al campamento, le ordené a
Neluto que me siguiera y nos apresuramos a abandonar el claro, donde
habrían podido descubrirnos. Se escuchaban voces, numerosas
voces. Era evidente que una tropa de hombres avanzaba por ese lado.
"Pero si no queríamos que nos vieran,
sí queríamos saber quién era esa gente, y
tú comprendes, Ben, el interés que teníamos.
¿Qué venían a hacer esos hombres? Se encontraban a
una hora de marcha del Golden Mount. ¿Conocían
la existencia del volcán? ¿Se dirigían hacia
él? ¿Debíamos temer un encuentro con ellos en el
que la partida sería desigual?
"No tardaría en oscurecer en el interior
del bosque. Para no caer en manos de esos aventureros, juzgué
prudente esperar que la tarde estuviera más avanzada para
ponernos en camino. Una vez en el límite del bosque,
sabríamos guiarnos por las llamas del volcán.
"Por lo demás, no teníamos tiempo
para perder en reflexiones. La tropa se aproximaba. Pensamos que, sin
duda, se instalaría en el claro, cerca del río que lo
atravesaba. En un instante llegamos a unos espesos matorrales, a una
decena de pasos de allí. Acurrucados en medio de las altas
hierbas y de las malezas, no corríamos riesgo de ser
descubiertos y, lo que era esencial, podíamos a la vez ver y
escuchar.
"El grupo apareció casi enseguida. Se
componía de unos cincuenta hombres, de los cuales unos treinta
eran americanos, y el resto, indios.
"No me había equivocado. Iban a acampar en
ese lugar para pasar la noche. Empezaron a hacer el fuego que les
serviría para preparar la comida.
"No conocía a ninguno de esos hombres.
Neluto, tampoco. Estaban armados con carabinas y revólveres, que
pusieron bajo los árboles. Apenas hablaban entre ellos, o lo
hacían en voz tan baja que no podía escucharles.
-¿Pero... Hunter, Malone? -dijo Ben Raddle.
-Llegaron un cuarto de hora después en
compañía de un indio y del capataz que dirigía la
explotación de la parcela 127. Los reconocimos bien Neluto y yo.
Sí, esos pícaros habían llegado a las vecindades
del Golden Mount, y los acompañaban toda una banda de
aventureros de su misma especie.
-¿Pero qué vienen a hacer?
-preguntó el scout-. ¿Conocen la existencia del
Golden Mount? ¿Saben que una caravana de mineros
llegó hasta aquí?
-Son precisamente las preguntas que me hice, mi buen
Bill -respondió Summy Skim-, y he terminado por tener respuesta
para todas.
En ese momento, el scout hizo señal de
callarse a Summy Skim. Había creído escuchar ruidos
afuera, y, saliendo de la tienda, fue a observar los alrededores del
campamento.
Era el ruido de uno de sus compañeros al
atravesar el canal. Aparecían ya los primeros matices de la
aurora, tan temprana en esa latitud.
La vasta llanura estaba desierta. Ninguna tropa se
aproximaba a la montaña, cuyos bramidos eran lo único que
perturbaba el silencio de la noche. El perro no daba ninguna
señal de inquietud. Permanecía tendido en un
rincón de la tienda.
El scout entró y tranquilizó a
Ben Raddle y a su primo.
Summy Skim continuó:
-Los dos texanos vinieron a sentarse precisamente en
el límite del claro, a diez pasos del matorral detrás del
cual estábamos escondidos. Podía escuchar lo que
decían. En primer lugar hablaron de un perro que habían
encontrado, pero sin decir que le habían disparado. "Es un
encuentro bien extraño", dijo Hunter. "Sí, bien
extraño... en medio de este bosque. No es posible que haya
venido solo a tanta distancia de Dawson City." "Hay cazadores
por aquí", respondió Malone, "no hay duda.
¿Pero dónde están? ¿No habrá ido el
perro a buscarlos? Partió en esa dirección". Y, al
decir esto, Malone tendía la mano hacia el oeste.
"¡Eh!", gritó entonces Hunter.
"¿Quién nos dice que son cazadores los amos del
perro? Nadie se aventura tan lejos para perseguir rumiantes o
fieras." "Pienso como tú, Hunter", declaró
Malone; "por aquí andan mineros en busca de nuevos
yacimientos. ¿No se dice que los hay en el alto Dominion?"
"Sí," respondió Hunter, "ricos terrenos
que estos condenados canadienses quieren explotar ellos solos. Pero
espera a que les pongamos la mano encima y veremos lo que les
queda..." "¡No podrán llenar siquiera un plato o
una escudilla!", replicó Malone, mezclando sus risas con
abominables juramentos.
-¿Hicieron alusión al Golden
Mount? -preguntó Ben Raddle.
-Sí -respondió Summy Skim-, pues Hunter
añadió enseguida: "El Golden Mount del que
hablan a menudo los indios y que nuestro guía Krasak conoce, no
puede estar lejos de aquí, a orillas del mar Polar, y aunque
tengamos que recorrer el litoral desde la punta Barrow hasta la
bahía de Hudson, terminaremos por descubrirlo".
El ingeniero se quedó pensativo. Lo que
temía se había producido. El francés Jacques
Laurier no era el único que conocía la existencia del
Golden Mount. Un indio, ese Krasak, había revelado el
secreto a los texanos, y éstos no tardarían en
localizarlo, sin tener que recorrer todo el litoral del océano
Ártico. Divisarían el volcán en cuanto pusieran el
pie fuera del bosque en el que acababan de acampar. Verían el
humo y las llamas que se arremolinaban encima de su cráter. En
una hora alcanzarían la base del Golden Mount, y,
cuando llegaran cerca del campamento ocupado por sus antiguos vecinos
del lote 127 de Forty Miles Creek, ¿que
pasaría?
Preguntó a Summy Skim:
-¿Dices que Hunter venía
acompañado por una banda numerosa?
-Unos cincuenta hombres armados, y, a mi juicio, no ha
debido reclutarlos entre las pocas personas honestas que existen en
Klondike.
-Es probable, es seguro más bien -afirmó
el scout-. Así pues, nuestra situación es
grave.
La conversación terminó con esta
declaración de Bill Stell. Se tomaron precauciones para guardar
el campamento durante la noche. No se produjo ningún incidente
hasta el amanecer.
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