Imagen que identifica al sitio Nombre del sitio Proponer un intercambio de vínculos
Línea divisoria
Página de inicio

Imagen de identificación de la sección


El volcán de oro
Editado
© Juan Suárez
30 de julio del 2003
Tomado de Logo de Librodot.com
Primera parte
(click encima para ver el contenido del volumen)
Segunda parte
Indicador Un invierno en Klondike
Indicador La historia del moribundo
Indicador Las consecuencias de...
Indicador Circle City
Indicador Hacia los descubrimientos
Indicador Fort Macpherson
Indicador El Golden Mount
Indicador La audaz idea de un...
Indicador La caza del alce
Indicador Inquietudes mortales
Indicador A la defensiva
Indicador Ataque y defensa
Indicador La erupción
Indicador De Dawson City a...

El volcán de oro (versión original)
Segunda parte - Capítulo IV
Circle City

Ya se sabe, las riquezas del norte del Dominion y de Alaska no se limitan a los yacimientos auríferos de Klondike. Estos últimos no tardarían en ser explotados hasta el extremo. Los precios de las concesiones en la parte del distrito regada por el Bonanza y sus afluentes ya eran inabordables. Los sindicatos americanos e ingleses se las disputaban a punta de dólares y de billetes de banco. Si estaban lejos de estar agotadas, pronto sería imposible adquirirlas. Sólo las sociedades poderosas tenían acceso a los nuevos lotes, ya fueran parcelas de río o de montaña. Tenían precios exorbitantes incluso las situadas en los Dómes y los territorios surcados por los afluentes del alto Yukon. Los prospectores, por grupos o aisladamente, se verían obligados a extender sus exploraciones hacia las regiones del norte, descendiendo el curso del Mackensie y el Porcupine. En todo caso, no retrocederían ante ninguna fatiga ni peligro. La avidez humana no conoce obstáculos.

Rumores de todo tipo mantenían vivas las ambiciones del minero. En esas lejanas regiones, más desconocidas de lo que lo fueron Australia, California y el Transvaal en la época de las primeras explotaciones, el campo estaba abierto a las ambiciones... y también a las decepciones. Llegaban noticias transmitidas por no se sabe quién y procedentes de no se sabe dónde. Circulaban gracias a las tribus indias que recorren las vastas soledades del norte en los confines del océano Artico. Incapaces de explotar esos yacimientos por su propia cuenta, estos indígenas trataban de ponerse al servicio de los emigrantes, ya como guías, ya como obreros, atrayéndolos a la región septentrional. De creer lo que decían, los esteros auríferos se multiplicaban en la parte de Norteamérica que se extiende más allá del círculo polar. Estos indios exhibían a veces muestras de pepitas que habían recogido en los alrededores de Dawson City y que pretendían haber encontrado en los territorios situados más allá del paralelo sesenta y tres. Como se comprenderá, para los mineros, a menudo decepcionados en sus esperanzas, debía ser grande el deseo de tomar por auténticos esos descubrimientos, y grande igualmente, irresistible, la tentación de aventurarse por esos territorios aún inexplorados...

Conviene mencionar que la existencia de un volcán aurífero ya estaba acreditada en Klondike, casi desde los primeros años en que el experto en catastros Ogilvie y sus compañeros descubrieron los primeros yacimientos en los alrededores de Dawson City. Era posible que ese rumor hubiera impulsado al francés Jacques Laurier a determinar la situación exacta del volcán para explotarlo luego personalmente, como era posible también que él no fuera el único que poseía el secreto, aunque no había razones serias para creerlo. Desde que él había dejado el estuario de Mackensie, ¿por qué otros aventureros no podían haber reconocido la posición del Golden Mount?

En todo caso, parecía que nadie pensaba todavía, aparte de Ben Raddle y los suyos, lanzarse tras las huellas de Jacques Laurier. Pero, repetimos, la leyenda del volcán de oro no dejaba de tener partidarios, y como algunos mineros se disponían a buscar fortuna en las regiones septentrionales del Dominion, tal vez lo que no estaba más que en estado de hipótesis no tardaría en convertirse en realidad.

Se comprende, por lo tanto, que el ingeniero abrigara el temor de que otro se le adelantara en sus proyectos de subir hasta el litoral del mar Artico, y estaba impaciente por partir, dijera lo que dijera Summy Skim.

Ciertos emigrantes ya habían tratado de descubrir nuevas parcelas a lo largo del Yukon, río abajo de Dawson City. Ya se sabe que la 127 y la 129 y algunas otras parcelas del Forty Miles Creek, actualmente destruidas, ocupaban las orillas del curso inferior. Algunos, sobre todo americanos, se habían dirigido incluso a Circle City, entre otros los dos texanos, Hunter y Malone.

A principios de esta campaña, como se ha dicho, los texanos habían trabajado en los yacimientos alaskienses de Circle City, a lo largo de las riberas del Birch Creek, afluente situado a la izquierda del Yukon. Como esta explotación había arrojado resultados mediocres, habían regresado a la parcela 127, cuya concesión les pertenecía desde hacía un año. Entonces sobrevino la catástrofe del Forty Miles Creek, el terremoto que sumergió las parcelas bajo los torrentes del nuevo río.

Ni Hunter ni Malone ni ninguno de sus hombres fueron personalmente víctimas de ese desastre. Si se creyó que habían perecido en ese cataclismo fue porque, después de haber comprobado que su desgracia era irreparable, decidieron volver inmediatamente a Circle City.

Se puede imaginar que, en esas circunstancias, Hunter no pensaba más que el propio Summy Skim en el asunto que ambos dejaron pendiente y que al parecer ya no tendría consecuencias.

Cuando los texanos llegaron a los yacimientos de Circle City, la buena estación tenía por delante todavía unos dos meses, y no terminaría sino a principios de septiembre. Retomaron, pues, la explotación abandonada. Las ganancias no eran mayores que los gastos, y si Hunter no hubiera contado con ciertos recursos provenientes del juego, sus compañeros se hubieran visto bien apurados en el invierno que se acercaba.

Una circunstancia particular -que no sorprenderá a nadie, sabiendo la clase de tipos que eran­ iba a librarlos de toda preocupación al respecto.

Estos hombres violentos, donde quiera que se toparan con otros semejantes a ellos, americanos o de cualquier nacionalidad, se enzarzaban en discusiones y querellas. Con su insolente pretensión de imponer su voluntad a los demás, de no respetar los derechos de nadie, de actuar en todas partes como en país conquistado, no cesaban de crearse dificultades. Ya se ha visto el cariz que tomaban las cosas en las parcelas del Forty Miles Creek. Ya antes de su llegada, los hombres del 127 habían buscado pendencia a los del 129, y la presencia de Hunter y Malone no había hecho más que envenenar la situación.

Ocurrió lo mismo en la parcela del Birch Creek. Esta vez no se pelearon con extranjeros; fueron sus compatriotas quienes tuvieron que sufrir su mala fe y sus violencias.

Finalmente, el gobernador de Alaska debió actuar contra ellos. La policía y luego la justicia intervinieron. Después de una colisión entre los policías y los hombres de Hunter, todos, amos y obreros, fueron arrestados, condenados a diez meses de cárcel y encerrados en la prisión de Circle City.

En esas condiciones, los texanos y sus compañeros no tenían que preocuparse ni del alojamiento ni de la comida durante el invierno. Las autoridades pensaron que era inútil transportarlos a Sitka, la capital de Alaska. Cumplirían su condena en Circle City.

Hunter y Malone debieron pues renunciar a los placeres de todo tipo que reservan durante el invierno Vancouver, Skagway o Dawson City, y la presencia de estos dos texanos tan honorables no sería señalada en los casinos de estas tres ciudades.

Durante su encarcelamiento, Hunter y Malone tuvieron tiempo para pensar en el porvenir. ¿Qué harían ellos, qué haría su personal cuando salieran de prisión? Ya no se podría reanudar la explotación de la parcela del Forty Miles Creek. El yacimiento de Circle City no daba más que resultados insuficientes. Sus recursos no tardarían en agotarse si no encontraban algún buen negocio. Hombres sin escrúpulos, sin prejuicios, sin ningún sentido moral, saldrían del paso de alguna manera. Sus compañeros harían lo que ellos quisieran, los acompañarían adonde ellos les dijeran, penetrarían hasta en las regiones más apartadas de Alaska o del Dominion antes que regresar a su país de origen, de donde probablemente se habían visto obligados a salir a causa de algún problema con la justicia. Hunter y Malone tenían asegurada la lealtad de esa banda de aventureros que habían reclutado ya hacía años.

Es verdad que esta vez la mala suerte se les había atravesado, y la policía alaskiense no era más soportable que la policía canadiense.

Una condena había liberado al país de su presencia por cierto tiempo. Pero esta condena terminaría cuando volviera la buena estación. ¿Qué harían una vez liberados? Alguna ocasión se presentaría, de la que tratarían de sacar provecho.

Esta ocasión se presentó y he aquí en qué condiciones.

Entre los prisioneros con los que los texanos compartían la vida en la cárcel, Hunter había observado con particular atención a un indio llamado Krasak, quien también parecía observar con particular interés a Hunter. Son simpatías muy naturales entre bribones que se aprecian. Estos dos tipos estaban hechos para comprenderse. Pronto se estableció cierta intimidad entre ellos.

Krasak tendría unos cuarenta años. Era macizo, vigoroso, de mirada cruel y fisonomía salvaje: una naturaleza que no podía sino complacer a Hunter y Malone.

El indio había sido condenado por robo, y tenía que estar todavía varios años en prisión. Era alaskiense de origen, y conocía bien esas regiones, que recorría desde su juventud. Hubiera sido un excelente guía y se hubiera podido confiar en su inteligencia si su persona no inspirara una demasiado justa desconfianza. Los mineros a cuyo servicio había entrado siempre habían terminado quejándose de él, y como consecuencia de un robo importante, precisamente en las explotaciones de Birch Creek, fue encarcelado en la prisión de Circle City.

En el curso del primer mes, Hunter y el indio guardaron cierta reserva el uno frente al otro. Se observaban con insistencia. Hunter creía comprender que Krasak1 quería hacerle alguna confidencia, y la esperaba. No se equivocaba, por lo demás, al pensar que este indio, por haber frecuentado durante tanto tiempo los territorios de la alta Alaska y del alto Dominion, podría serle útil. Le proporcionaría valiosas informaciones sobre esas regiones.

En efecto, un día el indio le habló de sus peregrinaciones por esa parte casi desconocida de Norteamérica, cuando servía de guía a los agentes de la bahía de Hudson. Era precisamente la región comprendida entre Fort Yukon, regada por el Porcupine, Fort Macpherson y el mar Ártico.

Lo que le interesaba a Hunter era sobre todo saber si había yacimientos al otro lado del círculo polar. No desconocía los relatos difundidos por los indios, y tal vez Krasak podría proporcionarle informaciones exactas.

El indio, por su parte, había forjado un proyecto para cuya ejecución le resultaba necesaria la intervención de los texanos. Hunter y sus compañeros quedarían libres dentro de unos meses, mientras que a él todavía le faltaban años. Quería entonces que el texano tuviera interés en ayudarlo cuando hubiera dejado la prisión, favoreciendo su fuga. Solo, le hubiera sido difícil escapar. Con una ayuda de afuera, la tentativa tenía posibilidades de éxito.

Krasak dijo sólo lo que había que decir para despertar la codicia de Hunter. Se expresaba en un inglés bastante comprensible, aprendido mientras trabajaba para la Compañía de la bahía de Hudson.

-Sí -dijo un día-, en el norte y cerca del océano se encuentra el oro en abundancia, y pronto serán miles los mineros que irán al litoral del océano.

-Y bien -respondió Hunter-, sólo hay que hacer una cosa: adelantárseles.

-Sin duda -replicó Krasak-, pero hay que conocer la ubicación de los yacimientos.

-¿Y tú la conoces?

-Conozco varios yacimientos, pero el país es difícil... Uno se puede perder durante meses, o pasar al lado de una parcela sin verla. ¡Ah, si estuviera libre!

Hunter lo miró a la cara.

-¿Y qué harías si estuvieras libre?

-Iría allí donde iba cuando me apresaron -respondió Krasak.

-Por alguna pepita que te habrá tentado atravesando una parcela, y de la que te habrás apropiado...

-Las pepitas son de todos -declaró el indio.

-Sin duda -replicó Hunter, que quería presionar a su hombre-, pero cuando todavía no han sido descubiertas...

-Sí -afirmó Krasak, que evidentemente tenía ideas muy personales sobre el derecho de propiedad-. Pero eso me ha valido la prisión. ¡Ah, si estuviera libre! -replicó, tendiendo su puño en la dirección del norte.

-Pero, ¿adónde ibas tú cuando te cogió la policía?

-Allá, donde el oro se recoge a carretadas -respondió el indio.

Por más que Hunter lo acosó con preguntas, Krasak no dijo más.

Hunter no desconocía la leyenda del Golden Mount, pero, como la casi totalidad de los mineros, no le prestaba crédito. Tal vez el indio se refería a eso. Para qué hacerse ilusiones entonces. Sin embargo, Krasak jamás dijo una palabra sobre esa montaña tan famosa en Klondike y en cuya existencia nadie creía.

¿Era por ignorancia o por prudencia que el indio no hablaba de la montaña? ¿Conocía el secreto del cual Jacques Laurier creía ser el único poseedor? Nadie lo puede decir. Lo que no ofrecía dudas, tanto a Hunter como a Malone, que fue tenido al corriente de estas conversaciones, era que Krasak conocía varios yacimientos situados en las cercanías del mar polar, y ambos coincidieron en el mismo pensamiento: había que arrancarle al indio todo lo que sabía, en vista de una campaña que emprenderían en cuanto sus compañeros y ellos salieran de prisión.

Siguieron interminables conversaciones en esas largas horas de ociosidad. Pero el indio, aunque se mostró siempre afirmativo en cuanto a la existencia de los terrenos auríferos, guardó un absoluto silencio respecto de su ubicación.

Habían llegado los últimos días de abril y, con ellos, el fin de un invierno que había sido tan duro en Circle City como en Klondike, con sus espantosos blizzards y sus ríos excesivos. Los prisioneros habían sufrido mucho. Hunter y sus compañeros tenían prisa por recobrar la libertad, bien resueltos a emprender una expedición hacia las regiones altas del continente americano.

Pero, si ellos iban a ser liberados dentro de unas semanas, no ocurría lo mismo con Krasak. El indio permanecería años en la cárcel si no lograba escapar. Y, como para lograrlo le era necesaria la ayuda de Hunter, le hizo directamente la petición, prometiéndole entrar a su servicio y conducirlo a los yacimientos que conocía en el norte del Klondike.

La fuga sólo era posible abriendo un túnel bajo uno de los muros del patio, que cerraba de un lado la prisión y la ciudad. Desde el interior, el paso no se podía practicar sin herramientas y sin llamar la atención de los guardianes. Desde el exterior, por la noche, tomando ciertas precauciones, el trabajo parecía posible.

Concluyeron el negocio. El 13 de mayo se cumplió el tiempo de condena de Hunter y su banda, y se separaron de Krasak.

El indio sólo tenía que mantenerse alerta. Como no estaba encerrado en una celda, le sería fácil abandonar el dormitorio común y deslizarse a través del patio sin que lo vieran. Lo hizo la noche siguiente. Acostado al pie del muro, esperó.

Tuvo ocasión de poner a prueba su paciencia, pues ningún ruido llegó a sus oídos entre la puesta del sol y el amanecer.

Hunter y Malone no habían podido actuar todavía. Tal vez la policía, viendo que no abandonaban de inmediato la ciudad, quería tenerlos bajo vigilancia. Así pues, había que tomar algunas precauciones para ayudar al indio a fugarse. Las herramientas no les faltaban; estaban premunidos de los picos y las piquetas de la última campaña, que encontraron en el albergue donde se alojaban cuando fueron detenidos y al que regresaron al salir de prisión.

Por lo demás, este pequeño pueblo ya mostraba cierta animación. Los prospectores de los yacimientos alaskienses del bajo Yukon empezaban a afluir en esta segunda quincena del mes de mayo, ya favorable gracias a la precocidad de la buena estación.

A la noche siguiente, a partir de las diez, Krasak pudo retomar su puesto al pie del muro. Empezaba a oscurecer y una brisa bastante fuerte soplaba del norte.

Hacia las once, con la oreja a ras del suelo, el indio creyó percibir un ruido en la base del muro.

No se engañaba. Hunter y Malone se habían puesto a la obra. Cavaban un conducto que pasara bajo el muro sin tener necesidad de desplazar las piedras.

Krasak se puso a cavar el suelo con las manos en cuanto reconoció el lugar en donde trabajaban afuera. Los texanos debieron escucharlo, tal como él los oía a ellos.

No hubo ninguna alerta. Los guardianes no se presentaron en el patio, ni ningún otro prisionero, aunque éstos tenían autorización para ir y venir durante la noche. El viento y el frío los retenían en el interior de la sala.

En fin, un poco antes de la medianoche el pasaje estaba cavado y tenía una anchura suficiente como para que un hombre medianamente corpulento pudiera introducirse en él.

-Ven -dijo la voz de Hunter.

-¿Nadie afuera? -preguntó Krasak.

-Nadie.

Unos instantes después, el indio había atravesado el orificio. ¡Libre al fin!

Por ese lado se extendía una vasta planicie todavía cubierta de placas de nieve, más allá del codo que dibujaba el Yukon y en cuya orilla izquierda está situada Circle City.

El deshielo ya se había producido, y el río arrastraba numerosos témpanos. Una barca no habría podido aventurarse por allí sin riesgos, y además, Hunter no hubiera podido procurarse una sin despertar sospechas.

Pero el indio no era hombre que se hiciera problemas por tan poco. Era capaz de lanzarse sobre un témpano a la deriva y, si era necesario, de ir saltando de uno en otro hasta alcanzar la orilla derecha. Una vez allí, todo el campo se abría delante de él, el campo desierto que conocía bien. Estaría lejos cuando su fuga fuera descubierta por los guardianes.

Hunter le dijo:

-¿Todo está convenido?

-Convenido -respondió Krasak. -¿Dónde nos encontraremos?

-Como se ha dicho: a diez millas de Fort Yukon, en la orilla derecha del Porcupine.

Era lo que habían acordado. Dentro de dos o tres días, Hunter y sus compañeros saldrían de Circle City y se dirigirían hacia Fort Yukon, situado río abajo en el noroeste, a (...)2 leguas. Luego, remontarían el curso del Porcupine hacia el noreste, hasta el lugar donde los esperaría el indio. En cuanto a éste, después de haber franqueado el gran río se dirigiría hacia el norte, en línea recta hacia su afluente.

Pero Krasak no podía partir sin dinero, y Hunter le dio veinte dólares. Tampoco podía aventurarse por esos territorios sin contar con alguna manera de defenderse de los ladrones o las fieras. Hunter le entregó un fusil, un revólver y una cartuchera bien provista.

Luego, en el momento de separarse, repitió:

-¿Todo está convenido?

-Todo.

-Y tú nos conducirás... -dijo Malone.

-Derecho a los terrenos.

Y añadió:

-Y quién sabe... Tal vez al Golden Mount.

Era la primera vez que hablaba del volcán de oro. ¿Creía en su existencia o incluso lo conocía?

Se intercambiaron apretones de mano. Luego Krasak se lanzó sobre un témpano que salía de un remolino y fue cogido enseguida por la comente. A pesar de la oscuridad, Hunter y Malone pudieron verlo pasar de un témpano a otro y finalmente poner el pie en la otra orilla.

Volvieron a su albergue, y al día siguiente comenzaron los preparativos para la nueva campaña.

Como era de esperar, la evasión del indio fue conocida por la mañana. En vano la policía trató de hallar sus huellas. Nadie pensó ni podía sospechar que los texanos le hubieran facilitado la fuga.

Tres días después, Hunter y sus compañeros, en total una treintena de hombres, se embarcaron con un material muy reducido en una chalana que iba a descender el río hasta Fort Yukon. Era una voluminosa embarcación construida para resistir los choques del deshielo. Cubrieron la distancia que separa Fort Selkirk de Dawson City en cuarenta y ocho horas.

El 22, después de haberse abastecido en Fort Yukon y de haber cargado de provisiones el trineo, el que tiraban vigorosos perros, la caravana se fue bordeando la orilla izquierda del Porcupine en dirección al noreste. Si el indio cumplía exactamente lo prometido, lo encontrarían esa misma tarde.

-Ojalá así sea -dijo Malone.

-Así será -respondió Hunter-. Nadie cumple mejor su palabra que los tipos valientes de esa especie.

El indio estaba donde tenía que estar, y, bajo su dirección, la banda continuó el camino bordeando este importante afluente del Yukon.

Línea divisoria

1. Julio Veme llama a veces "Karrak" a este indio. Miguel Veme escogió el nombre de "Krarak".
2. Dejado en blanco por Verne.

Ir al próximo capítuloIr al capítulo anterior

SubirSubir al tope de la página


© Viaje al centro del Verne desconocido. Sitio diseñado y mantenido por Ariel Pérez.
Compatible con Microsoft Internet Explorer y Netscape Navigator. Se ve mejor en 800 x 600.