El volcán de oro (versión
original)
Segunda parte - Capítulo IV Circle City
Ya se sabe, las riquezas del norte del Dominion y de
Alaska no se limitan a los yacimientos auríferos de Klondike.
Estos últimos no tardarían en ser explotados hasta el
extremo. Los precios de las concesiones en la parte del distrito regada
por el Bonanza y sus afluentes ya eran inabordables. Los sindicatos
americanos e ingleses se las disputaban a punta de dólares y de
billetes de banco. Si estaban lejos de estar agotadas, pronto
sería imposible adquirirlas. Sólo las sociedades
poderosas tenían acceso a los nuevos lotes, ya fueran parcelas
de río o de montaña. Tenían precios exorbitantes
incluso las situadas en los Dómes y los territorios surcados por
los afluentes del alto Yukon. Los prospectores, por grupos o
aisladamente, se verían obligados a extender sus exploraciones
hacia las regiones del norte, descendiendo el curso del Mackensie y el
Porcupine. En todo caso, no retrocederían ante ninguna fatiga ni
peligro. La avidez humana no conoce obstáculos.
Rumores de todo tipo mantenían vivas las
ambiciones del minero. En esas lejanas regiones, más
desconocidas de lo que lo fueron Australia, California y el Transvaal
en la época de las primeras explotaciones, el campo estaba
abierto a las ambiciones... y también a las decepciones.
Llegaban noticias transmitidas por no se sabe quién y
procedentes de no se sabe dónde. Circulaban gracias a las tribus
indias que recorren las vastas soledades del norte en los confines del
océano Artico. Incapaces de explotar esos yacimientos por su
propia cuenta, estos indígenas trataban de ponerse al servicio
de los emigrantes, ya como guías, ya como obreros,
atrayéndolos a la región septentrional. De creer lo que
decían, los esteros auríferos se multiplicaban en la
parte de Norteamérica que se extiende más allá del
círculo polar. Estos indios exhibían a veces muestras de
pepitas que habían recogido en los alrededores de Dawson City y
que pretendían haber encontrado en los territorios situados
más allá del paralelo sesenta y tres. Como se
comprenderá, para los mineros, a menudo decepcionados en sus
esperanzas, debía ser grande el deseo de tomar por
auténticos esos descubrimientos, y grande igualmente,
irresistible, la tentación de aventurarse por esos territorios
aún inexplorados...
Conviene mencionar que la existencia de un
volcán aurífero ya estaba acreditada en Klondike, casi
desde los primeros años en que el experto en catastros Ogilvie y
sus compañeros descubrieron los primeros yacimientos en los
alrededores de Dawson City. Era posible que ese rumor hubiera impulsado
al francés Jacques Laurier a determinar la situación
exacta del volcán para explotarlo luego personalmente, como era
posible también que él no fuera el único que
poseía el secreto, aunque no había razones serias para
creerlo. Desde que él había dejado el estuario de
Mackensie, ¿por qué otros aventureros no podían
haber reconocido la posición del Golden Mount?
En todo caso, parecía que nadie pensaba
todavía, aparte de Ben Raddle y los suyos, lanzarse tras las
huellas de Jacques Laurier. Pero, repetimos, la leyenda del
volcán de oro no dejaba de tener partidarios, y como algunos
mineros se disponían a buscar fortuna en las regiones
septentrionales del Dominion, tal vez lo que no estaba más que
en estado de hipótesis no tardaría en convertirse en
realidad.
Se comprende, por lo tanto, que el ingeniero abrigara
el temor de que otro se le adelantara en sus proyectos de subir hasta
el litoral del mar Artico, y estaba impaciente por partir, dijera lo
que dijera Summy Skim.
Ciertos emigrantes ya habían tratado de
descubrir nuevas parcelas a lo largo del Yukon, río abajo de
Dawson City. Ya se sabe que la 127 y la 129 y algunas otras parcelas
del Forty Miles Creek, actualmente destruidas, ocupaban las
orillas del curso inferior. Algunos, sobre todo americanos, se
habían dirigido incluso a Circle City, entre otros los dos
texanos, Hunter y Malone.
A principios de esta campaña, como se ha dicho,
los texanos habían trabajado en los yacimientos alaskienses de
Circle City, a lo largo de las riberas del Birch Creek,
afluente situado a la izquierda del Yukon. Como esta explotación
había arrojado resultados mediocres, habían regresado a
la parcela 127, cuya concesión les pertenecía desde
hacía un año. Entonces sobrevino la catástrofe del
Forty Miles Creek, el terremoto que sumergió las
parcelas bajo los torrentes del nuevo río.
Ni Hunter ni Malone ni ninguno de sus hombres fueron
personalmente víctimas de ese desastre. Si se creyó que
habían perecido en ese cataclismo fue porque, después de
haber comprobado que su desgracia era irreparable, decidieron volver
inmediatamente a Circle City.
Se puede imaginar que, en esas circunstancias, Hunter
no pensaba más que el propio Summy Skim en el asunto que ambos
dejaron pendiente y que al parecer ya no tendría
consecuencias.
Cuando los texanos llegaron a los yacimientos de
Circle City, la buena estación tenía por delante
todavía unos dos meses, y no terminaría sino a principios
de septiembre. Retomaron, pues, la explotación abandonada. Las
ganancias no eran mayores que los gastos, y si Hunter no hubiera
contado con ciertos recursos provenientes del juego, sus
compañeros se hubieran visto bien apurados en el invierno que se
acercaba.
Una circunstancia particular -que no
sorprenderá a nadie, sabiendo la clase de tipos que eran
iba a librarlos de toda preocupación al respecto.
Estos hombres violentos, donde quiera que se toparan
con otros semejantes a ellos, americanos o de cualquier nacionalidad,
se enzarzaban en discusiones y querellas. Con su insolente
pretensión de imponer su voluntad a los demás, de no
respetar los derechos de nadie, de actuar en todas partes como en
país conquistado, no cesaban de crearse dificultades. Ya se ha
visto el cariz que tomaban las cosas en las parcelas del Forty
Miles Creek. Ya antes de su llegada, los hombres del 127
habían buscado pendencia a los del 129, y la presencia de Hunter
y Malone no había hecho más que envenenar la
situación.
Ocurrió lo mismo en la parcela del Birch
Creek. Esta vez no se pelearon con extranjeros; fueron sus
compatriotas quienes tuvieron que sufrir su mala fe y sus
violencias.
Finalmente, el gobernador de Alaska debió
actuar contra ellos. La policía y luego la justicia
intervinieron. Después de una colisión entre los
policías y los hombres de Hunter, todos, amos y obreros, fueron
arrestados, condenados a diez meses de cárcel y encerrados en la
prisión de Circle City.
En esas condiciones, los texanos y sus
compañeros no tenían que preocuparse ni del alojamiento
ni de la comida durante el invierno. Las autoridades pensaron que era
inútil transportarlos a Sitka, la capital de Alaska.
Cumplirían su condena en Circle City.
Hunter y Malone debieron pues renunciar a los placeres
de todo tipo que reservan durante el invierno Vancouver, Skagway o
Dawson City, y la presencia de estos dos texanos tan honorables no
sería señalada en los casinos de estas tres ciudades.
Durante su encarcelamiento, Hunter y Malone tuvieron
tiempo para pensar en el porvenir. ¿Qué harían
ellos, qué haría su personal cuando salieran de
prisión? Ya no se podría reanudar la explotación
de la parcela del Forty Miles Creek. El yacimiento de Circle
City no daba más que resultados insuficientes. Sus recursos no
tardarían en agotarse si no encontraban algún buen
negocio. Hombres sin escrúpulos, sin prejuicios, sin
ningún sentido moral, saldrían del paso de alguna manera.
Sus compañeros harían lo que ellos quisieran, los
acompañarían adonde ellos les dijeran, penetrarían
hasta en las regiones más apartadas de Alaska o del Dominion
antes que regresar a su país de origen, de donde probablemente
se habían visto obligados a salir a causa de algún
problema con la justicia. Hunter y Malone tenían asegurada la
lealtad de esa banda de aventureros que habían reclutado ya
hacía años.
Es verdad que esta vez la mala suerte se les
había atravesado, y la policía alaskiense no era
más soportable que la policía canadiense.
Una condena había liberado al país de su
presencia por cierto tiempo. Pero esta condena terminaría cuando
volviera la buena estación. ¿Qué harían una
vez liberados? Alguna ocasión se presentaría, de la que
tratarían de sacar provecho.
Esta ocasión se presentó y he
aquí en qué condiciones.
Entre los prisioneros con los que los texanos
compartían la vida en la cárcel, Hunter había
observado con particular atención a un indio llamado Krasak,
quien también parecía observar con particular
interés a Hunter. Son simpatías muy naturales entre
bribones que se aprecian. Estos dos tipos estaban hechos para
comprenderse. Pronto se estableció cierta intimidad entre
ellos.
Krasak tendría unos cuarenta años. Era
macizo, vigoroso, de mirada cruel y fisonomía salvaje: una
naturaleza que no podía sino complacer a Hunter y Malone.
El indio había sido condenado por robo, y
tenía que estar todavía varios años en
prisión. Era alaskiense de origen, y conocía bien esas
regiones, que recorría desde su juventud. Hubiera sido un
excelente guía y se hubiera podido confiar en su inteligencia si
su persona no inspirara una demasiado justa desconfianza. Los mineros a
cuyo servicio había entrado siempre habían terminado
quejándose de él, y como consecuencia de un robo
importante, precisamente en las explotaciones de Birch Creek,
fue encarcelado en la prisión de Circle City.
En el curso del primer mes, Hunter y el indio
guardaron cierta reserva el uno frente al otro. Se observaban con
insistencia. Hunter creía comprender que Krasak1 quería hacerle alguna
confidencia, y la esperaba. No se equivocaba, por lo demás, al
pensar que este indio, por haber frecuentado durante tanto tiempo los
territorios de la alta Alaska y del alto Dominion, podría serle
útil. Le proporcionaría valiosas informaciones sobre esas
regiones.
En efecto, un día el indio le habló de
sus peregrinaciones por esa parte casi desconocida de
Norteamérica, cuando servía de guía a los agentes
de la bahía de Hudson. Era precisamente la región
comprendida entre Fort Yukon, regada por el Porcupine, Fort Macpherson
y el mar Ártico.
Lo que le interesaba a Hunter era sobre todo saber si
había yacimientos al otro lado del círculo polar. No
desconocía los relatos difundidos por los indios, y tal vez
Krasak podría proporcionarle informaciones exactas.
El indio, por su parte, había forjado un
proyecto para cuya ejecución le resultaba necesaria la
intervención de los texanos. Hunter y sus compañeros
quedarían libres dentro de unos meses, mientras que a él
todavía le faltaban años. Quería entonces que el
texano tuviera interés en ayudarlo cuando hubiera dejado la
prisión, favoreciendo su fuga. Solo, le hubiera sido
difícil escapar. Con una ayuda de afuera, la tentativa
tenía posibilidades de éxito.
Krasak dijo sólo lo que había que decir
para despertar la codicia de Hunter. Se expresaba en un inglés
bastante comprensible, aprendido mientras trabajaba para la
Compañía de la bahía de Hudson.
-Sí -dijo un día-, en el norte y cerca
del océano se encuentra el oro en abundancia, y pronto
serán miles los mineros que irán al litoral del
océano.
-Y bien -respondió Hunter-, sólo hay que
hacer una cosa: adelantárseles.
-Sin duda -replicó Krasak-, pero hay que
conocer la ubicación de los yacimientos.
-¿Y tú la conoces?
-Conozco varios yacimientos, pero el país es
difícil... Uno se puede perder durante meses, o pasar al lado de
una parcela sin verla. ¡Ah, si estuviera libre!
Hunter lo miró a la cara.
-¿Y qué harías si estuvieras
libre?
-Iría allí donde iba cuando me apresaron
-respondió Krasak.
-Por alguna pepita que te habrá tentado
atravesando una parcela, y de la que te habrás apropiado...
-Las pepitas son de todos -declaró el
indio.
-Sin duda -replicó Hunter, que quería
presionar a su hombre-, pero cuando todavía no han sido
descubiertas...
-Sí -afirmó Krasak, que evidentemente
tenía ideas muy personales sobre el derecho de propiedad-. Pero
eso me ha valido la prisión. ¡Ah, si estuviera libre!
-replicó, tendiendo su puño en la dirección del
norte.
-Pero, ¿adónde ibas tú cuando te
cogió la policía?
-Allá, donde el oro se recoge a carretadas
-respondió el indio.
Por más que Hunter lo acosó con
preguntas, Krasak no dijo más.
Hunter no desconocía la leyenda del Golden
Mount, pero, como la casi totalidad de los mineros, no le prestaba
crédito. Tal vez el indio se refería a eso. Para
qué hacerse ilusiones entonces. Sin embargo, Krasak jamás
dijo una palabra sobre esa montaña tan famosa en Klondike y en
cuya existencia nadie creía.
¿Era por ignorancia o por prudencia que el
indio no hablaba de la montaña? ¿Conocía el
secreto del cual Jacques Laurier creía ser el único
poseedor? Nadie lo puede decir. Lo que no ofrecía dudas, tanto a
Hunter como a Malone, que fue tenido al corriente de estas
conversaciones, era que Krasak conocía varios yacimientos
situados en las cercanías del mar polar, y ambos coincidieron en
el mismo pensamiento: había que arrancarle al indio todo lo que
sabía, en vista de una campaña que emprenderían en
cuanto sus compañeros y ellos salieran de prisión.
Siguieron interminables conversaciones en esas largas
horas de ociosidad. Pero el indio, aunque se mostró siempre
afirmativo en cuanto a la existencia de los terrenos auríferos,
guardó un absoluto silencio respecto de su ubicación.
Habían llegado los últimos días
de abril y, con ellos, el fin de un invierno que había sido tan
duro en Circle City como en Klondike, con sus espantosos
blizzards y sus ríos excesivos. Los prisioneros
habían sufrido mucho. Hunter y sus compañeros
tenían prisa por recobrar la libertad, bien resueltos a
emprender una expedición hacia las regiones altas del continente
americano.
Pero, si ellos iban a ser liberados dentro de unas
semanas, no ocurría lo mismo con Krasak. El indio
permanecería años en la cárcel si no lograba
escapar. Y, como para lograrlo le era necesaria la ayuda de Hunter, le
hizo directamente la petición, prometiéndole entrar a su
servicio y conducirlo a los yacimientos que conocía en el norte
del Klondike.
La fuga sólo era posible abriendo un
túnel bajo uno de los muros del patio, que cerraba de un lado la
prisión y la ciudad. Desde el interior, el paso no se
podía practicar sin herramientas y sin llamar la atención
de los guardianes. Desde el exterior, por la noche, tomando ciertas
precauciones, el trabajo parecía posible.
Concluyeron el negocio. El 13 de mayo se
cumplió el tiempo de condena de Hunter y su banda, y se
separaron de Krasak.
El indio sólo tenía que mantenerse
alerta. Como no estaba encerrado en una celda, le sería
fácil abandonar el dormitorio común y deslizarse a
través del patio sin que lo vieran. Lo hizo la noche siguiente.
Acostado al pie del muro, esperó.
Tuvo ocasión de poner a prueba su paciencia,
pues ningún ruido llegó a sus oídos entre la
puesta del sol y el amanecer.
Hunter y Malone no habían podido actuar
todavía. Tal vez la policía, viendo que no abandonaban de
inmediato la ciudad, quería tenerlos bajo vigilancia. Así
pues, había que tomar algunas precauciones para ayudar al indio
a fugarse. Las herramientas no les faltaban; estaban premunidos de los
picos y las piquetas de la última campaña, que
encontraron en el albergue donde se alojaban cuando fueron detenidos y
al que regresaron al salir de prisión.
Por lo demás, este pequeño pueblo ya
mostraba cierta animación. Los prospectores de los yacimientos
alaskienses del bajo Yukon empezaban a afluir en esta segunda quincena
del mes de mayo, ya favorable gracias a la precocidad de la buena
estación.
A la noche siguiente, a partir de las diez, Krasak
pudo retomar su puesto al pie del muro. Empezaba a oscurecer y una
brisa bastante fuerte soplaba del norte.
Hacia las once, con la oreja a ras del suelo, el indio
creyó percibir un ruido en la base del muro.
No se engañaba. Hunter y Malone se
habían puesto a la obra. Cavaban un conducto que pasara bajo el
muro sin tener necesidad de desplazar las piedras.
Krasak se puso a cavar el suelo con las manos en
cuanto reconoció el lugar en donde trabajaban afuera. Los
texanos debieron escucharlo, tal como él los oía a
ellos.
No hubo ninguna alerta. Los guardianes no se
presentaron en el patio, ni ningún otro prisionero, aunque
éstos tenían autorización para ir y venir durante
la noche. El viento y el frío los retenían en el interior
de la sala.
En fin, un poco antes de la medianoche el pasaje
estaba cavado y tenía una anchura suficiente como para que un
hombre medianamente corpulento pudiera introducirse en él.
-Ven -dijo la voz de Hunter.
-¿Nadie afuera? -preguntó Krasak.
-Nadie.
Unos instantes después, el indio había
atravesado el orificio. ¡Libre al fin!
Por ese lado se extendía una vasta planicie
todavía cubierta de placas de nieve, más allá del
codo que dibujaba el Yukon y en cuya orilla izquierda está
situada Circle City.
El deshielo ya se había producido, y el
río arrastraba numerosos témpanos. Una barca no
habría podido aventurarse por allí sin riesgos, y
además, Hunter no hubiera podido procurarse una sin despertar
sospechas.
Pero el indio no era hombre que se hiciera problemas
por tan poco. Era capaz de lanzarse sobre un témpano a la deriva
y, si era necesario, de ir saltando de uno en otro hasta alcanzar la
orilla derecha. Una vez allí, todo el campo se abría
delante de él, el campo desierto que conocía bien.
Estaría lejos cuando su fuga fuera descubierta por los
guardianes.
Hunter le dijo:
-¿Todo está convenido?
-Convenido -respondió Krasak.
-¿Dónde nos encontraremos?
-Como se ha dicho: a diez millas de Fort Yukon, en la
orilla derecha del Porcupine.
Era lo que habían acordado. Dentro de dos o
tres días, Hunter y sus compañeros saldrían de
Circle City y se dirigirían hacia Fort Yukon, situado río
abajo en el noroeste, a (...)2 leguas. Luego, remontarían el curso del
Porcupine hacia el noreste, hasta el lugar donde los esperaría
el indio. En cuanto a éste, después de haber franqueado
el gran río se dirigiría hacia el norte, en línea
recta hacia su afluente.
Pero Krasak no podía partir sin dinero, y
Hunter le dio veinte dólares. Tampoco podía aventurarse
por esos territorios sin contar con alguna manera de defenderse de los
ladrones o las fieras. Hunter le entregó un fusil, un
revólver y una cartuchera bien provista.
Luego, en el momento de separarse, repitió:
-¿Todo está convenido?
-Todo.
-Y tú nos conducirás... -dijo
Malone.
-Derecho a los terrenos.
Y añadió:
-Y quién sabe... Tal vez al Golden
Mount.
Era la primera vez que hablaba del volcán de
oro. ¿Creía en su existencia o incluso lo
conocía?
Se intercambiaron apretones de mano. Luego Krasak se
lanzó sobre un témpano que salía de un remolino y
fue cogido enseguida por la comente. A pesar de la oscuridad, Hunter y
Malone pudieron verlo pasar de un témpano a otro y finalmente
poner el pie en la otra orilla.
Volvieron a su albergue, y al día siguiente
comenzaron los preparativos para la nueva campaña.
Como era de esperar, la evasión del indio fue
conocida por la mañana. En vano la policía trató
de hallar sus huellas. Nadie pensó ni podía sospechar que
los texanos le hubieran facilitado la fuga.
Tres días después, Hunter y sus
compañeros, en total una treintena de hombres, se embarcaron con
un material muy reducido en una chalana que iba a descender el
río hasta Fort Yukon. Era una voluminosa embarcación
construida para resistir los choques del deshielo. Cubrieron la
distancia que separa Fort Selkirk de Dawson City en cuarenta y ocho
horas.
El 22, después de haberse abastecido en Fort
Yukon y de haber cargado de provisiones el trineo, el que tiraban
vigorosos perros, la caravana se fue bordeando la orilla izquierda del
Porcupine en dirección al noreste. Si el indio cumplía
exactamente lo prometido, lo encontrarían esa misma tarde.
-Ojalá así sea -dijo Malone.
-Así será -respondió Hunter-.
Nadie cumple mejor su palabra que los tipos valientes de esa
especie.
El indio estaba donde tenía que estar, y, bajo
su dirección, la banda continuó el camino bordeando este
importante afluente del Yukon.
1. Julio Veme llama a
veces "Karrak" a este indio. Miguel Veme escogió el
nombre de "Krarak".
2. Dejado en blanco por Verne.
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