El volcán de oro (versión
original)
Segunda parte - Capítulo VIII La audaz idea de un ingeniero
Lo mejor que se podía hacer era dejar al
scout la responsabilidad de organizar el campamento en
previsión de una estancia de algunas semanas. Cuando Ben Raddle
se lanzó en esta nueva campaña, no dudó de que,
según las informaciones de Jacques Laurier, exactas por lo
demás, bastaría con ir al Golden Mount, sacar
las pepitas del cráter, cargarlas en los carros y regresar a
Dawson City. Se requerirían a lo sumo ocho días para la
realización de este fácil trabajo, y el viaje, ida y
vuelta comprendidas, no se prolongaría por más de tres
meses. Después de haber dejado la capital de Klondike el 7 de
mayo, la caravana regresaría los primeros días de agosto.
Tendrían tiempo suficiente para llegar a Skagway, bajo la
conducción de Bill Stell, antes de los grandes fríos, y
luego a Vancouver, de donde el tren llevaría a Ben Raddle y
Summy Skim a Montreal.
-¡Y qué tren -bromeaba Summy Skim-,
qué tren será necesario para transportarnos a nosotros y
los millones del Golden Mount, y qué exceso de
equipaje!
Pero los millones estaban en el cráter, y no se
los podía sacar.
El scout, como hombre entendido, tomó
todas las medidas para asegurar la existencia de sus compañeros
y la comida para los animales hasta el día en que les fuera
absolutamente indispensable abandonar el campamento. Tratar de
permanecer allí durante el invierno era imposible. Pasara lo que
pasara, tuviera o no éxito la campaña, habría que
dejarlo a mediados de agosto, a más tardar. Después de
esa fecha, la marcha a través de esa región más
allá del círculo ártico, en la que las borrascas y
las tempestades de nieve causan estragos, se haría
imposible.
-Ahí está el ejemplo de esos dos
desdichados franceses -observó Summy Skim-, que los fríos
de noviembre dejaron muertos en el camino.
La vida en ese lugar iba a ser una constante espera;
se necesitaría una fuerte dosis de paciencia para soportarla.
Claro, podrían observar el estado del volcán, estar al
tanto de si la erupción se acentuaba, y tendrían que
realizar otras ascensiones. Ni Ben Raddle ni el contramaestre, ellos
sobre todo, retrocederían ante la fatiga, y seguirían
día a día el progreso del fenómeno.
Summy Skim sabría aprovechar esas largas horas
cazando, ya fuera en las planicies del sur y del oeste, ya en las
marismas del delta del Mackensie. La caza de marisma, los patos entre
otros, no faltaba, lo mismo que la caza de piel o de pluma en las
praderas y en los bosques. Probablemente serían otra vez Neluto
y él los únicos que no encontrarían los
días interminables. Tendrían cuidado, desde luego, de no
alejarse demasiado. Durante el verano, algunas tribus indígenas
frecuentan el litoral del océano Polar, y lo mejor es
evitarlas.
En cuanto al personal de la caravana, si quería
entregarse al placer de la pesca tendría todo el tiempo que
quisiera. El pescado abundaba en ese laberinto de esteros que se
multiplicaban entre los ramales orientales y occidentales del
río. Sólo por ese concepto, la alimentación
general habría estado asegurada hasta la formación de los
primeros témpanos.
Al cabo de unos días no se había
producido ningún cambio en la situación. Pero, aunque Ben
Raddle no observó que la erupción mostrara una tendencia
a intensificarse, pudo adquirir la certeza de que la chimenea
volcánica estaba cavada en el lado este del monte. Por eso el
perfil occidental era más alargado y por allí la
ascensión era más fácil. Desde el campamento,
establecido casi al pie del Golden Mount y que dominaba su
fachada oriental, se escuchaba con bastante claridad el sordo tumulto
del trabajo plutónico. El ingeniero concluía que el
espesor de ese lado abrupto no debía ser muy importante y que
las paredes de la chimenea no debían estar lejos de la
superficie. El contramaestre compartía esta opinión.
Pero, admitiendo que fuera posible cavar una galería hasta esa
pared, no serviría para introducirse en la chimenea, ya que
ésta estaría en toda su longitud llena de humo y
quizás también de llamas. La única ventaja de
cavar una galería estaba en que, como transmitiría los
ruidos internos al exterior, sería más fácil
reconocer los síntomas de una próxima erupción sin
que fuera necesario subir a la cima para examinar el cráter.
Por desgracia, durante esta primera semana ninguna
llama, ninguna materia eruptiva escapó de la boca del
volcán. Lo único que se observaba era un remolino de
vapores fuliginosos.
Llegó el primer día de julio. Se
imaginará fácilmente con qué impaciencia
vivían Ben Raddle y sus compañeros. La imposibilidad de
hacer algo para modificar la situación los enervaba a todos, en
grados diversos. Una vez que instalaron el campamento, el
scout y sus hombres no tenían nada que hacer de la
mañana a la noche. Unos pasaban el tiempo pescando, en el
Rubber Creek o en el principal brazo del delta. Los otros iban
a tender las redes al litoral. De esta manera tenían en
abundancia pescado de agua dulce y pescado de mar. Pero nada
impedía que los días se hicieran interminables.
Varias veces Summy Skim propuso a Ben Raddle que lo
acompañara a cazar. Pero el ingeniero rehusó siempre. El
contramaestre, el scout y él se quedaban en el
campamento o erraban al pie de la montaña, conversando,
discutiendo, observando, sin poder llegar a ninguna conclusión.
Hicieron dos nuevas ascensiones, y encontraron las cosas en el mismo
estado: volutas de humo, bocanadas violentas de vapor a veces, pero
jamás una eyección.
-¿No se podría provocar una
erupción -dijo un día el scout- o, en su
defecto, no se podría abrir el vientre a esta montaña con
dinamita?
Ben Raddle miró a Bill Stell, sacudió la
cabeza y no dijo una palabra.
Pero Lorique respondió:
-Toda nuestra provisión de pólvora no
bastaría, y, además, admitiendo que se abriera una
brecha, ¿qué saldría de allí?
-Tal vez un torrente de pepitas -dijo Bill Stell.
-No -declaró Lorique-, nada más que
vapores. Saldrían por la brecha en lugar de salir por el
cráter. Eso es todo lo que ganaríamos. No
habríamos avanzado un paso. Lo que es seguro es que el
Golden Mount estaba dormido desde hace tiempo, y ahora se
despierta. Si hubiéramos llegado algunos meses antes, es
probable que hubiéramos podido bajar al cráter. Pero la
mala suerte está con nosotros, y sin duda pasará tiempo
antes de que la erupción se produzca. Lo más sensato es,
simplemente, armarse de paciencia.
-En dos meses estaremos a principios del invierno
-declaró Bill Stell.
-Lo sé, scout.
-Y si la erupción no se ha producido...
habrá que partir de todos modos.
-Lo sé -repitió el contramaestre-. Y
bien, en ese caso partiremos, regresaremos a Dawson City y volveremos
en los primeros días de primavera.
-¿Cree usted que el señor Skim
consentirá en pasar un segundo invierno en Klondike?
-Summy podrá volver a Montreal si quiere -dijo
entonces el ingeniero, interviniendo en la conversación-. En
cuanto a mí, me quedaré en Dawson City y sólo
tendrá que reunirse conmigo allí, si quiere, en el mes de
mayo próximo. Tarde o temprano el volcán estará en
plena erupción, y yo quiero estar aquí.
Como se ve, el ingeniero había reflexionado
bien sobre sus proyectos y estaba decidido. Pero, ¿qué
haría Summy Skim?
El scout se contentó con decir:
-Sí, tarde o temprano el Golden Mount
arrojará sus pepitas y su polvo de oro... Pero lo mejor
sería que lo hiciera pronto... ¿Y no se podría
provocar esa erupción? -dijo una vez más.
Por segunda vez, Ben Raddle se limitó a mirar
sin decir palabra.
En los días siguientes se declaró el mal
tiempo. Grandes tormentas llegaron del sur, y parecía que bajo
la acción de esas perturbaciones atmosféricas el
volcán se volvía más activo. Algunas llamas
aparecieron entre los vapores, pero sin arrastrar las sustancias
contenidas en el cráter.
Las tormentas no duraron mucho y fueron seguidas por
lluvias torrenciales. Se produjo la inundación parcial del
estuario del Mackensie, y las aguas se desbordaron entre los dos brazos
principales del río.
Por supuesto que durante este fastidioso
período Summy Skim no pudo irse de caza, y los días le
parecieron eternos. Por otra parte, el scout había
creído su deber ponerlo al corriente de las intenciones de Ben
Raddle: volver, si era preciso, a pasar el invierno en Dawson City
dejando en libertad a su primo para regresar a Montreal. Podrían
reanudar juntos la campaña en la primavera próxima.
El primer impulso de Summy Skim fue rebelarse. Pero se
contuvo y dijo solamente:
-Estaba seguro.
Y como Ben Raddle no le hizo ninguna confidencia,
él guardó la misma reserva, esperando el momento en que
fuera necesaria una explicación definitiva.
El 5 de julio, después del mediodía,
Summy Skim, el contramaestre y el scout fueron invitados por
Ben Raddle a seguirlo a la tienda. En cuanto se hubieron instalado, el
ingeniero, después de haber reflexionado una vez más el
proyecto que meditaba desde hacía algún tiempo, se
expresó en los siguientes términos:
-Escuchen, amigos, lo que voy a decirles.
Su expresión era grave. Las arrugas de la
frente revelaban la obsesión que lo dominaba. Dada la sincera
amistad que experimentaba por él, Summy Skim se sintió
profundamente turbado. ¿Había tomado la decisión
de abandonar la campaña, de renunciar a luchar contra la
naturaleza, que se negaba a secundarlo? ¿Iba a declarar, por
fin, su determinación de regresar a Montreal si la
situación no cambiaba antes de la mala estación, antes de
seis semanas?
-Mis amigos -continuó-, no hay ninguna duda
sobre la existencia de Golden Mount y sobre el valor de las
materias que encierra. Jacques Laurier no estaba equivocado... Nosotros
hemos podido comprobarlo con nuestros propios ojos. Por desgracia,
estas primeras manifestaciones de una nueva erupción nos han
impedido entrar en el cráter del Golden Mount. Si
hubiéramos podido bajar, nuestra campaña habría
terminado e iríamos ya de regreso a Klondike.
-La erupción se producirá -dijo entonces
el contramaestre en tono afirmativo-, y tal vez, es de esperar,
¡antes de la llegada del invierno!
-Que así sea -declaró Bill Stell- y todo
habrá marchado del mejor modo.
-En seis semanas a más tardar -observó
Summy Skim.
Hubo unos instantes de silencio. Cada uno,
según su manera de ver las cosas, había dicho lo que
tenía que decir. Pero sin duda el ingeniero tenía una
proposición que hacer. Pareció que vacilaba antes de
exponerla a sus compañeros.
Después de haberse pasado la mano por la
frente, como hombre que se pregunta si ha previsto bien todas las
consecuencias de un proyecto largamente meditado, continuó:
-Mis amigos, hace un tiempo dejé sin respuesta
una proposición de nuestro guía Bill Stell. Es posible
que él la haya hecho bajo la impresión del despecho que
le causaba la impotencia en que nos hallamos para realizar nuestra
tarea. Desde entonces, he reflexionado profundamente, he buscado los
medios de ejecución... Creo haberlos encontrado. Cuando Stell,
ante esta erupción que no acaba de producirse, dijo:
"¿por qué no provocarla?", yo me dije a mi vez:
"sí, ¿por qué no provocarla?"
El guía se levantó bruscamente,
impaciente por que Ben Raddle completara su explicación, pues
cuando él había dicho tal cosa en efecto lo había
hecho por despecho.
Summy Skim y Lorique se miraban y parecían
preguntarse si el ingeniero estaba aún en posesión total
de sus facultades mentales, si tantas decepciones y preocupaciones
quizás no le habrían quebrantado la razón.
Pero no. Con la lucidez de un hombre perfectamente
dueño de sí mismo respondió al scout
cuando éste dijo:
-Provocar la erupción del Golden
Mount... Muy bien. ¿Pero cómo?
-Escuchen: los volcanes, como ustedes saben,
están todos situados al borde del mar o en las cercanías
de un litoral... el Vesubio, el Etna, el Hecla, el Chimborazo (...),
tanto los del Nuevo Mundo como los del Viejo Mundo. Se concluye
naturalmente que deben estar en comunicación subterránea
con los océanos. Las aguas se infiltran en él, se
introducen brusca o lentamente según la disposición del
suelo, penetran hasta el fuego interior, se calientan, se convierten en
vapores y, cuando estos vapores encerrados en las entrañas del
globo han adquirido una alta tensión, provocan un trastorno
interno, tratan de escapar hacia el exterior, arrastran las escorias,
las cenizas, las rocas por la chimenea del volcán en medio de
torbellinos de humo y llamas. Esa es, sin duda, la causa de las
erupciones y de los terremotos. Y bien, lo que hace la naturaleza,
¿por qué no lo pueden hacer los hombres?
Se puede decir que en ese momento todos devoraban al
ingeniero con la mirada. La explicación que acababa de dar de
los fenómenos eruptivos era seguramente la verdadera.
Seguramente también el Golden Mount debía
recibir en sus entrañas las infiltraciones del océano
Ártico. Y si, durante un tiempo más o menos largo,
después de la última erupción, las comunicaciones
estaban obstruidas, actualmente no lo estaban puesto que, bajo la
presión de las aguas volatilizadas, el volcán empezaba a
expulsar torbellinos de vapor.
¿Pero era posible alcanzar esas comunicaciones
subterráneas, introducir a torrentes el agua del mar en la
hoguera central? ¿Había llevado su audacia el ingeniero
hasta querer intentar una obra semejante... hasta considerarla
ejecutable?
Sus compañeros no querían creerlo, y fue
Bill Stell el que le hizo la pregunta.
Respondió Ben Raddle:
-No, mis amigos, no se trata de semejante trabajo, que
estaría por encima de mis fuerzas. No tenemos necesidad de ir a
buscar en las profundidades, que pueden ser inmensas, la
comunicación entre el volcán y el mar. La manera de
proceder será de las más sencillas.
Lorique y el scout escuchaban sobreexcitados
por la curiosidad. Lo mismo le ocurría a Summy Skim, que
sabía que Ben Raddle era un hombre demasiado práctico
para no hablar sino sobre bases sólidas.
-Ustedes han observado, como yo -continuó el
ingeniero-, cuando estábamos en la cima del Golden
Mount, que el cráter se encuentra en el costado este del
monte. Allí termina el orificio de la chimenea. Por otra parte,
el ruido del trabajo plutónico se escucha sobre todo por ese
lado, y en este mismo momento el estruendo interior es perceptible.
En efecto, como para dar razón al ingeniero,
los rugidos del volcán se propagaban con particular
intensidad.
-Así pues -continuó Ben Raddle-, debemos
tener por cierto que la chimenea que va de las entrañas del
volcán a su cráter está cavada en el flanco
lateral vecino a nuestro campamento. Si conseguimos cavar por este
flanco un canal que desemboque en la chimenea, nos será
fácil introducir agua en abundancia.
-¿Qué agua? -preguntó Lorique-.
¿La del mar?
-No -respondió el ingeniero-, no será
necesario ir a buscarla tan lejos. Tenemos aquí mismo el
Rubber Creek, que proviene de uno de los brazos del Mackensie,
ramal inagotable, capaz de alimentar toda la red del delta, y que
nosotros vamos a precipitar en la hoguera del Golden
Mount.
El ingeniero había dicho "que nosotros
vamos a precipitar", como si su plan estuviera ya en
ejecución, como si el canal penetrara ya a través del
macizo, como si sólo hubiera que dar un último golpe de
piqueta para introducir por allí las aguas del Rubber
Creek.
Ben Raddle había dado a conocer su
proyecto. Por audaz que fuera, a ninguno de sus compañeros
se le hubiera ocurrido oponer objeción alguna. Si fracasaba, la
cuestión estaría resuelta y no quedaría más
que abandonar toda idea de explotar el Golden Mount. Si
resultaba exitosa, si el volcán entregaba sus riquezas, la
cuestión estaría igualmente resuelta, y los carros
cargados tomarían el camino de Klondike. Pero, lanzar esas masas
líquidas en la hoguera volcánica... ¿no
causaría efectos violentos que luego sería imposible
controlar? ¿No se corría el riesgo de tener, más
que una erupción, un terremoto que conmocionaría la
región y aniquilaría el campamento con sus ocupantes?
Pero nadie quería ver esos peligros, y la
mañana del 6 de julio se pusieron a la obra.
El ingeniero asumió la dirección del
trabajo y estimó, no sin razón, que había que
atacar en primer lugar el flanco del Golden Mount. En efecto,
si la piqueta encontraba una roca demasiado dura, si no se podía
abrir una galería hasta la chimenea del cráter, no
tendría sentido cavar un canal para desviar el río.
La abertura de la galería fue establecida a una
decena de pies por encima del nivel del río, con el objeto de
facilitar el flujo del agua. Por fortuna las herramientas no tropezaron
con materiales resistentes, por lo menos en la primera mitad de la
galería. Había tierra, restos pedregosos, fragmentos de
lava endurecida, trozos de cuarzo fragmentados, sin duda a consecuencia
de erupciones anteriores.
El personal de la caravana trabajaba por turnos
día y noche. No había hora que perder.
¿Cuál sería el espesor de la capa de tierra que
había que cavar? Ben Raddle no había podido hacer
ningún cálculo, y bien podía ocurrir que la
galería tuviera que ser más larga de lo que había
creído. Los ruidos se hacían más perceptibles a
medida que el trabajo avanzaba. ¿Pero cuándo se
podría estar seguro de que la galería ya estaba cerca de
la pared de la chimenea?
Summy Skim y Neluto habían suspendido sus
actividades de caza. Siguiendo el ejemplo del scout y de
Lorique, tomaban parte en el trabajo tal como el propio ingeniero, y
cada día la excavación avanzaba cinco o seis pies.
Desgraciadamente, después de una decena de
días las piquetas toparon con una masa de cuarzo contra la cual
se entrampaban inútilmente. No se trataba de fragmentos de
cuarzo engastados en la tierra, sino de una masa compacta y de extrema
dureza. Y era de temer que esta masa impenetrable se prolongara hasta
las paredes del cráter.
Ben Raddle no vaciló. Resolvió minarla.
Había una cantidad de pólvora en las reservas de la
caravana, y aunque Summy Skim tuviera que privarse de ella, se la
utilizó en forma de cartuchos. En verdad, esta pólvora no
servía solamente de munición para la caza, sino
también para la defensa. Pero no parecía que el
scout y sus compañeros corrieran ningún peligro;
la región estaba desierta, y casi desde hacía cinco
semanas que no se habían divisado indígenas ni a nadie en
las cercanías del campamento.
El empleo de la mina dio bastante buen resultado, y si
el promedio de excavación diaria bajó bastante, por lo
menos no se detuvo. Además, ya no era necesario protegerse de
los derrumbes con un enmaderado, y la galería se abría
por esta dura sustancia sin peligro de desmoronamiento. El ingeniero,
desde luego, tomaba todas las precauciones para evitar una
catástrofe.
El 27 de julio, después de veintiún
días de trabajo, la galería pareció haber
alcanzado una longitud considerable. Tenía una profundidad de
diez toesas, con un diámetro de cuatro pies, lo suficientemente
ancha para dejar pasar una importante masa de agua. Los bramidos de la
chimenea del volcán se escuchaban con tal fuerza que el espesor
de las paredes no debía tener más de tres pies. Bastaban
unos cuantos golpes de piqueta o algunas explosiones de dinamita para
que esta pared reventara, y la abertura de la galería
quedaría terminada.
Existía ya la certeza de que el proyecto de Ben
Raddle no sería detenido por algún obstáculo
insuperable. El canal a cielo abierto por el cual correrían las
aguas del Rubber Creek se ejecutaría sin dificultad en
ese suelo compuesto únicamente de tierra y arena, y aunque
tuviera que medir trescientos pies, Ben Raddle pensaba que
podría estar listo en unos diez días.
-Lo más difícil está hecho -dijo
Bill Stell.
-Y también lo más largo
-añadió Lorique.
-A partir de mañana -respondió Ben
Raddle-, empezaremos a cavar el canal a seis pies de la orilla
izquierda del Rubber Creek.
-Y bien -dijo Summy Skim-, ya que tenemos un
día de descanso, propongo emplearlo...
-¿En cazar, señor Skim? -preguntó
riendo el scout.
-No, Bill -respondió Summy Skim-, en hacer una
última ascensión al Golden Mount, para ver lo
que pasa allá arriba.
-Tienes razón, Summy -declaró Ben
Raddle-. Me parece que la erupción se está
intensificando, y sería bueno confirmarlo.
La proposición era sensata, en efecto, y fue
adoptada. Se decidió que emplearían toda la tarde en la
ascensión del Golden Mount.
Tomarían parte en ella, como la primera vez,
los dos primos, el scout y el capataz.
Se fueron los cuatro bordeando la base meridional del
cono unos tres cuartos de legua, y llegaron a la extremidad alargada
del talud por el cual ya habían hecho la ascensión.
Habían tomado la precaución de llevar piquetas y cuerdas
para subir la pendiente superior, extremadamente empinada.
El scout se puso a la cabeza y sus
compañeros lo siguieron; esta vez, como conocían la
dirección, sólo emplearon una hora y media en subir hasta
el cráter.
Se aproximaron todo lo que pudieron, pero menos que la
primera vez. Los vapores que vomitaba la chimenea se elevaban al doble
de altura, y eran más espesos y fuliginosos. Ahora había
también llamas, pero ni lavas ni escorias se proyectaban al
exterior.
-¡Decididamente -observó Summy Skim-, no
es generoso este Golden Mount! Guarda preciosamente sus
pepitas.
-¡Se las quitaremos por fuerza, ya que no quiere
darlas de buen grado! -respondió Lorique.
En todo caso, pudieron comprobar que el
fenómeno se manifestaba ahora con más energía. Los
rugidos interiores recordaban los de una caldera sometida a una cierta
presión y cuyas chapas roncan bajo la acción del fuego.
Una erupción se preparaba, pero pasarían semanas,
quizás meses antes de que las sustancias amontonadas en las
entrañas del volcán fueran arrojadas al espacio.
Ben Raddle, después de observar el estado
actual del cráter, no pensó en interrumpir los trabajos
que deberían activar el fenómeno o incluso producir la
explosión.
Antes de bajar, los escaladores pasearon su vista en
torno de ellos. La llanura y el mar parecían desiertos.
Ningún humo de campamento se elevaba en la comarca, ninguna vela
se dibujaba en el horizonte. Ben Raddle y sus compañeros
tenían toda la razón al creerse en completa seguridad. Ni
siquiera habían aparecido indios en el estuario del Mackensie.
El secreto del Golden Mount no debía ser conocido en
Klondike.
El descenso se efectuó sin dificultades. La
tarde de ese día fue tan hermosa como la mañana. Reinaba
un calor poco habitual en esas latitudes. Se hubiera creído que
estaban en pleno verano en las regiones bajas del Dominion. Pero, en
fin, aunque hacía tanto calor como en Green Valley,
pensaba Summy Skim, Green Valley estaba lejos, y aunque el
Golden Mount hubiera sido diez veces, cien veces, mil veces
más alto, no se hubiera podido ver Montreal a quinientas leguas
al este, ni siquiera con uno de esos anteojos que ponen la luna al
alcance de la mano.
Pero Summy Skim no dijo nada. Se aproximaba el
desenlace de esta campaña, cualquiera que fuese, y seguramente
antes de mediados de septiembre la caravana estaría de regreso
en Klondike.
Hacia las cinco, Ben Raddle y sus compañeros
volvieron al campamento; al día siguiente reanudarían el
trabajo.
La cena fue muy agradable. Neluto había logrado
abatir algunas piezas durante la ausencia de Summy Skim. Sin embargo,
antes de ir a reposar a la tienda, éste no pudo dejar de hacer
esta reflexión:
-Mi querido Ben, y si apagamos el volcán con tu
inundación...
-¿Apagarlo? -respondió Ben Raddle-. Ni
todas las aguas del Mackensie podrían apagarlo.
-Por lo demás -añadió Lorique-,
si se apagara podríamos bajar al cráter.
-Y aliviarlo de las pepitas, por supuesto
-replicó Summy Skim-. Decididamente, siempre hay respuesta para
todo.
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