El volcán de oro (versión
original)
Segunda parte - Capítulo XIV De Dawson City a Montreal
¡Qué modo tan inesperado de terminar esta
campaña! ¡Qué desenlace, en lugar del que Ben
Raddle y sus compañeros esperaban, que los hubiera puesto en
posesión de las incalculables riquezas del volcán! Sin
duda, la intervención de los texanos había contrariado
los planes de Ben Raddle. Para defender la caravana el ingeniero
había debido precipitar las cosas, provocando la
erupción. Pero, de todos modos, aunque ésta se hubiera
producido en su día y a su hora, el oro.que encerraba hubiera
estado perdido para él, porque el volcán arrojaba sus
materias eruptivas del lado del mar.
-Toda la desgracia -dijo el scout- proviene
de que el volcán ya había despertado cuando llegamos a
las bocas del Mackensie.
-En efecto -respondió Summy Skim-, Jacques
Laurier creyó que estaba extinguido, cuando en verdad
sólo estaba dormido, y despertó demasiado pronto.
La mala suerte había privado a Ben Raddle de
todos los beneficios de su campaña, y no había palabras
para consolarlo. Nunca se consolaría.
-Veamos, mi pobre Ben -dijo Summy Skim-, un poco de
filosofía y un poco de cordura. Ahora sólo tenemos que
volver a nuestro querido país, del que faltamos desde hace
dieciocho meses.
Ben Raddle, por toda respuesta, se encaminó al
campamento. Como el de Hunter había sido abandonado y los
sobrevivientes de la banda habían desaparecido, juzgó
conveniente tomar dos de sus carros para reemplazar los que
habían sido aplastados por las piedras. Por otra parte, sus
compañeros lograron traer dos o tres de los caballos que
habían huido a través de la planicie. Los engancharon en
los carros y regresaron todos al Rubber Creek.
Se fijó la partida para el día
siguiente. Como decía y repetía el scout, no
había que demorarse si Ben y Summy querían llegar a
Dawson City a tiempo para tomar la ruta de Vancouver antes de que las
borrascas de nieve la hicieran impracticable, y antes de que los
primeros fríos interrumpieran la navegación de los
ríos y de los lagos.
Se levantó el campamento como se pudo para
pasar esa última noche.
La derivación del río continuaba, y
quién sabe si todas las aguas del vasto estuario no irían
a alimentar las entrañas del volcán durante semanas y
meses.
-Quién sabe -dijo el scout a Summy
Skim- si esta inundación no acabará por apagarlo, y esta
vez para siempre.
-Es bien posible, Bill, pero no se lo digamos a Ben.
Sería capaz de esperar. Aunque, en verdad, ya no tendría
nada que recoger del cráter. La parcela del Golden
Mount no vale ahora más que la del Forty Miles
Creek. Si una quedó ahogada bajo la inundación, la
otra se vació en el mar.
Esa última noche fue tranquila. No hubo que
vigilar los accesos del campamento. Durante las pocas horas de
oscuridad, ¡qué hermoso fue el espectáculo de la
erupción en toda su fuerza!...
Esas llamas que subían hasta las nubes, esos
surtidores de fuego de artificio impulsados con violencia
extraordinaria, esa ceniza de oro cuyas volutas giraban en tomo de la
cima del Golden Mount.
Al día siguiente, a las cinco, la caravana del
scout efectuó los últimos preparativos. Antes de
que se diera la orden de partida, Ben Raddle y Lorique exploraron la
base del volcán. ¿Habrían caído por ese
lado algunos bloques de cuarzo aurífero, algunas pepitas?
Quisieron saberlo antes de abandonar quizás para siempre esas
regiones del alto Dominion.
Nada. La erupción no se había desviado y
todas las substancias, piedras, escorias, lavas, cenizas, proyectadas
hacia el norte, seguían cayendo al mar, a veces incluso a una
distancia de setecientas a ochocientas toesas. Del lado de la llanura,
nada. En cuanto a la intensidad del fenómeno, era de una extrema
violencia. Hubiera resultado imposible subir al cráter. Si Ben
Raddle había tenido la intención de hacer por
última vez la ascensión del Golden Mount, tuvo
que renunciar a ella. Además, ¿con qué fin?
Se formó la caravana. El ingeniero y Summy Skim
iban adelante en su tartana, conducida por Neluto. Los carros iban
detrás, bajo la conducción del scout; poco
cargados, como es de suponer, con el material del campamento. Los
hombres, canadienses e indios, habían podido instalarse en
ellos, lo que hacía la marcha más rápida. Como al
venir, ésta sólo se detendría para el descanso del
mediodía, durante dos horas, y ocho horas por la noche.
La comida estaba asegurada para unos quince
días, pues la caza y la pesca habían permitido economizar
las conservas durante las semanas pasadas en el Golden Mount.
Luego, a lo largo de la ruta a los cazadores no les faltarían
perdices ni patos ni presas mayores. Si Summy Skim lograba por fin
cazar un oriñal, podría llegar a decirse que no lamentaba
ese largo viaje y esa prolongada ausencia.
El tiempo era incierto. La buena estación
tocaba a su fin. Era de esperar, sin embargo, que la capital de
Klondike no fuera afectada por el mal tiempo antes del equinoccio de
septiembre. La temperatura se enfriaba, ya que la curva diurna del sol
bajaba de día en día. Ahora tendrían que sufrir
los fríos nocturnos en sus descansos, a menudo sin
protección, a través de esa región desprovista de
árboles.
Cuando la caravana se detuvo para que comieran los
hombres y pastaran los animales, el Golden Mount era
todavía visible en el horizonte. Ben Raddle no podía
apartar los ojos de esos torbellinos preciosos que se elevaban en su
cima.
-Vamos, Ben -le dijo Summy Skim-, todo se va en humo,
como tantas cosas en este bajo mundo. Sólo pensemos en esto:
estamos todavía a (dos mil ochocientas cincuenta)1 leguas de nuestra casa de la
calle Jacques Cartier en Montreal.
La caravana marchaba con toda la rapidez que le era
posible hacia Fort Macpherson. Seguía la orilla izquierda del
río Peel. El puesto de la Compañía de la
bahía de Hudson estaba, como se sabe, en la orilla derecha. Ya
el mal tiempo se hacía presente con lluvias y borrascas que
hacían muy penoso el camino. Cuando la caravana llegó al
fuerte, la tarde del 22 de agosto, debió permanecer allí
durante veinticuatro horas.
Los hombres del scout no ocultaban el pesar
que les causaba la contrariedad que habían sufrido. Ellos
también contaban con las riquezas del volcán de oro, de
las que les correspondería una parte. Volvían ahora con
las manos vacías.
Reanudaron la ruta en la mañana del 24 de
agosto. El tiempo se había hecho detestable. Las ráfagas
de nieve inquietaban a Bill Stell.
A partir de Fort Macpherson la caravana
abandonó el curso del Peel, que torcía hacia el sur a
través de la región limitada por la enorme cadena de las
montañas Rocosas. Siguieron la dirección sudoeste,
tomando de este modo el camino más corto entre Fort Macpherson y
Dawson City. Atravesaron el círculo polar más o menos en
el mismo punto que a la ida, dejando a la derecha las fuentes del
Porcupine.
La marcha se hizo entonces todavía más
fatigosa. Tenían que luchar contra una fuerte brisa que soplaba
del sur. Los animales avanzaban con dificultad. Summy Skim y Neluto no
tenían suerte con la caza, pues las presas ya se habían
marchado a las regiones más meridionales. Estaban reducidos a
los patos, que no tardarían también en escasear.
Por fortuna, la salud general se mantenía en un
estado bastante satisfactorio. Esos vigorosos indios y canadienses
estaban hechos a las fatigas.
Por fin, el 3 de septiembre aparecieron las alturas
que enmarcan la capital de Klondike. Por la tarde la caravana se
detenía delante del hotel Northern, en Front
Street.
Toda la ciudad se enteró inmediatamente de la
llegada de la caravana del scout. No se tardó en saber
lo que el ingeniero había ido a hacer por esas altas regiones
del océano Ártico.
El primero que acudió al hotel fue el doctor
Pilcox, siempre apresurado, siempre alegre y comunicativo. Colmó
a los dos primos con manifestaciones de amistad.
-¿Se encuentran bien de salud? -fue lo primero
que les dijo.
-Bien -respondió Summy Skim.
-¿No demasiado fatigados?
-No demasiado, doctor.
-¿Y satisfechos?
-Satisfechos de estar de vuelta -contestó Summy
Skim.
El doctor Pilcox fue puesto al corriente de todo.
Conoció las penurias de esta infructuosa expedición, los
incidentes que la habían marcado, el encuentro con la banda de
los texanos, los ataques de que había sido víctima el
campamento, cómo se había producido la erupción
del volcán, en qué condiciones, cómo la
había provocado el ingeniero, cómo Ben Raddle y sus
compañeros se habían librado de esos malhechores y
cómo tantos esfuerzos habían sido inútiles, ya que
las pepitas del Golden Mount yacían ahora en las
profundidades del mar Polar.
-¡Vea usted, vea usted! -exclamó el
doctor-. ¡Un volcán que no ha sabido ni siquiera vomitar
por el lado correcto! ¡Verdaderamente valía la pena
administrarle un emético!
Por emético entendía el doctor la
derivación del Rubber Creek que había
precipitado torrentes de agua en el estómago del Golden
Mount.
Por todo consuelo, sólo pudo repetir a Ben
Raddle lo que le repetía Summy Skim, con alguna variante:
-Sea filósofo. La filosofía es lo
más higiénico que hay en el mundo. Si uno fuera
verdaderamente filósofo...
Pero jamás explicó el doctor
cuáles podrían ser las consecuencias de ese
"si" medicinal.
El mismo día los dos primos se presentaron con
él en el hospital. La hermana Marta y la hermana Magdalena
estuvieron felices de ver a sus antiguos compañeros de viaje.
Summy Skim encontró a las dos religiosas tal como las
había dejado: completamente entregadas a su misión.
-Con tales auxiliares -dijo el doctor-, el servicio
marcha solo. Con ellas estaríamos en condiciones de curar los
trescientos quince tipos de enfermedades que afligen a la especie
humana.
Durante la tertulia vespertina, que el doctor
pasó en compañía de sus compatriotas, se
habló de la partida.
-No tienen tiempo que perder -declaró el
doctor-, a menos que quieran pasar un segundo invierno en este adorable
Klondike.
-Adorable, de acuerdo -respondió Summy Skim-,
pero prefiero reservar mi adoración para Montreal.
-De acuerdo también, señor Skim, pero
qué ciudad esta joven Dawson City, y qué prosperidad le
reserva el porvenir...
En la conversación, Ben Raddle sacó el
tema de la parcela 129 del Forty Miles Creek.
-Ah, señor Ben -dijo el doctor-, esa parcela
está todavía bajo las aguas del nuevo río, y Dios
quiera que éste no se seque jamás.
-¿Por qué? -preguntó Summy
Skim.
-Porque le han dado mi nombre -respondió el
doctor-. El río Pilcox. Y estoy muy orgulloso de figurar en la
nomenclatura geográfica de este hermoso país de
Klondike.
No había que temer tal desgracia. La parcela
129, como la 127, permanecerían para siempre bajo las aguas del
río Pilcox.
Ben Raddle y Summy Skim estaban decididos a partir sin
tardanza. El invierno parecía que sería precoz, como lo
había sido el verano. Los mineros que iban a residir en Skagway
o en Vancouver hasta la primavera próxima ya habían
abandonado Dawson City hacía unos quince días.
La campaña había sido buena. Se
habían hecho fortunas en los territorios regados por los
afluentes del Yukon, sobre todo los tributarios del Bonanza, del
Eldorado, en las parcelas de montañas y en las
ribereñas. Las previsiones del experto en catastros Ogilvie no
cesaban de realizarse. Las minas de Klondike terminarían por dar
tantos miles de millones como millones habían dado los
yacimientos de África, América y Oceanía.
Al día siguiente de su llegada, Ben Raddle y
Summy Skim trataron definitivamente con el scout la
cuestión de la partida. Contaban con los servicios de este leal
e inteligente canadiense para que los llevara a Skagway. Pero he
aquí lo que, después de maduras reflexiones, les dijo
Bill Stell:
-Señores, para mí habría sido un
placer continuar con ustedes mi oficio de guía. Pero no puedo
ocultarles que es demasiado tarde para emprender un viaje a
través de las planicies del Pelly. Dentro de quince días,
los ríos y los lagos estarán helados, la
navegación se hará imposible y tendríamos que
volver a Dawson City.
Esta perspectiva no asustó a Ben Raddle, pero
Summy Skim, al escuchar las palabras del scout, no pudo menos
que saltar como una gamuza.
-Por lo demás -continuó Bill Stell-, el
tiempo se hace cada vez más frío, y, admitiendo que
pudiéramos atravesar los lagos, con toda seguridad
encontraríamos cerrados los pasos del Chilkoot, y les
sería imposible llegar a Skagway.
-¿Entonces, qué hacer? -preguntó
Summy Skim, que no se podía estar quieto a causa de su
impaciencia.
-Lo que hay que hacer -respondió el
scout es llegar a Saint Michel, a la desembocadura del Yukon.
Allí encontrarán los vapores que hacen el servicio de
Vancouver.
-Pero... ¿para descender el Yukon?
-preguntó Ben Raddle.
-El último paquebote va a partir de Dawson City
dentro de dos días y llegará de seguro a Saint Michel
antes de que los témpanos hayan interrumpido la
navegación sobre todo el curso del río.
Era un consejo prudente, y, viniendo de un hombre tan
práctico como el scout, sólo quedaba seguirlo
sin vacilaciones.
-¿Y usted? -preguntó Summy Skim.
-Yo pasaré el invierno en Dawson City, lo que
ya he hecho muchas veces, y esperaré la época en que sea
posible volver al lago Benett.
Le comunicaron este proyecto al doctor Pilcox y
éste lo aprobó. El también creía en la
proximidad de los grandes fríos, y se podía confiar en su
experiencia. Por lo demás, no era hombre que se espantara por
cincuenta o sesenta grados bajo cero. Ni siquiera cien grados bajo cero
le inspirarían temor.
Se decidió partir antes de venticuatro horas.
Los preparativos no serían largos ni difíciles.
Ben Raddle propuso a Lorique acompañarlo.
-Se lo agradezco, señor Ben -respondió
el contramaestre-, pero prefiero quedarme en Dawson City. En la
próxima estación trataré de colocarme en alguna
concesión, y no me faltará trabajo. Y luego, usted es
siempre propietario del 129, y digan lo que digan, vaya usted a saber
si un día el río Pilcox le devuelve su propiedad...
-Y ese día, Lorique -respondió Ben
Raddle, hablando en voz baja para que su primo no pudiera escucharlo-,
ya sabe: un telegrama.
-Sí, un telegrama al señor ingeniero Ben
Raddle, calle Jacques Cartier, Montreal, Dominion -respondió
Lorique.
Decididamente, el ingeniero y el contramaestre estaban
hechos para entenderse.
Pero si Lorique no había aceptado la
proposición de Ben Raddle, no ocurrió lo mismo con
Neluto, cuando Summy Skim, que apreciaba en lo que valía la
lealtad de este valiente indio, le dijo:
-Neluto, ¿quieres quedarte en este país
que durante ocho meses se disputan los vientos y las nieves?
-¿Dónde podría ir yo,
señor Skim?
-¿Por qué no vienes conmigo a
Montreal?
-Si eso le conviene a usted, señor Skim...
-Yo te instalaré en Green Valley y,
cuando llegue la primavera, iremos a cazar juntos. Y, como los
oriñales no tardarán en huir de este abominable Klondike,
que es bueno sólo para gente como Hunter y Malone, terminaremos
por cazar algunos...
-Señor Skim, estoy listo para partir
-respondió Neluto con los ojos brillantes de
satisfacción.
Sólo restaba arreglar con el scout los
gastos de la expedición al Golden Mount, lo que se hizo
en forma generosa y significó, evidentemente, un considerable
deterioro para las finanzas de los dos primos. ¡Qué
pesadumbre para el ingeniero al pensar que todos esos gastos
debían haber sido pagados con los beneficios de la parcela 129 y
luego con los del volcán de oro!
La mañana del 17 de septiembre marcó la
hora de los últimos adioses. La hermana Marta, la hermana
Magdalena y el doctor Pilcox acompañaron a Ben Raddle y a Summy
Skim al barco en que habían reservado ubicación. El
contramaestre Lorique los esperaba.
Las religiosas tenían los ojos húmedos y
Summy Skim experimentaba una intensa opresión en el
corazón al pensar en esas dos santas mujeres a las que, sin
duda, no volvería a ver.
El doctor tampoco ocultaba su emoción cuando
estrechó la mano de sus compatriotas. Las últimas
palabras de Ben Raddle a Lorique fueron:
-No olvide: un telegrama.
Luego el paquebote soltó amarras y pronto
desapareció en una vuelta del río.
La distancia entre Dawson City y Saint Michel por el
Yukon es de unas seiscientas leguas. El yukonero, de unos cien pies de
largo y sesenta de ancho, movido por su poderosa rueda trasera,
descendía rápidamente la corriente del río, que
empezaba a acarrear algunos témpanos. Pasó a seis leguas
de Dawson City entre el pico del Viejo a babor y la punta de la Vieja a
estribor. Después de haber hecho escala durante algunas horas en
Cudahy, y de atravesar después la frontera a treinta y seis
leguas de la capital de Klondike, llegó a Circle City, ese
pueblo de unas cincuenta isbas de donde Hunter había partido
para el Golden Mount. Luego la navegación
continuó a través de esa pintoresca región, entre
centenares de islas cubiertas por espinos, abedules, álamos que
hacían resonar las cimas de la orilla con sus silbidos. Se
estacionaron durante medio día en Fort Yukon.
A partir del lugar en que el Porcupine se mezcla con
el gran río, donde alcanza el punto más alto de latitud,
el Yukon tuerce hacia el sudoeste para desembocar en la bahía de
Norton.
Ben Raddle y Summy Skim no dejaban de interesarse en
los incidentes de esta navegación, cuyas siguientes etapas
fueron Fort Hamlin, simple depósito de aprovisionamiento, y
Rampart City, en la desembocadura del Munook Creek,
ocupado entonces por un millar de mineros, más allá del
cual todavía no se habían emprendido exploraciones.
¡Qué avidez, qué ansiedad despertaban esos lugares
en los pasajeros del yukonero, la mayoría de los cuales
regresaba con las manos vacías después de una infructuosa
campaña!
El tiempo era inseguro, lluvioso, nevoso incluso. El
frío se dejaba sentir, y río abajo encontraron más
témpanos de los que habían supuesto. Ya se formaban capas
heladas. La marcha del barco, que se interrumpía cada noche, se
retardó mucho. La duración del viaje alcanzó el
doble de lo habitual; en lugar de efectuarse en seis días, se
efectuó en doce. Después de haber hecho escala
sucesivamente en los montes Tanana, en Novikakat, en Nulato, frente a
Volassatuk, en Kaltag, en Fort Get There, en Anvik, donde se
fundó una misión, simples campamentos de tribus indias
todos esos lugares, el yukonero llegó a Starivilipak, el punto
más meridional del río, que tuerce a partir de
allí hacia el noroeste para desembocar en Kullik, en el mar de
Bering.
Desde allí, la navegación de treinta y
dos leguas hasta Saint Michel sólo tardó medio
día, pues la marcha ya no se veía obstaculizada por los
hielos.
El señor Arnis Semiré dice que en este
puerto, donde están establecidas las compañías de
navegación del Yukon, llueve siempre, más de seis pies de
agua por año. Y fue bajo un diluvio que Ben Raddle, Summy Skim y
Neluto desembarcaron la tarde del 29 de septiembre, después de
una travesía de catorce días.
Tuvieron la suerte de encontrar pasaje para el
día siguiente en el Kadiak, que partía en
dirección de Vancouver. Mil ciento cincuenta leguas los
separaban todavía de esta ciudad, desde donde salía el
tren que los llevaría a Montreal. Pero el Kadiak fue azotado por
fuertes tormentas, sobre todo en la travesía de la extensa
península de Alaska, y debió buscar refugio durante
cuarenta y ocho horas en las islas Pribylof.
De todos modos, este viaje de retorno fue más
breve y sobre todo menos fatigoso que el que efectuaron a través
de la región lacustre hasta Chilkoot. El scout
había dado un buen consejo a Ben Raddle y Summy Skim.
El Kadiak hizo su entrada en el puerto de Vancouver el
17 de octubre.
Cuatro días más tarde, Ben Raddle y
Summy Skim, seguidos por Neluto, entraban en su casa de la calle
Jacques Cartier, en Montreal, después de dieciocho meses de
ausencia.
¡Cuánta pesadumbre, cuántos deseos
insatisfechos habitaban en el espíritu del ingeniero! Su
carácter se había resentido y parecía que en
cualquier instante iba a estallar en recriminaciones contra la mala
fortuna.
Desde entonces, Summy Skim decía a menudo:
-Sí, mi pobre Ben está siempre a punto
de hacer erupción. Después de todo, cuando has tenido un
volcán en tu vida, ¡siempre te queda algo!
1. Cifra omitida.
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