El volcán de oro (versión
original)
Segunda parte - Capítulo XIII La erupción
Así terminó esta primera tentativa de
Hunter contra el campamento. Le costaba un cierto número de
heridos, entre ellos Malone, mientras dos o tres de los
compañeros del scout habían sido apenas rozados
por balas perdidas.
¿Se renovaría esta tentativa en
condiciones más favorables? Dado su carácter odioso y
vengativo, impulsado además por el deseo feroz de hacerse
dueño del Golden Mount, ¿no trataría
Hunter de apoderarse del campamento si llegaba a enterarse de que
él tenía la ventaja del número, de que eran dos
contra uno?
-En todo caso, esos bandidos se han batido en retirada
-declaró el scout-, y hoy no volverán.
-No, pero tal vez lo hagan esta noche
-respondió Summy Skim.
-Y bien, vigilaremos -dijo Ben Raddle-. Con dos o tres
horas de oscuridad, Hunter tendrá las mismas dificultades para
atravesar el canal. No, creo que no se atreverá. Sabe que
estaremos en guardia.
-Lo importante es restablecer la barricada
-observó Lorique.
-Es lo que vamos a hacer -dijo Summy Skim, llamando a
algunos de sus hombres para ayudarlo en ese trabajo.
-Antes -dijo Summy Skim-, veamos si la banda vuelve a
su campamento.
-Veamos -respondió el scout.
Ben Raddle, Summy Skim, Lorique, Bill Stell y Neluto,
con las carabinas en la mano, atravesaron la presa y se dirigieron
hacia el ángulo de la montaña, al sudeste. Desde
allí, la vista alcanzaba hasta el lugar donde se habían
instalado los texanos y se extendía sobre toda esa parte de la
planicie.
No eran más que las seis, aún pleno
día.
Llegados al recodo, Ben Raddle vio que no sería
necesario ir más allá.
Hunter y sus compañeros no se hallaban
más que a cinco o seis tiros de fusil. Marchaban lentamente, a
pesar del temor que podían tener de ser perseguidos. El
scout se preguntó incluso si no convenía
lanzarse en su persecución. Pero, por otra parte, era mejor que
los texanos no supieran que la caravana estaba compuesta apenas por una
veintena de hombres. Además, sea lo que sea lo que pensara Summy
Skim, no era imposible que hubieran renunciado a toda nueva tentativa
contra el campamento.
Pero, si la banda avanzaba lentamente, era porque
llevaba a sus heridos. Podía pensarse incluso que la
mayoría no podía caminar, y probablemente Malone era uno
de ellos.
Durante cerca de una hora el scout y sus
compañeros permanecieron observando esta retirada. Vieron a
Hunter doblar en el extremo de la base del Golden Mount. No
tomó la dirección de la llanura, lo que significaba que
había vuelto a su campamento.
Hacia las ocho, el scout terminó de
restablecer la barricada. Dos hombres se pusieron de guardia en ese
lugar, y los demás volvieron al bosquecillo para comer.
La conversación versó sobre los
acontecimientos del día. Después del ataque, la retirada
de Hunter no podía considerarse como un desenlace. No
habría desenlace definitivo sino cuando la banda abandonara el
Golden Mount. Si los texanos persistían en quedarse en
las cercanías, cualquier incidente podría ocurrir. Si la
erupción se producía espontáneamente, había
que disputarse a tiros las pepitas expulsadas por el volcán.
Por otra parte, estando los texanos allí,
¿debería Ben Raddle continuar con su proyecto de provocar
la erupción precipitando las aguas del río en el
cráter?
En algunas semanas empezaría la mala
estación, con sus tormentas, sus blizzards y sus
nieves. Era absolutamente necesario que ya para entonces la caravana
estuviera en Dawson City. ¿Se decidiría el ingeniero a
pasar un segundo invierno en Klondike, a postergar para el
próximo verano la explotación del Golden Mount?
¿Pero no llegaría de nuevo Hunter? ¿Habría
que reclutar en tal caso una tropa de canadienses y de indios superior
a la suya? ¿Podría conseguir Ben Raddle que su primo
postergara todavía por un año su regreso a Montreal? Es
probable que Summy Skim jamás imaginase una eventualidad
semejante, tan alejada de toda previsión. Ya fuera que la
campaña alcanzara éxito o no, tenía por seguro que
antes de dos meses Ben Raddle y él habrían abandonado
Klondike.
Nada perturbó esta reunión vespertina.
Pero nadie pensó en que se podían dar un descanso antes
de haber tomado todas las medidas de seguridad. El scout,
Lorique y Neluto habían propuesto turnarse en la guardia de la
presa, y se podía contar con ellos para la vigilancia.
Se levantaron las tiendas, lo que no presentaba
ninguna dificultad, y cada uno, de acuerdo con su carácter,
durmió con un sueño más o menos tranquilo. Pero,
de todos, fue Ben Raddle a quien el insomnio mantuvo más tiempo
despierto, tantos eran los proyectos y las inquietudes que lo
obsesionaban.
Al día siguiente, muy temprano, el
scout y Ben Raddle atravesaron el canal y fueron a observar la
llanura. Estaba desierta. Ninguna tropa marchaba del lado del bosque.
Hunter no se había decidido por una partida definitiva, y, en
verdad, nadie esperaba tal cosa.
-Es un fastidio -dijo Bill Stell- que no podamos subir
al Golden Mount por el lado del campamento. Podríamos
verlos yendo al otro borde de la meseta.
-Es imposible, Bill -respondió Ben Raddle-, y
es lamentable.
-No hay peligro, pienso -dijo el scout-, si
nos separamos unas centenas de pasos del monte.
-Ninguno, Bill, ya que no hay nadie a la vista, y
aunque nos vieran, tendríamos tiempo de volver al canal y cerrar
la barricada.
-Venga, pues, señor Ben, y veremos los humos
del volcán. Tal vez son más espesos... Tal vez el
cráter empieza a echar lavas...
Se alejaron ambos a una cierta distancia.
No se había producido ningún cambio en
el orificio del cráter. Los vapores se escapaban en impetuosos
torbellinos, mezclados con llamas que el viento del sur impulsaba hacia
el mar.
-No será todavía para hoy
-señaló el scout.
-No -respondió el ingeniero-, y estoy por
desear ahora que la erupción no se produzca antes de que Hunter
haya partido... si es que se va...
En ese momento, Bill Stell señaló un
humo al pie del último contrafuerte del Golden
Mount.
-Sí -dijo-, están siempre allí,
como en su casa. Y como nosotros no hacemos nada para que se larguen,
han de pensar con razón que no somos capaces.
Su razonamiento era correcto y no era como para
tranquilizar a Ben Raddle.
Ambos, después de haber recorrido una vez
más la llanura con la mirada, volvieron al canal y entraron en
el campamento.
Era el 15 de agosto. Ben Raddle veía con el
corazón oprimido que los días pasaban sin que se llegara
a ningún resultado. A fines de ese mes, como lo observaba el
scout, ya sería tarde para tomar el camino de Klondike,
adonde la caravana no llegaría antes del 15 de septiembre. En
esa fecha, los mineros que van a pasar la mala estación en
Vancouver ya han dejado Dawson City, y los últimos paquebotes
descienden la corriente del Yukon que los primeros hielos no
tardarán en obstruir. Cualquier cosa que ocurriera, la partida
no podría postergarse más allá de dos semanas. Y,
en efecto, por poco que el invierno fuera precoz, Bill Stell
tendría grandes dificultades para atravesar la región de
los lagos y los pasos del Chilkoot para llegar a Skagway.
A menudo Summy Skim hablaba con él sobre esto,
y ése era precisamente su tema de conversación
después de la comida, mientras Ben Raddle se paseaba al borde
del canal.
Después de haber examinado el lugar donde se
haría la derivación, Ben se dirigió a la presa,
levantando los ramajes que disimulaban la entrada, penetró en la
galería y se deslizó hasta la pared que la separaba de la
chimenea.
Quería comprobar por sí mismo que todo
estaba en orden. Se aseguró de la posición de los
agujeros practicados en seis lugares de esta pared, en los cuales se
colocarían los cartuchos de mina, y que bastarían para
derribarla en cuanto se hicieran estallar. Luego, cuando la presa
hubiera sido demolida con algunos golpes de piqueta, el torrente se
precipitaría en las entrañas del monte.
En realidad, sin la presencia de los texanos tal vez
Ben Raddle hubiera provocado ese mismo día la erupción.
¿Por qué esperar más cuando el tiempo
urgía, cuando no parecía que la erupción fuera a
producirse espontáneamente?
Sí, el ingeniero sólo tendría que
encender él mismo las mechas de las minas, que durarían
algunos minutos. Luego, después de la explosión, se
destruiría la presa. En medio día, en dos horas, en una
hora tal vez, la presión de los vapores acumulados en sus
entrañas pondría al volcán en plena actividad.
Ben Raddle permanecía pensativo delante de esa
pared, maldiciendo la impotencia en que se encontraba para intentar el
último golpe y provocar el desenlace de su audaz plan. Los
texanos habrían sido los primeros y tal vez los únicos en
beneficiarse de él. Era preciso esperar... esperar
todavía... ¿Y si la banda no se iba, si Hunter no
abandonaba el lugar sino cuando no se pudiera permanecer más
allí, en el último minuto; si en vez de regresar a
Vancouver su intención era pasar el período invernal en
Circle City o en Dawson City para recomenzar la campaña en los
primeros días de buen tiempo? Entonces, ¿dónde
estaría él, Ben Raddle? A cientos y cientos de leguas de
allí, en su país, después de haber visto fracasar
lamentablemente todos sus esfuerzos, primero en el Forty Miles
Creek y luego en el Golden Mount.
Los pensamientos se acumulaban en la mente del
ingeniero, más preocupado del presente que del pasado y del
porvenir. Sí, libre de actuar, no habría vacilado. Ese
mismo día habría jugado su última carta. Si su
proyecto tenía éxito, si el volcán entregaba las
riquezas que atesoraba en su seno, bastarían veinticuatro horas
para cargar los carros con preciosas pepitas y la caravana
regresaría a Klondike.
Mientras reflexionaba, escuchaba los ruidos que se
producían en el interior de la chimenea central. Los rugidos
parecían más intensos. Creía escuchar incluso algo
como un removerse de piedras, de bloques que los vapores levantaban y
que volvían a caer enseguida. ¿Eran los síntomas
de una erupción?
En ese momento sonaron gritos afuera. Ben Raddle
creyó que lo llamaban. Casi inmediatamente la voz del
scout penetró por el orificio de la galería:
-Señor Raddle, señor Raddle...
-¿Qué hay? -preguntó el
ingeniero.
-Venga, venga -respondió Bill Stell.
Ben Raddle debió pensar que otra vez atacaban
el campamento. Arrastrándose por la galería,
reapareció en la presa.
Vio que Summy Skim venía a reunirse con Bill
Stell.
-¿Volvieron los texanos? -preguntó,
volviéndose hacia su primo.
-Sí, los bribones -respondió Summy
Skim-, pero ni por delante, ni por detrás... Por arriba.
Tendió la mano hacia la cumbre del Golden
Mount.
-Vea, señor Ben -añadió el
scout.
En efecto, como no habían podido atravesar el
canal, Hunter y los suyos habían reemplazado la agresión
directa por una nueva táctica, que obligaría a la
caravana a abandonar el campamento.
Después de haber subido al volcán,
bordearon el cráter hasta colocarse en la cresta que daba a la
planicie, fuera del alcance de los vapores, que escapaban con
violencia. En ese lugar, con la ayuda de piquetas y palancas,
habían desprendido de la cresta bloques erráticos, lavas,
enormes piedras que se amontonaban allí por centenas. Empujaron
hasta el borde de la meseta todo ese pesado material, que
comenzó a caer como una avalancha, rompiendo los árboles,
derribándolos, abriendo enormes agujeros en el suelo. Algunas
piedras rodaban hasta el canal, haciendo saltar el agua fuera de la
orilla.
-¿Ves, ves? -gritó Summy Skim-. No han
podido echarnos y ahora tratan de aplastarnos.
Ben Raddle no respondía. Sus compañeros
habían tenido que apegarse a las faldas del monte para no
terminar lapidados. En el bosquecillo la situación era
insostenible. Los bloques de piedra caían por centenares sobre
el campamento. El personal había tenido que abandonarlo y buscar
refugio en la ribera izquierda del río, demasiado alejada para
que la alcanzara la avalancha. Pero ya habían estropeado dos
carros y tres hombres estaban gravemente heridos.
Del material no quedaban más que los restos.
Las tiendas estaban abatidas y rotas, las herramientas destruidas. Era
un desastre. Dos mulas yacían en el suelo. Las otras,
espantadas, enloquecidas, atravesaban el canal de un salto y se
dispersaban por la llanura.
En lo alto se escuchaban gritos espantosos, los
horribles chillidos de la banda, que disfrutaba con este abominable
exterminio. Las rocas continuaban cayendo, entrechocando al rodar por
la pendiente, cubriendo con sus fragmentos la parte del ángulo
comprendida entre el río y el Golden Mount.
-Nos van a tirar toda la montaña en la cabeza
-gritó Summy Skim.
-¿Qué hacer? -dijo Lorique.
-Lo que hay que hacer, no lo sé
-respondió Summy Skim-, pero sé lo que habríamos
tenido que hacer: mandarle una bala al pecho a ese Hunter antes de
parlamentar con él.
Es seguro que si el día anterior se hubieran
deshecho del texano no estarían viviendo esta situación.
Sin duda era a él a quien se le había ocurrido la idea de
aplastar el campamento.
Dijo el scout:
-Pronto no quedará nada de nuestro equipo si no
salvamos al menos lo que queda. Llevemos los carros a la orilla del
río. Allí estarán fuera del alcance.
-Sí, ¿y después? -preguntó
Lorique.
-¿Después? Después nos iremos
bien armados al campamento de esos bandidos mientras están
arriba, los esperaremos y les dispararemos a bocajarro cuando bajen.
Sus carros reemplazarán los que hemos perdido.
El proyecto era audaz, pero podía tener
éxito. Hunter y sus compañeros difícilmente
podrían resistir el fuego de una veintena de hombres. Ocupados
en desprender rocas de la cresta, no bajarían hasta que ya no
les quedaran más piedras. El scout y sus hombres
tendrían tiempo de bordear la base sin ser vistos y llegar al
otro extremo. Si algunos de la banda estaban allí, los
eliminarían fácilmente, y esperarían el regreso de
Hunter y los otros para matarlos en la bajada como a gamuzas.
-¡Eso! -dijo Summy Skim-. Llamemos a nuestros
hombres. Casi todos tienen sus armas y nosotros tenemos las nuestras.
Atravesemos la presa. En media hora estaremos allí, mientras que
esos bandidos necesitan por lo menos dos horas para bajar.
Aunque no se le hubiera preguntado nada a Ben Raddle,
él debía decir si aprobaba ese proyecto, el único,
en verdad, que podía ejecutarse, el único que
ofrecía alguna posibilidad de éxito.
Pero Ben Raddle permanecía mudo, como si no
hubiera escuchado lo que se acababa de decir. ¿En qué
pensaba?
El ingeniero había escuchado, desde luego, a
sus compañeros.
-No, no -dijo, cuando vio que éstos
hacían señas a sus hombres para que se les reunieran.
-¿Qué quieres entonces, Ben?
-preguntó Summy Skim.
-Responder a la banda de Hunter como conviene que se
le responda.
-¿Y cómo?
-Provocando la erupción. Los destruirá
seguramente a todos, hasta el último.
Lo haría, sin duda, si era inmediata, si los
sorprendía en el borde del cráter.
Ben Raddle hizo un movimiento hacia el orificio de la
galería.
-¿Qué va a hacer usted, señor
Ben? -dijo el scout.
-Hacer saltar la pared y precipitar el río en
la chimenea del volcán.
La cima estaba preparada, como se sabe, y sólo
había que encender las mechas.
-Déjeme a mí -dijo Lorique, cuando el
ingeniero iba a introducirse en la galería-. Yo lo
haré.
-No -respondió Ben.
Y desapareció de inmediato por el orificio
oculto por los ramajes. Arrastrándose, alcanzó la pared
del fondo y encendió las mechas. Salió luego a toda
prisa.
Unos minutos después, la mina estallaba con un
ruido sordo. Pareció que el monte temblaba sobre su base.
La explosión reventó la pared. Casi
inmediatamente se escuchó un luido de borbotones en la
galería a través de la cual se derramaban las primeras
lavas. Vapores fuliginosos estallaron por el orificio.
-¡A la obra! -gritó Ben Raddle.
Ahora había que destruir la presa, lo que
establecería la comunicación entre el río y la
chimenea del cráter.
Todos se pusieron a trabajar, atacando la presa a
golpes de piqueta, echando paletadas de tierra en la orilla. No
necesitaron más de un cuarto de hora, pues las aguas la echaron
abajo cuando restaba la mitad.
La pendiente del canal y de la galería,
alimentada por el inagotable Rubber Creek, envió un
verdadero torrente al flanco del Golden Mount.
¿Vencería este torrente el impulso de los vapores y de
las lavas a través de la galería? Era el último
problema, e iba a ser resuelto de inmediato.
El ingeniero y sus compañeros, ansiosos,
esperaban manteniéndose fuera del alcance de los bloques que
caían sin cesar de la meseta.
Pasó media hora, una hora. El agua
corría hasta los bordes y entraba por el orificio de la
galería, expulsando vapores, precipitándose
tumultuosamente en el interior de la montaña.
De pronto resonó una terrible explosión.
Las llamas y la humareda que escapaba del volcán subieron hasta
quinientos o seiscientos pies por los aires. Junto con ello, miles de
piedras, de trozos de lava endurecida, de escorias, de cenizas, se
arremolinaban con estrépito. Arriba, seguramente la meseta se
había hundido. Tal vez bajo el impulso de las materias
eruptivas, se había reventado en toda su amplitud. Quizás
el cráter se había agrandado para dejar pasar esas masas
ígneas que vomitaba el fuego central.
Pero entonces toda esa erupción se
precipitó en dirección del norte. Rocas acumuladas,
lavas, cenizas caían en las olas... ¡Sí! ¡El
Golden Mount se estaba vaciando por completo en el
océano Ártico!
-¡Nuestras pepitas! -gritó Summy Skim,
sin poder contenerse.
Ben Raddle, Lorique y el propio Bill Stell no
habían gritado antes porque no podrían pronunciar
palabra. La estupefacción los estrangulaba. Ya no pensaban en
los texanos, sino en las riquezas del más prodigioso yacimiento
de América del Norte, que se perdían en los abismos del
mar glacial.
Ben Raddle no se había equivocado. Al
introducir el agua en la chimenea volcánica, en una hora
había provocado la erupción. El suelo temblaba como si
fuera a abrirse. Los mugidos de las llamas, el silbido de los vapores,
atronaban el espacio. Una nube espesa coronaba la meseta del cono a
varias centenas de pies. Algunos bloques proyectados a esa altura
estallaban como bombas. De ellos escapaba una polvareda de oro.
-¡Nuestras pepitas estallan! -repetía
Summy Skim.
Todos contemplaban desesperados el espantoso
espectáculo. Si el ingeniero había podido apresurar la
erupción del Golden Mount, no había sido capaz
de dirigirla. Su campaña terminaba con un desastre.
Es verdad que la caravana ya no tenía nada que
temer de la banda. Hunter y sus compañeros debieron haber
quedado perplejos ante este repentino fenómeno. No tuvieron
tiempo para guarecerse. ¿Se había hundido la meseta bajo
sus pies? ¿Habían sido tragados por el cráter?
¿Habrían sido, tal vez, proyectados en el espacio,
quemados, mutilados, y yacían ahora en las profundidades del
océano Polar?
-Vengan, vengan -gritó el scout.
Como habían tenido la precaución de
mantenerse del otro lado del canal, pudieron llegar fácilmente a
la llanura y seguir la base del Golden Mount. Corriendo a toda
velocidad, se dirigieron al campamento de los texanos. No necesitaron
más de veinte minutos para llegar a él.
Se detuvieron entonces. Algunos de los hombres de
Hunter, que se habían quedado en el campamento, una decena,
huían hacia el bosque. Sus caballos se dispersaban por la
llanura, espantados por el estrépito de la erupción.
El campamento estaba desierto. Cinco o seis miembros
de la banda que habían podido escapar de la meseta rodaban por
las pendientes del Golden Mount, dejándose caer cuesta
abajo con riesgo de romperse los brazos y las piernas.
Entre ellos vieron a Hunter, gravemente herido sin
duda, arrastrándose apenas a unos cien pasos de altura. Se
agarraba a las matas, caía, se volvía a levantar, a la
zaga de los otros que una vez abajo emprendieron la fuga.
En ese momento sonó una detonación. Era
Neluto, que acababa de hacer fuego antes que nadie se lo pudiera
impedir.
Hunter, alcanzado en el pecho, dio un salto,
rodó de roca en roca y fue a despedazarse al pie del Golden
Mount.
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