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El volcán de oro
Editado
© Juan Suárez
30 de julio del 2003
Tomado de Logo de Librodot.com
Primera parte
(click encima para ver el contenido del volumen)
Segunda parte
Indicador Un invierno en Klondike
Indicador La historia del moribundo
Indicador Las consecuencias de...
Indicador Circle City
Indicador Hacia los descubrimientos
Indicador Fort Macpherson
Indicador El Golden Mount
Indicador La audaz idea de un...
Indicador La caza del alce
Indicador Inquietudes mortales
Indicador A la defensiva
Indicador Ataque y defensa
Indicador La erupción
Indicador De Dawson City a...

El volcán de oro (versión original)
Segunda parte - Capítulo XIII
La erupción

Así terminó esta primera tentativa de Hunter contra el campamento. Le costaba un cierto número de heridos, entre ellos Malone, mientras dos o tres de los compañeros del scout habían sido apenas rozados por balas perdidas.

¿Se renovaría esta tentativa en condiciones más favorables? Dado su carácter odioso y vengativo, impulsado además por el deseo feroz de hacerse dueño del Golden Mount, ¿no trataría Hunter de apoderarse del campamento si llegaba a enterarse de que él tenía la ventaja del número, de que eran dos contra uno?

-En todo caso, esos bandidos se han batido en retirada -declaró el scout-, y hoy no volverán.

-No, pero tal vez lo hagan esta noche -respondió Summy Skim.

-Y bien, vigilaremos -dijo Ben Raddle-. Con dos o tres horas de oscuridad, Hunter tendrá las mismas dificultades para atravesar el canal. No, creo que no se atreverá. Sabe que estaremos en guardia.

-Lo importante es restablecer la barricada -observó Lorique.

-Es lo que vamos a hacer -dijo Summy Skim, llamando a algunos de sus hombres para ayudarlo en ese trabajo.

-Antes -dijo Summy Skim-, veamos si la banda vuelve a su campamento.

-Veamos -respondió el scout.

Ben Raddle, Summy Skim, Lorique, Bill Stell y Neluto, con las carabinas en la mano, atravesaron la presa y se dirigieron hacia el ángulo de la montaña, al sudeste. Desde allí, la vista alcanzaba hasta el lugar donde se habían instalado los texanos y se extendía sobre toda esa parte de la planicie.

No eran más que las seis, aún pleno día.

Llegados al recodo, Ben Raddle vio que no sería necesario ir más allá.

Hunter y sus compañeros no se hallaban más que a cinco o seis tiros de fusil. Marchaban lentamente, a pesar del temor que podían tener de ser perseguidos. El scout se preguntó incluso si no convenía lanzarse en su persecución. Pero, por otra parte, era mejor que los texanos no supieran que la caravana estaba compuesta apenas por una veintena de hombres. Además, sea lo que sea lo que pensara Summy Skim, no era imposible que hubieran renunciado a toda nueva tentativa contra el campamento.

Pero, si la banda avanzaba lentamente, era porque llevaba a sus heridos. Podía pensarse incluso que la mayoría no podía caminar, y probablemente Malone era uno de ellos.

Durante cerca de una hora el scout y sus compañeros permanecieron observando esta retirada. Vieron a Hunter doblar en el extremo de la base del Golden Mount. No tomó la dirección de la llanura, lo que significaba que había vuelto a su campamento.

Hacia las ocho, el scout terminó de restablecer la barricada. Dos hombres se pusieron de guardia en ese lugar, y los demás volvieron al bosquecillo para comer.

La conversación versó sobre los acontecimientos del día. Después del ataque, la retirada de Hunter no podía considerarse como un desenlace. No habría desenlace definitivo sino cuando la banda abandonara el Golden Mount. Si los texanos persistían en quedarse en las cercanías, cualquier incidente podría ocurrir. Si la erupción se producía espontáneamente, había que disputarse a tiros las pepitas expulsadas por el volcán.

Por otra parte, estando los texanos allí, ¿debería Ben Raddle continuar con su proyecto de provocar la erupción precipitando las aguas del río en el cráter?

En algunas semanas empezaría la mala estación, con sus tormentas, sus blizzards y sus nieves. Era absolutamente necesario que ya para entonces la caravana estuviera en Dawson City. ¿Se decidiría el ingeniero a pasar un segundo invierno en Klondike, a postergar para el próximo verano la explotación del Golden Mount? ¿Pero no llegaría de nuevo Hunter? ¿Habría que reclutar en tal caso una tropa de canadienses y de indios superior a la suya? ¿Podría conseguir Ben Raddle que su primo postergara todavía por un año su regreso a Montreal? Es probable que Summy Skim jamás imaginase una eventualidad semejante, tan alejada de toda previsión. Ya fuera que la campaña alcanzara éxito o no, tenía por seguro que antes de dos meses Ben Raddle y él habrían abandonado Klondike.

Nada perturbó esta reunión vespertina. Pero nadie pensó en que se podían dar un descanso antes de haber tomado todas las medidas de seguridad. El scout, Lorique y Neluto habían propuesto turnarse en la guardia de la presa, y se podía contar con ellos para la vigilancia.

Se levantaron las tiendas, lo que no presentaba ninguna dificultad, y cada uno, de acuerdo con su carácter, durmió con un sueño más o menos tranquilo. Pero, de todos, fue Ben Raddle a quien el insomnio mantuvo más tiempo despierto, tantos eran los proyectos y las inquietudes que lo obsesionaban.

Al día siguiente, muy temprano, el scout y Ben Raddle atravesaron el canal y fueron a observar la llanura. Estaba desierta. Ninguna tropa marchaba del lado del bosque. Hunter no se había decidido por una partida definitiva, y, en verdad, nadie esperaba tal cosa.

-Es un fastidio -dijo Bill Stell- que no podamos subir al Golden Mount por el lado del campamento. Podríamos verlos yendo al otro borde de la meseta.

-Es imposible, Bill -respondió Ben Raddle-, y es lamentable.

-No hay peligro, pienso -dijo el scout-, si nos separamos unas centenas de pasos del monte.

-Ninguno, Bill, ya que no hay nadie a la vista, y aunque nos vieran, tendríamos tiempo de volver al canal y cerrar la barricada.

-Venga, pues, señor Ben, y veremos los humos del volcán. Tal vez son más espesos... Tal vez el cráter empieza a echar lavas...

Se alejaron ambos a una cierta distancia.

No se había producido ningún cambio en el orificio del cráter. Los vapores se escapaban en impetuosos torbellinos, mezclados con llamas que el viento del sur impulsaba hacia el mar.

-No será todavía para hoy -señaló el scout.

-No -respondió el ingeniero-, y estoy por desear ahora que la erupción no se produzca antes de que Hunter haya partido... si es que se va...

En ese momento, Bill Stell señaló un humo al pie del último contrafuerte del Golden Mount.

-Sí -dijo-, están siempre allí, como en su casa. Y como nosotros no hacemos nada para que se larguen, han de pensar con razón que no somos capaces.

Su razonamiento era correcto y no era como para tranquilizar a Ben Raddle.

Ambos, después de haber recorrido una vez más la llanura con la mirada, volvieron al canal y entraron en el campamento.

Era el 15 de agosto. Ben Raddle veía con el corazón oprimido que los días pasaban sin que se llegara a ningún resultado. A fines de ese mes, como lo observaba el scout, ya sería tarde para tomar el camino de Klondike, adonde la caravana no llegaría antes del 15 de septiembre. En esa fecha, los mineros que van a pasar la mala estación en Vancouver ya han dejado Dawson City, y los últimos paquebotes descienden la corriente del Yukon que los primeros hielos no tardarán en obstruir. Cualquier cosa que ocurriera, la partida no podría postergarse más allá de dos semanas. Y, en efecto, por poco que el invierno fuera precoz, Bill Stell tendría grandes dificultades para atravesar la región de los lagos y los pasos del Chilkoot para llegar a Skagway.

A menudo Summy Skim hablaba con él sobre esto, y ése era precisamente su tema de conversación después de la comida, mientras Ben Raddle se paseaba al borde del canal.

Después de haber examinado el lugar donde se haría la derivación, Ben se dirigió a la presa, levantando los ramajes que disimulaban la entrada, penetró en la galería y se deslizó hasta la pared que la separaba de la chimenea.

Quería comprobar por sí mismo que todo estaba en orden. Se aseguró de la posición de los agujeros practicados en seis lugares de esta pared, en los cuales se colocarían los cartuchos de mina, y que bastarían para derribarla en cuanto se hicieran estallar. Luego, cuando la presa hubiera sido demolida con algunos golpes de piqueta, el torrente se precipitaría en las entrañas del monte.

En realidad, sin la presencia de los texanos tal vez Ben Raddle hubiera provocado ese mismo día la erupción. ¿Por qué esperar más cuando el tiempo urgía, cuando no parecía que la erupción fuera a producirse espontáneamente?

Sí, el ingeniero sólo tendría que encender él mismo las mechas de las minas, que durarían algunos minutos. Luego, después de la explosión, se destruiría la presa. En medio día, en dos horas, en una hora tal vez, la presión de los vapores acumulados en sus entrañas pondría al volcán en plena actividad.

Ben Raddle permanecía pensativo delante de esa pared, maldiciendo la impotencia en que se encontraba para intentar el último golpe y provocar el desenlace de su audaz plan. Los texanos habrían sido los primeros y tal vez los únicos en beneficiarse de él. Era preciso esperar... esperar todavía... ¿Y si la banda no se iba, si Hunter no abandonaba el lugar sino cuando no se pudiera permanecer más allí, en el último minuto; si en vez de regresar a Vancouver su intención era pasar el período invernal en Circle City o en Dawson City para recomenzar la campaña en los primeros días de buen tiempo? Entonces, ¿dónde estaría él, Ben Raddle? A cientos y cientos de leguas de allí, en su país, después de haber visto fracasar lamentablemente todos sus esfuerzos, primero en el Forty Miles Creek y luego en el Golden Mount.

Los pensamientos se acumulaban en la mente del ingeniero, más preocupado del presente que del pasado y del porvenir. Sí, libre de actuar, no habría vacilado. Ese mismo día habría jugado su última carta. Si su proyecto tenía éxito, si el volcán entregaba las riquezas que atesoraba en su seno, bastarían veinticuatro horas para cargar los carros con preciosas pepitas y la caravana regresaría a Klondike.

Mientras reflexionaba, escuchaba los ruidos que se producían en el interior de la chimenea central. Los rugidos parecían más intensos. Creía escuchar incluso algo como un removerse de piedras, de bloques que los vapores levantaban y que volvían a caer enseguida. ¿Eran los síntomas de una erupción?

En ese momento sonaron gritos afuera. Ben Raddle creyó que lo llamaban. Casi inmediatamente la voz del scout penetró por el orificio de la galería:

-Señor Raddle, señor Raddle...

-¿Qué hay? -preguntó el ingeniero.

-Venga, venga -respondió Bill Stell.

Ben Raddle debió pensar que otra vez atacaban el campamento. Arrastrándose por la galería, reapareció en la presa.

Vio que Summy Skim venía a reunirse con Bill Stell.

-¿Volvieron los texanos? -preguntó, volviéndose hacia su primo.

-Sí, los bribones -respondió Summy Skim-, pero ni por delante, ni por detrás... Por arriba.

Tendió la mano hacia la cumbre del Golden Mount.

-Vea, señor Ben -añadió el scout.

En efecto, como no habían podido atravesar el canal, Hunter y los suyos habían reemplazado la agresión directa por una nueva táctica, que obligaría a la caravana a abandonar el campamento.

Después de haber subido al volcán, bordearon el cráter hasta colocarse en la cresta que daba a la planicie, fuera del alcance de los vapores, que escapaban con violencia. En ese lugar, con la ayuda de piquetas y palancas, habían desprendido de la cresta bloques erráticos, lavas, enormes piedras que se amontonaban allí por centenas. Empujaron hasta el borde de la meseta todo ese pesado material, que comenzó a caer como una avalancha, rompiendo los árboles, derribándolos, abriendo enormes agujeros en el suelo. Algunas piedras rodaban hasta el canal, haciendo saltar el agua fuera de la orilla.

-¿Ves, ves? -gritó Summy Skim-. No han podido echarnos y ahora tratan de aplastarnos.

Ben Raddle no respondía. Sus compañeros habían tenido que apegarse a las faldas del monte para no terminar lapidados. En el bosquecillo la situación era insostenible. Los bloques de piedra caían por centenares sobre el campamento. El personal había tenido que abandonarlo y buscar refugio en la ribera izquierda del río, demasiado alejada para que la alcanzara la avalancha. Pero ya habían estropeado dos carros y tres hombres estaban gravemente heridos.

Del material no quedaban más que los restos. Las tiendas estaban abatidas y rotas, las herramientas destruidas. Era un desastre. Dos mulas yacían en el suelo. Las otras, espantadas, enloquecidas, atravesaban el canal de un salto y se dispersaban por la llanura.

En lo alto se escuchaban gritos espantosos, los horribles chillidos de la banda, que disfrutaba con este abominable exterminio. Las rocas continuaban cayendo, entrechocando al rodar por la pendiente, cubriendo con sus fragmentos la parte del ángulo comprendida entre el río y el Golden Mount.

-Nos van a tirar toda la montaña en la cabeza -gritó Summy Skim.

-¿Qué hacer? -dijo Lorique.

-Lo que hay que hacer, no lo sé -respondió Summy Skim-, pero sé lo que habríamos tenido que hacer: mandarle una bala al pecho a ese Hunter antes de parlamentar con él.

Es seguro que si el día anterior se hubieran deshecho del texano no estarían viviendo esta situación. Sin duda era a él a quien se le había ocurrido la idea de aplastar el campamento.

Dijo el scout:

-Pronto no quedará nada de nuestro equipo si no salvamos al menos lo que queda. Llevemos los carros a la orilla del río. Allí estarán fuera del alcance.

-Sí, ¿y después? -preguntó Lorique.

-¿Después? Después nos iremos bien armados al campamento de esos bandidos mientras están arriba, los esperaremos y les dispararemos a bocajarro cuando bajen. Sus carros reemplazarán los que hemos perdido.

El proyecto era audaz, pero podía tener éxito. Hunter y sus compañeros difícilmente podrían resistir el fuego de una veintena de hombres. Ocupados en desprender rocas de la cresta, no bajarían hasta que ya no les quedaran más piedras. El scout y sus hombres tendrían tiempo de bordear la base sin ser vistos y llegar al otro extremo. Si algunos de la banda estaban allí, los eliminarían fácilmente, y esperarían el regreso de Hunter y los otros para matarlos en la bajada como a gamuzas.

-¡Eso! -dijo Summy Skim-. Llamemos a nuestros hombres. Casi todos tienen sus armas y nosotros tenemos las nuestras. Atravesemos la presa. En media hora estaremos allí, mientras que esos bandidos necesitan por lo menos dos horas para bajar.

Aunque no se le hubiera preguntado nada a Ben Raddle, él debía decir si aprobaba ese proyecto, el único, en verdad, que podía ejecutarse, el único que ofrecía alguna posibilidad de éxito.

Pero Ben Raddle permanecía mudo, como si no hubiera escuchado lo que se acababa de decir. ¿En qué pensaba?

El ingeniero había escuchado, desde luego, a sus compañeros.

-No, no -dijo, cuando vio que éstos hacían señas a sus hombres para que se les reunieran.

-¿Qué quieres entonces, Ben? -preguntó Summy Skim.

-Responder a la banda de Hunter como conviene que se le responda.

-¿Y cómo?

-Provocando la erupción. Los destruirá seguramente a todos, hasta el último.

Lo haría, sin duda, si era inmediata, si los sorprendía en el borde del cráter.

Ben Raddle hizo un movimiento hacia el orificio de la galería.

-¿Qué va a hacer usted, señor Ben? -dijo el scout.

-Hacer saltar la pared y precipitar el río en la chimenea del volcán.

La cima estaba preparada, como se sabe, y sólo había que encender las mechas.

-Déjeme a mí -dijo Lorique, cuando el ingeniero iba a introducirse en la galería-. Yo lo haré.

-No -respondió Ben.

Y desapareció de inmediato por el orificio oculto por los ramajes. Arrastrándose, alcanzó la pared del fondo y encendió las mechas. Salió luego a toda prisa.

Unos minutos después, la mina estallaba con un ruido sordo. Pareció que el monte temblaba sobre su base.

La explosión reventó la pared. Casi inmediatamente se escuchó un luido de borbotones en la galería a través de la cual se derramaban las primeras lavas. Vapores fuliginosos estallaron por el orificio.

-¡A la obra! -gritó Ben Raddle.

Ahora había que destruir la presa, lo que establecería la comunicación entre el río y la chimenea del cráter.

Todos se pusieron a trabajar, atacando la presa a golpes de piqueta, echando paletadas de tierra en la orilla. No necesitaron más de un cuarto de hora, pues las aguas la echaron abajo cuando restaba la mitad.

La pendiente del canal y de la galería, alimentada por el inagotable Rubber Creek, envió un verdadero torrente al flanco del Golden Mount. ¿Vencería este torrente el impulso de los vapores y de las lavas a través de la galería? Era el último problema, e iba a ser resuelto de inmediato.

El ingeniero y sus compañeros, ansiosos, esperaban manteniéndose fuera del alcance de los bloques que caían sin cesar de la meseta.

Pasó media hora, una hora. El agua corría hasta los bordes y entraba por el orificio de la galería, expulsando vapores, precipitándose tumultuosamente en el interior de la montaña.

De pronto resonó una terrible explosión. Las llamas y la humareda que escapaba del volcán subieron hasta quinientos o seiscientos pies por los aires. Junto con ello, miles de piedras, de trozos de lava endurecida, de escorias, de cenizas, se arremolinaban con estrépito. Arriba, seguramente la meseta se había hundido. Tal vez bajo el impulso de las materias eruptivas, se había reventado en toda su amplitud. Quizás el cráter se había agrandado para dejar pasar esas masas ígneas que vomitaba el fuego central.

Pero entonces toda esa erupción se precipitó en dirección del norte. Rocas acumuladas, lavas, cenizas caían en las olas... ¡Sí! ¡El Golden Mount se estaba vaciando por completo en el océano Ártico!

-¡Nuestras pepitas! -gritó Summy Skim, sin poder contenerse.

Ben Raddle, Lorique y el propio Bill Stell no habían gritado antes porque no podrían pronunciar palabra. La estupefacción los estrangulaba. Ya no pensaban en los texanos, sino en las riquezas del más prodigioso yacimiento de América del Norte, que se perdían en los abismos del mar glacial.

Ben Raddle no se había equivocado. Al introducir el agua en la chimenea volcánica, en una hora había provocado la erupción. El suelo temblaba como si fuera a abrirse. Los mugidos de las llamas, el silbido de los vapores, atronaban el espacio. Una nube espesa coronaba la meseta del cono a varias centenas de pies. Algunos bloques proyectados a esa altura estallaban como bombas. De ellos escapaba una polvareda de oro.

-¡Nuestras pepitas estallan! -repetía Summy Skim.

Todos contemplaban desesperados el espantoso espectáculo. Si el ingeniero había podido apresurar la erupción del Golden Mount, no había sido capaz de dirigirla. Su campaña terminaba con un desastre.

Es verdad que la caravana ya no tenía nada que temer de la banda. Hunter y sus compañeros debieron haber quedado perplejos ante este repentino fenómeno. No tuvieron tiempo para guarecerse. ¿Se había hundido la meseta bajo sus pies? ¿Habían sido tragados por el cráter? ¿Habrían sido, tal vez, proyectados en el espacio, quemados, mutilados, y yacían ahora en las profundidades del océano Polar?

-Vengan, vengan -gritó el scout.

Como habían tenido la precaución de mantenerse del otro lado del canal, pudieron llegar fácilmente a la llanura y seguir la base del Golden Mount. Corriendo a toda velocidad, se dirigieron al campamento de los texanos. No necesitaron más de veinte minutos para llegar a él.

Se detuvieron entonces. Algunos de los hombres de Hunter, que se habían quedado en el campamento, una decena, huían hacia el bosque. Sus caballos se dispersaban por la llanura, espantados por el estrépito de la erupción.

El campamento estaba desierto. Cinco o seis miembros de la banda que habían podido escapar de la meseta rodaban por las pendientes del Golden Mount, dejándose caer cuesta abajo con riesgo de romperse los brazos y las piernas.

Entre ellos vieron a Hunter, gravemente herido sin duda, arrastrándose apenas a unos cien pasos de altura. Se agarraba a las matas, caía, se volvía a levantar, a la zaga de los otros que una vez abajo emprendieron la fuga.

En ese momento sonó una detonación. Era Neluto, que acababa de hacer fuego antes que nadie se lo pudiera impedir.

Hunter, alcanzado en el pecho, dio un salto, rodó de roca en roca y fue a despedazarse al pie del Golden Mount.

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