El volcán de oro (versión
original)
Segunda parte - Capítulo VII El Golden Mount
El scout y sus compañeros no emplearon
más de dos horas en franquear la distancia que los separaba del
Golden Mount. Parecían atraídos por esa
montaña como si fuera un enorme imán y ellos hubiesen
sido de hierro.
-¿Y no lo somos, y no es preciso ser de hierro
para soportar todo lo que hemos soportado hasta aquí?
Tal fue la respuesta con la que Summy Skim
creyó que debía completar la comparación expresada
más arriba, enunciada por el contramaestre.
Todavía no eran las cinco cuando la caravana se
detuvo al pie del volcán; su base occidental bordeaba el curso
de un estero, el Rubber Creek, indicado por Jacques Laurier,
que corría hacia el océano. Los últimos cimientos
del Golden Mount por el lado norte los bañaban las
aguas del mar Ártico.
La región estaba absolutamente desierta. Ni del
otro lado de la montaña, ni del lado de la desembocadura del
Mackensie, se mostraba siquiera alguna aldea indígena o
algún grupo de indios que recorriera el litoral. Mar adentro, ni
una sola embarcación, ni una vela de ballenero, ni un humo de
algún vapor. No, en esa región lejana nadie se
había adelantado a Ben Raddle y sus compañeros.
Quizás Jacques Laurier y Harry Brown eran los únicos que
habían llevado sus exploraciones hasta la desembocadura del
Mackensie para comprobar la existencia del Golden Mount.
El scout estableció su campamento a
menos de una media legua del litoral, al pie del flanco este, separado
del Rubber Creek por un bosque de abedules y álamos. No
le faltaría a la caravana ni agua dulce ni madera. Más
allá, al oeste y al sur, se extendían vastas llanuras
verdes de hierba en la que se veían desperdigados macizos de
árboles; a juicio de Summy Skim, allí la caza
debía ser abundante. Mientras caminaban, había comprobado
que ni animales ni aves escasearían, y juntando los productos de
la caza con los de la pesca, sin hablar de las reservas, la comida
estaría asegurada en este campamento del Golden
Mount.
Este yacimiento pertenecía al ingeniero en su
calidad de primer ocupante. Nadie había tomado posesión
de él hasta ahora, nadie tendría el derecho de
intervenir. Como ningún poste limitaba el yacimiento,
ningún impuesto podía ser exigido por la
administración canadiense.
La instalación se organizó
rápidamente bajo la dirección de Bill Stell. Se
levantaron dos tiendas en el límite del pequeño bosque.
Los carros fueron estacionados en un claro al borde del río. Las
mulas podían pastar libremente en las praderas vecinas.
Obviamente, para no abandonar las precauciones, los accesos al
campamento serían vigilados día y noche, aunque no
parecía que se pudiera temer nada, salvo a los osos,
huéspedes habituales de esos territorios del alto Dominion.
La explotación del Golden Mount no
demandaría mucho tiempo: el suficiente para extraer ese tesoro
amontonado en el cráter y cargar con él los carros. No
habría que emplear la piqueta ni hacer ningún lavado.
Según las informaciones de Jacques Laurier, el oro se presentaba
en forma de polvo o de pepitas. Todo el trabajo había sido
realizado hacía mucho tiempo por los agentes plutónicos
del Golden Mount.
En todo caso, Ben Raddle no podía estar seguro
de ello hasta después de efectuar la ascensión de la
montaña y reconocer la disposición del cráter, al
cual era fácil descender, según Jacques Laurier. Pero
había sobrevenido una circunstancia que podía crear
ciertas dificultades, y precisamente esa tarde el contramaestre Lorique
conversó del asunto con el ingeniero.
-Señor Ben -le dijo-, cuando el francés
le reveló a usted la existencia del Golden Mount,
¿no le habló de un volcán apagado?
-Apagado... sí. Por lo menos en la época
en que él lo visitó, no arrojaba humo ni llamas.
-El subió hasta la cima, si no me equivoco.
-E incluso se introdujo en el cráter
–añadió Ben Raddle.
-¿No pensó que se pudiera temer una
erupción próxima?
-No, ningún vapor salía del
cráter... pero hace de eso cerca de seis meses, y después
las fuerzas eruptivas han podido entrar en acción.
-No hay duda sobre eso -respondió el
contramaestre-, ya que de lo alto del monte se elevan volutas de humo,
y yo me pregunto cómo vamos a poder descender al
cráter.
Desde luego, Ben Raddle también había
pensado en esa eventualidad desde el último descanso que
hicieron. No se trataba de un volcán apagado, sino tan
sólo dormido, y se despertaba. ¿Y qué se
podría hacer en caso de que fuera imposible penetrar en el
cráter? Le comunicó lo que pensaba a Lorique.
-Una erupción nos ahorraría todo el
trabajo, ya que vaciaría ella misma el Golden Mount de
las pepitas que encierra. Sólo tendríamos que recogerlas
al pie de la montaña. Nos evitaríamos un buen trabajo.
Así que esperemos. Mañana, cuando hayamos subido,
actuaremos según la circunstancias.
La tarde terminó en condiciones muy aceptables.
La brisa desapareció antes de la puesta del sol. El cielo, muy
puro, se llenó de estrellas, y la estrella polar brilló
casi en el cénit, por encima del horizonte del norte.
El scout organizó la vigilancia del
campamento. Sólo perturbó la noche el gruñido
lejano de unos osos que no se aventuraron hasta el Golden
Mount.
A las cinco, todos estaban en pie.
Summy Skim no dejaba de contemplar con algún
interés este famoso Golden Mount, y quién sabe
si no cedía también a la tentación de sacar el oro
a manos llenas desde tan enorme tesoro.
-Bueno -se decía-, si nuestro tío
Josías hubiera descubierto algo así, es probable que unas
semanas le hubieran bastado para recoger millones. En lugar de morir en
Klondike, habría regresado a su país para codearse con
los multimillonarios del Nuevo Mundo. El destino no lo ha querido, y la
suerte le ha tocado a sus sobrinos, uno de los cuales, por lo menos,
jamás ha llevado sus ambiciones a tal extremo... ni siquiera en
sueños. Pero, en fin, ya que hemos hecho tanto como llegar a
visitar las orillas del mar Artico, tratemos de regresar con los
bolsillos bien provistos, ¡y por bolsillos entiendo nuestros
carros cargados de oro hasta romperse! Con todo, a decir verdad, por
más que miro esta montaña por todos lados y me repito que
encierra cantidades de ese precioso metal como para humillar a
Australia, California y África, no le encuentro bastante aspecto
de caja fuerte.
Si es por eso, para darle en el gusto el Golden
Mount hubiera tenido que parecerse a las cajas del banco de
Inglaterra o del banco de América: un paralelepípedo de
flancos perpendiculares con una puerta abierta en su fachada principal;
pero, como Ben Raddle no conocía la clave, ¿cómo
habría podido abrirla?
No, el Golden Mount era sencillamente un
monte vomitador de fuego, un cono irregular que dominaba esa parte del
litoral. Medía de novecientos a mil metros de altura y, por lo
que se podía apreciar, su circunferencia en la base no
debía ser inferior a cinco millas. Cono, o más bien cono
truncado, culminaba en una meseta en lugar de hacerlo en punta.
Enseguida se pudo comprobar que el ángulo de
sus flancos, muy abierto, hacía por lo menos setenta grados con
la vertical, y en esas condiciones seguramente la ascensión
presentaría grandes dificultades. Pero, en fin, no podía
ser imposible, ya que Jacques Laurier y su compañero
habían subido hasta el cráter.
El lado más empinado, casi perpendicular, era
el del norte, de cara al mar. No había ni que soñar con
intentar la ascensión por ese costado. Además, por
allí la base del monte entraba en el mar. Ninguna roca
emergía a sus pies, y se habría podido llamarla
acantilado si hubiera estado compuesta por materia cretácea o
blanquizca en lugar de presentarse con el color negruzco que revisten
las sustancias eruptivas.
Ben Raddle y Lorique se preocuparon, pues, de decidir
por qué lado del Golden Mount tratarían de
llegar hasta la cumbre. Jacques Laurier no lo había
indicado.
Sólo habría que dar un centenar de pasos
para llegar a la base, ya que el campamento se había establecido
precisamente en el ángulo formado por el Rubber Creek y
el flanco este.
En cuanto a los taludes, parecían estar
recubiertos por una hierba corta, sembrada por unas matas
leñosas que podrían servir de puntos de apoyo a los que
subían. Pero en la parte superior se veía un humus
sombrío, tal vez una capa de cenizas y de escorias. Por lo
demás, no parecía que hubiera habido alguna
erupción reciente, lo que explicaba que Jacques Laurier hubiera
creído que el volcán estaba apagado desde hacía
tiempo.
Ben Raddle y Lorique regresaron al campamento y dieron
cuenta del resultado de sus exploraciones. Sería por los flancos
del oeste, cuya pendiente era menos acusada, por donde
convendría efectuar la ascensión.
-Sea -respondió el scout-, pero
recuperemos fuerzas y desayunemos inmediatamente.
-Prudente medida -añadió Summy Skim-,
pues tardaremos unas dos o tres horas en llegar al cráter, y por
poco tiempo que estemos en la cumbre, sólo estaremos de regreso
por la tarde.
Se preparó el desayuno. No se utilizaron las
presas cazadas la víspera durante la marcha de la caravana. Ben
Raddle, Summy Skim y sus compañeros se contentaron con carne en
conserva, jamón y luego bizcochos y té. En menos de
cuarenta minutos habían satisfecho su apetito.
Además, por consejo de Bill Stell se
decidió llevar algunas provisiones, por si los excursionistas
tenían necesidad de ellas, y se llenaron las cantimploras con
ginebra y whisky mezclados con agua en proporción conveniente.
Se llevaron también piquetas y cuerdas que podrían ser
útiles en las rampas muy empinadas.
Por lo demás, el tiempo se mostraba favorable a
esta tentativa. Se anunciaba un hermoso día. El sol no
sería demasiado ardiente encima de las nubes, que un ligero
viento del norte impulsaba.
Neluto no tomaría parte en esta primera
ascensión. Guardaría el campamento con el personal, y no
debería alejarse bajo ningún pretexto. No parecía
que hubiera nada que temer, porque el país estaba desierto. Sin
embargo, era importante mantener una severa vigilancia.
Ben Raddle, Summy Skim, Lorique y el scout
partieron hacia las ocho, y se fueron bordeando la base meridional del
monte para llegar al lado oeste. Curiosamente, no se encontraban trazas
de materias eruptivas, ni siquiera bajo la hierba. De la última
erupción (¿a qué época se
remontaría?) no se hallaba ningún indicio, nada que se
asemejara al polvo de oro. ¿Se podía concluir que esos
productos habían sido arrojados por el lado del mar y que
yacían en las profundidades de las aguas del litoral?
-Poco importa, en todo caso -respondió Ben
Raddle al contramaestre, que era el que había hecho esta
observación-. Es probable e incluso seguro que no ha habido
erupción desde que Jacques Laurier visitó este
volcán. De ello hace apenas ocho meses, y las pepitas que
él vio en el cráter nosotros también las
veremos.
Eran las ocho y media cuando la expedición se
detuvo en la base del lado que miraba hacia el este y que se prolongaba
hasta el litoral.
Después de un atento examen, se
reconoció que ese costado presentaba un declive menor en la
parte que se dirigía en forma oblicua hacia el norte.
Convendría dirigirse en esa dirección primero, sin
perjuicio de modificarla después si era necesario.
El scout se puso a la cabeza. Al principio,
la pendiente no era demasiado empinada: no sobrepasaba los cuarenta
grados. Las hierbas prestaban un sólido apoyo a los pies, y no
fue necesario emplear las piquetas ni las cuerdas. Bill Stell, que
había realizado muchas excursiones en las montañas
Rocosas, era un guía práctico. Un seguro instinto lo
conducía, y era tan vigoroso, tan avezado en los ejercicios de
este tipo, que sus compañeros tenían que hacer esfuerzos
para que no los adelantara demasiado.
-¡He aquí lo que significa -decía
Summy Skim- haber atravesado veinte veces los pasos del Chilkoot!
¡Eso te da piernas de gamuza!
Pero, después del primer tercio de la
ascensión, probablemente hasta una gamuza se habría visto
en apuros. Habría sido necesario tener alas de buitre o de
águila. La pendiente era tan acusada que tuvieron que ayudarse
con las rodillas, los pies y las manos, agarrándose de las matas
y los arbustos. Pronto se hizo indispensable el empleo de las piquetas
y las cuerdas. El scout se adelantaba, plantaba una piqueta
entre las hierbas, desenrollaba la cuerda atada a ella y los otros se
izaban hacia él. Actuaban con la mayor prudencia, porque
cualquier caída a la base del monte habría sido
mortal.
Hacia las nueve, Ben Raddle, Summy Skim y el
contramaestre se habían reunido con Bill Stell en la mitad de la
ladera. Hicieron un alto para retomar el aliento. Bebieron algunos
sorbos de las cantimploras y continuaron marchando o más bien
arrastrándose a lo largo del talud.
Si bien el volcán exhibía un penacho de
humo en su cima, prueba de que las fuerzas subterráneas estaban
en actividad, no se escuchaba ningún ronquido, y no se
percibía ningún estremecimiento en la superficie del
talud. Sin duda, su espesor era considerable por este lado, y la
chimenea del cráter se abría más bien en la parte
norte o en la parte oeste del volcán.
La ascensión se volvió cada vez
más difícil e incluso peligrosa, pero no existía
ningún temor de que no se pudiera llegar a lo alto del cono.
¿Era admisible pensar que el scout y sus
compañeros fueran incapaces de hacer lo que los dos
franceses1 habían
hecho algunos meses antes?
Aun así, Summy Skim se encontró en gran
peligro en determinado momento. Se izaba a la siga del scout
en una de las rampas más empinadas cuando la piqueta a la que
estaba atada la cuerda que lo sostenía se desprendió.
¡Qué grito de terror lanzó Ben
Raddle al ver a su primo rodar por el talud! Si su caída hubiera
continuado hasta el pie del monte, no se habría recogido de
él más que el cadáver.
Felizmente, Lorique, que cerraba la marcha, pudo
agarrarse a unas matas resistentes y retener a Summy Skim en el momento
en que pasaba rodando junto a él. Por fortuna también,
las matas no cedieron y el accidente no tuvo consecuencias.
-¡Mi pobre amigo! -exclamó Ben Raddle,
deslizándose hacia su primo.
-Sí, Ben, me he salvado por milagro.
-¿Estás herido?
-No... Algunos rasguños, que no hacen necesaria
la presencia del doctor Pilcox ni los cuidados de las buenas hermanas
Marta y Magdalena. ¿Sabes lo que pensaba cuando iba rodando?
-¿Qué pensabas?
-Que el volcán me vomitaba como a una vulgar
pepita.
-Una media hora más -dijo Bill Stell-, y
estaremos arriba.
-En camino, pues -dijo Summy Skim.
Una distancia de doscientos pies, a lo sumo, separaba
a los escaladores de la cima del Golden Mount, pero fue ardua
de recorrer. Casi no había hierba. Las matas de arbustos eran
inexistentes a esa altura. La superficie rocosa no presentaba
ningún punto de apoyo. Había que tomar extremas
precauciones y, con la ayuda de cuerdas, el scout y sus
compañeros continuaron subiendo, no sin detenerse cada cierto
tiempo para tomar aliento. Las humaredas del cráter no los
molestaban, pues iban en sentido opuesto.
El reloj de Ben Raddle marcaba exactamente las diez
horas y trece minutos cuando los escaladores se encontraron todos
reunidos en la pequeña porción de cono truncado que
formaba la meseta del monte.
Todos, más o menos derrengados, se asieron en
las rocas de cuarzo que rodeaban la meseta, que debía medir unos
trescientos o cuatrocientos pies de circunferencia. Más o menos
en su centro se abría el cráter, del que emanaban vapores
fuliginosos y humaredas amarillentas.
Antes de dirigirse a esa chimenea ignívoma que
no arrojaba cenizas ni restos, y de la que no se escapaba ninguna lava,
Ben Raddle y sus compañeros observaron el vasto panorama que se
desplegaba ante sus ojos. Desde esa altura la vista se extendía
sobre un radio de cinco a seis leguas hasta el horizonte.
Hacia el sur se veían esas verdes llanuras que
la caravana había atravesado después de dejar la
confluencia del río Peel para descender a lo largo de su orilla
izquierda.
Al noroeste se dibujaba el litoral del océano
Ártico bajo la forma de un pedregal arenoso, que limitaba al
fondo con un inmenso bosque.
Al este, al pie del Golden Mount, se
entremezclaba la red hidrográfica del estuario del Mackensie,
cuyos múltiples brazos se derramaban en una ancha bahía
defendida por un archipiélago de islotes áridos y
negruzcos escollos.
Luego, la costa se alejaba en línea recta hacia
el norte y terminaba en un promontorio colosal que cerraba el horizonte
por ese costado. En cuanto a la región que se extendía
más allá del delta, anchas planicies la recubrían,
regadas por algunos arroyos. Pero era menos llana. Algunas elevaciones
entre los macizos de árboles acusaban un cierto relieve del
suelo. Más allá surgían las primeras
ramificaciones del sistema de las montañas Rocosas.
Al norte del Golden Mount, a partir del
acantilado vertical cuya base desaparecía bajo las aguas, el mar
no tenía otro límite que la línea
perimétrica del cielo.
La atmósfera, purificada por la brisa,
disueltos sus vapores bajo los rayos solares, era de una perfecta
claridad. El mar centelleaba a medida que subía el sol.
Ningún obstáculo detenía la mirada en ese sector,
cuya extensión no mediría menos de (...) leguas. Y
hubiera podido alcanzar una distancia diez veces mayor sin encontrar el
litoral de un continente. Sólo podían detenerla los
bancos de hielo de los mares árticos.
Durante el verano, este inmenso océano recibe
la visita de los cazadores de ballenas, mientras que los cazadores de
focas y morsas frecuentan las riberas de las islas.
Ben Raddle y sus compañeros no divisaron a
ninguno, y hasta donde se perdía la vista las bahías, las
caletas, las ensenadas, los islotes parecían desiertos. No se
veían ni extranjeros ni indígenas, pese a que las bocas
del Mackensie son ricas en mamíferos marinos, en anfibios de
toda especie.
Pero no ocurría lo mismo en alta mar. Con la
ayuda de un catalejo, el scout pudo divisar algunas velas y
algunas humaredas en el horizonte septentrional.
-Son balleneros -dijo-, que han llegado a estos
parajes del océano Ártico después de haber
atravesado el estrecho de Bering. Dentro de dos meses retomarán
la ruta del estrecho. Unos harán escala en Saint Michel, en la
desembocadura del Yukon; los otros, en Petropolawsk del Kamtchatka, en
la costa asiática; luego irán a vender en los puertos del
Pacífico los productos de su caza.
-¿No habrá alguno que haga escala en
Vancouver? -preguntó Summy Skim.
-En efecto -respondió Bill Stell-, pero cometen
un error, un gran error, porque es muy difícil retener a la
tripulación. La mayoría de los marineros deserta para ir
a Klondike.
Era verdad. La fiebre del oro atrapaba a estos
marineros a pesar de que acababan de regresar de una penosa
campaña por lejanos parajes. Por eso, para salvarlos de la
epidemia, los capitanes de los balleneros evitaban siempre que les era
posible hacer escala en los puertos de la Columbia inglesa, y
preferían los del continente asiático.
Después de un descanso de una media hora, que
harta falta les hacía, Ben Raddle y los otros se levantaron para
visitar la plataforma del Golden Mount.
El cráter no estaba situado en el centro. El
orificio de esta chimenea medía de setenta y cinco a ochenta
pies de circunferencia, y de allí salían vapores y
fumarolas con alguna intensidad. Pero, tal como lo había dicho
Jacques Laurier, aproximándose hasta donde les fue posible Ben
Raddle y Lorique pudieron comprobar que se podía descender al
interior. El francés lo había hecho, cuando no se
producía ninguna erupción. Había podido
considerarlo incluso como apagado. En ese cráter había
comprobado la presencia de cuarzo aurífero, pepitas y polvo de
oro, que eran como el hollín de esta chimenea. Pero lo que
él había hecho, a Ben Raddle le estaba vedado. Lo
hubieran asfixiado los gases volcánicos.
En cuanto al polvo de oro, en efecto se encontraba en
los accesos del cráter, mezclado con la capa de ceniza. Pero,
como señaló Lorique, ¿qué era eso al lado
del prodigioso amontonamiento de pepitas en el interior del
volcán?
Añadió Ben Raddle:
-Tenemos que sacar el oro del interior mismo del
cráter. Si este movimiento eruptivo se calma, si los vapores se
disipan, bajaremos como bajó Jacques Laurier.
-¿Y si no se disipan? -preguntó Summy
Skim-. ¿Si todo descenso es imposible?
-Esperaremos, Summy...
-¿Y qué esperaremos, Ben?
-Que la erupción haga lo que nosotros no
pudimos hacer, y que expulse las materias contenidas en las
entrañas del Golden Mount.
Era evidente que era lo único que se
podía hacer. Para gentes que no tuvieran que contar los
días ni las horas, que pudieran instalarse en las desembocaduras
del Mackensie como tantos otros se instalan en Dawson City, que
pudieran afrontar la terrible estación del invierno en esa alta
latitud en condiciones soportables, sí, era lo indicado. Pero si
la erupción tardaba, si antes de dos meses el volcán no
había expulsado por sí mismo su tesoro de pepitas,
¿no se verían obligados Ben Raddle y Summy Skim a
levantar su campamento, retomar el camino de Dawson City y, si no
regresaban a Montreal, pasar todavía seis o siete meses en la
capital de Klondike?
Este pensamiento, que fue común a todos, Summy
Skim lo expresó con una pregunta:
-¿Y si la erupción tarda, Ben, si no se
produce antes del invierno?
Ben Raddle volvió la cabeza. Summy Skim no
quiso insistir. Comprendía que las circunstancias serían
más fuertes que la voluntad, que la tenacidad de Ben Raddle.
Después de un descanso de dos horas en la
planicie del cono, los escaladores iniciaron el descenso. Aunque
éste ofreció grandes peligros de caída y
exigió serias precauciones, por lo menos se efectuó en la
mitad de tiempo que la ascensión.
Una hora después, el scout y sus
compañeros, bastante fatigados, pero sanos y salvos, estaban de
regreso en el campamento.
1. Julio Veme olvida
que Harry Brown no era francés, sino anglocanadiense.
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