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El volcán de oro
Editado
© Juan Suárez
30 de julio del 2003
Tomado de Logo de Librodot.com
Primera parte
(click encima para ver el contenido del volumen)
Segunda parte
Indicador Un invierno en Klondike
Indicador La historia del moribundo
Indicador Las consecuencias de...
Indicador Circle City
Indicador Hacia los descubrimientos
Indicador Fort Macpherson
Indicador El Golden Mount
Indicador La audaz idea de un...
Indicador La caza del alce
Indicador Inquietudes mortales
Indicador A la defensiva
Indicador Ataque y defensa
Indicador La erupción
Indicador De Dawson City a...

El volcán de oro (versión original)
Segunda parte - Capítulo VII
El Golden Mount

El scout y sus compañeros no emplearon más de dos horas en franquear la distancia que los separaba del Golden Mount. Parecían atraídos por esa montaña como si fuera un enorme imán y ellos hubiesen sido de hierro.

-¿Y no lo somos, y no es preciso ser de hierro para soportar todo lo que hemos soportado hasta aquí?

Tal fue la respuesta con la que Summy Skim creyó que debía completar la comparación expresada más arriba, enunciada por el contramaestre.

Todavía no eran las cinco cuando la caravana se detuvo al pie del volcán; su base occidental bordeaba el curso de un estero, el Rubber Creek, indicado por Jacques Laurier, que corría hacia el océano. Los últimos cimientos del Golden Mount por el lado norte los bañaban las aguas del mar Ártico.

La región estaba absolutamente desierta. Ni del otro lado de la montaña, ni del lado de la desembocadura del Mackensie, se mostraba siquiera alguna aldea indígena o algún grupo de indios que recorriera el litoral. Mar adentro, ni una sola embarcación, ni una vela de ballenero, ni un humo de algún vapor. No, en esa región lejana nadie se había adelantado a Ben Raddle y sus compañeros. Quizás Jacques Laurier y Harry Brown eran los únicos que habían llevado sus exploraciones hasta la desembocadura del Mackensie para comprobar la existencia del Golden Mount.

El scout estableció su campamento a menos de una media legua del litoral, al pie del flanco este, separado del Rubber Creek por un bosque de abedules y álamos. No le faltaría a la caravana ni agua dulce ni madera. Más allá, al oeste y al sur, se extendían vastas llanuras verdes de hierba en la que se veían desperdigados macizos de árboles; a juicio de Summy Skim, allí la caza debía ser abundante. Mientras caminaban, había comprobado que ni animales ni aves escasearían, y juntando los productos de la caza con los de la pesca, sin hablar de las reservas, la comida estaría asegurada en este campamento del Golden Mount.

Este yacimiento pertenecía al ingeniero en su calidad de primer ocupante. Nadie había tomado posesión de él hasta ahora, nadie tendría el derecho de intervenir. Como ningún poste limitaba el yacimiento, ningún impuesto podía ser exigido por la administración canadiense.

La instalación se organizó rápidamente bajo la dirección de Bill Stell. Se levantaron dos tiendas en el límite del pequeño bosque. Los carros fueron estacionados en un claro al borde del río. Las mulas podían pastar libremente en las praderas vecinas. Obviamente, para no abandonar las precauciones, los accesos al campamento serían vigilados día y noche, aunque no parecía que se pudiera temer nada, salvo a los osos, huéspedes habituales de esos territorios del alto Dominion.

La explotación del Golden Mount no demandaría mucho tiempo: el suficiente para extraer ese tesoro amontonado en el cráter y cargar con él los carros. No habría que emplear la piqueta ni hacer ningún lavado. Según las informaciones de Jacques Laurier, el oro se presentaba en forma de polvo o de pepitas. Todo el trabajo había sido realizado hacía mucho tiempo por los agentes plutónicos del Golden Mount.

En todo caso, Ben Raddle no podía estar seguro de ello hasta después de efectuar la ascensión de la montaña y reconocer la disposición del cráter, al cual era fácil descender, según Jacques Laurier. Pero había sobrevenido una circunstancia que podía crear ciertas dificultades, y precisamente esa tarde el contramaestre Lorique conversó del asunto con el ingeniero.

-Señor Ben -le dijo-, cuando el francés le reveló a usted la existencia del Golden Mount, ¿no le habló de un volcán apagado?

-Apagado... sí. Por lo menos en la época en que él lo visitó, no arrojaba humo ni llamas.

-El subió hasta la cima, si no me equivoco.

-E incluso se introdujo en el cráter –añadió Ben Raddle.

-¿No pensó que se pudiera temer una erupción próxima?

-No, ningún vapor salía del cráter... pero hace de eso cerca de seis meses, y después las fuerzas eruptivas han podido entrar en acción.

-No hay duda sobre eso -respondió el contramaestre-, ya que de lo alto del monte se elevan volutas de humo, y yo me pregunto cómo vamos a poder descender al cráter.

Desde luego, Ben Raddle también había pensado en esa eventualidad desde el último descanso que hicieron. No se trataba de un volcán apagado, sino tan sólo dormido, y se despertaba. ¿Y qué se podría hacer en caso de que fuera imposible penetrar en el cráter? Le comunicó lo que pensaba a Lorique.

-Una erupción nos ahorraría todo el trabajo, ya que vaciaría ella misma el Golden Mount de las pepitas que encierra. Sólo tendríamos que recogerlas al pie de la montaña. Nos evitaríamos un buen trabajo. Así que esperemos. Mañana, cuando hayamos subido, actuaremos según la circunstancias.

La tarde terminó en condiciones muy aceptables. La brisa desapareció antes de la puesta del sol. El cielo, muy puro, se llenó de estrellas, y la estrella polar brilló casi en el cénit, por encima del horizonte del norte.

El scout organizó la vigilancia del campamento. Sólo perturbó la noche el gruñido lejano de unos osos que no se aventuraron hasta el Golden Mount.

A las cinco, todos estaban en pie.

Summy Skim no dejaba de contemplar con algún interés este famoso Golden Mount, y quién sabe si no cedía también a la tentación de sacar el oro a manos llenas desde tan enorme tesoro.

-Bueno -se decía-, si nuestro tío Josías hubiera descubierto algo así, es probable que unas semanas le hubieran bastado para recoger millones. En lugar de morir en Klondike, habría regresado a su país para codearse con los multimillonarios del Nuevo Mundo. El destino no lo ha querido, y la suerte le ha tocado a sus sobrinos, uno de los cuales, por lo menos, jamás ha llevado sus ambiciones a tal extremo... ni siquiera en sueños. Pero, en fin, ya que hemos hecho tanto como llegar a visitar las orillas del mar Artico, tratemos de regresar con los bolsillos bien provistos, ¡y por bolsillos entiendo nuestros carros cargados de oro hasta romperse! Con todo, a decir verdad, por más que miro esta montaña por todos lados y me repito que encierra cantidades de ese precioso metal como para humillar a Australia, California y África, no le encuentro bastante aspecto de caja fuerte.

Si es por eso, para darle en el gusto el Golden Mount hubiera tenido que parecerse a las cajas del banco de Inglaterra o del banco de América: un paralelepípedo de flancos perpendiculares con una puerta abierta en su fachada principal; pero, como Ben Raddle no conocía la clave, ¿cómo habría podido abrirla?

No, el Golden Mount era sencillamente un monte vomitador de fuego, un cono irregular que dominaba esa parte del litoral. Medía de novecientos a mil metros de altura y, por lo que se podía apreciar, su circunferencia en la base no debía ser inferior a cinco millas. Cono, o más bien cono truncado, culminaba en una meseta en lugar de hacerlo en punta.

Enseguida se pudo comprobar que el ángulo de sus flancos, muy abierto, hacía por lo menos setenta grados con la vertical, y en esas condiciones seguramente la ascensión presentaría grandes dificultades. Pero, en fin, no podía ser imposible, ya que Jacques Laurier y su compañero habían subido hasta el cráter.

El lado más empinado, casi perpendicular, era el del norte, de cara al mar. No había ni que soñar con intentar la ascensión por ese costado. Además, por allí la base del monte entraba en el mar. Ninguna roca emergía a sus pies, y se habría podido llamarla acantilado si hubiera estado compuesta por materia cretácea o blanquizca en lugar de presentarse con el color negruzco que revisten las sustancias eruptivas.

Ben Raddle y Lorique se preocuparon, pues, de decidir por qué lado del Golden Mount tratarían de llegar hasta la cumbre. Jacques Laurier no lo había indicado.

Sólo habría que dar un centenar de pasos para llegar a la base, ya que el campamento se había establecido precisamente en el ángulo formado por el Rubber Creek y el flanco este.

En cuanto a los taludes, parecían estar recubiertos por una hierba corta, sembrada por unas matas leñosas que podrían servir de puntos de apoyo a los que subían. Pero en la parte superior se veía un humus sombrío, tal vez una capa de cenizas y de escorias. Por lo demás, no parecía que hubiera habido alguna erupción reciente, lo que explicaba que Jacques Laurier hubiera creído que el volcán estaba apagado desde hacía tiempo.

Ben Raddle y Lorique regresaron al campamento y dieron cuenta del resultado de sus exploraciones. Sería por los flancos del oeste, cuya pendiente era menos acusada, por donde convendría efectuar la ascensión.

-Sea -respondió el scout-, pero recuperemos fuerzas y desayunemos inmediatamente.

-Prudente medida -añadió Summy Skim-, pues tardaremos unas dos o tres horas en llegar al cráter, y por poco tiempo que estemos en la cumbre, sólo estaremos de regreso por la tarde.

Se preparó el desayuno. No se utilizaron las presas cazadas la víspera durante la marcha de la caravana. Ben Raddle, Summy Skim y sus compañeros se contentaron con carne en conserva, jamón y luego bizcochos y té. En menos de cuarenta minutos habían satisfecho su apetito.

Además, por consejo de Bill Stell se decidió llevar algunas provisiones, por si los excursionistas tenían necesidad de ellas, y se llenaron las cantimploras con ginebra y whisky mezclados con agua en proporción conveniente. Se llevaron también piquetas y cuerdas que podrían ser útiles en las rampas muy empinadas.

Por lo demás, el tiempo se mostraba favorable a esta tentativa. Se anunciaba un hermoso día. El sol no sería demasiado ardiente encima de las nubes, que un ligero viento del norte impulsaba.

Neluto no tomaría parte en esta primera ascensión. Guardaría el campamento con el personal, y no debería alejarse bajo ningún pretexto. No parecía que hubiera nada que temer, porque el país estaba desierto. Sin embargo, era importante mantener una severa vigilancia.

Ben Raddle, Summy Skim, Lorique y el scout partieron hacia las ocho, y se fueron bordeando la base meridional del monte para llegar al lado oeste. Curiosamente, no se encontraban trazas de materias eruptivas, ni siquiera bajo la hierba. De la última erupción (¿a qué época se remontaría?) no se hallaba ningún indicio, nada que se asemejara al polvo de oro. ¿Se podía concluir que esos productos habían sido arrojados por el lado del mar y que yacían en las profundidades de las aguas del litoral?

-Poco importa, en todo caso -respondió Ben Raddle al contramaestre, que era el que había hecho esta observación-. Es probable e incluso seguro que no ha habido erupción desde que Jacques Laurier visitó este volcán. De ello hace apenas ocho meses, y las pepitas que él vio en el cráter nosotros también las veremos.

Eran las ocho y media cuando la expedición se detuvo en la base del lado que miraba hacia el este y que se prolongaba hasta el litoral.

Después de un atento examen, se reconoció que ese costado presentaba un declive menor en la parte que se dirigía en forma oblicua hacia el norte. Convendría dirigirse en esa dirección primero, sin perjuicio de modificarla después si era necesario.

El scout se puso a la cabeza. Al principio, la pendiente no era demasiado empinada: no sobrepasaba los cuarenta grados. Las hierbas prestaban un sólido apoyo a los pies, y no fue necesario emplear las piquetas ni las cuerdas. Bill Stell, que había realizado muchas excursiones en las montañas Rocosas, era un guía práctico. Un seguro instinto lo conducía, y era tan vigoroso, tan avezado en los ejercicios de este tipo, que sus compañeros tenían que hacer esfuerzos para que no los adelantara demasiado.

-¡He aquí lo que significa -decía Summy Skim- haber atravesado veinte veces los pasos del Chilkoot! ¡Eso te da piernas de gamuza!

Pero, después del primer tercio de la ascensión, probablemente hasta una gamuza se habría visto en apuros. Habría sido necesario tener alas de buitre o de águila. La pendiente era tan acusada que tuvieron que ayudarse con las rodillas, los pies y las manos, agarrándose de las matas y los arbustos. Pronto se hizo indispensable el empleo de las piquetas y las cuerdas. El scout se adelantaba, plantaba una piqueta entre las hierbas, desenrollaba la cuerda atada a ella y los otros se izaban hacia él. Actuaban con la mayor prudencia, porque cualquier caída a la base del monte habría sido mortal.

Hacia las nueve, Ben Raddle, Summy Skim y el contramaestre se habían reunido con Bill Stell en la mitad de la ladera. Hicieron un alto para retomar el aliento. Bebieron algunos sorbos de las cantimploras y continuaron marchando o más bien arrastrándose a lo largo del talud.

Si bien el volcán exhibía un penacho de humo en su cima, prueba de que las fuerzas subterráneas estaban en actividad, no se escuchaba ningún ronquido, y no se percibía ningún estremecimiento en la superficie del talud. Sin duda, su espesor era considerable por este lado, y la chimenea del cráter se abría más bien en la parte norte o en la parte oeste del volcán.

La ascensión se volvió cada vez más difícil e incluso peligrosa, pero no existía ningún temor de que no se pudiera llegar a lo alto del cono. ¿Era admisible pensar que el scout y sus compañeros fueran incapaces de hacer lo que los dos franceses1 habían hecho algunos meses antes?

Aun así, Summy Skim se encontró en gran peligro en determinado momento. Se izaba a la siga del scout en una de las rampas más empinadas cuando la piqueta a la que estaba atada la cuerda que lo sostenía se desprendió.

¡Qué grito de terror lanzó Ben Raddle al ver a su primo rodar por el talud! Si su caída hubiera continuado hasta el pie del monte, no se habría recogido de él más que el cadáver.

Felizmente, Lorique, que cerraba la marcha, pudo agarrarse a unas matas resistentes y retener a Summy Skim en el momento en que pasaba rodando junto a él. Por fortuna también, las matas no cedieron y el accidente no tuvo consecuencias.

-¡Mi pobre amigo! -exclamó Ben Raddle, deslizándose hacia su primo.

-Sí, Ben, me he salvado por milagro.

-¿Estás herido?

-No... Algunos rasguños, que no hacen necesaria la presencia del doctor Pilcox ni los cuidados de las buenas hermanas Marta y Magdalena. ¿Sabes lo que pensaba cuando iba rodando?

-¿Qué pensabas?

-Que el volcán me vomitaba como a una vulgar pepita.

-Una media hora más -dijo Bill Stell-, y estaremos arriba.

-En camino, pues -dijo Summy Skim.

Una distancia de doscientos pies, a lo sumo, separaba a los escaladores de la cima del Golden Mount, pero fue ardua de recorrer. Casi no había hierba. Las matas de arbustos eran inexistentes a esa altura. La superficie rocosa no presentaba ningún punto de apoyo. Había que tomar extremas precauciones y, con la ayuda de cuerdas, el scout y sus compañeros continuaron subiendo, no sin detenerse cada cierto tiempo para tomar aliento. Las humaredas del cráter no los molestaban, pues iban en sentido opuesto.

El reloj de Ben Raddle marcaba exactamente las diez horas y trece minutos cuando los escaladores se encontraron todos reunidos en la pequeña porción de cono truncado que formaba la meseta del monte.

Todos, más o menos derrengados, se asieron en las rocas de cuarzo que rodeaban la meseta, que debía medir unos trescientos o cuatrocientos pies de circunferencia. Más o menos en su centro se abría el cráter, del que emanaban vapores fuliginosos y humaredas amarillentas.

Antes de dirigirse a esa chimenea ignívoma que no arrojaba cenizas ni restos, y de la que no se escapaba ninguna lava, Ben Raddle y sus compañeros observaron el vasto panorama que se desplegaba ante sus ojos. Desde esa altura la vista se extendía sobre un radio de cinco a seis leguas hasta el horizonte.

Hacia el sur se veían esas verdes llanuras que la caravana había atravesado después de dejar la confluencia del río Peel para descender a lo largo de su orilla izquierda.

Al noroeste se dibujaba el litoral del océano Ártico bajo la forma de un pedregal arenoso, que limitaba al fondo con un inmenso bosque.

Al este, al pie del Golden Mount, se entremezclaba la red hidrográfica del estuario del Mackensie, cuyos múltiples brazos se derramaban en una ancha bahía defendida por un archipiélago de islotes áridos y negruzcos escollos.

Luego, la costa se alejaba en línea recta hacia el norte y terminaba en un promontorio colosal que cerraba el horizonte por ese costado. En cuanto a la región que se extendía más allá del delta, anchas planicies la recubrían, regadas por algunos arroyos. Pero era menos llana. Algunas elevaciones entre los macizos de árboles acusaban un cierto relieve del suelo. Más allá surgían las primeras ramificaciones del sistema de las montañas Rocosas.

Al norte del Golden Mount, a partir del acantilado vertical cuya base desaparecía bajo las aguas, el mar no tenía otro límite que la línea perimétrica del cielo.

La atmósfera, purificada por la brisa, disueltos sus vapores bajo los rayos solares, era de una perfecta claridad. El mar centelleaba a medida que subía el sol. Ningún obstáculo detenía la mirada en ese sector, cuya extensión no mediría menos de (...) leguas. Y hubiera podido alcanzar una distancia diez veces mayor sin encontrar el litoral de un continente. Sólo podían detenerla los bancos de hielo de los mares árticos.

Durante el verano, este inmenso océano recibe la visita de los cazadores de ballenas, mientras que los cazadores de focas y morsas frecuentan las riberas de las islas.

Ben Raddle y sus compañeros no divisaron a ninguno, y hasta donde se perdía la vista las bahías, las caletas, las ensenadas, los islotes parecían desiertos. No se veían ni extranjeros ni indígenas, pese a que las bocas del Mackensie son ricas en mamíferos marinos, en anfibios de toda especie.

Pero no ocurría lo mismo en alta mar. Con la ayuda de un catalejo, el scout pudo divisar algunas velas y algunas humaredas en el horizonte septentrional.

-Son balleneros -dijo-, que han llegado a estos parajes del océano Ártico después de haber atravesado el estrecho de Bering. Dentro de dos meses retomarán la ruta del estrecho. Unos harán escala en Saint Michel, en la desembocadura del Yukon; los otros, en Petropolawsk del Kamtchatka, en la costa asiática; luego irán a vender en los puertos del Pacífico los productos de su caza.

-¿No habrá alguno que haga escala en Vancouver? -preguntó Summy Skim.

-En efecto -respondió Bill Stell-, pero cometen un error, un gran error, porque es muy difícil retener a la tripulación. La mayoría de los marineros deserta para ir a Klondike.

Era verdad. La fiebre del oro atrapaba a estos marineros a pesar de que acababan de regresar de una penosa campaña por lejanos parajes. Por eso, para salvarlos de la epidemia, los capitanes de los balleneros evitaban siempre que les era posible hacer escala en los puertos de la Columbia inglesa, y preferían los del continente asiático.

Después de un descanso de una media hora, que harta falta les hacía, Ben Raddle y los otros se levantaron para visitar la plataforma del Golden Mount.

El cráter no estaba situado en el centro. El orificio de esta chimenea medía de setenta y cinco a ochenta pies de circunferencia, y de allí salían vapores y fumarolas con alguna intensidad. Pero, tal como lo había dicho Jacques Laurier, aproximándose hasta donde les fue posible Ben Raddle y Lorique pudieron comprobar que se podía descender al interior. El francés lo había hecho, cuando no se producía ninguna erupción. Había podido considerarlo incluso como apagado. En ese cráter había comprobado la presencia de cuarzo aurífero, pepitas y polvo de oro, que eran como el hollín de esta chimenea. Pero lo que él había hecho, a Ben Raddle le estaba vedado. Lo hubieran asfixiado los gases volcánicos.

En cuanto al polvo de oro, en efecto se encontraba en los accesos del cráter, mezclado con la capa de ceniza. Pero, como señaló Lorique, ¿qué era eso al lado del prodigioso amontonamiento de pepitas en el interior del volcán?

Añadió Ben Raddle:

-Tenemos que sacar el oro del interior mismo del cráter. Si este movimiento eruptivo se calma, si los vapores se disipan, bajaremos como bajó Jacques Laurier.

-¿Y si no se disipan? -preguntó Summy Skim-. ¿Si todo descenso es imposible?

-Esperaremos, Summy...

-¿Y qué esperaremos, Ben?

-Que la erupción haga lo que nosotros no pudimos hacer, y que expulse las materias contenidas en las entrañas del Golden Mount.

Era evidente que era lo único que se podía hacer. Para gentes que no tuvieran que contar los días ni las horas, que pudieran instalarse en las desembocaduras del Mackensie como tantos otros se instalan en Dawson City, que pudieran afrontar la terrible estación del invierno en esa alta latitud en condiciones soportables, sí, era lo indicado. Pero si la erupción tardaba, si antes de dos meses el volcán no había expulsado por sí mismo su tesoro de pepitas, ¿no se verían obligados Ben Raddle y Summy Skim a levantar su campamento, retomar el camino de Dawson City y, si no regresaban a Montreal, pasar todavía seis o siete meses en la capital de Klondike?

Este pensamiento, que fue común a todos, Summy Skim lo expresó con una pregunta:

-¿Y si la erupción tarda, Ben, si no se produce antes del invierno?

Ben Raddle volvió la cabeza. Summy Skim no quiso insistir. Comprendía que las circunstancias serían más fuertes que la voluntad, que la tenacidad de Ben Raddle.

Después de un descanso de dos horas en la planicie del cono, los escaladores iniciaron el descenso. Aunque éste ofreció grandes peligros de caída y exigió serias precauciones, por lo menos se efectuó en la mitad de tiempo que la ascensión.

Una hora después, el scout y sus compañeros, bastante fatigados, pero sanos y salvos, estaban de regreso en el campamento.

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1. Julio Veme olvida que Harry Brown no era francés, sino anglocanadiense.

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