El volcán de oro (versión
original)
Segunda parte - Capítulo III Las consecuencias de una revelación
El entierro del pobre francés se llevó a
cabo al día siguiente. Ben Raddle y Summy Skim lo siguieron
hasta el cementerio, que contaba ya tantas víctimas de esta
emigración a los yacimientos de Klondike. Una cruz de madera con
el nombre de Jacques Laurier fue plantada sobre la tumba,
después de las últimas oraciones pronunciadas por uno de
los sacerdotes de la iglesia de Dawson City.
De regreso, conforme a la promesa que le había
hecho al moribundo, Ben Raddle escribió a Europa: a Francia,
Bretaña, Nantes, a esa desgraciada madre que no volvería
a ver a su hijo.
Que el secreto relativo al Golden Mount
preocupara singularmente a Ben Raddle no nos puede asombrar. Ni un
instante le pasó por la mente que la revelación de
Jacques Laurier no tuviera una base cierta. No ponía en duda que
en las orillas del Rubber Creek, el afluente del Mackensie, se
levantaba una montaña descubierta por el francés y su
compañero en el norte del territorio canadiense. Habían
visto lo que era: un enorme bolsón de oro que cualquier
día se vaciaría por sí mismo. Millones de pepitas
serían lanzadas por una erupción, y si ésta no se
producía, si el volcán permanecía definitivamente
apagado, no había más que ir a recogerlas en el
cráter.
Por lo demás, efectivamente parecía que
las regiones regadas por el Mackensie y sus afluentes poseían
ricos territorios. Los indios, que frecuentaban el área,
decían que las corrientes de agua acarreaban oro. También
los sindicatos pensaban extender sus exploraciones hasta la parte del
Dominion comprendida entre el mar glacial y el círculo polar.
Algunos prospectores meditaban si trasladarse allí para la
próxima campaña, y los primeros que llegaran
serían los más favorecidos. Y quién sabe si
alcanzarían ese volcán que Ben Raddle, gracias a las
confidencias de Jacques Laurier, era sin duda el único que
conocía.
Se comprenderá, pues, que el ingeniero quisiera
estar al corriente de todas las noticias que circulaban, y el
contramaestre Lorique no se inquietaba menos que él, no
pudiéndose resignar a la pérdida de la parcela del
Forty Miles Creek. A menudo conversaban sobre este asunto.
Pero Ben Raddle vacilaba todavía en revelar al capataz el
secreto del volcán de oro, e incluso no hablaría de eso
al propio Summy Skim sino después de profundas reflexiones. No
había prisa, en todo caso. Sólo habían
transcurrido tres meses de los ocho que cuenta la estación de
invierno en Klondike.
Entretanto, la Comisión dio a conocer el
resultado de los trabajos relativos a la modificación de la
frontera. De sus estudios, realizados con gran cuidado, concluía
que tanto los reclamos de los ingleses como los de los americanos eran
inadmisibles. Ningún error se había cometido en la
línea que debía ocupar el meridiano ciento cuarenta y uno
al oeste de Greenwich. La frontera entre Alaska y el Dominion, trazada
con exactitud, no debía desplazarse ni al oeste, en beneficio de
los canadienses, ni al este, en perjuicio de ellos. Las parcelas
limítrofes no estarían sujetas a ninguna
modificación desde el punto de vista de su nacionalidad.
-¡Vaya avance! -dijo Summy Skim el día en
que supo la noticia-. Importa poco que la 129 esté en territorio
americano o inglés, ahora que ya no existe.
-Existe bajo el río derivado del Forty
Miles Creek -respondió el contramaestre, que no
quería renunciar a toda esperanza.
-Bueno, Lorique, pues vaya a explotar a cinco o seis
pies bajo el agua... ¡A menos que un segundo terremoto venga a
dejar las cosas como estaban!
Summy Skim alzó los hombros y
agregó:
-Por lo demás, si Plutón y Neptuno deben
colaborar todavía en Klondike, que sea para terminar de una vez
con este espantoso país y conmocionarlo y sumergirlo de manera
que no se pueda recoger una sola pepita más.
-Oh, señor Skim -dijo el capataz.
-No tienes razón al hablar así, Summy
-dijo entonces Ben Raddle.
-Si la tengo y el mundo no marcharía peor
porque le falten los millones de Klondike.
-Bueno -replicó Ben Raddle, que se
retenía para no decir más de lo que quería-, no
sólo existen los yacimientos de Klondike en Canadá.
-Faltaría más -respondió Summy
Skim, subiendo un poco el tono-, y no exceptúo de mi
catástrofe a todos los que están en otra parte, en Alaska
como en el Dominion, y, para serte franco, en el mundo entero.
-Pero, señor Skim -dijo el contramaestre-, el
oro es el oro.
-No, Lorique, no es nada y no sirve más que
para engañar al pobre mundo, desorganizando los cerebros y
haciendo víctimas por millares.
La conversación habría podido seguir
largo tiempo sin ningún provecho para ninguno. En todo caso,
Summy Skim concluyó:
-Después de todo, yo sólo me ocupo de lo
que nos atañe. Y me basta que la 129 haya desaparecido para que
no tengamos más que tomar el camino de regreso a Montreal.
Summy Skim no imaginaba que su proyecto pudiera ser
contrariado en el momento de ponerlo en ejecución.
Y todavía estaba lejos el momento o, mejor
dicho, la época en que los dos primos pudieran emprender el
viaje de regreso, sea que siguieran la ruta de los lagos hasta
Vancouver, sea que quisieran descender el Yukon hasta su desembocadura.
El año acababa de terminar. Summy Skim nunca olvidaría la
semana de Navidad. Aunque el frío no sobrepasara los veinte
grados bajo cero, no era por eso menos abominable. Más hubiera
valido, tal vez, un mayor descenso de la temperatura con vientos del
norte intensos y secos.
Durante la última semana, las calles de Dawson
City se fueron quedando desiertas. Ninguna iluminación hubiera
podido resistir el desencadenamiento de esos torbellinos que las
hacían inabordables. Había seis o más pies de
nieve. El tránsito de cualquier vehículo se hizo
imposible. Y si el frío volvía con su intensidad
habitual, las piquetas serían incapaces de abrir una brecha en
esas masas acumuladas. Habría que emplear minas. En ciertos
barrios, los cercanos a las orillas del Yukon o del Klondike,
había casas bloqueadas hasta el primer piso, a las que
sólo se podía entrar por las ventanas. Afortunadamente
las de Front Street no corrieron la misma suerte, y los dos
primos habrían podido salir si la circulación no hubiera
estado absolutamente prohibida. El que diera algunos pasos en el
exterior se hundiría hasta el cuello en la nieve. Estas
tempestades, conocidas con el nombre de blizzards, son muy
frecuentes durante el invierno en toda Norteamérica, pero no
alcanzan la violencia que manifiestan en el distrito de Alaska o del
alto Dominion.
En esta época del año, además, el
día no duraba más que algunas horas. El sol salía
un poco antes de mediodía y se ponía a media tarde.
Incluso cuando cesaban las borrascas, sus rayos no penetraban en el
interior de Dawson City. La tormenta proyectaba copos tan duros y
espesos que la luz eléctrica no hubiera podido penetrarlos. La
ciudad se sumía en una oscuridad profunda durante veinte horas
de veinticuatro.
Las comunicaciones se habían hecho imposibles.
Summy Skim y Ben Raddle permanecían, pues, confinados en sus
habitaciones. El contramaestre y Neluto, que ocupaban juntos un modesto
albergue en un barrio marginal, no podían visitarlos como era su
costumbre. El doctor Pilcox había tenido que instalarse en el
hospital, pues era la única forma de atender el servicio
cotidiano. Los dos primos ya no lo veían. Summy Skim
intentó una vez salir, desafiando las ráfagas, y estuvo a
punto de hundirse en la nieve. Con gran dificultad los hombres del
hotel Northem lograron sacarlo sano y salvo. Se le llevó a su
habitación, se le friccionó. Cuando recobró el
conocimiento se puso a gritar:
-¡Más hubiera valido pasar el invierno a
noventa grados bajo cero! Habríamos tenido por lo menos la
gloria de haber puesto los pies en el polo Norte...
Es inútil decir que los diversos servicios ya
no funcionaban en Klondike. Las cartas no llegaban, los diarios no se
distribuían y sin duda los telegramas se helaban en los hilos
telegráficos. Se llegó a temer muy seriamente que la
población careciera de comida. Sin las reservas acumuladas en
los hoteles y las casas particulares, en previsión de estas
temibles eventualidades, Dawson City hubiera estado expuesta a morir de
hambre. Por supuesto, en los casinos, en las casas de juego, no
había nadie. Jamás la ciudad se había encontrado
en una situación tan alarmante, y las autoridades no
podían hacer nada. La residencia del gobernador era inabordable,
tanto en territorio canadiense como en territorio americano. Todos los
contactos administrativos habían cesado. En cuanto a las
víctimas que las epidemias hacían cada día, no era
posible conducirlas a su última morada, y el frío no
bastaba para impedir su putrefacción. Si la peste se declaraba,
pronto Dawson City no contaría ni un solo habitante.
El primer día del año 1899 fue
espantoso. Durante la noche precedente, y durante todo el día,
la nieve cayó en tal cantidad que cubría hasta el primer
piso de las casas. En la orilla derecha del Klondike, de algunas no
asomaban más que las techumbres. Era para creer que toda la
ciudad iba a desaparecer bajo las blancas capas de ese
blizzard como habían desaparecido Pompeya o Herculano
bajo las cenizas del Vesubio. Y si un frío de cuarenta o
cincuenta grados sucedía a esa tormenta, las masas se
solidificarían y toda la población perecería. La
ciudad sólo podía reaparecer el día en que las
nieves se fundieran bajo los primeros rayos del sol de mayo o
abril.
El 2 de enero, un brusco cambio se produjo en las
condiciones atmosféricas. Bajo la influencia de un
ventarrón, el termómetro subió rápidamente
hasta cero grado. Todo temor de ver solidificarse los montones de nieve
desapareció. Se fundieron en unas pocas horas y, como se dice,
había que verlo para creerlo. Pero siguió una
inundación que no dejó de causar grandes daños.
Las calles se transformaron en torrentes, y las aguas cargadas de
restos de toda especie se precipitaron hacia los lechos del Yukon y del
Klondike corriendo con gran estrépito sobre las superficies
heladas. Se precipitaron avalanchas desde lo alto de las colinas
circundantes. La inundación fue general. El Forty Miles
Creek se hinchó desmesuradamente y cubrió las
parcelas río abajo. Fue un nuevo desastre, y si Ben Raddle
había conservado alguna esperanza de recuperar la
posesión del 129 ahora debió abandonarla
definitivamente.
En cuanto las calles fueron transitables, el capataz y
Neluto se presentaron en el hotel Northem, tan ávidos de
noticias de los dos primos como éstos querían saber de
ellos.
Luego Summy Skim y Ben Raddle se dirigieron al
hospital, donde la hermana Marta y la hermana Magdalena los recibieron
con la mayor solicitud. El doctor Pilcox no había perdido nada
de su buen humor habitual.
-Y bien -le preguntó Summy Skim-, ¿sigue
usted orgulloso de su país adoptivo?
-Desde luego, señor Skim -respondió el
doctor-. Es asombroso este Klondike, asombroso. Ha estado a punto de
desaparecer bajo la nieve y ha salido adelante. Ya no hay nada que
temer. Pero no creo que nadie recuerde haber visto caer tal cantidad de
nieve. He aquí algo que formará parte de sus recuerdos de
viaje, señor Skim.
-Se lo garantizo, doctor.
-Por ejemplo, si los grandes fríos hubieran
llegado antes del deshielo, estaríamos todos momificados.
¡Qué noticia sensacional para los diarios del Antiguo y
del Nuevo Continente!
-¿Así lo toma usted, doctor?
-Sí, señor Summy Skim, así hay
que tomarlo. Es la filosofía.
-Sí -declaró Summy Skim-, la
filosofía a cincuenta grados bajo cero.
La ciudad recuperó pronto su aspecto ordinario
y sus hábitos de siempre. Y en los días que siguieron,
¡cuántas víctimas de la epidemia, que no
habían sido enterradas, fueron llevadas al cementerio!
Sin embargo, los fríos de Klondike estaban
lejos de terminar. Durante la segunda quincena de enero fueron
excesivos. Pero, en fin, con la condición de tomar ciertas
precauciones, se podía circular. La temperatura bajó
hasta cincuenta grados, lo que no impidió a Summy Skim salir a
cazar en compañía de Neluto.
Ben Raddle, el doctor y las hermanas no habían
podido convencerlo de que no saliera fuera de la ciudad. El tiempo le
parecía interminable, a él que no sentía la
tentación ni la emoción de los juegos, ni las
distracciones de los casinos... Un día en que lo presionaban
demasiado respondió con la mayor seriedad:
-Bueno, no cazaré más, lo prometo, pero
solamente cuando...
-¿Cuándo? -quiso saber el doctor
Pilcox.
-Cuando haga tanto frío que la pólvora
no se encienda.
Todo ese mes transcurrió en mejores
condiciones, en el sentido de que los blizzards fueron menos
frecuentes y no se desencadenaron con gran violencia. Los habitantes de
Klondike tuvieron que sufrir pronto las bajas de temperatura. Cuando la
atmósfera estaba calma, el frío todavía era
soportable, pero cuando soplaba con fuerza el viento que venía
del norte después de haber atravesado las regiones del polo
ártico, cortaba el rostro, el aliento se convertía en
nieve y lo más prudente era quedarse en la
habitación.
Ben Raddle y Lorique se encontraban frecuentemente en
el hotel, y no pasaba día en que uno no visitara al otro. La
mayor parte del tiempo, cuando Summy Skim regresaba de la caza con
Neluto, los encontraba juntos. Que hablaran del desastre que
había tenido lugar en el Forty Miles Creek era natural.
Pero que pensaran siquiera en reanudar la explotación resultaba
inconcebible.
Así pues, Summy Skim se preguntaba con cierta
inquietud si su primo y el contramaestre no hablaban de otro asunto.
Era preocupante. "¿De qué hablan, pues? -se
repetía-. ¿Acaso Ben no tiene bastante, demasiado, mejor
dicho, con lo que le ha ocurrido en este abominable país?
¿Querrá intentar fortuna en algún nuevo
yacimiento? ¿Se dejará arrastrar por Lorique?
¿Querrá hacer prospección en la próxima
estación? Ah, no. Aunque necesite emplear la fuerza lo
obligaré a partir, como está acordado, cuando el
scout regrese para conducirnos a Skagway. Si el mes de mayo me
encuentra aún en esta horrible ciudad, será porque el
excelente Pilcox me habrá cortado las dos piernas, e incluso
así, porque me iré aunque sea arrastrándome como
un lisiado."
Summy Skim seguía ignorando las confidencias
que el francés había hecho a Ben Raddle. Pero lo que Ben
no había dicho a su primo lo sabía el contramaestre.
Desde la catástrofe del Forty Miles Creek, el capataz
no cesaba de excitar al ingeniero para que emprendiera una nueva
campaña. Ya que había realizado un viaje tan penoso para
llegar hasta Klondike, ¿por qué no trataba de comprar
otra parcela? Las explotaciones del Bonanza, del Eldorado,
continuaban dando magníficos resultados. Y si avanzaba
río arriba, se descubrirían nuevos yacimientos que
valdrían tanto como el 129... Del lado de los Dómes se
extendía una vasta región aurífera que no
había sido visitada aún por los mineros. Sus terrenos
pertenecerían al primer ocupante. El contramaestre se
encargaría de reclutar personal y, sin hablar de las parcelas
ribereñas, ¿no existían parcelas de montaña
cuyo rendimiento era aún más fructífero?
No es difícil imaginar que el ingeniero
escuchaba con satisfacción estas palabras, y se decidió
por fin a revelar a Lorique el secreto del Golden Mount.
El efecto que produjo esta revelación en el
contramaestre fue el que tenía que ser. No puso ni por un
momento en duda la realidad y la importancia del descubrimiento.
¡Una parcela, más que una parcela, una montaña que
encerraba en sus flancos millones de pepitas! ¡Un volcán
que entregaba él mismo sus tesoros, que no había
más que recoger! No se podía dejar escapar una
ocasión semejante. No había que dejar a otros los
beneficios de una explotación como ésa. Los buscadores de
oro empezaban a dirigirse hacia las regiones altas de Klondike.
Después de Jacques Laurier, americanos y canadienses
remontarían el Mackensie y sus afluentes. Llegarían hasta
la montaña. Algunas semanas bastarían para recoger
allí más pepitas que las que todos los tributarios del
Yukon habían entregado desde hacía dos años. No,
no había tiempo que perder. Antes de tres meses las rutas del
norte estarían practicables, y qué resultado esperaba a
los audaces, o más bien a los bien informados, que serían
los primeros en internarse por ellas...
Ben Raddle y el contramaestre pasaban horas estudiando
el croquis dibujado por el francés. Lo habían
transportado al mapa general de Klondike. Habían reconocido, por
la latitud y la longitud, la distancia que separaba el volcán de
oro de Dawson City. Eran unas doscientas noventa millas, esto es,
alrededor de ciento veinticinco leguas.
-Señor Raddle -repetía Lorique-, con un
buen carro, unos buenos animales de tiro, se puede subir hasta la
desembocadura del Mackensie en una decena de días, y esto a
partir de la segunda semana de mayo.
Así, mientras el contramaestre empujaba al
ingeniero a hacer esta campaña, Summy Skim pensaba:
-Pero, ¿qué maquinan estos dos?
Aunque no estaba al corriente, suponía que
estas conversaciones tan frecuentes debían tener por objeto
alguna nueva expedición, y él estaba resuelto a oponerse
a ella por todos los medios. Si Ben Raddle no hubiera resultado herido
en el terremoto, los dos estarían desde hacía tres meses
de regreso en Montreal. Pero, en fin, la partida estaba decidida, y si
no se había podido partir en el mes de septiembre del año
anterior se partiría en el mes de mayo del presente
año.
Llegó marzo, trayendo un gran descenso de la
temperatura. Durante dos días el termómetro indicó
sesenta grados bajo cero. Summy Skim se lo hizo ver a su primo en el
termómetro que había comprado en Vancouver,
añadiendo que si se continuaba así la graduación
del termómetro sería insuficiente.
Ben Raddle no respondió nada en un primer
momento. Luego dijo:
-Es un frío intenso, pero como no hay viento,
se le soporta mejor que lo que yo pensaba.
-Sí, Ben, sí. Es, en efecto, muy sano, y
creo que mata los microbios por miríadas.
-No parece que vaya a durar -añadió
Ben-, según lo que dice la gente del país. Se tiene
incluso la esperanza, de acuerdo con lo que me ha dicho Lorique, de que
el período invernal no sea largo este año, y que los
trabajos podrán reiniciarse a principios de mayo.
-Los trabajos... Eso nos importa poco -declaró
Summy Skim-. Aprovecharemos que el buen tiempo va a llegar pronto para
ponernos en camino. El scout regresará por esa
época.
-Sin embargo -observó el ingeniero, que
creyó que había llegado la hora de las confidencias-,
habrá ocasión de hacer una visita al 129 antes de
partir.
-El 129 es ahora un viejo cascarón de barco
hundido en el fondo del mar. No hay que ocuparse de eso.
-Pero allí hay millones perdidos...
-¡Millones! Qué sé yo. Pero que
están perdidos, absolutamente perdidos, eso es evidente. Yo no
veo la necesidad de volver a ver el Forty Miles Creek, que no
te traerá más que malos recuerdos.
-Oh, ya me he tranquilizado. Ya estoy sano.
-Quizás no tanto como crees, Ben. Me parece que
la fiebre, la famosa fiebre, la fiebre del oro, tú sabes, si no
tienes cuidado, puede volverte.
Ben Raddle miró a su primo y volvió la
cabeza. Luego, como hombre que ha tomado una decisión, dijo:
-Escúchame, Summy, y no te subleves a las
primeras palabras que te diga.
-¡Me sublevaré! -gritó Summy Skim-
y nada podrá detenerme si tú haces alusión a
cualquier proyecto... o a cualquier retraso...
-Escucha, te digo, tengo que comunicarte una
confidencia.
-¿Una confidencia? ¿De quién?
-Del francés que encontraste medio muerto y que
llevaste a Dawson City.
-Jacques Laurier te hizo una confidencia, Ben?
-Sí, Summy.
-¿Y no me lo habías dicho
todavía?
-No, porque esa confidencia me dio la idea de un
proyecto que merecía reflexión.
-Veamos primero la confidencia, y luego hablaremos del
proyecto -respondió Summy Skim, comprendiendo que sería
sobre este punto que tendría que combatir.
Ben Raddle le dio a conocer entonces la existencia de
una montaña llamada Golden Mount, de la cual Jacques
Laurier había señalado exactamente la posición,
cerca de la desembocadura del Mackensie y de las orillas del
océano Artico. Summy Skim tuvo que mirar el croquis, luego el
mapa donde el ingeniero ya tenía marcado el lugar de la
montaña. La distancia entre ésta y Dawson City
había sido precisada siguiendo la dirección nornoreste,
cerca del meridiano ciento treinta y seis. En fin, le hizo saber que
esta montaña era un volcán, un volcán cuyo
cráter contenía masas de cuarzo aurífero y que
encerraba en sus entrañas miles y miles de pepitas.
-¿Y tú crees en ese volcán de las
Mil y una noches? -preguntó Summy Skim en tono
irónico.
-De las Mil y una noches, Summy, para no decirte de
los mil y un millones -respondió Ben Raddle, que parecía
decidido a no admitir ninguna discusión sobre ese punto.
-Bueno -respondió Summy Skim-, admito el
volcán, pero, ¿qué tiene que ver con nosotros?
-¿Qué tiene que ver con nosotros?
-replicó Ben Raddle, animándose-. ¿Cómo, si
nos han revelado un secreto así, no vamos a utilizarlo y vamos a
dejar que otros saquen provecho?
Summy Skim, esforzándose por conservar su
sangre fría, se limitó a responder:
-Así que tú quieres aprovechar la
revelación de Jacques Laurier...
-¿Tendríamos derecho a vacilar,
Summy?
-Pero, al regresar de su viaje, lo encontramos en el
camino, y murió luego como consecuencia de sus fatigas y
privaciones.
-Porque lo sorprendió el invierno.
-Pero para ir a explotar esa montaña
habría que subir un centenar de leguas hacia el norte.
-Un centenar de leguas, en efecto.
-Pero nuestra partida para Montreal está fijada
para los primeros días de mayo...
-Bueno, la retrasaremos algunos meses, eso es
todo.
-Pero entonces será demasiado tarde para
ponerse en camino.
-Si es demasiado tarde, pasaremos un segundo invierno
en Dawson City.
-Eso... ¡jamás! -gritó Summy Skim
con un tono tan resuelto que Ben Raddle creyó conveniente
detener esta demasiado interesante conversación.
Pensaba retomarla después, y la retomó,
a pesar de todo lo que pudiera decir su primo. Los argumentos no le
faltaban y, como se puede imaginar, encontró un auxiliar no
menos determinado que él, el contramaestre. El viaje se
efectuaría sin dificultades después del deshielo. En dos
meses se podría llegar al Golden Mount, enriquecerse
con algunos millones y regresar a Dawson City. Todavía
sería tiempo de ponerse en ruta para Montreal, y por lo menos
esta campaña de Klondike no habría sido pura
pérdida.
Ben Raddle dio todavía una última
razón. Si Jacques Laurier había hecho esta
revelación, no había sido solamente por el canadiense. El
francés había dejado allá, en Europa, una madre
que adoraba, una pobre mujer desdichada por la cual él
había querido hacer fortuna, y cuya vejez quedaría
asegurada si se realizaban los últimos deseos de su hijo.
Summy Skim había dejado hablar a Ben Raddle
preguntándose cuál de los dos estaba loco: si él o
su primo. Si Ben decía cosas tan disparatadas era porque
él aceptaba escucharlas. Cuando Ben hubo terminado su relato, le
preguntó a su primo lo que pensaba.
Summy Skim no se podía contener.
-Lo que pienso es que estoy empezando a arrepentirme
de haber socorrido a ese desgraciado francés y no haber dejado
que se llevara su secreto a la tumba.
Como se comprende, hubo todavía muchas
discusiones entre los dos primos, en las cuales a menudo tomaba parte
el capataz, que estaba impaciente por poner en práctica el
proyecto de subir al Golden Mount. En vano Summy Skim trataba
de resistir, valiéndose de los mejores argumentos, recordando
las promesas, sosteniendo incluso que las revelaciones de Jacques
Laurier no reposaban sobre nada serio. No, sería una nueva
decepción que se añadiría a tantas otras, sin
hablar de los nuevos peligros que correrían lanzándose a
lo desconocido. Después del desastre del Forty Miles
Creek, después de la destrucción del lote 129, no
había más que huir de Klondike en cuanto la
estación lo permitiera, y ya que, según parecía,
el buen tiempo empezaría pronto, podrían abandonar cuanto
antes ese monstruoso país.
Pero Ben Raddle se mantenía firme. Summy Skim
comprendía que ya había tomado la resolución de
llevar la aventura hasta el fin. No lograría convencerlo.
¿Se decidiría a dejarlo emprender esa segunda
campaña solo? ¿Regresaría solo a Montreal?
Entonces, con qué inquietudes, con qué angustias
viviría...
El doctor Pilcox, no hay que extrañarse, estaba
al tanto de estas frecuentes e interminables discusiones. Si no
sabía que se trataba de un volcán de oro, sabía
por lo menos que Jacques Laurier, en el momento de morir, había
revelado a Ben Raddle el secreto de un importante descubrimiento: un
yacimiento de una riqueza prodigiosa situado en el norte del
Dominion.
Cuando Summy Skim le declaró un día que
decididamente impediría a su primo aventurarse en las regiones
hiperbóreas, el doctor le respondió:
-No, usted no podrá impedírselo.
-Yo no lo acompañaré, en todo caso.
-Sí, usted lo acompañará, mi
querido Skim. Usted vino de Montreal a Dawson City a pesar suyo. Usted
irá a pesar suyo de Dawson City hasta el fondo mismo de
Klondike, e incluso, si Ben Raddle lo quiere, usted irá a pesar
suyo hasta el polo Norte.
Tal vez tenía razón al hablar así
el excelente doctor Pilcox.
Subir
|