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El volcán de oro
Editado
© Juan Suárez
30 de julio del 2003
Tomado de Logo de Librodot.com
Primera parte
(click encima para ver el contenido del volumen)
Segunda parte
Indicador Un invierno en Klondike
Indicador La historia del moribundo
Indicador Las consecuencias de...
Indicador Circle City
Indicador Hacia los descubrimientos
Indicador Fort Macpherson
Indicador El Golden Mount
Indicador La audaz idea de un...
Indicador La caza del alce
Indicador Inquietudes mortales
Indicador A la defensiva
Indicador Ataque y defensa
Indicador La erupción
Indicador De Dawson City a...

El volcán de oro (versión original)
Segunda parte - Capítulo III
Las consecuencias de una revelación

El entierro del pobre francés se llevó a cabo al día siguiente. Ben Raddle y Summy Skim lo siguieron hasta el cementerio, que contaba ya tantas víctimas de esta emigración a los yacimientos de Klondike. Una cruz de madera con el nombre de Jacques Laurier fue plantada sobre la tumba, después de las últimas oraciones pronunciadas por uno de los sacerdotes de la iglesia de Dawson City.

De regreso, conforme a la promesa que le había hecho al moribundo, Ben Raddle escribió a Europa: a Francia, Bretaña, Nantes, a esa desgraciada madre que no volvería a ver a su hijo.

Que el secreto relativo al Golden Mount preocupara singularmente a Ben Raddle no nos puede asombrar. Ni un instante le pasó por la mente que la revelación de Jacques Laurier no tuviera una base cierta. No ponía en duda que en las orillas del Rubber Creek, el afluente del Mackensie, se levantaba una montaña descubierta por el francés y su compañero en el norte del territorio canadiense. Habían visto lo que era: un enorme bolsón de oro que cualquier día se vaciaría por sí mismo. Millones de pepitas serían lanzadas por una erupción, y si ésta no se producía, si el volcán permanecía definitivamente apagado, no había más que ir a recogerlas en el cráter.

Por lo demás, efectivamente parecía que las regiones regadas por el Mackensie y sus afluentes poseían ricos territorios. Los indios, que frecuentaban el área, decían que las corrientes de agua acarreaban oro. También los sindicatos pensaban extender sus exploraciones hasta la parte del Dominion comprendida entre el mar glacial y el círculo polar. Algunos prospectores meditaban si trasladarse allí para la próxima campaña, y los primeros que llegaran serían los más favorecidos. Y quién sabe si alcanzarían ese volcán que Ben Raddle, gracias a las confidencias de Jacques Laurier, era sin duda el único que conocía.

Se comprenderá, pues, que el ingeniero quisiera estar al corriente de todas las noticias que circulaban, y el contramaestre Lorique no se inquietaba menos que él, no pudiéndose resignar a la pérdida de la parcela del Forty Miles Creek. A menudo conversaban sobre este asunto. Pero Ben Raddle vacilaba todavía en revelar al capataz el secreto del volcán de oro, e incluso no hablaría de eso al propio Summy Skim sino después de profundas reflexiones. No había prisa, en todo caso. Sólo habían transcurrido tres meses de los ocho que cuenta la estación de invierno en Klondike.

Entretanto, la Comisión dio a conocer el resultado de los trabajos relativos a la modificación de la frontera. De sus estudios, realizados con gran cuidado, concluía que tanto los reclamos de los ingleses como los de los americanos eran inadmisibles. Ningún error se había cometido en la línea que debía ocupar el meridiano ciento cuarenta y uno al oeste de Greenwich. La frontera entre Alaska y el Dominion, trazada con exactitud, no debía desplazarse ni al oeste, en beneficio de los canadienses, ni al este, en perjuicio de ellos. Las parcelas limítrofes no estarían sujetas a ninguna modificación desde el punto de vista de su nacionalidad.

-¡Vaya avance! -dijo Summy Skim el día en que supo la noticia-. Importa poco que la 129 esté en territorio americano o inglés, ahora que ya no existe.

-Existe bajo el río derivado del Forty Miles Creek -respondió el contramaestre, que no quería renunciar a toda esperanza.

-Bueno, Lorique, pues vaya a explotar a cinco o seis pies bajo el agua... ¡A menos que un segundo terremoto venga a dejar las cosas como estaban!

Summy Skim alzó los hombros y agregó:

-Por lo demás, si Plutón y Neptuno deben colaborar todavía en Klondike, que sea para terminar de una vez con este espantoso país y conmocionarlo y sumergirlo de manera que no se pueda recoger una sola pepita más.

-Oh, señor Skim -dijo el capataz.

-No tienes razón al hablar así, Summy -dijo entonces Ben Raddle.

-Si la tengo y el mundo no marcharía peor porque le falten los millones de Klondike.

-Bueno -replicó Ben Raddle, que se retenía para no decir más de lo que quería-, no sólo existen los yacimientos de Klondike en Canadá.

-Faltaría más -respondió Summy Skim, subiendo un poco el tono-, y no exceptúo de mi catástrofe a todos los que están en otra parte, en Alaska como en el Dominion, y, para serte franco, en el mundo entero.

-Pero, señor Skim -dijo el contramaestre-, el oro es el oro.

-No, Lorique, no es nada y no sirve más que para engañar al pobre mundo, desorganizando los cerebros y haciendo víctimas por millares.

La conversación habría podido seguir largo tiempo sin ningún provecho para ninguno. En todo caso, Summy Skim concluyó:

-Después de todo, yo sólo me ocupo de lo que nos atañe. Y me basta que la 129 haya desaparecido para que no tengamos más que tomar el camino de regreso a Montreal.

Summy Skim no imaginaba que su proyecto pudiera ser contrariado en el momento de ponerlo en ejecución.

Y todavía estaba lejos el momento o, mejor dicho, la época en que los dos primos pudieran emprender el viaje de regreso, sea que siguieran la ruta de los lagos hasta Vancouver, sea que quisieran descender el Yukon hasta su desembocadura. El año acababa de terminar. Summy Skim nunca olvidaría la semana de Navidad. Aunque el frío no sobrepasara los veinte grados bajo cero, no era por eso menos abominable. Más hubiera valido, tal vez, un mayor descenso de la temperatura con vientos del norte intensos y secos.

Durante la última semana, las calles de Dawson City se fueron quedando desiertas. Ninguna iluminación hubiera podido resistir el desencadenamiento de esos torbellinos que las hacían inabordables. Había seis o más pies de nieve. El tránsito de cualquier vehículo se hizo imposible. Y si el frío volvía con su intensidad habitual, las piquetas serían incapaces de abrir una brecha en esas masas acumuladas. Habría que emplear minas. En ciertos barrios, los cercanos a las orillas del Yukon o del Klondike, había casas bloqueadas hasta el primer piso, a las que sólo se podía entrar por las ventanas. Afortunadamente las de Front Street no corrieron la misma suerte, y los dos primos habrían podido salir si la circulación no hubiera estado absolutamente prohibida. El que diera algunos pasos en el exterior se hundiría hasta el cuello en la nieve. Estas tempestades, conocidas con el nombre de blizzards, son muy frecuentes durante el invierno en toda Norteamérica, pero no alcanzan la violencia que manifiestan en el distrito de Alaska o del alto Dominion.

En esta época del año, además, el día no duraba más que algunas horas. El sol salía un poco antes de mediodía y se ponía a media tarde. Incluso cuando cesaban las borrascas, sus rayos no penetraban en el interior de Dawson City. La tormenta proyectaba copos tan duros y espesos que la luz eléctrica no hubiera podido penetrarlos. La ciudad se sumía en una oscuridad profunda durante veinte horas de veinticuatro.

Las comunicaciones se habían hecho imposibles. Summy Skim y Ben Raddle permanecían, pues, confinados en sus habitaciones. El contramaestre y Neluto, que ocupaban juntos un modesto albergue en un barrio marginal, no podían visitarlos como era su costumbre. El doctor Pilcox había tenido que instalarse en el hospital, pues era la única forma de atender el servicio cotidiano. Los dos primos ya no lo veían. Summy Skim intentó una vez salir, desafiando las ráfagas, y estuvo a punto de hundirse en la nieve. Con gran dificultad los hombres del hotel Northem lograron sacarlo sano y salvo. Se le llevó a su habitación, se le friccionó. Cuando recobró el conocimiento se puso a gritar:

-¡Más hubiera valido pasar el invierno a noventa grados bajo cero! Habríamos tenido por lo menos la gloria de haber puesto los pies en el polo Norte...

Es inútil decir que los diversos servicios ya no funcionaban en Klondike. Las cartas no llegaban, los diarios no se distribuían y sin duda los telegramas se helaban en los hilos telegráficos. Se llegó a temer muy seriamente que la población careciera de comida. Sin las reservas acumuladas en los hoteles y las casas particulares, en previsión de estas temibles eventualidades, Dawson City hubiera estado expuesta a morir de hambre. Por supuesto, en los casinos, en las casas de juego, no había nadie. Jamás la ciudad se había encontrado en una situación tan alarmante, y las autoridades no podían hacer nada. La residencia del gobernador era inabordable, tanto en territorio canadiense como en territorio americano. Todos los contactos administrativos habían cesado. En cuanto a las víctimas que las epidemias hacían cada día, no era posible conducirlas a su última morada, y el frío no bastaba para impedir su putrefacción. Si la peste se declaraba, pronto Dawson City no contaría ni un solo habitante.

El primer día del año 1899 fue espantoso. Durante la noche precedente, y durante todo el día, la nieve cayó en tal cantidad que cubría hasta el primer piso de las casas. En la orilla derecha del Klondike, de algunas no asomaban más que las techumbres. Era para creer que toda la ciudad iba a desaparecer bajo las blancas capas de ese blizzard como habían desaparecido Pompeya o Herculano bajo las cenizas del Vesubio. Y si un frío de cuarenta o cincuenta grados sucedía a esa tormenta, las masas se solidificarían y toda la población perecería. La ciudad sólo podía reaparecer el día en que las nieves se fundieran bajo los primeros rayos del sol de mayo o abril.

El 2 de enero, un brusco cambio se produjo en las condiciones atmosféricas. Bajo la influencia de un ventarrón, el termómetro subió rápidamente hasta cero grado. Todo temor de ver solidificarse los montones de nieve desapareció. Se fundieron en unas pocas horas y, como se dice, había que verlo para creerlo. Pero siguió una inundación que no dejó de causar grandes daños. Las calles se transformaron en torrentes, y las aguas cargadas de restos de toda especie se precipitaron hacia los lechos del Yukon y del Klondike corriendo con gran estrépito sobre las superficies heladas. Se precipitaron avalanchas desde lo alto de las colinas circundantes. La inundación fue general. El Forty Miles Creek se hinchó desmesuradamente y cubrió las parcelas río abajo. Fue un nuevo desastre, y si Ben Raddle había conservado alguna esperanza de recuperar la posesión del 129 ahora debió abandonarla definitivamente.

En cuanto las calles fueron transitables, el capataz y Neluto se presentaron en el hotel Northem, tan ávidos de noticias de los dos primos como éstos querían saber de ellos.

Luego Summy Skim y Ben Raddle se dirigieron al hospital, donde la hermana Marta y la hermana Magdalena los recibieron con la mayor solicitud. El doctor Pilcox no había perdido nada de su buen humor habitual.

-Y bien -le preguntó Summy Skim-, ¿sigue usted orgulloso de su país adoptivo?

-Desde luego, señor Skim -respondió el doctor-. Es asombroso este Klondike, asombroso. Ha estado a punto de desaparecer bajo la nieve y ha salido adelante. Ya no hay nada que temer. Pero no creo que nadie recuerde haber visto caer tal cantidad de nieve. He aquí algo que formará parte de sus recuerdos de viaje, señor Skim.

-Se lo garantizo, doctor.

-Por ejemplo, si los grandes fríos hubieran llegado antes del deshielo, estaríamos todos momificados. ¡Qué noticia sensacional para los diarios del Antiguo y del Nuevo Continente!

-¿Así lo toma usted, doctor?

-Sí, señor Summy Skim, así hay que tomarlo. Es la filosofía.

-Sí -declaró Summy Skim-, la filosofía a cincuenta grados bajo cero.

La ciudad recuperó pronto su aspecto ordinario y sus hábitos de siempre. Y en los días que siguieron, ¡cuántas víctimas de la epidemia, que no habían sido enterradas, fueron llevadas al cementerio!

Sin embargo, los fríos de Klondike estaban lejos de terminar. Durante la segunda quincena de enero fueron excesivos. Pero, en fin, con la condición de tomar ciertas precauciones, se podía circular. La temperatura bajó hasta cincuenta grados, lo que no impidió a Summy Skim salir a cazar en compañía de Neluto.

Ben Raddle, el doctor y las hermanas no habían podido convencerlo de que no saliera fuera de la ciudad. El tiempo le parecía interminable, a él que no sentía la tentación ni la emoción de los juegos, ni las distracciones de los casinos... Un día en que lo presionaban demasiado respondió con la mayor seriedad:

-Bueno, no cazaré más, lo prometo, pero solamente cuando...

-¿Cuándo? -quiso saber el doctor Pilcox.

-Cuando haga tanto frío que la pólvora no se encienda.

Todo ese mes transcurrió en mejores condiciones, en el sentido de que los blizzards fueron menos frecuentes y no se desencadenaron con gran violencia. Los habitantes de Klondike tuvieron que sufrir pronto las bajas de temperatura. Cuando la atmósfera estaba calma, el frío todavía era soportable, pero cuando soplaba con fuerza el viento que venía del norte después de haber atravesado las regiones del polo ártico, cortaba el rostro, el aliento se convertía en nieve y lo más prudente era quedarse en la habitación.

Ben Raddle y Lorique se encontraban frecuentemente en el hotel, y no pasaba día en que uno no visitara al otro. La mayor parte del tiempo, cuando Summy Skim regresaba de la caza con Neluto, los encontraba juntos. Que hablaran del desastre que había tenido lugar en el Forty Miles Creek era natural. Pero que pensaran siquiera en reanudar la explotación resultaba inconcebible.

Así pues, Summy Skim se preguntaba con cierta inquietud si su primo y el contramaestre no hablaban de otro asunto. Era preocupante. "¿De qué hablan, pues? -se repetía-. ¿Acaso Ben no tiene bastante, demasiado, mejor dicho, con lo que le ha ocurrido en este abominable país? ¿Querrá intentar fortuna en algún nuevo yacimiento? ¿Se dejará arrastrar por Lorique? ¿Querrá hacer prospección en la próxima estación? Ah, no. Aunque necesite emplear la fuerza lo obligaré a partir, como está acordado, cuando el scout regrese para conducirnos a Skagway. Si el mes de mayo me encuentra aún en esta horrible ciudad, será porque el excelente Pilcox me habrá cortado las dos piernas, e incluso así, porque me iré aunque sea arrastrándome como un lisiado."

Summy Skim seguía ignorando las confidencias que el francés había hecho a Ben Raddle. Pero lo que Ben no había dicho a su primo lo sabía el contramaestre. Desde la catástrofe del Forty Miles Creek, el capataz no cesaba de excitar al ingeniero para que emprendiera una nueva campaña. Ya que había realizado un viaje tan penoso para llegar hasta Klondike, ¿por qué no trataba de comprar otra parcela? Las explotaciones del Bonanza, del Eldorado, continuaban dando magníficos resultados. Y si avanzaba río arriba, se descubrirían nuevos yacimientos que valdrían tanto como el 129... Del lado de los Dómes se extendía una vasta región aurífera que no había sido visitada aún por los mineros. Sus terrenos pertenecerían al primer ocupante. El contramaestre se encargaría de reclutar personal y, sin hablar de las parcelas ribereñas, ¿no existían parcelas de montaña cuyo rendimiento era aún más fructífero?

No es difícil imaginar que el ingeniero escuchaba con satisfacción estas palabras, y se decidió por fin a revelar a Lorique el secreto del Golden Mount.

El efecto que produjo esta revelación en el contramaestre fue el que tenía que ser. No puso ni por un momento en duda la realidad y la importancia del descubrimiento. ¡Una parcela, más que una parcela, una montaña que encerraba en sus flancos millones de pepitas! ¡Un volcán que entregaba él mismo sus tesoros, que no había más que recoger! No se podía dejar escapar una ocasión semejante. No había que dejar a otros los beneficios de una explotación como ésa. Los buscadores de oro empezaban a dirigirse hacia las regiones altas de Klondike. Después de Jacques Laurier, americanos y canadienses remontarían el Mackensie y sus afluentes. Llegarían hasta la montaña. Algunas semanas bastarían para recoger allí más pepitas que las que todos los tributarios del Yukon habían entregado desde hacía dos años. No, no había tiempo que perder. Antes de tres meses las rutas del norte estarían practicables, y qué resultado esperaba a los audaces, o más bien a los bien informados, que serían los primeros en internarse por ellas...

Ben Raddle y el contramaestre pasaban horas estudiando el croquis dibujado por el francés. Lo habían transportado al mapa general de Klondike. Habían reconocido, por la latitud y la longitud, la distancia que separaba el volcán de oro de Dawson City. Eran unas doscientas noventa millas, esto es, alrededor de ciento veinticinco leguas.

-Señor Raddle -repetía Lorique-, con un buen carro, unos buenos animales de tiro, se puede subir hasta la desembocadura del Mackensie en una decena de días, y esto a partir de la segunda semana de mayo.

Así, mientras el contramaestre empujaba al ingeniero a hacer esta campaña, Summy Skim pensaba:

-Pero, ¿qué maquinan estos dos?

Aunque no estaba al corriente, suponía que estas conversaciones tan frecuentes debían tener por objeto alguna nueva expedición, y él estaba resuelto a oponerse a ella por todos los medios. Si Ben Raddle no hubiera resultado herido en el terremoto, los dos estarían desde hacía tres meses de regreso en Montreal. Pero, en fin, la partida estaba decidida, y si no se había podido partir en el mes de septiembre del año anterior se partiría en el mes de mayo del presente año.

Llegó marzo, trayendo un gran descenso de la temperatura. Durante dos días el termómetro indicó sesenta grados bajo cero. Summy Skim se lo hizo ver a su primo en el termómetro que había comprado en Vancouver, añadiendo que si se continuaba así la graduación del termómetro sería insuficiente.

Ben Raddle no respondió nada en un primer momento. Luego dijo:

-Es un frío intenso, pero como no hay viento, se le soporta mejor que lo que yo pensaba.

-Sí, Ben, sí. Es, en efecto, muy sano, y creo que mata los microbios por miríadas.

-No parece que vaya a durar -añadió Ben-, según lo que dice la gente del país. Se tiene incluso la esperanza, de acuerdo con lo que me ha dicho Lorique, de que el período invernal no sea largo este año, y que los trabajos podrán reiniciarse a principios de mayo.

-Los trabajos... Eso nos importa poco -declaró Summy Skim-. Aprovecharemos que el buen tiempo va a llegar pronto para ponernos en camino. El scout regresará por esa época.

-Sin embargo -observó el ingeniero, que creyó que había llegado la hora de las confidencias-, habrá ocasión de hacer una visita al 129 antes de partir.

-El 129 es ahora un viejo cascarón de barco hundido en el fondo del mar. No hay que ocuparse de eso.

-Pero allí hay millones perdidos...

-¡Millones! Qué sé yo. Pero que están perdidos, absolutamente perdidos, eso es evidente. Yo no veo la necesidad de volver a ver el Forty Miles Creek, que no te traerá más que malos recuerdos.

-Oh, ya me he tranquilizado. Ya estoy sano.

-Quizás no tanto como crees, Ben. Me parece que la fiebre, la famosa fiebre, la fiebre del oro, tú sabes, si no tienes cuidado, puede volverte.

Ben Raddle miró a su primo y volvió la cabeza. Luego, como hombre que ha tomado una decisión, dijo:

-Escúchame, Summy, y no te subleves a las primeras palabras que te diga.

-¡Me sublevaré! -gritó Summy Skim- y nada podrá detenerme si tú haces alusión a cualquier proyecto... o a cualquier retraso...

-Escucha, te digo, tengo que comunicarte una confidencia.

-¿Una confidencia? ¿De quién?

-Del francés que encontraste medio muerto y que llevaste a Dawson City.

-Jacques Laurier te hizo una confidencia, Ben?

-Sí, Summy.

-¿Y no me lo habías dicho todavía?

-No, porque esa confidencia me dio la idea de un proyecto que merecía reflexión.

-Veamos primero la confidencia, y luego hablaremos del proyecto -respondió Summy Skim, comprendiendo que sería sobre este punto que tendría que combatir.

Ben Raddle le dio a conocer entonces la existencia de una montaña llamada Golden Mount, de la cual Jacques Laurier había señalado exactamente la posición, cerca de la desembocadura del Mackensie y de las orillas del océano Artico. Summy Skim tuvo que mirar el croquis, luego el mapa donde el ingeniero ya tenía marcado el lugar de la montaña. La distancia entre ésta y Dawson City había sido precisada siguiendo la dirección nornoreste, cerca del meridiano ciento treinta y seis. En fin, le hizo saber que esta montaña era un volcán, un volcán cuyo cráter contenía masas de cuarzo aurífero y que encerraba en sus entrañas miles y miles de pepitas.

-¿Y tú crees en ese volcán de las Mil y una noches? -preguntó Summy Skim en tono irónico.

-De las Mil y una noches, Summy, para no decirte de los mil y un millones -respondió Ben Raddle, que parecía decidido a no admitir ninguna discusión sobre ese punto.

-Bueno -respondió Summy Skim-, admito el volcán, pero, ¿qué tiene que ver con nosotros?

-¿Qué tiene que ver con nosotros? -replicó Ben Raddle, animándose-. ¿Cómo, si nos han revelado un secreto así, no vamos a utilizarlo y vamos a dejar que otros saquen provecho?

Summy Skim, esforzándose por conservar su sangre fría, se limitó a responder:

-Así que tú quieres aprovechar la revelación de Jacques Laurier...

-¿Tendríamos derecho a vacilar, Summy?

-Pero, al regresar de su viaje, lo encontramos en el camino, y murió luego como consecuencia de sus fatigas y privaciones.

-Porque lo sorprendió el invierno.

-Pero para ir a explotar esa montaña habría que subir un centenar de leguas hacia el norte.

-Un centenar de leguas, en efecto.

-Pero nuestra partida para Montreal está fijada para los primeros días de mayo...

-Bueno, la retrasaremos algunos meses, eso es todo.

-Pero entonces será demasiado tarde para ponerse en camino.

-Si es demasiado tarde, pasaremos un segundo invierno en Dawson City.

-Eso... ¡jamás! -gritó Summy Skim con un tono tan resuelto que Ben Raddle creyó conveniente detener esta demasiado interesante conversación.

Pensaba retomarla después, y la retomó, a pesar de todo lo que pudiera decir su primo. Los argumentos no le faltaban y, como se puede imaginar, encontró un auxiliar no menos determinado que él, el contramaestre. El viaje se efectuaría sin dificultades después del deshielo. En dos meses se podría llegar al Golden Mount, enriquecerse con algunos millones y regresar a Dawson City. Todavía sería tiempo de ponerse en ruta para Montreal, y por lo menos esta campaña de Klondike no habría sido pura pérdida.

Ben Raddle dio todavía una última razón. Si Jacques Laurier había hecho esta revelación, no había sido solamente por el canadiense. El francés había dejado allá, en Europa, una madre que adoraba, una pobre mujer desdichada por la cual él había querido hacer fortuna, y cuya vejez quedaría asegurada si se realizaban los últimos deseos de su hijo.

Summy Skim había dejado hablar a Ben Raddle preguntándose cuál de los dos estaba loco: si él o su primo. Si Ben decía cosas tan disparatadas era porque él aceptaba escucharlas. Cuando Ben hubo terminado su relato, le preguntó a su primo lo que pensaba.

Summy Skim no se podía contener.

-Lo que pienso es que estoy empezando a arrepentirme de haber socorrido a ese desgraciado francés y no haber dejado que se llevara su secreto a la tumba.

Como se comprende, hubo todavía muchas discusiones entre los dos primos, en las cuales a menudo tomaba parte el capataz, que estaba impaciente por poner en práctica el proyecto de subir al Golden Mount. En vano Summy Skim trataba de resistir, valiéndose de los mejores argumentos, recordando las promesas, sosteniendo incluso que las revelaciones de Jacques Laurier no reposaban sobre nada serio. No, sería una nueva decepción que se añadiría a tantas otras, sin hablar de los nuevos peligros que correrían lanzándose a lo desconocido. Después del desastre del Forty Miles Creek, después de la destrucción del lote 129, no había más que huir de Klondike en cuanto la estación lo permitiera, y ya que, según parecía, el buen tiempo empezaría pronto, podrían abandonar cuanto antes ese monstruoso país.

Pero Ben Raddle se mantenía firme. Summy Skim comprendía que ya había tomado la resolución de llevar la aventura hasta el fin. No lograría convencerlo. ¿Se decidiría a dejarlo emprender esa segunda campaña solo? ¿Regresaría solo a Montreal? Entonces, con qué inquietudes, con qué angustias viviría...

El doctor Pilcox, no hay que extrañarse, estaba al tanto de estas frecuentes e interminables discusiones. Si no sabía que se trataba de un volcán de oro, sabía por lo menos que Jacques Laurier, en el momento de morir, había revelado a Ben Raddle el secreto de un importante descubrimiento: un yacimiento de una riqueza prodigiosa situado en el norte del Dominion.

Cuando Summy Skim le declaró un día que decididamente impediría a su primo aventurarse en las regiones hiperbóreas, el doctor le respondió:

-No, usted no podrá impedírselo.

-Yo no lo acompañaré, en todo caso.

-Sí, usted lo acompañará, mi querido Skim. Usted vino de Montreal a Dawson City a pesar suyo. Usted irá a pesar suyo de Dawson City hasta el fondo mismo de Klondike, e incluso, si Ben Raddle lo quiere, usted irá a pesar suyo hasta el polo Norte.

Tal vez tenía razón al hablar así el excelente doctor Pilcox.

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