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El volcán de oro
Editado
© René Contreras
20 de julio del 2003
Tomado de Logo de Librodot.com
Primera parte
Indicador El legado de un tío
Indicador Los dos primos
Indicador De Montreal a Vancouver
Indicador Vancouver
Indicador A bordo del Football
Indicador Skagway
Indicador El Chilkoot
Indicador Al lago Lindeman
Indicador Del lago Benett a...
Indicador Klondike
Indicador En Dawson City
Indicador De Dawson City a la...
Indicador La parcela 129
Indicador La explotación
Indicador La noche del 5 al 6 de...
Segunda parte
(click encima para ver el contenido del volumen)

El volcán de oro (versión original)
Primera parte - Capítulo XV
La noche del 5 al 6 de agosto

Como se ha mencionado, el territorio del Dominion no es el único que posee regiones auríferas. Muy probablemente muchos otros yacimientos no tardarán en aparecer en la inmensa área de América septentrional comprendida entre el Atlántico y el Pacífico. Se ha podido decir que desde el Kootaway, en el sur de la Columbia inglesa, hasta el océano Ártico, no hay más que yacimientos de oro y de diversos metales. La naturaleza se mostró pródiga de tesoros en esta región, a la que sin embargo privó de riquezas agrícolas.

Los terrenos que pertenecen al territorio de Alaska están situados en esa ancha curva que el Yukon describe entre el Klondike y el Saint Michel después de haber subido hasta el fuerte que lleva su nombre, en el límite del círculo polar.

En una de esas regiones se halla Circle City, un pueblo establecido en la orilla izquierda del gran río, a trescientos setenta kilómetros río abajo de Dawson City. Allí nace el Birch Creek, un afluente del lado izquierdo que precisamente va a desembocar en Fort Yukon.

Á fines de la última campaña se había extendido el rumor de que los yacimientos de Circle City valían tanto como los del Bonanza, y no se necesitaba decir tanto para que los mineros corrieran en masa.

Después de su llegada a Dawson City, y en cuanto hubieron puesto de nuevo en explotación la parcela 127, Hunter y Malone se embarcaron en uno de esos vapores que hacen las escalas del Yukon, desembarcaron en Circle City y visitaron las regiones regadas por el Birch Creek; sin duda no habían juzgado oportuno residir allí durante toda la estación, ya que acababan de llegar a la 127.

La prueba de que el resultado de su viaje había sido nulo es que los dos texanos se habían detenido en Forty Miles Creek y se disponían a permanecer allí hasta el fin de la campaña. Si hubieran disfrutado de una buena cosecha de pepitas y de polvo de oro en los yacimientos del Birch Creek, se habrían apresurado a ir a Dawson City, donde las casas de juego y los casinos les ofrecían tantas ocasiones de disipar sus ganancias. Era su costumbre y no tenían ninguna razón para no actuar conforme a ella esta vez. Y es lo que hubieran hecho si, desde la reanudación de los trabajos, la 127 hubiera producido algunos beneficios.

Eso fue lo que Lorique dijo a Ben Raddle y a Summy Skim cuando se enteró de la llegada de los texanos.

Luego añadió:

-La presencia de Hunter no traerá tranquilidad a las parcelas de la frontera, y más particularmente a las del Forty Miles Creek.

-Bueno -respondió Summy Skim-. Estaremos en guardia.

-Será lo más prudente, señores -declaró el contramaestre-, y yo recomendaré a nuestros hombres no encontrarse con esos bribones.

-¿La policía estará prevenida del regreso de estos texanos? -preguntó Ben Raddle.

-Debe de estarlo ya -respondió Lorique-, y además enviaremos un correo urgente a Fort Cudahy con el fin de prevenir toda agresión.

-Está bien -declaró Summy Skim-, pero me permitirán creer que no hay motivo para temerle tanto a ese individuo, y, si se le ocurre entregarse a algún acto de violencia contra nosotros, me va a encontrar para responderle.

-De acuerdo -declaró a su vez Ben Raddle-, pero yo no quiero que te metas con ese hombre.

-Tenemos una antigua cuenta que arreglar, Ben, y yo quiero pagarla.

-Tú no tienes nada que pagar -respondió Ben Raddle, que de ninguna manera quería que su primo se metiera en dificultades-. Que tú hayas salido en defensa de las dos religiosas en Vancouver... nada más natural. Que hayas puesto a ese Hunter en su lugar, yo habría hecho igual que tú. Pero aquí, cuando el personal de una parcela es amenazado por el personal de otra parcela, eso ya es asunto de la policía.

-¿Y si la policía no está presente? -replicó Summy Skim, que no quería ceder.

-Si la policía no está, señor Skim -dijo el contramaestre-, nos defenderemos, y nuestros hombres no retrocederán ante los texanos.

-En fin -concluyó Ben Raddle-, no hemos venido aquí para librar el Forty Miles Creek de los miserables que la infestan, sino para...

-Para vender nuestra parcela -replicó Summy Skim, que volvía siempre a su tema y que ya empezaba a encolerizarse-. Dígame, Lorique, ¿podríamos informarnos de lo que hace la Comisión de la frontera, si su trabajo de rectificación avanza y cuándo terminará?

-Trataré de averiguarlo, señor Skim.

-¿Y dónde se encuentran esos diablos de comisarios en este momento?

-En el sur, según las últimas noticias, de Dawson City.

-Bien, yo iré a reanimarlos -gritó Summy Skim.

-No hagas nada, Summy. Ten paciencia -respondió Ben Raddle, que quería calmar a su primo.

-Además, el viaje sería un poco largo -observó Lorique-, pues los comisarios y el señor Ogilvie descendieron hasta la base del monte Elie, y, a menos que se pase por Dyea, habría toda una región desierta que atravesar.

-¡Maldito país!

-Basta, Summy -respondió Ben Raddle, dándole unas palmaditas en la espalda-, necesitas calmarte. Vete a cazar, lleva a Neluto, que no quiere otra cosa, y tráenos para esta tarde algunas buenas piezas. Mientras tanto, nosotros vamos a hacer trabajar nuestros rockers y a lo mejor nos va bien.

-Y -añadió el contramaestre-, ¿por qué no nos podría ocurrir lo que le ocurrió en octubre de 1897 al coronel Earvay en Gripple Creek?

-¿Y qué le ocurrió a ese coronel? -preguntó Summy Skim, en tono desdeñoso.

-Que encontró en su parcela, a una profundidad de siete pies solamente, un lingote de oro que valía cien mil dólares.

-¡Puf! -dijo Summy Skim-, quinientos desgraciados miles de francos...

-Toma tu fusil, Summy -respondió Ben Raddle-, vete a cazar hasta la tarde, y cuídate de los osos.

Summy Skim comprendió que no podía hacer nada mejor. Neluto y él subieron el barranco y un cuarto de hora después se escuchaban los primeros disparos.

Ben Raddle se sumió en el trabajo, no sin haber ordenado a sus obreros que, en caso de producirse, no respondieran a las provocaciones de la propiedad colindante.

Ese día no hubo ningún incidente que provocara un enfrentamiento del personal de las dos parcelas.

Durante la ausencia de Summy Skim, que tal vez no se hubiera contenido, Ben Raddle tuvo ocasión de divisar a Hunter y Malone. La casita que ocupaban los dos texanos hacía pareja con la habitación de Lorique al pie de la pendiente opuesta. Precisamente en espera de que fuera o no desplazada, la línea de la frontera seguía la vaguada del barranco, subiendo hacia el norte. Desde su cuarto, Ben pudo observar a Hunter y a su compañero.

Los dos atravesaron oblicuamente la parcela, bajando el sendero acondicionado entre los pozos. Un rocker y un sluice funcionaban en ese momento, y el claqueteo de las básculas y el tumulto del agua que se escurría hacia el estero producían un ruido ensordecedor.

Ben Raddle no quiso prestar ninguna atención a lo que pasaba en la 127, pero, como no tenía intención de ocultarse, permaneció apoyado en la barra de la ventana que se abría a la planta baja de la casita.

Hunter y Malone avanzaron hasta el poste que señalaba el límite y se detuvieron. Conversaban con animación. No parecían tener muchas consideraciones con sus hombres. Más de uno fue brutalmente amonestado y el propio contramaestre recibió malas palabras.

Después de haber dirigido la mirada al estero y de haber observado las parcelas de la orilla derecha, designadas con números pares, dieron algunos pasos hacia el barranco. Era indudable que andaban del peor humor, lo que era explicable: desde el principio de la campaña el rendimiento de su parcela, muy mediocre, apenas cubría los gastos. Y cómo no iban a estar irritados, si no podían ignorar que las últimas semanas habían proporcionado a la parcela de Lacoste beneficios importantes.

Hunter y Malone continuaron subiendo hacía el barranco y se detuvieron más o menos a la altura de la habitación de Lorique. Allí percibieron a Ben Raddle acodado en la ventana, que no pareció prestarles atención. Pero éste vio perfectamente que ellos lo señalaban con la mano y, con gestos violentos y voces furiosas, trataban de provocarlo.

Muy sabiamente, Ben Raddle no les hizo el menor caso, y cuando los texanos se retiraron fue a trabajar en el rocker con Lorique.

-Usted los ha visto, señor Raddle -dijo entonces éste.

-Sí, Lorique, y sus provocaciones no me sacarán de mis casillas.

-Pero el señor Skim no parece tener tanta paciencia.

-Será necesario que se calme -declaró Ben Raddle-; nosotros no debemos siquiera dar la impresión de que conocemos a esa gente.

Los días siguientes transcurrieron sin incidentes. Summy Skim -y su primo lo impulsaba a ello­ partía por la mañana a cazar con el indio, y no regresaba hasta caída la tarde. No hubo encuentros con Hunter. Sin embargo, se hacía cada vez más difícil impedir que los obreros americanos y canadienses entraran en contacto. Sus trabajos en el filón los acercaban cada día al poste que señalaba el límite de las dos parcelas. Llegaba el momento en que, para emplear una locución del contramaestre, "se encontrarían piqueta con piqueta". La menor contestación podría engendrar una discusión, la discusión un conflicto, el conflicto una riña, que pronto degeneraría en una batalla. Cuando esos hombres se hubieran lanzado unos contra otros, ¿quién podría detenerlos? Hunter y Malone podrían tratar de provocar una revuelta en todos los yacimientos de sus compatriotas contra los del Dominion vecinos a la frontera. De tales aventureros se podía esperar cualquier cosa. La policía de Cudahy y de Dawson City sería impotente para restablecer el orden.

Durante cuarenta y ocho horas los texanos no se divisaron. Tal vez precisamente con el propósito de agitar a la gente, habían ido a recorrer los terrenos del Forty Miles Creek que se hallaban del lado de Alaska.

En su ausencia se produjeron algunos altercados entre los obreros. Incluso un incidente enfrentó a Lorique con el contramaestre de la 127. Los mineros estuvieron a punto de intervenir, cada cual tomando partido por sus jefes, pero la cosa no llegó más lejos.

Como el tiempo parecía bastante incierto, con el viento del norte soplando fuerte, Summy Skim no había salido a cazar. Pero Ben Raddle había logrado impedirle que interviniera, lo que no habría conseguido si Hunter y Malone hubieran estado presentes.

Durante tres días le fue imposible a Summy Skim entregarse a su deporte favorito. La lluvia caía a veces a torrentes y era preciso permanecer en la casita. El lavado de la grava se hacía muy difícil en esas condiciones. Los pozos se llenaban hasta el borde. El agua se escurría a la superficie de la parcela, transformándola en un barro espeso en el que los hombres se hundían hasta las rodillas.

El trabajo debió interrumpirse en ambos lados, y no se pudo retomar hasta el 3 de agosto por la tarde. Después de una mañana lluviosa, el cielo recobró su serenidad bajo la influencia del viento del sudeste. Sin embargo, este viento podía traer tempestades, que son terribles en esta época del año y ocasionan a veces verdaderos desastres.

Los dos texanos habían regresado la víspera, y sólo abandonaron la casa de su contramaestre al día siguiente.

En cuanto a Summy Skim, había aprovechado la escampada para salir otra vez a cazar. Algunos osos de la especie de los grizzli acababan de ser vistos río abajo del Forty Miles Creek, y nada deseaba tanto como encontrarse con alguno de estos formidables plantígrados. Y sus tiros no serían meros ensayos. Más de un oso había caído alcanzado por sus balas en los bosques de Green Valley.

"Prefiero verlo peleando con un oso que con Hunter", se decía Ben Raddle.

Durante el transcurso del día 4 de agosto, Lorique dio un afortunado golpe con la piqueta. Cavando cerca del extremo del filón, en el límite de la parcela, descubrió una pepita cuyo valor no debía de ser inferior a cuatrocientos dólares, o sea, dos mil francos.

El contramaestre no pudo contener su alegría. Gritó a todo pulmón:

-Vengan a ver, vengan a ver.

Sus obreros acudieron y Ben Raddle se les reunió enseguida.

La pepita, del tamaño de una nuez, estaba engastada, por así decirlo, en un fragmento de cuarzo.

En la 127 comprendieron inmediatamente la causa de los gritos. Hicieron explosión la cólera y los celos, justificados finalmente, ya que hacía tiempo que los obreros no daban con un filón y la explotación se hacía cada día más onerosa.

Se escuchó entonces una voz: era Hunter.

-Sólo hay oro para esos perros de las praderas del Lejano Oeste...

Así calificaba a los canadienses, en su grosero lenguaje.

Ben Raddle, que había escuchado el insulto, palideció. Luego, la sangre se le subió a la cabeza y estuvo a punto de abalanzarse contra Hunter.

Lorique lo retuvo por el brazo. Alzando los hombros, en señal de desprecio, Ben Raddle volvió la espalda.

-¡Hey! -gritó entonces Hunter-, es por usted que digo eso, señor de Montreal.

-Usted es un insolente y yo no quiero tener ninguna relación con individuos de su especie.

-La tendrá, sin embargo -contestó el texano-, y no sé qué es lo que me retiene.

Iba a franquear el límite del poste y echarse sobre Ben Raddle, pero Malone lo obligó a detenerse. Los obreros estaban listos para precipitarse unos contra otros. Hubiera sido imposible interponerse entre ellos.

Por la tarde, Summy Skim regresó muy feliz porque había abatido un oso, no sin pasar algún peligro, y relató con detalles su hazaña cinegética. Ben Raddle no quiso hablarle del incidente ocurrido durante el día. Después de comer, ambos se retiraron a su habitación y Summy Skim durmió el reconfortante sueño del cazador.

¿Se podía temer que el asunto tuviera consecuencias? Hunter y Malone, más excitados que nunca, ¿le buscarían pendencia a Ben Raddle? ¿Empujarían a los hombres de una parcela contra los de la otra? Era probable, ya que al día siguiente las piquetas se encontrarían en el límite de ambas propiedades.

Precisamente, para gran fastidio de su primo, Summy Skim no salió ese día a cazar. El tiempo era pesado. Grandes nubes se levantaban hacia el sudeste. Seguramente habría tormenta, y más valía que no lo sorprendiera lejos de su habitación.

Toda la mañana se empleó en el lavado de los pozos que ya estaban funcionando, mientras un equipo, bajo la dirección de Lorique, cavaba en la línea de demarcación, casi al pie del poste con la tablilla que exhibía por un lado el número 127 y por el otro el 129.

Los obreros de Hunter se encontraban a lo largo del límite, pero durante la mañana no sobrevino ninguna complicación. Algunas palabras malsonantes proferidas por los americanos provocaron respuestas más o menos vivas de parte de los canadienses. Pero no se traspasó el límite de las palabras, de los gestos. Los capataces no tuvieron necesidad de intervenir.

Por desgracia, las cosas no marcharon tan bien cuando se reinició el trabajo después del mediodía. Para colmo de males, Hunter y Malone iban y venían en el terreno, y como Summy Skim hacía otro tanto en el suyo, Ben Raddle se unió a su primo, preguntándose si los texanos irían a reiterar las amenazas de la víspera.

-Mira -dijo Summy Skim a Ben Raddle-, esos tunantes están de regreso. No los había visto todavía. ¿Y tú, Ben?

-Sí, ayer -respondió evasivamente Ben Raddle-, pero haz como yo. No te ocupes de ellos.

-Pero, Ben, nos miran de una manera que no me gusta.

-Summy, no les prestes atención...

Los texanos se habían aproximado un poco. Sin embargo, aunque lanzaron miradas insultantes a los dos primos, no las acompañaron con sus acostumbrados insultos.

Summy Skim tomó la sabia decisión de no hacerles caso, aunque estaba decidido a responderles si se presentaba la ocasión.

Los obreros de las dos parcelas continuaban trabajando en el límite, excavando el fondo de los pozos, recogiendo el barro para llevarlo a los rockers y a los sluices. Sólo los separaba una marca, y sus piquetas, voluntariamente o no, podían chocar en cualquier momento. A veces, algunas piedras rodaban más allá de la línea de separación. Con todo, se trabajaba normalmente. Pero, a eso de las cinco, una piedra, arrancada violentamente del suelo por la piqueta de uno de los hombres de Lorique, fue a caer a los pies del capataz americano.

Era un trozo de cuarzo de cuatro a cinco libras de peso, muy semejante a los que suelen contener pepitas de valor. Lorique efectuó el legítimo reclamo, y sólo obtuvo una negativa expresada de manera brutal.

No había habido más que un intercambio de palabras, pero Lorique franqueó el poste con la intención de recuperar lo suyo.

Tres o cuatro americanos se lanzaron sobre él para detenerlo, y varios de sus compatriotas acudieron en su ayuda.

Se inició un intercambio de golpes. Los gritos llegaban hasta las parcelas vecinas. Lorique, que había logrado zafarse de los que lo retenían, corrió hacia el lugar adonde había rodado el fragmento de cuarzo. Pero en ese momento se encontró frente a Hunter, que lo empujó violentamente y lo derribó. Summy Skim se precipitó en ayuda del contramaestre, que el texano mantenía en tierra.

Ben Raddle lo siguió y detuvo a Malone, que acudía en ayuda de su compañero.

La pelea se generalizó. Las piquetas servían de armas, y eran armas terribles en esas manos vigorosas. La sangre hubiera empezado a correr y hubiera habido heridos y hasta muertos si la milicia, que justamente andaba de inspección por esa parte del Forty Miles Creek, no hubiera aparecido.

Gracias a esta cincuentena de hombres bien comandados, los disturbios fueron reprimidos en un momento.

Ben Raddle, Summy Skim y los dos texanos estaban frente a frente. Ben Raddle se dirigió primero a Hunter, que no podía hablar de rabia.

-¿Con qué derecho ha querido usted impedirnos recuperar nuestro bien?

-Tu bien -vociferó Hunter en un tuteo grosero-, tu bien, que estaba en mi tierra y que me pertenecía...

-¡Miserable! -gritó Summy Skim, avanzando hasta casi chocar con Hunter.

-¡Ah! -dijo éste-. ¡El defensor de las mujeres!

-De mujeres que usted brutalizaba, bandido, que delante de un hombre sería el último de los cobardes.

-¡Cobarde! -repitió Hunter.

Iba a echarse sobre Summy Skim cuando Malone se lo impidió.

-Sí -volvió a decir Summy Skim, que ya era incapaz de controlarse-, y demasiado cobarde para sostener sus insultos.

-¿Ah, sí? Ya lo verás -gritó Hunter-, mañana te encontraré.

-Mañana por la mañana -contestó Summy Skim.

-¡Mañana! -exclamó Hunter.

Luego los mineros volvieron a sus terrenos sin que Lorique pudiera recuperar el trozo de cuarzo. Uno de los americanos, antes que entregarlo, prefirió tirarlo a las aguas del estero.

Ben Raddle y Summy Skim volvieron a su habitación. Ben hizo todos los esfuerzos para disuadir a su primo de continuar con el asunto.

-Summy -repetía-, tú no puedes batirte con ese bandido.

-Lo haré, Ben.

-No, Summy, no.

-Lo haré, te digo, y si llego a alojarle una bala en la cabeza, será la mejor caza que habré hecho jamás, la caza de la bestia apestosa...

Ben Raddle comprendió que nada podía hacer para impedir el duelo.

Un desastre inesperado, sin embargo, vino a hacer imposible o por lo menos a retardar el desenlace del asunto.

Durante el día el tiempo se fue haciendo cada vez más bochornoso. Hacia las cinco de la tarde, el espacio, saturado de electricidad, empezó a verse atravesado por los rayos. El trueno rugía en el sudeste. La oscuridad, debida al amontonamiento de nubes, se hizo profunda, aunque el sol todavía se hallaba encima del horizonte.

Durante la tarde, las diversas parcelas del Forty Miles Creek habían podido comprobar ciertos síntomas inquietantes. Sordas trepidaciones corrían bajo el suelo, acompañadas por rugidos prolongados. Las aguas del estero echaban espuma. De los pozos escapaban chorros de gases sulfurosos. Seguramente se (trataba de)1 fuerzas plutónicas.

Summy Skim, Ben Raddle y el capataz iban a acostarse, a eso de las diez y media, cuando se sintieron violentos sacudones.

-¡Terremoto! -gritó Lorique.

Apenas había pronunciado esas palabras cuando la habitación se derrumbó bruscamente como si de pronto le hubieran quitado la base.

Con grandes dificultades, los tres hombres pudieron salir de los escombros, felizmente sin heridas.

Pero, afuera, qué espectáculo vieron al resplandor del cielo incendiado... El suelo de la parcela acababa de desaparecer bajo una inundación torrencial. Una parte del estero se había desbordado y se derramaba a través de los yacimientos, abriéndose un nuevo cauce.

Por todas partes surgían gritos de desesperación y de dolor. Los mineros, sorprendidos en sus cabañas de ambas riberas del estero, trataban de huir de la inundación. A juzgar por la violencia de las aguas, las convulsiones del suelo debieron haber sido terribles. Los árboles vecinos, arrancados de raíz, eran arrastrados por el Forty Miles Creek con la rapidez de un deshielo.

-Huyamos, huyamos -gritó Lorique, al que se acababa de unir Neluto-, o nos llevará el torrente.

En efecto, el agua ya llegaba al lugar donde se levantaba la habitación abatida por el terremoto.

Se sentía que el suelo ondulaba bajo los pies como si lo hubiera cogido una ola.

En ese momento, un tronco de álamo quebrado por la base, arrastrado por la corriente, se precipitó sobre los escombros derribando a Ben Raddle, que hubiera perecido en el torbellino si Summy Skim y Lorique no hubieran acudido para sostenerlo.

Ben Raddle no podía caminar. Tenía la pierna quebrada por debajo de la rodilla.

En cuanto a las parcelas, deshechas por el terremoto o sumergidas bajo la inundación, se vieron en su mayor parte destruidas en un espacio de media legua a ambos lados de la frontera.

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1. El autor dejó en blanco este espacio.

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