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El volcán de oro
Editado
© René Contreras
20 de julio del 2003
Tomado de Logo de Librodot.com
Primera parte
Indicador El legado de un tío
Indicador Los dos primos
Indicador De Montreal a Vancouver
Indicador Vancouver
Indicador A bordo del Football
Indicador Skagway
Indicador El Chilkoot
Indicador Al lago Lindeman
Indicador Del lago Benett a...
Indicador Klondike
Indicador En Dawson City
Indicador De Dawson City a la...
Indicador La parcela 129
Indicador La explotación
Indicador La noche del 5 al 6 de...
Segunda parte
(click encima para ver el contenido del volumen)

El volcán de oro (versión original)
Primera parte - Capítulo III
De Montreal a Vancouver

Si toman el Canadian Pacific Railway, turistas, comerciantes, emigrantes y buscadores de oro pueden transportarse directamente, sin cambiar de línea, sin dejar el Dominion o la Columbia británica, de Montreal a Vancouver. Desembarcados en esta metrópoli, no tienen más que elegir entre diferentes rutas, terrestres, fluviales o marítimas, entre diversos modos de transporte, barcos, caballos, coches, e incluso pueden viajar a pie en la mayor parte de los recorridos.

Resuelta ya la partida, Summy Skim confió en su primo Ben Raddle para todos los detalles del viaje, la adquisición de material y la elección de la ruta. Todo era responsabilidad de este ambicioso pero inteligente ingeniero, único promotor de la empresa.

En primer lugar, Ben Raddle observó con toda razón que había que partir antes de quince días. Los herederos de Josías Lacoste debían estar en Klondike antes del retorno del verano, un verano, se entiende, que no calienta más que cuatro meses esa región hiperbórea, situada casi en el límite del círculo polar ártico. En efecto, cuando consultó el código de las leyes mineras canadienses que regía en el distrito de Yukon, leyó un cierto artículo 9, que decía así:

"Volverá a pertenecer al dominio público toda parcela que permanezca sin ser trabajada más de setenta y dos horas durante la buena estación (definida por el comisario), a menos que se cuente con un permiso especial de este último".

El comienzo de la buena estación, por poco precoz que sea, tiene lugar en la segunda mitad de mayo. En esta época, si la parcela 129 quedara sin trabajar más de tres días, la propiedad de Josías Lacoste volvería al Dominion, y era muy verosímil que el sindicato americano no perdiera la ocasión de comprarla al Estado a un precio probablemente mucho más ventajoso que el que ofrecía a los dos herederos.

-Tú comprendes, Summy, que no podemos dejar que se nos adelanten, y que tenemos urgencia de ponernos en camino -declaró Ben Raddle.

-Comprendo todo lo que tú quieres que comprenda, mi querido amigo -respondió Summy Skim.

-Lo que es perfectamente razonable, por lo demás -añadió el ingeniero.

-No lo dudo, Ben, y no me molesta dejar Montreal lo más pronto posible si eso nos permite regresar lo más pronto posible también.

-No nos quedaremos en Klondike más de lo necesario, Summy.

-Entendido, Ben. ¿Cuándo partimos?

-El dos del mes próximo -respondió Ben Raddle-, esto es, dentro de dos semanas.

Summy Skim, con los brazos cruzados y la cabeza inclinada, sintió ganas de exclamar: "¿Qué? ¿Tan pronto?". Pero no dijo nada, porque no hubiera servido de nada. Se había jurado a sí mismo que no se le escaparía tampoco ninguna recriminación durante el viaje.

Por lo demás, Ben Raddle actuaba atinadamente al fijar el dos de abril como fecha límite de la partida. Con el itinerario a la vista, se embarcó en una serie de observaciones, tapizadas de cifras que manejaba con incontestable competencia.

-Por el momento, Summy -dijo-, no tenemos que elegir entre dos rutas para ir a Klondike, porque no hay más que una. Quizás un día, para ir al Yukon, se tomará el camino de Edmonton, de Fort Saint John, de Peace River, que atraviesa el noreste de la Columbia inglesa, pasando por el distrito de Casiar...

-Una región ideal para la caza, he oído decir -observó Summy Skim, abandonándose a sus sueños cinegéticos-. ¿Y por qué no seguir ese camino?

-Porque nos obligaría, al dejar Vancouver, a hacer un recorrido de mil cuatrocientos kilómetros por tierra, después de haber hecho ochocientos por agua -respondió Ben Raddle1.

-Entonces, ¿qué dirección piensas seguir, Ben?

-Nos decidiremos cuando lleguemos a Vancouver, y según las ventajas que veamos en el lugar. En todo caso, aquí hay cifras muy exactas sobre la longitud del itinerario: de Montreal a Vancouver, cuatro mil seiscientos setenta y cinco kilómetros; de Vancouver a Dawson City, dos mil cuatrocientos ochenta y nueve.

-O sea, en total -dijo Summy, haciendo la operación-: cinco y nueve, catorce, y guardo uno; siete y cuatro, once, y guardo uno; cinco y dos, siete, esto es, siete mil ciento sesenta y cuatro kilómetros.

-Exactamente, Summy.

-Bien, Ben, si traemos tantos kilos de oro como kilómetros haremos...

-Sacaremos las cuentas. Con la tasa actual de dos mil trescientos cuarenta francos el kilo, a dieciséis millones setecientos sesenta y tres mil setecientos sesenta francos...

-Perfecto -replicó Summy Skim-, y nos resarciremos estupendamente de nuestro gastos.

-¿Y por qué no? -replicó Ben Raddle2-. El geógrafo John Muir ha declarado que Alaska produciría más oro que California, cuyo rendimiento ha sido sin embargo de cuatrocientos cinco millones, sólo en el año 1861. ¿Por qué Klondike no añadiría su buena parte a los veinticinco mil millones de francos que componen la fortuna aurífera de nuestro globo?

-Tú tienes respuesta para todo, Ben.

-El porvenir confirmará mis respuestas.

Summy Skim hubiera querido no dudar de ello.

-Por lo demás -añadió-, no vamos a volver sobre lo que ya hemos convenido.

-En efecto -respondió Ben Raddle-, es como si ya hubiéramos partido.

-Preferiría decir: como si ya hubiéramos regresado.

-Hay que comenzar por ir, Summy -respondió Ben Raddle-, antes de regresar.

-Tu lógica es perfecta, Ben. Ahora, pues, pensemos en los preparativos... No se va allá, a ese país increíble, con una camisa y un par de calcetines.

-No te preocupes por nada, Summy. Yo me encargo de todo. Tú sólo tienes que subir en el tren en Montreal para bajar en Vancouver. En cuanto a los preparativos, no haremos como un emigrante, que se aventura en un país lejano llevando todo su equipaje consigo. El nuestro ya está enviado. Lo encontraremos en la parcela del tío Josías. Es el que le servía para explotar su parcela. Nosotros sólo tendremos que ocuparnos de nuestras personas.

-Pero eso ya es algo -respondió Summy Skim-. Nuestras personas merecen que tomemos ciertas precauciones... sobre todo contra el frío. ¡Brrr! Me siento ya helado hasta la punta de las uñas.

-Vamos, Summy, cuando lleguemos a Dawson City el verano estará en su apogeo.

-Entonces, si pudiéramos regresar antes del invierno...

-No te preocupes -respondió Ben Raddle-. Incluso en invierno no te faltará nada. Buena ropa, buena alimentación. Volverás más gordo que cuando partiste.

-No, yo no pido tanto -respondió Summy Skim, que había optado por resignarse-, y te prevengo que si voy a engordar, aunque sea dos libras, me quedo.

-Bromea, Summy, bromea todo lo que quieras, pero ten confianza.

-Comprendido, la confianza es obligatoria. El 2 de abril nos pondremos en camino en calidad de eldoradores, ¿no es así?

-Sí, el 2 de abril; eso me bastará para todos nuestros preparativos.

-Y bien, Ben, ya que faltan quince días, podría pasarlos en el campo.

-Sea -respondió Ben Raddle-, pero todavía no hace buen tiempo en Green Valley.

Summy Skim hubiera podido responder que, en todo caso, el tiempo sería mejor que en Klondike.

Además, aunque no hubiera terminado el invierno, estaría feliz de encontrarse durante unos días entre sus campesinos, de ver sus campos aunque estuvieran blancos de nieve, los hermosos bosques cargados de escarcha, los arroyos de los alrededores cubiertos de hielo. Y, por fin, cuando hace mucho frío, no le falta al cazador la ocasión de abatir algunas soberbias piezas, sea de pelo o de pluma, sin hablar de las fieras: osos, pumas y otros animales que rondan por los alrededores... Era como un adiós que Summy Skim quería dirigir a todos los habitantes de la región. Partía a un viaje largo. ¿Quién podría decir cuándo regresaría?

-Deberías acompañarme, Ben -le dijo.

-¿Se te ocurre? -respondió el ingeniero-. ¿Quién se ocuparía de los preparativos de la partida?

Al día siguiente, Summy Skim tomó el tren, encontró en la estación de Green Valley un lugar adecuado para descansar y por la tarde descendió a la hacienda.

Los campesinos, ya se puede imaginar, se sorprendieron con esta llegada, y no quedaron menos sorprendidos que satisfechos. Como de costumbre, Summy Skim se mostró muy sensible a la afectuosa acogida que recibió. Pero cuando los campesinos se enteraron del motivo de esta visita anticipada, cuando supieron que pasarían el verano sin su amo, no pudieron ocultar su pena.

-Sí, mis amigos -dijo Summy Skim-. Ben Raddle y yo partimos a Klondike, un país del diablo, un país que el diablo tiene en su poder, y que está tan lejos que se tarda cuatro meses sólo para ir y otros tantos para volver.

-¡Y todo eso para recoger pepitas! -dijo uno de los campesinos, alzando los hombros.

-Y eso cuando se las recoge -añadió un viejo filósofo que movía la cabeza con gesto poco alentador.

-Y aún hay que tener cuidado de no caer -dijo Summy Skim-, porque el que cae no se levanta. Qué queréis, amigos, es como una fiebre o más bien como una epidemia que de tiempo en tiempo atraviesa el mundo y hace muchas víctimas.

-Pero, ¿por qué ir allá, amo? -preguntó el decano de la hacienda.

Entonces Summy Skim explicó a sus campesinos cómo su primo y él acababan de heredar una parcela tras la muerte de su tío Josías Lacoste, y por qué razón Ben Raddle estimaba que su presencia era necesaria en Klondike.

-Sí -dijo el viejo-, nosotros hemos oído hablar de lo que pasa en la frontera del Dominion, y sobre todo de las miserias a las que sucumben tantas pobres gentes. En fin, señor Skim, usted no se quedará. Cuando haya vendido su montón de barro, regresará.

-Verano perdido, invierno todavía más triste -añadió una vieja que se persignó-. Dios lo proteja, señor.

Después de una semana en Green Valley, Summy Skim pensó que ya era tiempo de reunirse con su primo. Tenía algunos preparativos personales que hacer. Con emoción, una emoción bien compartida por todos, se despidió de esa buena gente. Y pensar que dentro de unas semanas el sol de abril se levantaría en el horizonte de Green Valley, que de entre la nieve surgirían los primeros brotes primaverales, que si no fuera por ese maldito viaje él habría regresado, como lo hacía cada año, a instalarse en este pabellón hasta los primeros fríos del invierno. Y no dejaba de esperar que le llegara a Green Valley una carta de Ben Raddle en que le comunicara que ya no se realizarían sus proyectos. Pero la carta no llegó. La partida tendría lugar en la fecha prevista. Así, pues, Summy Skim se hizo conducir a la estación y el 31 de marzo en la mañana se encontraba en Montreal frente a su terrible primo, plantado delante de él como un signo de interrogación:

-¿Nada nuevo? -le preguntó.

-Nada, Summy, salvo que todos nuestros preparativos están listos.

-De modo que te has procurado...

-Todo, salvo los víveres, que encontraremos en Vancouver -respondió Ben Raddle-. Sólo me he ocupado de la vestimenta. En cuanto a las armas, tú tienes las tuyas y yo tengo las mías. Son excelentes y estamos habituados a ellas. Dos buenos fusiles y el equipo completo de cazador. Pero como allí no es posible renovar nuestro guardarropas, ya que las tiendas no se han instalado todavía en la capital de Klondike, he aquí las ropas que llevamos como medida de precaución: cuatro camisetas de franela, dos camisolas y calzones de lana, un suéter de lana gruesa, un traje de pana, dos pares de pantalones de paño grueso, dos pares de pantalones de tela, un traje de tela azul, una chaqueta de cuero forrada de piel con capuchón, un traje impermeable de marino con sombrero idem, un abrigo de caucho, seis pares de calcetines ajustados y seis pares de calcetines de un número más grande, un par de guantes de cuero, un par de botas de caza con clavos gruesos, dos pares de mocasines de fibra, un par de raquetas, una docena de pañuelos, toallas...

-¡Pero con eso tenemos para diez años! -exclamó Summy Skim.

-No, dos años solamente.

-Solamente, Ben... Solamente es simplemente espantoso. Veamos, sólo se trata de ir a Dawson City, de ceder la parcela 129 y regresar a Montreal.

-Sin duda, Summy, si nos dan lo que vale la parcela.

-Y si no nos lo dan...

-Reflexionaremos.

En la imposibilidad de obtener otra respuesta, Summy Skim no insistió y, durante los días que precedieron a la partida, erró como un alma en pena de la casa de la calle Jacques Cartier al estudio del señor Snubbin.

El 2 de abril por la mañana, los dos primos se encontraban en la estación de Montreal, adonde ya se había transportado el equipaje. Este no era muy voluminoso y no constituiría verdaderamente un estorbo hasta que se completara en Vancouver.

Antes de dejar Montreal, ellos hubieran podido tomar los billetes de barco para Skagway en la Canadian Pacific. Pero Ben Raddle no se había decidido aún por el camino para llegar a Dawson City. Podía ser el que remonta el Yukon desde su desembocadura hasta la capital de Klondike, o el que, al otro lado de Skagway, atraviesa las montañas, las planicies y los lagos de la Columbia británica.

Habían partido al fin los dos primos, uno arrastrando al otro; este último resignado, el primero, lleno de confianza. Iban a viajar, por lo demás, en las mejores condiciones. Ocupaban un vagón de primera clase de los más confortables, y es comprensible que se quieran tener todas las comodidades cuando se trata de un viaje de cuatro mil setecientos kilómetros o, lo que es lo mismo, de seis días.

Durante la primera parte del viaje, el tren atravesó esa región del Dominion que comprende los tan variados distritos del este y del centro. Sólo después de atravesar la zona de los Grandes Lagos entrarían en los territorios menos poblados y a veces desiertos de las proximidades de la Columbia británica. Era la primera vez que Summy Skim y Ben Raddle visitarían esa parte de Norteamérica.

El tiempo era bueno, el aire agradable, el cielo se veía velado por ligeras brumas. La columna termométrica oscilaba alrededor del cero, con un aire seco y cortante cuando estaba por encima de cero, y breves nevazones cuando estaba por debajo.

Las planicies completamente blancas se extendían hasta perderse de vista. En algunas semanas se tornarían verdosas. Los múltiples ríos se liberarían de su capa de hielo. Numerosas bandadas de aves, adelantándose al tren, se dirigían hacia el oeste, batiendo fuertemente las alas. De cada lado de la vía, sobre la nieve, se podían observar las huellas de animales, fieras u otros, que se dibujaban hasta los bosques del horizonte. Allí había pistas que hubiera sido fácil seguir hasta concluir en un buen tiro. Se puede imaginar la impaciencia de Summy Skim, encerrado en ese vagón, sin poder satisfacer sus instintos de cazador.

Aunque, en efecto, se trataba de cazar en ese momento. Había cazadores en ese tren que marchaba hacia Vancouver. Pero eran sólo cazadores de pepitas, y los perros que los acompañaban no estaban destinados a atrapar perdices o liebres ni a perseguir ciervos u osos. No, los amos, que los habían comprado en Montreal, tenían intención de emplearlos para tirar los trineos cuando debieran atravesar la superficie solidificada de los lagos y de las corrientes de agua en toda esa parte de la Columbia británica comprendida entre Skagway y el distrito de Klondike.

Entre los viajeros embarcados en Montreal o recogidos en las diversas estaciones del Canadian Pacific Railroad, se encontraban emigrantes, campesinos y hombres de la ciudad que, desafiando las más espantosas miserias, el frío, la enfermedad, iban a buscar fortuna en los barriales del Yukon.

Sí, la fiebre del oro no había hecho más que comenzar. No cesaban de llegar noticias sobre el descubrimiento de numerosos yacimientos en los ríos Eldorado, Bonanza, Hunter, Bear, Gold Bottom, afluentes todos del Klondike, cuyo curso sobrepasa los doscientos cuarenta kilómetros. Se hablaba de parcelas en las cuales el prospector lavaba hasta mil quinientos francos de oro por fuente. La afluencia de emigrantes no cesaba de crecer. Se lanzaban sobre Klondike como se habían lanzado sobre Australia, California, el Transvaal, y las compañías de transporte no daban abasto. Además, los que llevaba ese tren no eran en absoluto representantes de sindicatos, de sociedades, organizados con el apoyo de grandes bancos de América o de Europa, hombres provistos de excelentes materiales que podían sentirse al abrigo de cualquier contingencia, pues serían reaprovisionados constantemente de ropa y víveres por servicios especiales. No, allí sólo había pobre gente víctima de todos los rigores de la existencia, pobres hombres expulsados de sus respectivos países por la miseria, y a los cuales, hay que reconocerlo, la esperanza de hacer de pronto fortuna había trastornado el cerebro. Estos aventureros, si no tenían los medios de trabajar por cuenta propia, podían través del distrito de Cassiar, tan célebre desde el punto de vista cinegético. Pasando por Edmont, Fort Saint John, Peace River, Dease, Francis, Pelly, une el nordeste de la Columbia británica con el Yukon. Pero, difícil y larga, obliga a los viajeros a reaprovisionamientos frecuentes, en un recorrido que sobrepasa los dos mil kilómetros. Es verdad, esta región es particularmente aurífera. Se puede lavar en casi todos los cursos de agua. Pero está desprovista de recursos y no será aprovechable sino cuando el gobierno canadiense haya establecido lugares de relevo cada quince leguas.

Durante la travesía de las Rocosas, en los recodos que hacía el tren, los viajeros pudieron entrever el monte Stephen, el Cathedral Peak, soberbios lugares, y particularmente esos titanes de Selkirk, eternamente cubiertos con sus casquetes de nieve, los glaciares que se perdían en la distancia. En medio de esas soledades reinaba el silence of all life, sólo perturbado por los aullidos de la locomotora.

Antes de dejar Montreal, Summy Skim se procuró el Short, una guía publicada por el Canadian Pacific Railway. Si no podía visitar todos los lugares célebres señalados en ese libro, por lo menos leía las descripciones. Se informaba además en esta guía para elegir los hoteles en las diversas estaciones en que se detenía el tren. No era raro que fuesen de primer orden, notable comodidad y cocina excelente, lo que variaba un poco la rutina de las comidas en el coche-comedor; así el Skyte, en la estación de Field, y el Glacier, que tenía una espléndida vista al grupo de Selkirk.

A medida que el tren avanzaba hacia el oeste, nuevas regiones se extendían delante, no ya tierras fértiles de las que el trabajo podía extraer una rica producción. No. Eran los territorios de Kootaway, esos Gold Field del Caribú donde se encontró y se encuentra todavía abundante oro, esa red hidrográfica que arrastra pepitas del precioso metal. Se podía uno preguntar por qué los prospectores no frecuentaban más asiduamente un país al que era fácil llegar, en lugar de afrontar las fatigas y los enormes gastos de un largo viaje a Klondike.

Y Summy Skim se decía y se repetía, mientras el tren lo alejaba más y más de Montreal y de Green Valley:

"En verdad, es aquí en el Caribú donde el tío Josías debía haber tentado fortuna. Ya habríamos llegado. Ya sabríamos lo que vale su parcela. Tendríamos el dinero en veinticuatro horas y nuestra ausencia no duraría más de una semana...".

Sí, pero sin duda estaba escrito en el gran libro del destino que Summy Skim debía llegar a esa terrorífica región de Klondike y atascarse en los barriales de Forty Miles Creek.

El tren continuó hacia el litoral de la Columbia británica, dirigiéndose en línea oblicua al sudoeste. Ningún incidente marca la última parte de este viaje de cuatro mil seiscientos setenta y cinco kilómetros y, al cabo de seis días, los dos primos abandonaron el vagón del Canadian Pacific Railroad y pusieron los pies en Vancouver.

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1. Veme, multiplicando las variaciones, escribe aquí "Ben Craddle".
2. Aquí Veme escribe "Ben Naddle".

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