El volcán de oro (versión
original)
Primera parte - Capítulo IV Vancouver
La ciudad de Vancouver no se halla en la gran isla de
ese nombre, situada frente al litoral columbiano. Ocupa una punta de
esa lengua de tierra que se destaca del continente y no es más
que una metrópoli. Victoria, la capital de la Columbia
británica, con una población de dieciséis mil
habitantes, se yergue precisamente en la costa sudeste de la isla,
donde se encuentra igualmente New Westminster, con seis mil almas.
Vancouver fue fundada en el extremo de una rada que se
abre en el sinuoso estrecho de Juan de la Fuca, el cual se prolonga
hacia el noroeste. Detrás de la rada se alza el campanario de
una capilla, entre espesas frondosidades de pinos y cedros que
bastarían para ocultar las torres de una catedral.
Después de continuar por el lado meridional de
la isla, que llevó en un principio el nombre de sus dos primeros
ocupantes, el español Cuadra y el inglés Vancouver, este
estrecho bordea las costas orientales y septentrionales bajo las
denominaciones de Georges al este y de Johnstone y Reina Carlota al
norte. Ya se ve, el puerto de Vancouver es fácilmente accesible
para los navíos que vienen del Pacífico, sea que
desciendan a lo largo del litoral canadiense, sea que suban por el
litoral de los Estados Unidos de América.
¿Los fundadores de la ciudad de Vancouver
adivinaron el porvenir? No se puede responder a esta pregunta, aunque
hoy el descubrimiento de los yacimientos auríferos de Klondike
le dan a la ciudad una animación exuberante. Lo que es cierto es
que Vancouver podría albergar una población de cien mil
habitantes. La circulación sería fácil por sus
calles, que se cortan en ángulo recto como los casilleros de un
tablero de ajedrez. Vancouver posee iglesias, bancos, hoteles. Tiene
luz eléctrica y de gas. Se provee de agua en las fuentes
situadas al norte de Burardi Inlet. Está comunicada por
puentes que atraviesan el estuario de False Bay, y posee un
parque de trescientos ochenta hectáreas de superficie,
acondicionado en la península del noroeste.
A la salida de la estación, Summy Skim y Ben
Raddle, siguiendo los consejos de la guía que llevaban, se
hicieron conducir al hotel Westminster, en el que se hospedarían
hasta el día en que les fuera posible partir para Klondike.
Lo difícil fue precisamente encontrar
habitación en ese hotel, que estaba a rebasar. Los viajeros
afluían por esa época en que los trenes y los paquebotes
desembarcaban doscientos emigrantes al día. Es fácil
imaginar las ganancias que obtenía la ciudad, en especial los
ciudadanos que se dedican a alojar y alimentar a los forasteros
imponiéndoles precios inverosímiles. Estos, claro,
permanecían en la ciudad el menor tiempo posible, tanta era la
urgencia que tenían de llegar a los territorios a los que el oro
los atraía como el imán al hierro. Pero no era
fácil partir. Costaba encontrar lugar en los numerosos barcos
que se dirigían al norte después de haber hecho escalas
en diferentes puertos de México y Estados Unidos.
Muchos van a través del Pacífico en
dirección de la desembocadura del Yukon, en Saint Michel, en la
costa occidental de Alaska, y remontan el curso del río hasta
Dawson City, la capital de Klondike. Sin embargo, la mayoría de
los barcos tiene como destino Victoria y Vancouver, de donde llegan a
Dyea o Skagway bordeando la costa americana. Cuál de estas dos
rutas tomaría Ben Raddle, era un asunto que el ingeniero acababa
de resolver. Pero, entre tanto, Summy Skim y él debieron
instalarse en una de las habitaciones del hotel Vancouver, en el que
por lo menos no tendrían motivo para quejarse ni del servicio ni
de la comida.
Lo primero que preguntó Summy Skim en cuanto
estuvieron instalados en su habitación, fue:
-¿Y cuánto tiempo estaremos en
Vancouver, mi querido Ben?
-Unos cuatro días -respondió Ben
Raddle-, el tiempo que falta para la llegada del Football.
-¿El Football? ¿Qué es
eso de Football?
-Un barco del Canadian Pacific que nos
llevará a Skagway, y en el cual voy a reservar pasaje hoy
mismo.
-Así, pues, ¿entre las diferentes rutas
que conducen a Klondike ya has elegido una?
-La elección estaba hecha, Summy, desde el
momento en que no me decidí por la desembocadura del Yukon, una
travesía de cuatro mil quinientos kilómetros. Tomaremos
la ruta más frecuentada, y, siguiendo el litoral de la Columbia
británica al abrigo de las islas, llegaremos a Skagway sin
fatiga. En esta época del año, el lecho del Yukon
está aún copado de hielo, y no es raro que los barcos
zozobren, sin contar con que pueden demorarse en llegar hasta el mes de
julio. Por el contrario, el Football no tardará
más de una semana en llegar, sea a Skagway, sea hasta el mismo
Dyea. Es verdad que después, una vez desembarcados, tendremos
que franquear las pendientes del Chilkoot o de White Pass, que
son bastante escarpadas, pero, una vez al otro lado, mitad por tierra,
mitad por los lagos, alcanzaremos el Yukon, que nos conducirá a
Dawson City. Pienso que llegaremos a nuestro destino a comienzos de
junio, es decir en la época favorable. No tenemos más que
hacemos de paciencia y esperar el Football.
-¿Y de dónde viene ese paquebote de
nombre deportivo? -preguntó Summy Skim.
-Precisamente de Skagway, pues pertenece a un servicio
regular entre Vancouver y esa ciudad. Se le espera para el 14 de este
mes, a más tardar.
-Bueno, Ben, ya que eso te conviene, querría ya
estar a bordo del Football.
-¿Apruebas mi proyecto?
-Enteramente, y ya que nuestro destino es ir a
Klondike, yo confío en ti para llegar allá en las mejores
condiciones.
Los dos primos no estarían muy ocupados durante
su estancia en Vancouver. No tenían que completar su equipaje, y
no había que adquirir el material necesario para la
explotación de la parcela, ya que el del tío
Josías quedaba a su disposición. Durante la
travesía en el Football, volverían a encontrar
las comodidades de que habían disfrutado durante el viaje en el
tren del Transcontinental Pacific. Sería en Skagway
donde Ben Raddle tendría que ocuparse especialmente en preparar
los medios de transporte hasta Dawson City, conseguir una
embarcación desmontable para la navegación de los lagos y
un equipo de perros para tirar los trineos en las planicies heladas.
Vería además si no convenía tratar con
algún transportista de oficio que los condujera a Dawson City,
llevando los víveres necesarios para un largo viaje por si
resultaba difícil procurárselos en el camino.
Evidentemente, todo ello era muy costoso, pero bastarían una o
dos pepitas de oro para resarcirse de los gastos.
Habría también que resolver las
cuestiones reglamentarias con la aduana canadiense, que es bastante
exigente, por no decir desagradable, y siempre está dispuesta a
crear dificultades.
Por lo demás, tal era la animación de la
ciudad, tal la afluencia de viajeros, que Summy Skim no se
aburrió un instante. Nada más curioso que la llegada de
los trenes, tanto de los que venían del este del Dominion como
de los que venían de los Estados de la Unión. Nada
más interesante que el desembarco de esos miles de pasajeros que
los vapores depositaban en Vancouver. Cuánta gente que esperaba
su partida para Skagway o Saint Michel erraba por las calles, la
mayoría reducidos a acurrucarse en los rincones del puerto o en
los tablones de los muelles inundados de luz eléctrica.
Las ocupaciones -orden y vigilancia- no faltaban a la
policía en medio de esta abrumadora muchedumbre compuesta por
toda clase de aventureros sin Dios ni ley, que llegaban atraídos
por la fama de Klondike. A cada paso se encontraban agentes vestidos
con un uniforme color hoja seca, listos para intervenir en las muchas
querellas que se producían y que no era raro terminaran con
derramamiento de sangre, pues los mineros son buenos para el
cuchillo.
Sin duda estos policías realizaban su tarea, a
menudo peligrosa, a menudo difícil, con todo el celo y todo el
coraje que se requería en ese mundo de emigrantes en que se
enfrentan individuos de todas las clases sociales y, quizás
más particularmente, de la de los sin clase. Pero podría
ser también que estos policías pensaran que sería
para ellos más provechoso y menos peligroso lavar el barro de
los afluentes del Yukon. Cómo olvidar que cinco policías
canadienses, casi al comienzo de la explotación del Klondike,
habían vuelto con cien mil dólares de beneficio. Estos
hombres debían tener una gran fuerza de voluntad para no
contraer la fiebre del oro como tantos otros.
Varias veces, consultando su guía, Summy Skim
quedó impresionado al leer que durante el invierno la
temperatura descendía a cincuenta grados bajo cero.
Parecía exagerado, aun considerando que Dawson City está
casi atravesada por el círculo polar ártico. Sin embargo,
lo que lo hizo reflexionar fue ver en una tienda de óptica, en
una de las calles de Vancouver, varios termómetros que marcaban
hasta noventa grados bajo cero.
"Es evidente que en esto hay una
exageración", pensó. "La gente de Klondike
está orgullosa de sus fríos y los luce casi con
coquetería."
Summy Skim entró en la tienda del óptico
y le pidió que le mostrara algunos termómetros, porque
quería elegir uno.
El comerciante tomó diversos modelos de este
instrumento de su vitrina y se los ofreció. Todos estaban
graduados, no según la escala Fahrenheit, que es la que se usa
en el Reino Unido, sino según la escala centígrada, la
más corriente en el Dominion, todavía imbuido de las
costumbres francesas.
-¿Estos termómetros están bien
graduados? -preguntó Summy Skim.
-Desde luego, señor -respondió el
óptico-. Estoy seguro de que usted quedará
satisfecho.
-Pero por lo menos no habrá días en que
marquen setenta u ochenta grados -declaró Summy Skim en el tono
más serio.
-Bueno -replicó el comerciante-, lo esencial es
que marquen lo justo.
-Desde luego, señor. ¿Y ocurre que la
columna descienda a sesenta grados bajo cero?
-Frecuentemente, señor, e incluso
más.
-Vamos -dijo Summy Skim-, es difícil de
admitir, incluso en Klondike, que un termómetro pueda bajar
tanto.
-¿Y por qué no? -respondió el
comerciante con cierto orgullo-, y si el señor desea un
instrumento que esté graduado hasta ahí...
-Gracias, gracias -respondió Summy Skim-. Me
contentaría con el que sólo llegue hasta sesenta.
Y, después de todo, para qué esta
adquisición, habría debido preguntarse. Cuando los ojos
se agrietan bajo los párpados enrojecidos por el viento del
norte, cuando el aliento se transforma en nieve en torno tuyo, cuando
la sangre se hiela en las venas, cuando no se puede tocar un objeto de
metal sin dejar en él la piel de los dedos, cuando sientes
delante de las fogatas como si el fuego mismo hubiera perdido todo su
calor, no se tiene mucho interés en saber si la temperatura es
de sesenta o de ochenta grados bajo cero, y no hay necesidad de
termómetro para comprobarlo.
Los días transcurrían y Ben Raddle, que
ya había terminado los preparativos, no ocultaba su impaciencia
mientras esperaba la llegada del Football. ¿Se
habría retrasado en el mar? Se sabía que había
partido de Skagway el 10 de abril. La travesía duraba cinco
días, y ya debería haber estado a la vista de
Vancouver.
En verdad, la escala que haría sería muy
corta, la suficiente para recoger a las centenas de pasajeros que
habían reservado pasaje. No había carga que embarcar ni
que desembarcar. Este paquebote no se dedicaba al transporte de
mercancías, sino sólo al de emigrantes. Sólo
tendría que limpiar sus calderas, llenar sus bodegas de
carbón y aprovisionarse de agua dulce. Sería un asunto de
veinticuatro horas, treinta y seis a lo más, y no había
que temer la lentitud de una travesía que se efectuaba junto al
litoral y, lo más a menudo, bajo la protección de las
islas.
En cuanto al aprovisionamiento de Dawson City, se
hacía por medio de barcos de carga que transportaban harina,
líquidos, carnes en conserva y legumbres secas, y llegaban hasta
Skagway sin recoger pasajeros. Después del Football, se
esperaban otros barcos, que embarcarían a varios miles de
emigrantes con destino a Klondike. Los hoteles y albergues de Vancouver
no daban abasto para recibirlos, y familias enteras dormían al
sereno. Que se juzgue por sus miserias actuales las que les reservaba
el porvenir, sin techo y con una temperatura aún más
rigurosa.
La mayor parte de esa pobre gente no iba a encontrar
más comodidad a bordo de los barcos que los transportaban de
Vancouver a Skagway, y luego, ¡qué interminable,
qué espantoso viaje de Skagway a Dawson City! A bordo, las
cabinas de popa y de proa apenas bastaban para los pasajeros que
querían pagarlas. El entrepuente daba asilo a familias que se
amontonaban por esos seis o siete días de travesía
debiendo bastarse para todas sus necesidades. Había incluso
quienes aceptaban viajar encerrados en la cala, como animales. Por
último, eso era preferible a estar expuesto en el puente a los
rigores atmosféricos, a las ráfagas glaciales, a las
tempestades de nieve, tan frecuentes en esos parajes que remontan hasta
el círculo polar.
Por esa época, Vancouver no estaba invadida
sólo por los emigrantes que acudían de las profundidades
del Viejo y el Nuevo Mundo. Había que contar también las
centenas de mineros que no querían pasar el invierno en los
glaciares de Dawson City. Durante esos meses resulta imposible
continuar la explotación de las parcelas. Todos los trabajos
deben ser suspendidos por fuerza, ya que el suelo se cubre con unos
diez a doce pies de nieve y esta capa, sometida a un frío de
cuarenta y cincuenta grados, se endurece como el granito y quiebra las
piquetas.
Los prospectores que pueden hacerlo, los que la suerte
en cierto modo ha favorecido, prefieren regresar a las principales
ciudades de la Columbia británica. Tienen oro y lo gastan con
una prodigalidad de la que es difícil hacerse idea. Tienen la
convicción de que la fortuna jamás los abandonará:
la próxima estación será fructuosa... se han
descubierto nuevos yacimientos en los afluentes de Yukon y del
Klondike... se llenarán las manos con un cúmulo de
pepitas. A fines de abril o principios de mayo llegará el
momento de volver a sus terrenos y recomenzar la campaña. Estos
hombres ocupan la mejores habitaciones de los hoteles para pasar los
seis o siete meses de invierno, como tendrán las mejores cabinas
en los paquebotes para regresar a Skagway y retomar las rutas del
norte.
Pronto Summy Skim pudo comprobar que era entre estos
hombres, los mineros afortunados, donde se encontraban los tipos
más violentos, más groseros, más alborotadores,
los que se abandonaban a todos los excesos en las casas de juego, en
los casinos, donde, con el dinero en la mano, se sentían los
amos.
En tales circunstancias, Summy Skim conoció a
uno de estos prospectores de reputación deplorable, la que por
desgracia se confirmaría en el futuro.
El 15 de abril, por la mañana, Summy Skim y Ben
Raddle se paseaban por el muelle cuando se escucharon los pitazos de un
barco.
-Por fin el Football -dijo el más
impaciente de los dos primos.
-No creo -respondió el otro-. Esos pitazos
vienen del sur, y el Football debe venir del norte.
En efecto, se trataba de un vapor que llegaba al
puerto de Vancouver después de remontar el estrecho de Juan de
la Fuca, y por lo tanto no podía proceder de Skagway.
Sin embargo, Ben Raddle y Summy Skim se dirigieron
hacia el extremo de la escollera en medio del numeroso público
que se reúne cada vez que llega un barco. Además, varias
centenas de pasajeros iban a desembarcar en espera de poder tomar otro
barco que los condujera al norte.
El paquebote que se acercaba era el Smyth, un
navío de dos mil quinientas toneladas que hacía todas las
escalas de la costa americana desde el puerto mexicano de Acapulco.
Después de haber desembarcado a sus pasajeros en Vancouver, el
Smyth debía regresar a su punto de partida, pues
sólo se encargaba del servicio del litoral. Sus pasajeros
llegaban a engrosar la muchedumbre de los que debían elegir en
Vancouver entre la ruta de Skagway o la ruta de Saint Michel para ir a
Klondike. Sin duda el Football no bastaría para
transportar a toda esa gente, y la mayoría tendría que
esperar otros barcos para llegar a Dawson City.
Ben Raddle y Summy Skim hubieran preferido que la
sirena, cuyo silbido se acentuaba a medida que el barco entraba en la
rada, anunciara el Football. Pero, aunque fuera el
Smyth, les pareció curioso asistir al desembarco.
Cuando el paquebote atracó, se vio a uno de los
pasajeros empujar furiosamente para ser de los primeros en desembarcar.
Sin duda tenía prisa por reservar pasaje en el
Football. Era un hombre corpulento, brutal y vigoroso, de
barba negra y tupida, la tez bronceada de los hombres del sur, mirada
dura y cara de malvado, antipática a primera vista. Lo
acompañaba otro pasajero, de la misma procedencia a juzgar por
el aspecto, y que no parecía más paciente ni más
sociable que él.
Había otros pasajeros que tenían tanta
prisa como él por desembarcar. Pero hubiera sido difícil
adelantársele, ya que se abría paso a codazos,
indiferente a las órdenes de los oficiales y del capitán,
rechazando a los que tenía a su lado, insultándolos con
una voz ronca que acentuaba la dureza de sus injurias, proferidas mitad
en inglés, mitad en español.
-Allí tenemos lo que se puede llamar un
agradable compañero de ruta -dijo Summy Skim-, si llega a
conseguir pasaje en el Football.
-Sólo será por unos días
-respondió Ben Raddle-, y ya nos arreglaremos para mantenerlo
apartado.
En ese momento, uno de los curiosos que se encontraban
junto a los dos primos exclamó:
-Pero, ¿no es ese condenado de Hunter?
¡Tendremos ruido esta tarde en las casas de juego, si es que no
se va hoy mismo de Vancouver!
Summy Skim comprendió que el tal Hunter era muy
conocido, aunque no por sus cualidades. Debía ser uno de esos
aventureros que regresaban de su país en espera de la
época favorable para recomenzar una nueva campaña.
En efecto, Hunter, uno de esos tipos violentos, de
sangre americana mezclada con sangre española, regresaba de
Texas, su país de origen. Este mundo revuelto de los buscadores
de oro le proporcionaba justamente el medio que convenía a sus
bajos instintos, a sus costumbres repugnantes, a sus pasiones brutales,
a su gusto por la existencia irregular, donde sólo reina el
azar. Efectivamente, llegaba ese día a Vancouver con su
compañero para esperar allí el Football. Cuando
supo que el paquebote no llegaría antes de treinta y seis o
cuarenta y ocho horas, se hizo conducir al hotel Westminster, donde Ben
Raddle y Summy Skim estaban alojados desde hacía seis
días1.
Sin duda, no era para felicitarse de que se les
hubiera impuesto la compañía de un tipo así. Pero
ya sabrían evitarlo, tanto durante la estancia en el hotel como
en la travesía de Vancouver a Skagway.
A Summy Skim se le ocurrió informarse de
quién era este tal Hunter.
-¡Quién no lo conoce en Vancouver y en
Dawson City! -le respondieron.
-¿Es un propietario de parcela?
-Sí, una parcela que explota él
mismo.
-¿Y dónde está situada esa
parcela?
-En el Forty Miles.
-¿Tiene número?
-Ciento veinte y siete.
-¡Vaya! -exclamó Summy Skim-, nosotros
tenemos el 129. Seremos vecinos de ese abominable texano...
Al día subsiguiente, la llegada del
Football fue señalada a la salida del estrecho de la
Reina Carlota, y veinticuatro horas después, en la mañana
del 17 de abril, se hacía a la mar.
1. Julio Verne olvida
que los dos primos estaban alojados en el hotel Vancouver. (N del
T)
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