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El volcán de oro
Editado
© René Contreras
20 de julio del 2003
Tomado de Logo de Librodot.com
Primera parte
Indicador El legado de un tío
Indicador Los dos primos
Indicador De Montreal a Vancouver
Indicador Vancouver
Indicador A bordo del Football
Indicador Skagway
Indicador El Chilkoot
Indicador Al lago Lindeman
Indicador Del lago Benett a...
Indicador Klondike
Indicador En Dawson City
Indicador De Dawson City a la...
Indicador La parcela 129
Indicador La explotación
Indicador La noche del 5 al 6 de...
Segunda parte
(click encima para ver el contenido del volumen)

El volcán de oro (versión original)
Primera parte - Capítulo XI
En Dawson City

-Una aglomeración de cabañas, de "isbas", de tiendas, una especie de campamento levantado en una ciénaga, siempre amenazado por las crecidas del Yukon y del Klondike, calles tan irregulares como embarradas, baches a cada paso, en absoluto una ciudad, sino algo así como una gran perrera buena a lo sumo para que la habiten los miles de perros que se escucha ladrar día y noche: ¡eso es lo que usted cree que es Dawson City, señor Skim! Pero la ciudad se ha transformado a ojos vistas, gracias a los incendios que despejan el terreno. Tiene sus iglesias católicas y protestantes, sus bancos y sus hoteles, va a tener su Mascott Theatre, tendrá pronto su gran ópera, en la que dos mil doscientos dawsonenses podrán disponer de una butaca, y etcétera, y usted no puede imaginar lo que se subentiende en este "y etcétera".

Así hablaba el doctor Pilcox, un anglocanadiense de unos cuarenta años, gordo, vigoroso, activo, despabilado, de salud inquebrantable. Era de constitución resistente a cualquier enfermedad, y parecía gozar de increíbles inmunidades. Hacía un año había venido a instalarse en esta ciudad tan favorable para el ejercicio de su profesión, pues parece que las epidemias se dieron cita allí, sin hablar de la fiebre endémica del oro, contra la cual parecía que estaba no menos vacunado que el propio Summy Skim.

Además de médico, el doctor Pilcox era cirujano, boticario y dentista. Como se le sabía hábil y servicial, la clientela afluía a su bastante cómoda casa de Front Street, una de las calles principales de Dawson City.

Hay que decir igualmente que el doctor Pilcox había sido nombrado médico jefe del hospicio donde esperaban la llegada de las dos hermanas de la Misericordia.

Bill Stell conocía desde hacía mucho tiempo al doctor Pilcox. Se había relacionado con él cuando servía en calidad de guía en el ejército canadiense. Lo había recomendado siempre a las familias de emigrantes que conducía de Skagway a Klondike. Nada más natural, pues, que se le viniera a la mente poner a Ben Raddle y a Summy Skim en contacto con un personaje tan estimado y cuyo celo alcanzaba los límites de la filantropía. ¿Dónde podrían haber encontrado a alguien que estuviera más al tanto de lo que pasaba en el país que ese doctor, confidente de tantas fortunas e infortunios? Si alguien era capaz de dar un buen consejo del mismo modo que un buen diagnóstico o un buen remedio, desde luego era este excelente hombre. En medio de la tremenda excitación que vivía la ciudad cada vez que llegaba la noticia de algún descubrimiento, el doctor había conservado siempre la sangre fría, fiel a su oficio, y nunca habría tenido la ambición de hacer prospección por su cuenta.

El médico estaba orgulloso de su ciudad y no lo ocultó en la primera visita que le hizo Summy Skim.

-Sí -repitió-, Dawson City ya es digna de llevar el nombre de capital de Klondike que le ha otorgado el gobernador del Dominion.

-Pero me parece que la ciudad está apenas empezando a construirse, doctor -observó Summy Skim.

-Si todavía no está enteramente construida, lo estará dentro de poco. El número de habitantes crece día a día.

-Y actualmente tiene... -preguntó Summy Skim.

-Más de veinte mil, señor.

-Que no hacen más que pasar por la ciudad, tal vez.

-Perdóneme. Esta gente se ha establecido con sus familias y no piensa más que yo en abandonar la ciudad.

-Sin embargo -observó Summy Skim, que se divertía picando al doctor-, yo no veo en Dawson City lo que caracteriza generalmente a una capital.

-¿Cómo? -exclamó el doctor Pilcox inflándose, lo que lo hacía parecer más gordo-. Dawson City es la residencia del Comisario General de los territorios del Yukon, el mayor James Walsh, y de toda una jerarquía de funcionarios que usted no encontrará en las metrópolis de Columbia y del Dominion.

-¿Cuáles, doctor?

-Un juez de la Corte Suprema, el señor Mac Guire, un comisario del oro, el señor Faucett, un comisario de las Tierras de la Corona, el señor Wade, un cónsul de los Estados Unidos de América, un agente consular de Francia...

-En efecto -respondió Summy Skim-, ésos son altos personajes de la administración... Pero por lo que se refiere al comercio...

-Tenemos ya dos bancos -respondió el doctor-: el Canadian Bank of Commerce de Toronto, que dirige el señor Wills, y el Bank of British North America.

-¿E iglesias?

-Dawson City posee tres, señor Skim: una iglesia católica servida por el padre jesuita Judge y por el oblato Desmarais, una iglesia de la religión reformada y una iglesia protestante inglesa.

-Perfecto, doctor, en lo que concierne a la salvación de los habitantes. Pero en cuanto a la seguridad pública...

-¿Y qué piensa usted, señor Skim, de un comandante en jefe de la policía montada, el capitán Stearns, canadiense de origen francés, y del capitán Harper, a la cabeza del servicio postal, ambos con sesenta hombres a sus órdenes?

-Yo digo, doctor -respondió Summy Skim-, que esta escuadra de policía no parece suficiente. La población de Dawson City, como usted dice, aumenta cada día.

-Bueno, pues, se la aumentará según las necesidades. ¡El gobernador del Dominion hará todo lo necesario para garantizar la seguridad de los habitantes de la capital de Klondike!

Había que escuchar al buen doctor pronunciar esas palabras: ¡capital de Klondike!

-Después de todo -continuó Summy Skim-, parece muy posible que Dawson City esté destinada a desaparecer cuando los yacimientos se agoten.

-¿Que se agoten? ¿Los yacimientos de Klondike? Pero si son inagotables, señor Skim. Se descubren todos los días nuevos yacimientos a lo largo de los esteros. Cada día se explotan nuevas parcelas. No creo que haya en el mundo una ciudad que tenga más asegurada su existencia que la capital de Klondike.

Summy Skim no quiso proseguir una discusión que ya veía bien inútil. Que Dawson City viviera dos o dos mil años, qué le importaba a él, que no iba a pasar allí más de quince días.

De todos modos, por inagotable que fuera ese suelo, como decía el doctor, terminaría por agotarse, y que la ciudad sobreviviera después de la extinción de su riqueza, cuando ya no tuviera razón de existir, en condiciones de habitabilidad tan detestables, en el límite del círculo polar, parecía inadmisible. Pero como el doctor le auguraba una vitalidad más grande que la de cualquiera otra ciudad del Dominion, Quebec, Ottawa o Montreal, para qué contradecirle. Lo importante para Ben Raddle y Summy Skim era que Dawson City tenía un hotel.

En realidad había por lo menos tres: el hotel Yukon, el Klondike y el Northern, y fue en este último donde los dos primos obtuvieron habitación.

En realidad, por poco que los mineros continuaran afluyendo a Dawson City, los propietarios de esos hoteles no dejarían de hacer fortuna. Una habitación costaba siete dólares diarios; la comida, tres dólares cada una; el servicio, un dólar. El corte de barba cuesta un dólar, y el de pelo, un dólar y medio.

-Felizmente -observó Summy Skim-, no tenemos la costumbre de afeitarnos. En cuanto al pelo, esperaremos estar de regreso en Montreal para cortárnoslo.

Se comprenderá por las cifras citadas que todo tiene un precio exorbitante en la capital de Klondike. Quien no se enriquece allí por un golpe de suerte está casi seguro de arruinarse a corto plazo.

Por esa época, Dawson City se extendía al borde de la orilla derecha del Yukon y tenía una longitud de dos kilómetros. De dicha orilla a la colina más cercana había una distancia de mil doscientos metros. Su superficie era de ochenta y ocho hectáreas. Dos barrios la dividían, separados por el Klondike, que desemboca allí en el gran río. Tenía siete avenidas y cinco calles que se cortaban en ángulo recto. La más próxima al río era Front Street. Las calles tenían aceras de madera y, cuando no se veían surcadas por el paso de los trineos durante los meses de invierno, enormes coches, pesados carruajes circulaban por ellas con gran estrépito, en medio de la multitud de perros.

Alrededor de Dawson City había unas cuantas huertas en las que crecían nabos, berzas, rábanos, lechugas y otras verduras, pero no bastaban para las necesidades de la población. Había que contar con las legumbres que venían del Dominion, de la Columbia o de los Estados Unidos. En cuanto a la carne en conserva, la carne de carnicería y la caza, los barcos frigoríficos la traían después del deshielo, remontando el Yukon desde Saint Michel. Ya la primera semana de junio aparecían los barcos río abajo. El muelle resonaba con el silbido de las sirenas.

Es innecesario decir que, el mismo día de su llegada a Dawson City, las dos religiosas fueron acompañadas al hospital que dependía de la Iglesia Católica. La superiora las recibió con ansiedad y no escatimó palabras de agradecimiento para Summy Skim, Ben Raddle y el scout por su ayuda y por las atenciones que habían tenido con la hermana Marta y la hermana Magdalena.

La acogida del doctor Pilcox no fue menos emotiva, y, en realidad, su presencia era bien necesaria, pues el personal del hospital no daba abasto.

En efecto, como consecuencia del riguroso invierno las salas estaban atestadas, y es difícil imaginar a qué estado la fatiga, el frío y la miseria habían reducido a esas pobres gentes venidas de tan lejos. Había en ese momento en Dawson City epidemias de escorbuto, de diarrea, de meningitis, de fiebre tifoidea. La estadística de los decesos se elevaba cada día, y las calles abrían sin cesar el paso a los coches fúnebres tirados por perros. A estos desdichados les esperaba en el cementerio una pobre tumba cavada en las entrañas de ese suelo lleno de oro.

Y sin embargo, a pesar de este lamentable espectáculo, los dawsonienses, o por lo menos los mineros de paso, se abandonaban incesantemente a los placeres excesivos. Se juntaban en los casinos, en las salas de juego, los que iban por primera vez a los yacimientos y los que regresaban para rehacer sus ganancias devoradas en algunos meses. Viendo esta turba amontonarse en los restaurantes y bares, resultaba difícil imaginar que una epidemia diezmaba la ciudad, y que, cerca de algunos vividores, jugadores, aventureros de constitución sólida, hubiera tantos miserables que no tenían fuego ni albergue, familias enteras, hombres, mujeres, niños, que la enfermedad detenía en el umbral de la ciudad, impedidos de ir más lejos.

Se veía a todo este mundo ávido de placeres violentos y de continuas emociones frecuentar los Folies Bergére, los Monte Carlo, los Dominion, los Eldorado, no se sabría decir si por la tarde o por la mañana, ya que en esa época del año, próxima al solsticio, ya no había mañana ni tarde. Allí funcionaban el póquer, el monte, la ruleta. Se jugaba sobre el tapete verde, ya no guineas o piastras, sino pepitas, polvo de oro, en medio de gritos, de provocaciones, de agresiones y a veces también de detonaciones de revólver. En fin, escenas abominables que la policía era incapaz de reprimir y en las cuales individuos de la ralea de Hunter y de Malone desempeñaban los primeros papeles.

Luego, los restaurantes están abiertos toda la noche. Se come allí a cualquier hora. Se sirven pollos a veinte dólares la pieza, piñas a diez dólares, huevos garantizados a quince dólares la docena. Se bebe vino a veinte dólares la botella, whisky que ha costado (...) y se fuman cigarros a tres francos cincuenta. Tres o cuatro veces por semana, los prospectores vuelven de las parcelas vecinas y arriesgan en esas casas de juego todo lo que han ganado en los barriales del Bonanza y de sus afluentes.

Era un espectáculo triste, deprimente, en que se mostraban los más deplorables vicios de la naturaleza humana. Lo poco que le fue posible observar a Summy Skim desde su llegada a Dawson City no pudo más que acrecentar en él su repugnancia por el mundo de los aventureros.

Pero no es probable que tuviera la ocasión de estudiarlo más a fondo. Contaba siempre con que su estancia en Klondike sería de corta duración; Ben Raddle no era hombre que perdiera el tiempo.

-Ante todo, nuestro asunto -dijo-, vamos en primer lugar a conocer la parcela 129 del Forty Miles Creek.

-Cuando quieras -respondió Summy Skim. -¿El Forty Miles Creek está lejos de Dawson City? -preguntó Ben Raddle a Bill Stell.

-Nunca he ido -respondió el scout-. Pero, según el mapa, ese estero desemboca en el Yukon en Fort Reliance, al noroeste de Dawson City.

-Entonces, de acuerdo con el número que lleva -observó Summy Skim-, no creo que la parcela del tío Josías esté lejos.

-No puede estar a más de treinta leguas -respondió el scout-, ya que a esa distancia está la frontera entre Alaska y el Dominion, y el número 129 está en territorio canadiense.

-Partiremos mañana -declaró Ben Raddle.

-Entendido -respondió su primo-, pero antes de fijar el valor del 129, ¿no convendría saber si el sindicato que nos ha hecho la oferta la mantiene? -dijo Summy Skim.

-Dentro de una hora tendremos eso claro -respondió Ben Raddle.

-Les voy a indicar las oficinas del capitán Healy, de la Anglo American Transportation and Trading Company -dijo Bill Stell-. Están en Front Street.

Los dos primos dejaron el hotel Northem después del mediodía y se dirigieron, guiados por el scout, a la casa ocupada por el sindicato de Chicago.

El barrio estaba atestado de gente. El barco del Yukon acababa de desembarcar una cantidad de emigrantes, y éstos, mientras esperaban la hora de dispersarse en los diversos afluentes del río, unos para ir a explotar los yacimientos que les pertenecían, otros para alquilar sus brazos a buen precio, hormigueaban por la ciudad.

Front Street estaba más abarrotada que ninguna otra calle, ya que las principales agencias estaban allí. La turba humana se mezclaba con la turba canina. A cada paso se topaba uno con esos animales, apenas domesticados y cuyos aullidos perforaban los oídos.

-Pero, ¡ésta es una ciudad de perros! -repetía Summy Skim-; ¡su primer magistrado debe ser un dogo!

No sin soportar choques, empujones e insultos, Ben Raddle y Summy Skim lograron subir por Front Street hasta la oficina del sindicato. El scout los dejó en la puerta, y quedaron de reencontrarse en el hotel.

Fueron recibidos por el subdirector, el señor William Broll, al cual le explicaron el objeto de su visita.

-Muy bien -respondió el señor Broll-. ¿Ustedes son los señores Raddle y Skim de Montreal? Encantado de conocerlos.

-No menos encantados -respondió Summy Skim.

-¿Los herederos de Josías Lacoste, propietario de la parcela 129 del Forty Miles Creek?

-Precisamente -declaró Ben Raddle.

-Y desde que partimos para este interminable viaje -preguntó Summy Skim-, ¿se puede pensar que esa parcela no ha desaparecido?

-No, señores -respondió el señor William Broll-, tengan la seguridad de que la parcela está en el lugar que le asignó el catastro, en el límite de los dos Estados, que aún no está exactamente determinado.

¿Qué significaba esta frase inesperada? ¿Qué relación podía tener la línea fronteriza que separaba Alaska del Dominion con la parcela 129? El señor Josías Lacoste era el legítimo propietario y su propiedad había pasado legítimamente a sus herederos naturales, al margen de cualquier problema fronterizo...

-Señor -dijo Ben Raddle-, a nosotros nos avisaron en Montreal que el sindicato del cual el capitán Healy es el director proponía adquirir la parcela 129 del Forty Miles Creek.

-En efecto, señor Raddle.

-Bueno, pues, nosotros hemos venido, mi coheredero y yo, con el fin de conocer el valor de esa parcela, y queremos saber si el ofrecimiento del sindicato se mantiene.

-Sí y no -respondió el señor William Broll.

-¿Sí y no? -exclamó Summy Skim.

-Le rogaría que nos explicara, señor -dijo Ben Raddle-, por qué ese sí y ese no.

-Es muy sencillo, señores -respondió el subdirector-. Es sí, en el caso de que el emplazamiento se establezca de una manera, y es no, si se establece de otra.

Decididamente, esto merecía una explicación. Sin esperar, Summy Skim exclamó:

-De cualquier forma, el señor Josías Lacoste era propietario de esa parcela. Ahora lo somos nosotros, puesto que somos sus herederos...

En apoyo de esta declaración, Ben Raddle sacó de su portadocumentos los títulos que comprobaban sus derechos de propiedad.

-Señores -respondió el subdirector-, estos títulos de propiedad están en regla, no tengo la menor duda, pero, se lo repito, el problema no es ése. Nuestro sindicato les ha hecho llegar proposiciones relativas a la compra de la parcela del señor Josías Lacoste y, a la pregunta que usted me hace sobre el mantenimiento de esas proposiciones, yo no puedo responderle de otro modo que...

-Es decir que no hay respuesta -replicó Summy Skim, que empezaba a irritarse, sobre todo observando la actitud un tanto burlona del señor Broll, que no era como para agradarle.

-Señor subdirector -dijo Ben Raddle-, su telegrama en que ofrecía comprar la parcela del señor Josías Lacoste llegó el 22 de marzo a Montreal. Estamos a 7 de junio. Han pasado dos meses. Yo le pregunto, ¿qué es lo que pasó en este intervalo para que usted no pueda darnos ahora una respuesta formal?

-Usted habla de esa parcela como si su emplazamiento no estuviera exactamente determinado -añadió Summy Skim-. Yo pienso que está donde siempre ha estado.

-Ciertamente, señores -respondió el señor Broll-, pero ocupa en el Forty Miles Creek un punto en la frontera entre el Dominion, que es británico, y Alaska, que es americana.

-Está del lado canadiense -replicó vivamente Ben Raddle.

-Sí, si el límite de los dos Estados está bien determinado -declaró el subdirector-, pero no si no lo está. Como el sindicato, que es canadiense, sólo puede explotar yacimientos canadienses, yo no puedo darles una respuesta afirmativa.

-¿De modo que actualmente está en discusión la frontera entre los Estados Unidos y Gran Bretaña?

-Exactamente, señores -dijo el señor Broll.

-Yo creía -dijo Ben Raddle- que se había elegido el meridiano ciento cuarenta y uno como línea de separación.

-Se lo escogió, efectivamente, señores, y con razón; y desde 1867, época en que Rusia cedió Alaska a los Estados Unidos de América, siempre se estuvo de acuerdo en que ese meridiano formaría la frontera.

-Y bien -replicó Summy Skim-, pienso que los meridianos no cambian de lugar, ni siquiera en el Nuevo Mundo, y ese meridiano ciento cuarenta y uno no se ha movido ni al este ni al oeste.

-No, pero parece que no está donde debería estar -replicó el señor William Broll-, pues desde hace dos meses se han lanzado serias impugnaciones a la localización de ese meridiano, y es posible que se le traslade un poco más al oeste.

-¿Cuántas leguas?

-No, algunas centenas de metros solamente -declaró el subdirector.

-Y por tan poco se discute... -exclamó Summy Skim.

-Y con razón, señor -replicó el subdirector-: lo que es americano debe ser americano, y lo que es canadiense debe seguir siendo canadiense.

-¿Y cuál de los dos Estados es el que reclama? -preguntó Ben Raddle.

-América -respondió el señor Broll-, y reivindica una faja de terreno hacia el este que el Dominion reivindica por su parte hacia el oeste.

-¿Y qué es lo que tenemos que ver nosotros con esas discusiones? -exclamó Summy Skim.

-Tienen que ver -respondió el subdirector-, porque, si América gana este pleito, una parte de las parcelas del Forty Miles Creek pasará a ser americana.

-¿Y la parcela 129 estará entre ellas?

-Tal como usted dice -respondió el señor Broll-, y en esas condiciones el sindicato retiraría sus ofertas de adquisición.

Esta vez la respuesta era formal.

-Pero -preguntó Ben Raddle-, ¿se han comenzado por lo menos los trabajos relativos a esta rectificación de frontera?

-Sí, señores, y la triangularización se efectúa con una precisión notable.

En suma, no se trataba más que de una faja bastante estrecha de terreno situada a lo largo del meridiano ciento cuarenta y uno, y si los reclamos se hacían con tanta insistencia por parte de los dos Estados, era porque el terreno en cuestión era aurífero. Y ¡vaya uno a saber si a través de esta larga faja que va desde el monte Elie al sur y del océano Ártico al norte no corría una rica vena de la que la República federal sabría sacar tanto provecho como el Dominion!...

-En fin, para concluir, señor Broll -preguntó Ben Raddle-, si la parcela 129 permanece al este de la frontera, ¿el sindicato mantendrá su oferta?

-Exactamente.

-Y si, por el contrario, queda al oeste, ¿debemos renunciar a tratar con el sindicato?

-Exactamente.

-Está bien -declaró Summy Skim-, nos dirigiremos a otros, y si desplazan nuestra parcela a tierra americana, la cambiaremos por dólares.

Así finalizó la entrevista, y los dos primos volvieron al hotel Northem. Allí los esperaba el explorador Stell, a quien le contaron lo ocurrido.

-En todo caso -les aconsejó-, harían bien en ir a Forty Miles Creek lo más pronto posible.

-Es nuestra intención -dijo Ben Raddle-. Partiremos mañana.

-Parece que ya comenzaron los trabajos de rectificación de la frontera -agregó Summy Skim riendo-. Tengo curiosidad por ver cómo terminan. No ha de ser fácil trasladar un meridiano.

-Sí, usted lo verá -dijo Bill Stell-, pero verá también que la parcela 127, vecina de la 129, pertenece a un propietario particular con el que tendrán que tener cuidado.

-Sí, ese texano Hunter -dijo Summy Skim.

-Su compañero Malone y él -continuó el scout­ explotan esa parcela de la que son dueños, pero como no tienen interés en venderla, poco les importa que esté situada en el territorio de Alaska o del Dominion.

-Espero -añadió Ben Raddle- no tener ningún contacto con esos groseros personajes.

-Será lo mejor -afirmó el scout.

-¿Y usted, Bill, qué va a hacer? –preguntó Summy Skim.

-Voy a partir a Skagway para traer otra caravana a Dawson City.

-¿Y estará ausente...?

-Unos dos meses.

-Contamos con usted para el regreso.

-Entendido, señores, pero, por su parte, no pierdan tiempo si quieren dejar Klondike antes del invierno.

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