Una invernada entre los hielos
Capítulo X Sepultados
vivos
La víspera de la partida, en el momento de
cenar, Penellan estaba ocupado en romper cajas vacías para meter
los pedazos en la estufa, cuando de pronto se vio sofocado por una
espesa humareda. En el mismo momento, la casa de nieve fue como
sacudida por un terremoto. Todos lanzaron un grito de terror, y
Penellan se precipitó fuera.
La oscuridad era completa. Una tempestad espantosa,
porque no se trataba de un deshielo, estallaba en aquellos parajes.
Torbellinos de nieve se abatían con una violencia extrema, y el
frío era tan excesivo que el timonel sentía sus manos
helarse rápidamente. Se vio obligado a volver a entrar
después de haberse frotado con nieve.
-Es la tempestad – dijo –. Quiera el cielo
que nuestra casa resista, ¡porque si el huracán la
destruye estaremos perdidos!
Al mismo tiempo que las ráfagas se
desencadenaban en el aire, un ruido espantoso se producía bajo
el suelo helado; los témpanos, rotos en la punta del
promontorio, chocaban con estrépito y se precipitaban unos sobre
otros; el viento soplaba con tal fuerza que a veces parecía que
la casa entera se desplazaba; luces fosforescentes, inexplicables en
aquellas latitudes, corrían a través del torbellino de
nieve.
-¡María, María! –
exclamó Penellan, tomando las manos de la joven.
-¡Esta vez estamos atrapados! – dijo
Fidele Misonne.
-¡Y no sé si escaparemos de ésta!
– replico Aupic.
-¡Abandonemos esta casa de nieve! – dijo
André Vasling.
-¡Es imposible! – contesto Penellan
–. El frío es espantoso fuera; tal vez permaneciendo
aquí podamos afrontarlo.
-Deme el termómetro – dijo André
Vasling.
Aupic le pasó el instrumento, que marcaba diez
grados bajo cero en el interior, aunque el fuego estaba encendido.
André Vasling levantó la lona que caía delante de
la abertura y lo deslizo fuera deprisa, porque hubiera podido ser
herido por los trozos de hielo que el viento levantaba y que
caían en una auténtica granizada.
-Y bien, señor Vasling – dijo Penellan
–, ¿todavía sigue usted queriendo salir?... Ya ve
que es aquí donde estamos más seguros.
-Sí – añadió Juan Cornbutte
–, y debemos emplear todos nuestros esfuerzos en consolidar por
dentro esta casa.
-Pero hay un peligro más terrible
todavía que nos amenaza – dijo André Vasling.
-¿Cuál? – pregunto Juan
Cornbutte.
-Que el viento rompa el hielo sobre el que estamos,
como ha roto los témpanos del promontorio, y que nos veamos
arrastrados o sumergidos.
-Eso me parece difícil – respondió
Penellan –, porque hiela de tal forma que todas las superficies
líquidas están heladas... Veamos qué temperatura
hay.
Levanto la lona de forma que solo pasase el brazo, le
costo algo encontrar el termómetro en medio de la nieve; pero al
fin consiguió apoderarse de él, y acercándolo a la
lámpara dijo:
-Treinta y dos grados bajo cero. Es el mayor
frío que hemos soportado hasta ahora.
-Con diez grados más –
añadió André Vasling – el mercurio
tendrá que helarse.
Un sombrío silencio siguió a esta
reflexión.
A las ocho de la mañana, Penellan trato de
salir por segunda vez para juzgar la situación. Además,
era preciso dar una salida al humo que el viento había lanzado
varias veces al interior de la choza. El marino cerro
herméticamente sus ropas, se aseguro la capucha mediante un
pañuelo y levantó la lona.
La abertura estaba obstruida por capas de nieve.
Penellan agarro su bastón herrado y logró hundirlo en
aquella masa compacta; pero el terror heló su sangre cuando
sintió que la extremidad de su bastón chocaba contra un
cuerpo duro.
-Cornbutte – le dijo al capitán que se
había acercado a él –, estamos enterrados bajo esta
nieve.
-¿Qué dices? – exclamó Juan
Cornbutte.
-Digo que la nieve se ha amontonado y helado a nuestro
alrededor y encima de nosotros, ¡qué estamos enterrados
vivos!
-Tratemos de empujar esa masa de nieve –
respondió el capitán.
Los dos amigos se apoyaran contra el obstáculo
que obstruía la puerta, pero no pudieron desplazarlo. La nieve
formaba un témpano que tenía más de once pies de
espesor y que se había solidificado con la casa.
Juan Cornbutte no pudo contener un grito que
despertó a Misonne y a André Vasling. Un juramento
estalló entre los dientes de este último, cuyos rasgos se
contrajeron.
En aquel momento, una humareda más espesa que
nunca refluyó al interior al no encontrar ninguna salida.
-¡Maldición! – exclamo Misonne
–. ¡El tubo de la estufa está tapado por el
hielo!
Penellan volvió a agarrar su bastón y
desmontó la estufa, después de haber arrojado nieve sobre
los tizones para apagarlos, lo que produjo tal humareda que apenas se
podía percibir la luz de la lámpara; luego, con el
bastón, trato de despejar el orificio, pero en todas partes no
encontró más que una roca de hielo.
Solo quedaba esperar un fin horrible, precedido de una
agonía horrorosa. Introduciéndose en la garganta de los
desventurados, la humareda provocaba en ello un dolor insostenible, y
el aire no tardaría en faltarles.
María se levanto entonces y su presencia, que
desesperaba a Juan Cornbutte, devolvió algún valor a
Penellan. El timonel se dijo que aquella pobre niña no
podía estar destinada a muerte tan horrible.
-Bueno – dijo la joven –, han hecho
demasiado fuego.¡La habitación está llena de
humo!
-Sí, sí – respondió el
timonel balbuceando.
-Ya se ve – continuó María
–, porque no hace frío, e incluso hace mucho tiempo que no
hemos experimentado tanto calor.
Nadie se atrevía a decirle la verdad.
-Veamos, María – dijo Penellan –,
ayúdanos a preparar el almuerzo. Hace demasiado frío para
salir.
-Aquí está el hornillo, el alcohol y el
café. Vamos, ustedes, un poco de pemmican primero, ya que este
maldito tiempo nos impide cazar.
Estas palabras reanimaron a sus compañeros.
-Comamos primero – añadió Penellan
–, y luego veremos el medio de salir de aquí.
Penellan unió el ejemplo al consejo y
devoró su porción. Sus compañeros le imitaron y
bebieron luego una taza de café ardiendo, cosa que
devolvió un poco de ánimo a sus corazones; luego, Juan
Cornbutte decidió, con gran energía, que había que
intentar inmediatamente algún medio de salvamento.
Fue entonces cuando André Vasling hizo esta
reflexión:
-Si todavía dura la tempestad, cosa que es
probable, debemos estar sepultados a diez pies bajo el hielo, porque no
se oye ningún ruido de fuera.
Penellan miro a María, que comprendió la
verdad, pero no tembló.
Lo primero que hizo Penellan fue poner la punta de su
bastón herrado sobre la llama del hornillo hasta que se puso
candente; luego lo introdujo, una tras otra, en las cuatro murallas de
hielo, pero en ninguna encontró salida. Juan Cornbutte
resolvió entonces excavar una abertura en la puerta misma. El
hielo estaba tan duro que apenas lo cortaban los cuchillos. Los trozos
que conseguían extraer pronto atestaron la choza. Al cabo de dos
horas de este penoso trabajo, la galería excavada no
tenía más que tres pies de profundidad.
Había, pues, que idear un medio más
rápido y menos susceptible de sacudir la casa porque, a medida
que avanzaban, el hielo, que se volvía duro, exigía
esfuerzos más violentos para ser perforado. A Penellan se le
ocurrió servirse del hornillo de alcohol para derretir el hielo
en la dirección deseada. Era un medio aventurado, porque si el
encarcelamiento tenía que prolongarse, aquel alcohol, del que
los marinos solo tenían una pequeña cantidad, les
haría falta en el momento de preparar la comida. No obstante, el
proyecto obtuvo el asentimiento de todos y fue puesto en
práctica. Previamente excavaron un agujero de tres pies de
profundidad por un pie de diámetro para recoger el agua que
provendría del hielo derretido, y no tuvieron que arrepentirse
de esa precaución, porque pronto el agua empezó a
destilar bajo la acción del fuego, que Penellan paseaba a
través de la masa de hielo.
La abertura fue excavándose poco a poco, pero
no podían continuar mucho tiempo con tal género de
trabajo porque el agua, al caer sobre la ropa, les calaba de arriba
abajo. Al cabo de un cuarto de hora, Penellan se vio obligado a dejarlo
y a retirar el hornillo para secarse él mismo. Misonne no
tardó en ocupar su puesto, y no puso en él menos
valor.
Después de dos horas de trabajo, aunque la
galería ya tenía cincuenta pies de profundidad, el
bastón herrado seguía sin encontrar salida.
-No es posible – dijo Juan Cornbutte – que
la nieve haya caído en tal abundancia. Es preciso que haya sido
amontonada por el viento en este punto. Tal vez habríamos debido
pensar en escapar por otro lugar.
-No lo sé – respondió Penellan
–. Aunque sólo sea para no desalentar a nuestros
compañeros, debemos continuar excavando el muro en la misma
dirección. Es imposible que no encontremos una salida.
-¿Nos quedaremos sin alcohol? - pregunto el
capitán.
-Espero que no – respondió Penellan
–, pero a condición, sin embargo, de que nos privemos de
café o de bebidas calientes. Además, no es eso lo que
más me preocupa.
-¿Qué es, Penellan? – pregunto
Juan Cornbutte.
-Que nuestra lámpara va a apagarse por falta de
aceite y que estarnos llegando al final de nuestros víveres.
¡En fin, que Dios nos ampare!
Luego Penellan fue a reemplazar a André Vasling
que trabajaba con energía en la liberación
común.
-Señor Vasling – le dijo –, voy a
ocupar su sitio, pero le ruego que vigile bien para prevenir cualquier
amenaza de desmoronamiento y tengamos tiempo de pararla
Había llegado el momento de descansar, y,
cuando Penellan excavó un pie más de la galería,
volvió a tumbarse junto a sus compañeros.

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