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Una invernada entre los hielos
Editado
© Ariel Pérez
11 de diciembre del 2002
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Una invernada entre los hielos
Capítulo X
Sepultados vivos

La víspera de la partida, en el momento de cenar, Penellan estaba ocupado en romper cajas vacías para meter los pedazos en la estufa, cuando de pronto se vio sofocado por una espesa humareda. En el mismo momento, la casa de nieve fue como sacudida por un terremoto. Todos lanzaron un grito de terror, y Penellan se precipitó fuera.

La oscuridad era completa. Una tempestad espantosa, porque no se trataba de un deshielo, estallaba en aquellos parajes. Torbellinos de nieve se abatían con una violencia extrema, y el frío era tan excesivo que el timonel sentía sus manos helarse rápidamente. Se vio obligado a volver a entrar después de haberse frotado con nieve.

-Es la tempestad – dijo –. Quiera el cielo que nuestra casa resista, ¡porque si el huracán la destruye estaremos perdidos!

Al mismo tiempo que las ráfagas se desencadenaban en el aire, un ruido espantoso se producía bajo el suelo helado; los témpanos, rotos en la punta del promontorio, chocaban con estrépito y se precipitaban unos sobre otros; el viento soplaba con tal fuerza que a veces parecía que la casa entera se desplazaba; luces fosforescentes, inexplicables en aquellas latitudes, corrían a través del torbellino de nieve.

-¡María, María! – exclamó Penellan, tomando las manos de la joven.

-¡Esta vez estamos atrapados! – dijo Fidele Misonne.

-¡Y no sé si escaparemos de ésta! – replico Aupic.

-¡Abandonemos esta casa de nieve! – dijo André Vasling.

-¡Es imposible! – contesto Penellan –. El frío es espantoso fuera; tal vez permaneciendo aquí podamos afrontarlo.

-Deme el termómetro – dijo André Vasling.

Aupic le pasó el instrumento, que marcaba diez grados bajo cero en el interior, aunque el fuego estaba encendido. André Vasling levantó la lona que caía delante de la abertura y lo deslizo fuera deprisa, porque hubiera podido ser herido por los trozos de hielo que el viento levantaba y que caían en una auténtica granizada.

-Y bien, señor Vasling – dijo Penellan –, ¿todavía sigue usted queriendo salir?... Ya ve que es aquí donde estamos más seguros.

-Sí – añadió Juan Cornbutte –, y debemos emplear todos nuestros esfuerzos en consolidar por dentro esta casa.

-Pero hay un peligro más terrible todavía que nos amenaza – dijo André Vasling.

-¿Cuál? – pregunto Juan Cornbutte.

-Que el viento rompa el hielo sobre el que estamos, como ha roto los témpanos del promontorio, y que nos veamos arrastrados o sumergidos.

-Eso me parece difícil – respondió Penellan –, porque hiela de tal forma que todas las superficies líquidas están heladas... Veamos qué temperatura hay.

Levanto la lona de forma que solo pasase el brazo, le costo algo encontrar el termómetro en medio de la nieve; pero al fin consiguió apoderarse de él, y acercándolo a la lámpara dijo:

-Treinta y dos grados bajo cero. Es el mayor frío que hemos soportado hasta ahora.

-Con diez grados más – añadió André Vasling – el mercurio tendrá que helarse.

Un sombrío silencio siguió a esta reflexión.

A las ocho de la mañana, Penellan trato de salir por segunda vez para juzgar la situación. Además, era preciso dar una salida al humo que el viento había lanzado varias veces al interior de la choza. El marino cerro herméticamente sus ropas, se aseguro la capucha mediante un pañuelo y levantó la lona.

La abertura estaba obstruida por capas de nieve. Penellan agarro su bastón herrado y logró hundirlo en aquella masa compacta; pero el terror heló su sangre cuando sintió que la extremidad de su bastón chocaba contra un cuerpo duro.

-Cornbutte – le dijo al capitán que se había acercado a él –, estamos enterrados bajo esta nieve.

-¿Qué dices? – exclamó Juan Cornbutte.

-Digo que la nieve se ha amontonado y helado a nuestro alrededor y encima de nosotros, ¡qué estamos enterrados vivos!

-Tratemos de empujar esa masa de nieve – respondió el capitán.

Los dos amigos se apoyaran contra el obstáculo que obstruía la puerta, pero no pudieron desplazarlo. La nieve formaba un témpano que tenía más de once pies de espesor y que se había solidificado con la casa.

Juan Cornbutte no pudo contener un grito que despertó a Misonne y a André Vasling. Un juramento estalló entre los dientes de este último, cuyos rasgos se contrajeron.

En aquel momento, una humareda más espesa que nunca refluyó al interior al no encontrar ninguna salida.

-¡Maldición! – exclamo Misonne –. ¡El tubo de la estufa está tapado por el hielo!

Penellan volvió a agarrar su bastón y desmontó la estufa, después de haber arrojado nieve sobre los tizones para apagarlos, lo que produjo tal humareda que apenas se podía percibir la luz de la lámpara; luego, con el bastón, trato de despejar el orificio, pero en todas partes no encontró más que una roca de hielo.

Solo quedaba esperar un fin horrible, precedido de una agonía horrorosa. Introduciéndose en la garganta de los desventurados, la humareda provocaba en ello un dolor insostenible, y el aire no tardaría en faltarles.

María se levanto entonces y su presencia, que desesperaba a Juan Cornbutte, devolvió algún valor a Penellan. El timonel se dijo que aquella pobre niña no podía estar destinada a muerte tan horrible.

-Bueno – dijo la joven –, han hecho demasiado fuego.¡La habitación está llena de humo!

-Sí, sí – respondió el timonel balbuceando.

-Ya se ve – continuó María –, porque no hace frío, e incluso hace mucho tiempo que no hemos experimentado tanto calor.

Nadie se atrevía a decirle la verdad.

-Veamos, María – dijo Penellan –, ayúdanos a preparar el almuerzo. Hace demasiado frío para salir.

-Aquí está el hornillo, el alcohol y el café. Vamos, ustedes, un poco de pemmican primero, ya que este maldito tiempo nos impide cazar.

Estas palabras reanimaron a sus compañeros.

-Comamos primero – añadió Penellan –, y luego veremos el medio de salir de aquí.

Penellan unió el ejemplo al consejo y devoró su porción. Sus compañeros le imitaron y bebieron luego una taza de café ardiendo, cosa que devolvió un poco de ánimo a sus corazones; luego, Juan Cornbutte decidió, con gran energía, que había que intentar inmediatamente algún medio de salvamento.

Fue entonces cuando André Vasling hizo esta reflexión:

-Si todavía dura la tempestad, cosa que es probable, debemos estar sepultados a diez pies bajo el hielo, porque no se oye ningún ruido de fuera.

 

Penellan miro a María, que comprendió la verdad, pero no tembló.

Lo primero que hizo Penellan fue poner la punta de su bastón herrado sobre la llama del hornillo hasta que se puso candente; luego lo introdujo, una tras otra, en las cuatro murallas de hielo, pero en ninguna encontró salida. Juan Cornbutte resolvió entonces excavar una abertura en la puerta misma. El hielo estaba tan duro que apenas lo cortaban los cuchillos. Los trozos que conseguían extraer pronto atestaron la choza. Al cabo de dos horas de este penoso trabajo, la galería excavada no tenía más que tres pies de profundidad.

Había, pues, que idear un medio más rápido y menos susceptible de sacudir la casa porque, a medida que avanzaban, el hielo, que se volvía duro, exigía esfuerzos más violentos para ser perforado. A Penellan se le ocurrió servirse del hornillo de alcohol para derretir el hielo en la dirección deseada. Era un medio aventurado, porque si el encarcelamiento tenía que prolongarse, aquel alcohol, del que los marinos solo tenían una pequeña cantidad, les haría falta en el momento de preparar la comida. No obstante, el proyecto obtuvo el asentimiento de todos y fue puesto en práctica. Previamente excavaron un agujero de tres pies de profundidad por un pie de diámetro para recoger el agua que provendría del hielo derretido, y no tuvieron que arrepentirse de esa precaución, porque pronto el agua empezó a destilar bajo la acción del fuego, que Penellan paseaba a través de la masa de hielo.

La abertura fue excavándose poco a poco, pero no podían continuar mucho tiempo con tal género de trabajo porque el agua, al caer sobre la ropa, les calaba de arriba abajo. Al cabo de un cuarto de hora, Penellan se vio obligado a dejarlo y a retirar el hornillo para secarse él mismo. Misonne no tardó en ocupar su puesto, y no puso en él menos valor.

Después de dos horas de trabajo, aunque la galería ya tenía cincuenta pies de profundidad, el bastón herrado seguía sin encontrar salida.

-No es posible – dijo Juan Cornbutte – que la nieve haya caído en tal abundancia. Es preciso que haya sido amontonada por el viento en este punto. Tal vez habríamos debido pensar en escapar por otro lugar.

-No lo sé – respondió Penellan –. Aunque sólo sea para no desalentar a nuestros compañeros, debemos continuar excavando el muro en la misma dirección. Es imposible que no encontremos una salida.

-¿Nos quedaremos sin alcohol? - pregunto el capitán.

-Espero que no – respondió Penellan –, pero a condición, sin embargo, de que nos privemos de café o de bebidas calientes. Además, no es eso lo que más me preocupa.

-¿Qué es, Penellan? – pregunto Juan Cornbutte.

-Que nuestra lámpara va a apagarse por falta de aceite y que estarnos llegando al final de nuestros víveres. ¡En fin, que Dios nos ampare!

Luego Penellan fue a reemplazar a André Vasling que trabajaba con energía en la liberación común.

-Señor Vasling – le dijo –, voy a ocupar su sitio, pero le ruego que vigile bien para prevenir cualquier amenaza de desmoronamiento y tengamos tiempo de pararla

Había llegado el momento de descansar, y, cuando Penellan excavó un pie más de la galería, volvió a tumbarse junto a sus compañeros.

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