Una invernada entre los hielos
Capítulo IX La casa de
nieve
El 25 de octubre, a las once de la mañana, con
una hermosa Luna, la caravana se puso en marcha. Esta vez se
habían tomado precauciones para que el viaje pudiera prolongarse
mucho tiempo si era preciso. Juan Cornbutte siguió la costa,
remontando hacia el norte. Los pasos de los caminantes no dejaban
huella alguna en aquel hielo resistente. Por eso, Juan Cornbutte se vio
obligado a guiarse por puntos de referencia que escogió a lo
lejos; unas veces caminaba sobre una colina completamente erizada de
picos, otras sobre un enorme témpano que la presión
había levantado encima de la llanura.
En el primer alto, tras una quincena de millas,
Penellan hizo los preparativos de un campamento. La tienda fue adosada
a un bloque de hielo. María no había sufrido demasiado
con aquel riguroso frío, porque, por suerte, al calmarse la
brisa, se hizo mucho más soportable; pero varias veces la joven
había tenido que descender de su trineo para impedir que el
embotamiento detuviese la circulación de su sangre. Por lo
demás, su pequeña cabaña, tapizada de pieles por
el previsor Penellan, ofrecía todo el conforte posible.
Cuando llegó la noche, o mejor dicho, el
momento del descanso, aquella pequeña choza fue transportada
bajo la tienda, donde sirvió de dormitorio a la joven. La cena
se compuso de carne fresca, de pemmican y de té caliente. Juan
Cornbutte, para prevenir los funestos efectos del escorbuto, hizo
distribuir a toda su gente algunas gotas de zumo de limón. Luego
todos se entregaron al sueño bajo la guarda de Dios.
Después de ocho horas de sueño, todos
volvieron a su puesto de marcha. A los hombres y a los perros se les
suministró un almuerzo sustancioso. Luego partieron. El hielo,
excesivamente unido, permitía a los animales arrastrar el trineo
con gran facilidad. A veces a los hombres les costaba seguirlo.
Pero un mal que varios hombres tuvieron pronto que
sufrir fue el deslumbramiento. Aupic y Misonne comenzaron a padecer
oftalmías. La luz de la Luna, al reflejarse sobre aquellas
inmensas llanuras blancas, quemaba la vista y causaba en los ojos un
escozor insoportable.
Se producía también un efecto de
refracción bastante curioso. Al caminar, en el momento en que se
creía poner el pie sobre un montículo, se
descendía más abajo, lo cual ocasionaba frecuentes
caídas, por fortuna sin gravedad, y que Penellan
convertía en bromas. No obstante, recomendó no dar nunca
un paso sin sondar antes el suelo con el bastón herrado con que
todos iban provistos.
Hacia el primero de noviembre, diez días
después de la partida, la caravana se encontraba a unas
cincuenta leguas al norte. La fatiga empezaba a ser extrema para todo
el mundo. Juan Cornbutte experimentaba deslumbramientos terribles y su
vista se alteraba de modo evidente. Aupic y Fidele Misonne sólo
caminaban a tientas porque sus ojos, bordeados de rojo, parecían
quemados por la reflexión blanca. María se había
preservado de estos accidentes debido a su permanencia en la choza,
donde se quedaba cuanto podía. Penellan, sostenido por un valor
indomable, resistía todas estas fatigas. El que mejor se
encontraba y sobre el que aquellos dolores, aquel frío, aquel
deslumbramiento no parecían hacer mella era André
Vasling. Su cuerpo de hierro estaba hecho a todas aquellas fatigas;
entonces veía con placer cómo el desaliento ganaba a los
más robustos, y ya preveía el momento, que no
tardaría en llegar, en que tendrían que retroceder.
Así pues, el primero de noviembre, a causa de
las fatigas, fue indispensable detenerse durante un día o
dos.
Una vez que hubieron escogido el lugar del campamento,
procedieron a su instalación, Resolvieron construir una casa de
nieve, que apoyarían contra una de las rocas del promontorio.
Fidele Misonne trazó inmediatamente las bases, que medían
quince pies de largo por cinco de ancho. Penellan, Aupic y Misonne, con
la ayuda de sus cuchillos, recortaron vastos bloques de hielo que
llevaron al lugar designado y los colocaron como unos albañiles
hubieran hecho para construir un muro de piedra. Pronto, la pared del
fondo alcanzó los cinco pies de altura con un espesor
prácticamente igual, porque los materiales no faltaban e
importaba que la obra resultara bastante sólida para durar
algunos días. Los cuatro muros fueron acabados en unas ocho
horas; en el lado sur habían dispuesto una entrada, y la lona de
la tienda, que colocaron sobre aquellos cuatro muros, cayó hacia
el lado de la entrada, tapándola. Ya no faltaba sino recubrir
todo de anchos bloques, destinados a formar el techo de aquella
efímera construcción.
Después de tres horas de un trabajo penoso, la
casa quedó acabada, y todos se retiraron a ella presas de la
fatiga y del desaliento. Juan Cornbutte sufría hasta el punto de
no poder dar un solo paso, y André Vasling explotó
también su dolor que le arrancó la promesa de no
proseguir su búsqueda en aquellas horribles soledades.
Penellan no sabía a qué santo
encomendarse. Le parecía indigno y cobarde abandonar a sus
compañeros por presunciones poco sólidas. Por eso trataba
de destruirlas, pero resultó en vano.
Sin embargo, aunque hubieran decidido retroceder, el
descanso resultaba tan necesario que durante tres días no
hicieron ningún preparativo de partida.
El 4 de noviembre, Juan Cornbutte comenzó a
enterrar en un punto de la costa las provisiones que no le resultaban
necesarias. Una señal indicó el depósito, para el
caso improbable de que nuevas exploraciones le llevaran hacia aquel
lado. Cada cuatro días de marcha había dejado
depósitos semejantes a lo largo de su ruta, cosa que le
aseguraba víveres para el regreso sin darse el trabajo de
transportarlos en el trineo.
Fijaron la partida para las diez de la mañana
del día 5 de noviembre. La tristeza más profunda se
había apoderado de la pequeña tropa. María apenas
podía retener sus lágrimas al ver a su tío tan
desalentado. ¡Tantos sufrimientos inútiles, tantos
trabajos perdidos! En cuanto a Penellan, estaba de un humor asesino;
enviaba a todo el mundo al diablo y no cesaba, en cada ocasión,
de irritarse contra la debilidad y la cobardía de sus
compañeros, más tímidos y más cansados,
segun decía, que María, que iría al fin del mundo
sin quejarse.
André Vasling no podía ocultar el placer
que le causaba aquella determinación. Se mostró
más solícito que nunca con la joven, a la que dio
esperanzas, incluso, diciendo que después del invierno
efectuarían nuevas exploraciones, ¡sabiendo de sobra que
entonces sería ya demasiado tarde!

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