Una invernada entre los hielos
Capítulo XIV Suprema
angustia
El 20 de enero la mayor parte de aquellos infortunados
no tuvieron las fuerzas necesarias para dejar su cama. Cada uno de
ellos, además de sus mantas de lana, disponía de una piel
de búfalo como protección contra el frío; pero en
el momento en que trataba de sacar el brazo al aire, sentía tal
dolor que tenía que volver a meterlo al instante.
Sin embargo, cuando Luis Cornbutte encendió la
estufa, Penellan, Misonne y André Vasling salieron de su cama y
fueron a acurrucarse junto al fuego. Penellan preparó
café ardiendo y recuperaron algunas fuerzas, así corno
María, que fue a compartir su almuerzo.
Luis Cornbutte se acerco a la cama de su padre, que
estaba casi paralizado y cuyas piernas se hallaban quebrantadas por la
enfermedad. El viejo marino murmuraba algunas palabras sin
ilación, que desgarraban el corazón de su hijo.
-¡Luis! – decía –. ¡Voy
a morir! ... ¡Oh, cuánto sufro! ...
¡sálvame!
Luis Cornbutte tomo una resolución decisiva.
Fue hacia el segundo y le dijo, logrando contenerse a duras penas:
-¿Sabe dónde están los limones,
Vasling?
-En el pañol, supongo – respondió
el segundo sin inmutarse.
-Sabe de sobra que allí ya no están,
porque usted los ha robado.
-Usted es el jefe, Luis Cornbutte –
respondió irónicamente André Vasling –, y le
está permitido decir y hacer todo lo que quiera.
-Por piedad, Vasling, mi padre se muere. Usted puede
salvarle. ¡Responda!
-No tengo nada que responder – respondió
Vasling.
-¡Miserable! – exclamó Penellan
lanzándose contra el segundo con el cuchillo en la mano.
-¡A mí los míos! –
gritó André Vasling retrocediendo.
Aupic y los dos marineros noruegos saltaron de sus
camas y se pusieron tras él. Misonne, Turquiette, Penellan y
Luis se prepararon para defenderse. Pierre Nouquet y Gradlin, aunque
muy doloridos, se levantaron para secundarles.
-Todavía son más fuertes que nosotros
– dijo entonces André Vasling –. No queremos
batirnos sino a golpe seguro.
Los marinos se encontraban tan debilitados que no se
atrevieron a precipitarse sobre aquellos cuatro miserables, porque en
caso de fracaso estaban perdidos.
-André Vasling – dijo Luis Cornbutte con
una voz sombría –, si mi padre muere, tú le
habrás matado, y yo te mataré como a un perro.
André Vasling y sus cómplices se
retiraron a la otra punta del alojamiento y no respondieron.
Hubo entonces que renovar la provisión de
madera y, a pesar del frío, Luis Cornbutte subió al
puente y se puso a cortar una parte de los empalletados del
brick, pero se vio obligado a volver al cabo de un cuarta de
hora porque corría el peligro de caer fulminado por el
frío. Al pasar, echó un vistazo sobre el
termómetro exterior y vio el mercurio helado. El frío
había superado por tanto los cuarenta y dos grados bajo cero. El
tiempo era seco y claro, y el viento soplaba del norte.
El 26 el viento cambió, procedía del
nordeste, y el termómetro marcó fuera treinta y cinco
grados, Juan Cornbutte estaba en la agonía, y su hijo
había buscado en vano algún remedio a sus dolores. Sin
embargo, aquel día, lanzándose de improviso sobre
André Vasling, consiguió arrancarle un limón que
éste se aprestaba a chupar. André Vasling no dio un paso
para recuperarlo. Parecía esperar la ocasión de cumplir
sus odiosos proyectos.
El zumo de limón devolvió alguna fuerza
a Juan Cornbutte, pero habría sido necesario continuar con aquel
remedio. La joven fue a suplicar de rodillas a André Vasling,
que no le respondió, y muy pronto oyó Penellan al
miserable decir a sus compañeros:
-¡El viejo está moribundo! Gervique,
Gradlin y Pierre Nouquet apenas si están mejor. Los otros van
perdiendo día a día su fuerza. ¡Se acerca el
momento en que sus vidas nos pertenecerán!
Entre Luis Cornbutte y sus compañeros se
decidió entonces no esperar más y aprovechar la poca
fuerza que les quedaba. Resolvieron actuar la noche siguiente y matar a
aquellos miserables para no ser matados por ellos.
La temperatura se había elevado un poco. Luis
Cornbutte se aventuró a salir con su fusil para traer alguna
pieza de caza.
Se apartó unas tres millas del navío, y,
engañado frecuentemente por los efectos de espejismo o de
refracción, se alejó más de lo que hubiera
querido. Era imprudente porque en el suelo aparecían huellas
recientes de animales feroces. Luis Cornbutte no quiso, sin embargo,
volver sin llevar algo de carne fresca, y prosiguió su ruta;
pero entonces experimentaba la sensación singular de que le daba
vueltas la cabeza. Era lo que se llama «el vértigo
blanco».
En efecto, la reflexión de los
montículos de hielo y de la llanura le dominaba de la cabeza a
los pies, y le parecía que aquel color penetraba en él y
le causaba un desabrimiento irresistible. Sus ojos estaban impregnados
de él, su mirada se desviaba. Creyó que iba a volverse
loco como consecuencia de aquella blancura. Sin darse cuenta de este
efecto terrible, continuó su camino y no tardó en
levantar un ptargiman, que persiguió con ardor. Pronto
cayó el pájaro, y, cuando iba a recogerlo, Luis
Cornbutte, al saltar de un tímpano a la llanura, cayó
pesadamente, porque había dado un salto de diez pies cuando la
refracción le hacia pensar que sólo tenía que
saltar dos. El vértigo se apoderó entonces de él,
y, sin saber por qué, se puso a pedir ayuda durante algunos
minutos, aunque no se hubiera roto nada en su caída. Al comenzar
a invadirle el frío, le volvió el sentimiento de
conservación y se levantó penosamente.
De pronto, sin que supiera cómo, un olor a
grasa quemada se adueñó de su olfato. Como estaba en el
viento del navío, supuso que el olor venía de
allí, y no comprendió con qué objeto podía
quemarse aquella grasa, porque era muy peligroso, dado que la
emanación podía atraer a manadas de osos blancos.
Luis Cornbutte continuó, pues, su camino hacia
el brick, presa de una preocupación que, en su
espíritu sobreexcitado, pronto degeneró en terror. Le
pareció que masas colosales se movían en el horizonte, y
se preguntó si no se estaba produciendo algún terremoto
de hielos. Varias de aquellas masas se interpusieron entre él y
el navío, y creyó ver que se alzaban en los flancos del
brick. Se detuvo para mirarlas con más atención, y
su terror fue extremo cuando reconoció una manada de osos
gigantescos.
Aquellos animales habían sido atraídos
por aquel olor a grasa que había sorprendido a Luis Cornbutte.
Este se refugió detrás de un montículo, y
contó tres que no tardaron en escalar los bloques de hielo sobre
los que descansaba La joven audaz.
Nada le permitió suponer que aquel peligro se
conociese en el interior del navío, y una angustia terrible
encogió su corazón. ¿Cómo enfrentarse a
aquellos temibles enemigos? ¿André Vasling y sus
compañeros se unirían a los demás hombres de a
bordo ante aquel peligro común? Penellan y los otros,
semiprivados de alimento, embotados por el frío,
¿podrían resistir a aquellos temibles animales, excitados
por un hambre insatisfecha? ¿No serían sorprendidos,
además, por un ataque imprevisto?
Luis Cornbutte hizo estas reflexiones en un instante.
Los osos habían escalado los témpanos y subían al
navío. Luis Cornbutte pudo entonces abandonar el bloque que le
protegía, se acercó arrastrándose sobre el hielo,
y pronto consiguió ver a los enormes animales desgarrar la
tienda con sus patas y saltar al puente. Luis Cornbutte pensó en
disparar un tiro para advertir a sus compañeros; pero si
éstos subían sin estar armados, serían destrozados
inevitablemente, y nada indicaba que tuviesen conocimiento de aquel
nuevo peligro.

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