Una invernada entre los hielos
Capítulo XIII Los dos
rivales
André Vasling había intimado con los dos
marineros noruegos. Aupic también formaba parte de su banda, que
por lo general se mantenía aparte, desaprobando en voz alta
todas las nuevas medidas; pero Luis Cornbutte, al que su padre
había entregado otra vez el mando del brick, no
atendía razones en ese punto, y a pesar de los consejos de
María, que le inducía a actuar con suavidad, hizo saber
que quería ser obedecido en todo.
No obstante, dos días más tarde los dos
noruegos consiguieron apoderarse de una caja de carne salada. Luis
Cornbutte exigió que le fuera devuelta en el acto, pero Aupic se
puso de parte de ellos y André Vasling dio a entender, incluso,
que las medidas sobre los víveres no podían durar mucho
tiempo
No se trataba de probar a aquellos desventurados que
se obraba en interés de todos, porque ellos lo sabían y
no buscaban mas que un pretexto para revelarse. Penellan avanzó
hacia los dos noruegos, que sacaron sus cuchillos; pero, secundado por
Misonne y Turquiette, logró arrancarles de las manos la caja de
carne salada. André Vasling y Aupic, viendo que el asunto se
ponía contra ellos, no se mezclaron en el incidente. No
obstante, Luis Cornbutte llevó aparte al segundo y le dijo:
-André Vasling, es usted un miserable. Conozco
toda su conducta y sé adónde tienden sus actos; pero como
me ha sido confiada la salvación de toda la tripulación,
si alguno de ustedes piensa en conspirar para perderla, le
apuñalo con mi propia mano.
-Luis Cornbutte – respondió el segundo
–, le es lícito mostrar su autoridad, pero recuerde que la
obediencia jerárquica no existe ya aquí y que sólo
el más fuerte hace la ley.
La joven no había temblado ante los peligros de
los mares polares, pero sintió miedo de aquel odio cuya causa
era ella, y apenas si la energía de Luis Cornbutte pudo
tranquilizarla.
Pese a esta declaración de guerra, las comidas
se tomaron a las mismas horas y en común. La caza
proporcionó todavía algunas ptarmigans y algunas liebres
blancas; pero, con los grandes fríos que se acercaban, pronto
les faltaría este recurso. Los fríos comenzaron en el
solsticio, el 22 de diciembre, día en que el termómetro
bajó a treinta y cinco grados bajo cero. Los hombres
sentían dolores en los oídos, en la nariz, en todas las
extremidades del cuerpo; se vieron dominados por un sopor mortal,
mezclado a dolores de cabeza, y su respiración se volvía
cada vez más difícil.
En tal estado ya no tenían valor para salir a
cazar o hacer algún ejercicio. Permanecían acurrucados en
torno a la estufa, que sólo les daba un calor insuficiente, y
cuando se alejaban un poco de ella, sentían que su sangre se les
enfriaba de súbito.
Juan Cornbutte vio gravemente comprometida su salud y
no podía ya abandonar su alojamiento. Síntomas de
escorbuto se manifestaron en él y sus piernas se cubrieron de
manchas blancuzcas. La joven se encontraba bien y se preocupaba de
cuidar a los enfermos con la solicitud de una hermana de la caridad.
Por eso, todos aquellos valientes marineros la bendecían desde
el fondo de su corazón.
El primero de enero fue uno de los días
más tristes de la invernada. El viento era violento y el
frío insoportable. No se podía salir sin exponerse a
quedarse helado. Los más valientes debían limitarse a
pasear sobre el puente abrigado por la tienda. Juan Cornbutte, Gervique
y Gradlin no se levantaron de la cama. Los dos noruegos, Aupic y
André Vasling, cuya salud se sostenía, lanzaban miradas
feroces sobre sus compañeros, a los que veían
languidecer.
Luis Cornbutte llevó a Penellan al puente y le
preguntó dónde estaban las provisiones de
combustible.
-El carbón se ha agotado hace mucho –
respondió Penellan – y vamos a quemar nuestros
últimos trozos de madera.
Si no conseguimos combatir este frío –
dijo Luis Cornbutte – estamos perdidos.
-Nos queda un medio – replicó Penellan -;
quemar lo que podamos de nuestro brick, desde los empalletados
hasta la línea de flotación, e incluso, llegado el caso,
podemos demolerlo entero y construir un barco más
pequeño.
-Es un medio extremo – respondió Luis
Cornbutte –, y siempre habrá tiempo de utilizarlo cuando
nuestros hombres recuperen el vigor, porque – dijo en voz baja
– nuestras fuerzas disminuyen, mientras las de nuestros enemigos
parecen aumentar. ¡Es incluso bastante extraordinario!
-Es cierto – dijo Penellan –, y sin la
precaución que tenernos de velar día y noche, no
sé lo que nos pasaría.
-Tomemos las hachas – dijo Luis Cornbutte
– y vayamos a por nuestra cosecha de leña.
A pesar del frío, las dos subieron a los
empalletados de proa y abatieron toda la madera que no era de utilidad
indispensable para el navío, Luego volvieron con aquella nueva
provisión. La estufa fue atiborrada de nuevo y un hombre
quedó de guardia para impedir que se apagase.
Pronto, sin embargo, Luis Cornbutte y sus amigos no
daban más de sí. No podían confiar ningún
detalle de la vida común a sus enemigos. Encargados de todos los
cuidados domésticos, en seguida vieron agotarse sus fuerzas. En
Juan Cornbutte se declaró el escorbuto y sufría dolores
intolerables. Gervique y Gradlin comenzaron a tenerlo también.
Sin la provisión de zumo de limón, que tenían en
abundancia, aquellos desgraciados hubieran sucumbido pronto a sus
sufrimientos. Por eso no se les escatimó aquel remedio
soberano.
Pero un día, el 15 de enero, cuando Luis
Cornbutte bajó al pañol para renovar su provisión
de limones, quedó estupefacto al ver que los barriles en que
estaban guardados habían desaparecido. Subió al lado de
Penellan y le dio parte de esta nueva desgracia. Se había
cometido un robo y era fácil reconocer a los autores.
¡Luis Cornbutte comprendió entonces por qué se
sostenía la salud de sus enemigos! Los suyos no tenían ya
fuerzas suficientes para arrancarles aquellas provisiones, de las que
dependían su vida y la de sus compañeros, y por primera
vez quedó sumido en una sombría desesperación.

Subir
|