Una invernada entre los hielos
Capítulo XI La nubecilla de
humo
Al día siguiente, cuando los marinos se
despertaron, se encontraron envueltos en una oscuridad completa. La
lámpara se había apagado. Juan Cornbutte despertó
a Penellan para pedirle el mechero, que éste le pasó.
Penellan se levantó para encender el hornillo; pero al
levantarse su cabeza chocó contra el techo de hielo.
Quedó espantado, porque la víspera todavía
podía permanecer de pie. Una vez encendido el hornillo, a la luz
débil del alcohol se dio cuenta de que el techo había
descendido un pie.
Penellan volvió al trabajo con rabia.
En aquel momento la joven, a los resplandores que
proyectaba el hornillo en el rostro del timonel, comprendió que
la desesperación y la voluntad luchaban sobre su ruda
fisonomía. Se acercó a él, le tomó las
manos y se las estrechó con cariño. Penellan
sintió que recobraba el valor.
-¡Ella no puede morir así! –
exclamó.
Volvió a apoderarse del hornillo y
empezó nuevamente a arrastrarse por la estrecha abertura.
Allí, con mano vigorosa, hundió su bastón herrado
y no sintió resistencia. ¿Había llegado o las
capas blandas de nieve? Retiró su bastón y un rayo
brillante se adentró en la casa de hielo.
-¡Vengan, amigos! – gritó.
Y con los pies y las manos empujó la nieve,
pero la superficie exterior no estaba deshelada como había
creído. Con el rayo de luz, un frío violento
penetró en la cabaña y se apoderó de todas las
partes húmedas que se solidificaron en un momento. Con la ayuda
de su cuchillo, Penellan agrandó la abertura y por fin pudo
respirar aire libre. Cayó de rodillas para dar gracias a Dios y
pronto se le unieron la joven y sus compañeros.
Una luna magnífica iluminaba la
atmósfera, cuyo frío riguroso no pudieron soportar los
marinos. Volvieron a entrar, pero antes Penellan miró a su
alrededor. El promontorio no estaba ya allí, y la choza se
encontraba en medio de una inmensa llanura de hielo. Penellan quiso
dirigirse hacia el lado del trineo, donde estaban las provisiones:
¡el trineo había desaparecido!
La temperatura le obligó a entrar. No dijo nada
a sus compañeros. Ante todo tenían que secar sus ropas,
cosa que hicieron con la ayuda del hornillo de alcohol. El
termómetro, que pusieron un momento en el exterior, bajó
a treinta grados bajo cero.
Al cabo de una hora, André Vasling y Penellan
decidieron afrontar el frío exterior. Se envolvieron en sus
ropas todavía húmedas y salieron por la abertura, cuyas
paredes ya habían adquirido la dureza de la roca.
Hemos sido arrastrados hacia el nordeste – dijo
André Vasling orientándose por las estrellas que
brillaban con un fulgor extraordinario.
-No habría mal en ello – respondió
Penellan – si nuestro trineo nos hubiera acompañado.
-¿No está ya el trineo? –
exclamó André Vasling – Entonces, ¡estamos
perdidos!
-Busquemos – respondió Penellan.
Dieron la vuelta alrededor de la choza, que formaba un
bloque de más de quince pies de altura. Una inmensa cantidad de
nieve había caído durante la tempestad y el viento la
había acumulado contra la única elevación que
presentaba la llanura. El bloque entero había sido arrastrado
por el viento, en medio de los témpanos helados, a más de
veinticinco millas al nordeste, y los prisioneros habían sufrido
el destino de su cárcel flotante. El trineo, soportado por otro
témpano, había derivado, sin duda, hacia otro lado,
porque no se veía rastro alguno de él, y los los perros
debían haber sucumbido en aquella espantosa tempestad.
André Vasling y Penellan sintieron que la
desesperación se deslizaba en su alma. No se atrevían a
volver a la casa de hielo. ¡No se atrevían a anunciar
aquella fatal noticia a sus compañeros de infortunio! Treparon
al bloque de hielo en que se encontraba excavada la gruta y no
divisaron otra cosa que aquella inmensa blancura que los rodeaba por
todas partes. El frío volvía rígidos sus miembros
y la humedad de sus ropas se transformaba en témpanos que
colgaban a su alrededor.
En el momento en que Penellan iba a bajar del
montículo, echó una ojeada sobre André Vasling. Le
vio mirar de pronto ávidamente hacia un lado, luego estremecerse
y palidecer.
-¿Qué le pasa, señor Vasling?
– le preguntó.
-No es nada – respondió éste
–. Bajemos y procuremos abandonar cuanto antes estos parajes que
nunca debimos haber pisado.
Pero en lugar de obedecer, Penellan volvió a
subir y dirigió su vista hacia el lado que había
atraído la atención del segundo. En él se produjo
un efecto muy diferente, porque lanzó un grito de alegría
y exclamo:
-¡Bendito sea Dios!
Al nordeste se elevaba una ligera humareda. No
podía equivocarse. Allí respiraban seres animados. Los
gritos de alegría de Penellan atrajeron a sus compañeros,
y todos pudieron convencerse por sus propios ojos de que el timonel no
se engañaba.
Inmediatamente, sin preocuparse por la falta de
víveres, sin pensar en el rigor de la temperatura, cubiertos con
sus capuchones, todos avanzaron deprisa hacia el lugar
señalado.
La humareda se elevaba hacia el nordeste, y la
pequeña tropa tomó rápidamente aquella
dirección. La meta a alcanzar se encontraba a unas cinco o seis
millas y resultaba muy difícil caminar hacia allí de modo
directo. La humareda había desaparecido y ninguna
elevación podía servir de punto de referencia porque la
llanura de hielo estaba completamente unida. Era importante, sin
embargo, no desviarse de la línea recta.
-Puesto que no podemos guiarnos por objetos alejados
– dijo Juan Cornbutte –, el medio que utilizaremos es este:
Penellan caminará delante, Vasling a veinte pasos tras
él, yo a veinte pasos detrás de Vasling. Entonces
podré juzgar si Penellan se aparta de la línea recta.
La marcha duraba ya media hora caminando de este modo
cuando Penellan se detuvo de pronto y pregunto:
-¿No han oído nada?
-Nada – respondió Misonne.
-¡Qué raro! – dijo Penellan
–. Me pareció que de aquel lado venían gritos.
-¿Gritos? – exclamó la joven
–. Entonces es que estarnos cerca de nuestra meta.
-Esa no es una razón – respondió
André Vasling –. Bajo estas latitudes elevadas y con estos
fríos tan grandes, el sonido llega a distancias
extraordinarias.
-Sea como fuere – dijo Juan Cornbutte –,
sigamos caminando, porque si no nos helaremos.
-¡No! – exclamó Penellan –.
¡Escuchen!
Algunos sonidos débiles, pero sin embargo
perceptibles, se dejaban oír. Aquellos gritos parecían
gritos de dolor y de angustia, Se repitieron dos veces. Se hubiera
dicho que alguien pedía ayuda. Luego todo volvió al
silencio.
– No me he equivocado – dijo
Penellan –. ¡Adelante!
Y echó a correr en dirección al lugar de
donde provenían los gritos. Así caminó durante dos
millas aproximadamente, y su estupefacción fue grande cuando
divisó a un hombre tumbado en el hielo. Se acercó a
él, lo levantó y alzó al cielo los brazos con
desesperación. André Vasling, que le seguía de
cerca con el resto de los marineros, acudió y
exclamó:
– ¡Es uno de los náufragos!
Es nuestro marinero Cortrois.
– Está muerto – indicó
Penellan – ¡muerto de frío!
Juan Cornbutte y María llegaron junto al
cadáver, que el hielo ya había puesto rígido. La
desesperación se pintó en todos los rostros. El muerto
era uno de los compañeros de Luis Cornbutte.
-¡Adelante! – exclamó Penellan.
Todavía caminaron durante media hora, sin decir
palabra, y alcanzaron a divisar una elevación del suelo, que con
toda seguridad debía ser la tierra.
-Es la isla Shannon – dijo Juan Cornbutte. Al
cabo de una milla distinguieron con nitidez una humareda que
salía de una casa de hielo cerrada por una puerta de madera. Se
pusieron a gritar. Dos hombres salieron fuera de la choza, y Penellan
reconoció a Pierre Nouquet.
-¡Pierre! – exclamó. Este se
había quedado como estupefacto, sin tener conciencia de lo que
pasaba a su alrededor. André Vasling miraba con inquietud
mezclada con cruel alegría a Pierre Nouquet, porque éste
no reconocía a Luis Cornbutte.
-¡Pierre! ¡Soy yo! – exclamó
Penellan –. ¡Somos tus amigos!
Pierre Nouquet volvió en sí y
cayó en brazos de su viejo compañero.
-¿Y mi hijo? ¿Y Luis? –
exclamó Juan Cornbutte con el acento de la desesperación
más profunda.

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