Una invernada entre los hielos
Capítulo VI El terremoto de
hielos
Todavía durante algunos días, La
joven audaz luchó contra obstáculos difíciles
de superar. La tripulación tuvo casi siempre la sierra en la
mano y a veces, incluso, se vio obligada a emplear la pólvora
para hacer saltar los enormes bloques de hielo que cortaban el
camino.
El 12 de septiembre el mar no pareció ya
más que una llanura sólida, sin salida, sin paso, que
rodeaba al navío por todos lados, de suerte que no podía
avanzar ni retroceder. La temperatura media se mantenía en
dieciséis grados bajo cero. Había llegado, por tanto, el
momento de la invernada, y la estación de invierno venía
con sus sufrimientos y sus peligros.
La joven audaz se encontraba entonces,
aproximadamente, a 21º de longitud oeste y a 76º de latitud
norte, a la entrada de la bahía de Gaël-Hamkes.
Juan Cornbutte hizo sus primeros preparativos de
invernada. Ante todo, se ocupó de encontrar una caleta cuya
posición pusiera el navío al abrigo de las ráfagas
de viento y de los grandes deshielos. La tierra, que debía estar
a una decena de millas al oeste, era la única que podía
ofrecer abrigo seguro, y por eso decidió salir de
exploración.
El 12 de septiembre se puso en marcha
acompañado de André Vasling, de Penellan y de dos
marineros, Gradlin y Turquiette. Todos llevaban provisiones para dos
días, porque no era probable que su excursión se
prolongase más, e iban provistos de pieles de búfalo
sobre las que debían acostarse.
La nieve, que había caído en gran
abundancia, y cuya superficie no estaba helada, les retrasó
considerablemente. A menudo se hundían hasta la cintura, y
debían avanzar con extremada prudencia si no querían caer
en las hendiduras. Penellan, que marchaba en cabeza, sondaba con mucho
cuidado cada depresión del suelo mediante su bastón
herrado.
Hacia las cinco de la tarde, la bruma comenzó a
espesarse y el grupo hubo de detenerse. Penellan se ocupó de
buscar un témpano que pudiera abrigarlos del viento, y
después de haber descansado algo, lamentando no disponer de
ninguna bebida caliente, extendieron su piel de búfalo sobre la
nieve, se envolvieron en ella, se apretaron unos contra otros el
sueño pronto dominó sobre la fatiga.
Al día siguiente por la mañana, Juan
Cornbutte y sus compañeros estaban sepultados bajo una capa de
nieve de más de un pie de espesor. Por suerte, sus pieles,
perfectamente impermeables, los habían preservado, y aquella
nieve había contribuido incluso a conservar el calor de los
cuerpos al impedirle salir fuera.
Juan Cornbutte dio al punto la señal de partida
y hacia mediodía sus compañeros y él divisaron por
fin la costa, que al principio les costó distinguir. Algunos
bloques de hielos, cortados perpendicularmente, se alzaban en la
orilla; sus variadas cimas, de todas las formas y de todos los
tamaños, reproducían en grande los fenómenos de la
cristalización. Miríadas de pájaros
acuáticos echaron a volar al acercarse los expedicionarios, y
las focas, que se habían tumbado perezosamente sobre el hielo,
se zambulleron deprisa.
-Palabra que no nos faltarán pieles ni caza
– dijo Penellan.
-Esos animales parecen haber recibido ya la visita de
los hombres – respondió Juan Cornbutte –, porque en
estos parajes completamente deshabitados no deberían mostrar
tanto miedo.
-Sólo los groenlandeses frecuentan estas
tierras – replicó André Vasling.
-No veo, sin embargo, ninguna huella de su paso; ni el
menor campamento ni la menor choza – respondió Penellan,
trepando a un pico elevado –. ¡Eh capitán! –
gritó –. ¡Venga! Diviso una punta de tierra que nos
librará de los vientos del nordeste.
-¡Por aquí, hijos míos! –
dijo Juan Cornbutte.
Sus compañeros le siguieron, y pronto todos se
unieron a Penellan. El marinero había dicho la verdad. Una punta
de tierra bastante elevada avanzaba como un promontorio, y,
curvándose hacia la costa, formaba una pequeña
bahía de una milla de profundidad como máximo. Algunos
hielos móviles, rotos por aquella punta, flotaban en el medio, y
la mar, abrigada de los vientos más fríos, aun no estaba
completamente helada.
Aquel lugar resultaba excelente para la invernada.
Sólo quedaba llevar el navío hasta allí. Ahora
bien, Juan Cornbutte observó que la llanura de hielo lindante
era de gran espesor, y parecía muy difícil, entonces,
abrir un canal para conducir el brick a su destino. Por tanto
había que buscar alguna otra cala; pero resultó vano que
Juan Cornbutte se adelantara hacia el norte. La costa seguía
recta y abrupta en una gran longitud, y más allá de la
punta se encontraba directamente expuesta a las ráfagas de
viento del este. Esta circunstancia desconcertó al
capitán, sobre todo cuando André Vasling le hizo ver,
apoyándose en razones perentorias, lo mala que era la
situación. A Penellan le costo mucho esfuerzo convencerse a
sí mismo que, en aquélla coyuntura, las quejas se
hacían con la mejor voluntad.
Por lo tanto, el brick no tenía
posibilidades de encontrar un lugar de invernada más que en la
parte meridional de la costa. Suponía volver atrás, pero
no había motivo para titubeos. El pequeño grupo
reemprendió el camino hacia el navío, y camino
rápidamente porque los víveres comenzaban a escasear. A
lo largo de la ruta, Juan Cornbutte buscó algún paso que
fuese practicable, o al menos alguna fisura que permitiese cavar un
canal a través de la llanura de hielo, pero todo fue en
vano.
Hacia el atardecer, los marinos llegaron junto al
témpano donde habían acampado la noche anterior. La
jornada había transcurrido sin nieve, y aun pudieron reconocer
la huella de sus cuerpos sobre el hielo. Todo estaba dispuesto, pues,
para acostarse, y se tumbaron sobre sus pieles de búfalo.
Muy contrariado por el fracaso de su
exploración, Penellan dormía bastante mal cuando, en un
momento de insomnio, su atención fue atraída por un
fragor sordo. Prestó atención al ruido, y el fragor le
pareció tan extraño que dio con el codo a Juan
Cornbutte.
-¿Qué pasa? – pregunto este que,
según la costumbre del marino, hizo despertar su inteligencia
tan rápidamente como el cuerpo.
-¡Escuche, capitán! –
respondió Penellan.
El ruido aumentaba con una violencia sensible.
-¡En una latitud tan elevada no puede ser el
trueno! – dijo Juan. Cornbutte levantándose.
-Creo más bien que tenemos que vérnoslas
con una manada de osos blancos – respondió Penellan.
-¡Diablo!, sin embargo todavía no los
hemos visto.
-Antes o después – respondió
Penellan – teníamos que encontrárnoslos. Empecemos
por recibirlos bien.
Armado con un fusil, Penellan escaló con
rapidez el bloque que les abrigaba. Como la oscuridad era muy espesa y
el cielo estaba cubierto, no pudo descubrir nada; pero un nuevo
incidente le demostró pronto que la causa del ruido no
venía de los alrededores. Juan Cornbutte se le unió, y
con espanto observaron que aquel fragor, cuya intensidad
despertó a sus compañeros, se producía bajo sus
pies.
Un peligro de una nueva especie llegaba amenazador. Al
ruido, que pronto se parecía a los estallidos del trueno, se
unió un movimiento de ondulación muy pronunciado del
campo de hielo. Varios marineros perdieron el equilibrio y cayeron.
-¡Cuidado! – gritó Penellan.
-¡Sí! –le respondieron.
-¡Turquiette! ¡Gradlin!,
¿dónde estan?
-Aquí estoy – respondió
Turquiette, agitando la nieve que ya le cubría.
-Por aquí, Vasling – grito Juan Cornbutte
al segundo –. ¿Y Gradlin?
-¡Presente, capitán! ... ¡Pero
estamos perdidos! – exclamo Gradlin aterrado.
-No – dijo Penellan –, tal vez nos hayamos
salvado.
Apenas acababa de decir estas palabras cuando se dejo
oír un crujido espantoso. La llanura de hielo se quebró
por todas partes y los hombres hubieron de aferrarse al bloque que
oscilaba junto a ellos. A pesar de las palabras del timonel, se
encontraban en una posición excesivamente peligrosa, porque se
había producido un terremoto. Los témpanos acababan de
«levar anclas», según la expresión de los
marineros. ¡El movimiento duró cerca de dos minutos, y era
de temer que una grieta se abriese bajo los pies mismos de los
desventurados marineros! Por eso esperaron el día en medio de un
temor continuo, porque, so pena de perecer, no podían
aventurarse a dar un paso. Permanecieron tumbados cuan largos eran para
evitar ser engullidos.
A las primeras luces del día, a sus ojos se
ofreció un cuadro completamente extraño. La vasta
llanura, unida la víspera, se hallaba rota en mil puntos, y las
olas levantadas por aquella conmoción submarina, habían
quebrado la espesa capa que las recubría.
La idea de su brick vino a la mente de Juan
Cornbutte.
-¡Mi pobre navío! – exclamo
–. ¡Debe estar perdido!
La mas sombría de las desesperanzas
comenzó a pintarse en el rostro de sus compañeros. La
pérdida del navío entrañaba inevitablemente una
muerte próxima.
-¡Valor, amigos míos! –
continuó Penellan –. Piensen que el terremoto de esta
noche nos ha abierto a través de los hielos un camino que
permitirá llevar nuestro brick a la bahía de
invernada. ¡Miren, no me equivoco! Ahí tienen a La
joven audaz, que se ha acercado una milla hasta nosotros.
Todos se precipitaron hacia adelante, y con tanta
imprudencia que Turquiette resbaló en una fisura y habría
perecido irremediablemente si Juan Cornbutte no le hubiera agarrado por
el capuchón. Se libró así de la muerte, recibiendo
sólo un baño algo frío.
Efectivamente, el brick flotaba a dos millas de
distancia. Después de esfuerzos infinitos, la pequeña
tropa lo alcanzó. El brick estaba en buen estado; pero su
gobernalle, que habían olvidado quitar, se encontraba roto por
los hielos.

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