Una invernada entre los hielos
Capítulo XV Los osos
blancos
Después de la marcha de Luis Cornbutte,
Penellan había cerrado cuidadosamente la puerta del alojamiento,
que se abría al pie de la escalera del puente. Regresó
junto a la estufa, que se encargó de vigilar, mientras sus
compañeros volvían a la cama para encontrar en ella un
poco de calor.
Eran entonces las seis de la noche y Penellan se puso
a preparar la cena. Bajó al pañol para buscar la carne
salada, que quería reblandecer en agua hirviendo. Cuando
volvió a subir, encontró su sitio ocupado por
André Vasling, que había puesto a cocer en el
barreño unos trozos de grasa.
-Yo estaba aquí antes que usted – dijo
bruscamente Penellan a André Vasling –. ¿Por que ha
ocupado mi sitio?
-Por la misma razón que le hace a usted
reclamarlo – respondió André Vasling –,
porque necesito cocer mi cena.
-Quite todo eso inmediatamente – replicó
Penellan – o tendrá que vérselas conmigo.
-No tendré nada que ver con usted –
respondió André Vasling –, y esta cena se
calentará aquí mal que le pese.
-No ha de probarla – exclamó Penellan
lanzándose sobre André Vasling, que se apoderó de
su cuchillo gritando:
-¡Noruegos, a mí! ¡A mí,
Aupic!
En un abrir y cerrar de ojos éstos se pusieron
en pie, armados de pistolas y puñales. El golpe estaba
preparado.
Penellan se precipitó sobre André
Vasling, que sin duda se había adjudicado el papel de pelear con
él completamente solo, porque sus compañeros acudieron a
las camas de Misonne, de Turquiette y de Pierre Nouquet. Este ultimo,
sin defensa, abrumado por la enfermedad, había sido entregado a
la ferocidad de Herming. El carpintero agarró un hacha y dejando
su cama saltó al encuentro de Aupic. Turquiette y el noruego
Jocki luchaban encarnizadamente. Gervique y Gradlin, presa de atroces
sufrimientos, no tenían conciencia siquiera de lo que pasaba a
su alrededor.
Pierre Nouquet recibió pronto una
puñalada en el costado, y Herming se volvió contra
Penellan, que se batía con rabia. André Vasling le
tenía atrapado por la cintura.
Pero desde el principio de la lucha, el barreño
había caído sobre el fuego, y al desparramarse la grasa
sobre los carbones ardientes, impregnaba la atmósfera con un
olor infecto. María se levantó lanzando gritos de
desesperación y se precipitó hacia el lecho donde el
viejo Juan Cornbutte lanzaba estertores.
André Vasling, menos vigoroso que Penellan,
sintió pronto que sus brazos eran rechazados por los del
timonel. Estaban demasiado cerca uno de otro para hacer uso de sus
armas. El segundo, al ver a Herming, gritó:
-¡Ayúdame, Herming!
-¡Ayúdame, Misonne! – grito
Penellan a su vez. Pero Misonne rodaba por tierra con Aupic, que
trataba de clavarle el cuchillo. El hacha del carpintero era un arma
poco favorable para su defensa porque no podía manejarla, y le
costaba todo el esfuerzo del mundo parar las puñaladas que Aupic
le lanzaba.
Mientras tanto, la sangre corría en medio de
rugidos y de gritos. Turquiette derribado por Jocki, hombre de una
fuerza poco común, había recibido una puñalada en
el hombro, y trataba en vano de apoderarse de una pistola que el
noruego tenía al cinto. Pero este le atenazaba como si estuviera
en un torno y le resultaba imposible cualquier movimiento.
Al grito de André Vasling, al que Penellan
acorralaba contra la puerta de entrada, Herming acudió. En el
momento en que iba a dar una puñalada en la espalda del
bretón, éste lo tumbó en el suelo de una vigorosa
patada. El esfuerzo que hizo permitió a André Vasling
librar su brazo derecho de las tenazas de Penellan; pero la puerta de
entrada, sobre la que cargaban con todo su peso, se hundió
súbitamente, y André Vasling cayó boca arriba.
De pronto estalló un rugido terrible y un oso
gigantesco apareció en los peldaños de la escalera.
André Vasling fue el primero en verlo. Sólo estaba a
cuatro pasos de él. En el mismo momento, se dejó
oír una detonación y el oso, herido o asustado,
retrocedió. André Vasling, que había conseguido
levantarse, lo persiguió abandonando a Penellan.
El timonel volvió a colocar entonces la puerta
desfondada y miró a su alrededor. Misonne y Turquiette
estrechamente agarrotados por sus enemigos, habían, sido
arrojados a un rincón y hacían vanos esfuerzos por romper
sus ataduras. Penellan se precipitó en su ayuda, pero fue
derribado por los dos noruegos y Aupic. Sus fuerzas agotadas no le
permitieron resistir a aquellos tres hombres que le ataron de forma que
no pudiera moverse. Luego, a los gritos del segundo, éstos se
lanzaron al puente, creyendo que tenían que vérselas con
Luis Cornbutte.
Allí André Vasling se debatía
contra un oso, al que ya había propinado dos puñaladas.
El animal, hiriendo el aire con sus formidables patas, trataba de
alcanzar a André Vasling. Este, arrinconado poco a poco contra
el empalletado, estaba perdido cuando sonó una segunda
detonación. El oso cayó. André Vasling alzó
la cabeza y vio a Luis Cornbutte en el flechaste del mástil de
mesana con el fusil en la mano. Luis Cornbutte había apuntado al
corazón del oso, y el oso estaba muerto.
El odio fue superior a la gratitud en el
corazón de Vasling; pero antes de satisfacerlo miró a su
alrededor. Aupic tenía la cabeza rota por un golpe de pata y
yacía sin vida sobre el puente. Jocki, con un hacha en la mano,
paraba no sin esfuerzo los golpes que le daba un segundo oso, el que
acababa de matar a Aupic. El animal había recibido dos
puñaladas y, sin embargo, se batía con encarnizamiento.
Un tercer oso se dirigía hacia la proa del navío.
André Vasling, seguido de Herming,
corrió en ayuda de Jocki; pero Jocki, pillado entre las patas
del oso, fue machacado, y cuando el animal cayo bajo los golpes de
André Vasling y de Herming, que descargaron sobre él sus
pistolas, entre sus patas sólo sostenía un
cadáver.
-No quedamos más que nosotros dos – dijo
André Vasling can aire sombrío y feroz –. Pero si
sucumbimos, no será sin venganza.
Herming volvió a cargar, sus pistolas sin
contestar.
Ante todo había que desembarazarse del tercer
oso. André Vasling miró hacia la proa y no lo vio. Al
alzar los ojos, lo divisó de pie en el empalletado y trepando ya
a los flechastes para alcanzar a Luis Cornbutte. André Vasling
dejó caer su fusil, que apuntaba al animal, y una feroz
alegría se pintó en ojos.
-¡Ah! – exclamó –. Me debes
esa venganza.
Mientras tanto, Luis Cornbutte se había
refugiado en la cofa de mesana, El oso seguía subiendo y ya
estaba sólo a seis pies de Luis cuando éste se
echó a la cara su fusil y apuntó al corazón del
animal.
Por su parte, André Vasling levantó el
suyo para disparar contra Luis si el oso caía.
Luis Cornbutte disparó, pero no pareció
haber tocado al oso, porque éste se lanzó de un salto
sobre la cofa. Todo el mástil se estremeció.
André Vasling lanzó un grito de
alegría.
-¡Herming! – grito al marinero noruego
–. Vete a buscar a María. Vete a buscar a mi
prometida.
Herming bajó la escalera del alojamiento.
Mientras tanto, el animal, furioso, se había precipitado sobre
Luis Cornbutte, que buscó refugio al otro lado del
mástil; pero en el momento en que su pata enorme se
abatía para romperle la cabeza, Luis Cornbutte, agarrandose a
uno de los estays, se dejó deslizar hacia tierra, no sin peligro
porque a medio camino una bala silbó en sus oídos.
André Vasling acababa de disparar contra él y
había fallado. Los dos adversarios se encontraron, pues, uno
frente al otro, con el cuchillo en la mano.
Aquel combate debía ser decisivo. Para saciar
plenamente su venganza, para hacer asistir a la joven a la muerte de su
prometido, André Vasling se había privado del socorro de
Herming. No debía contar, pues, más que consigo
mismo.
Luis Cornbutte y André Vasling se agarraron uno
a otro del cuello, y se mantuvieron de forma que no pudieran
retroceder. Uno de los dos debía caer muerto. Se lanzaron
violentos golpes que sólo fueron parados a medias, porque pronto
la sangre corrió de ambas partes. André Vasling trataba
de poner su brazo derecho alrededor del cuello de su adversario para
derribarle. Luis Cornbutte, sabiendo que el que cayera estaría
perdido, lo previno, y consiguió agarrarle de los dos brazos;
pero en este movimiento el puñal se le escapó de las
manos.
A su oído llegaron en aquel momento unos gritos
horrorosos, era la voz de María, a la que Herming quería
arrastrar. La rabia se apoderó de Luis Cornbutte; se
enderezó para hacer que André Vasling se doblase, pero en
aquel instante ambos adversarios se sintieron atrapados en un poderoso
abrazo.
El oso, después de bajar de la cofa de mesana,
se había precipitado sobre los dos hombres. André Vasling
estaba apoyado contra el cuerpo del animal. Luis Cornbutte
sentía entrar en sus carnes las garras del monstruo. El oso los
abrazaba a los dos.
-¡Socorro, socorro, Herming! – pudo gritar
el segundo.
-¡Socorro, Penellan! – exclamó Luis
Cornbutte.
En la escalera se dejaron oír unos pasos.
Apareció Penellan, armó su pistola y la descargó
en la oreja del animal. Este lanzó un rugido. El dolor le hizo
abrir un instante las patas y Luis Cornbutte, agotado, cayo
inánime sobre el puente; pero el animal, al cerrar las patas con
fuerza en su agonía, cayo arrastrando al miserable André
Vasling, cuyo cadáver quedó destrozado bajo el oso.
Penellan corrió en ayuda de Luis Cornbutte.
Ninguna herida grave ponía su vida en peligro, y sólo le
había faltado el aliento durante un instante.
-¡María! ... – dijo al abrir los
ojos.
-¡Salvada! – respondió el timonel
–. Herming está tendido ahí, con una
puñalada en el vientre.
-¿Y los osos?
-Muertos, Luis, corno nuestros enemigos. Pero puede
decirse que, sin esas bestias, estábamos perdidos. Realmente han
venido en nuestra ayuda. ¡Demos gracias pues a la
Providencia!
Luis Cornbutte y Penellan bajaron al alojamiento, y
María se precipitó en sus brazos.

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