Una invernada entre los hielos
Capítulo VII La
instalación para la invernada
Penellan tenía razón una vez más;
todo salía del mejor modo posible, y aquel terremoto de hielos
había abierto al navío una ruta practicable hasta la
bahía. Los marinos no tuvieron más que disponer
hábilmente de las corrientes para dirigir por ellas los
témpanos y seguir así una ruta.
El 19 de septiembre el brick quedó, por
fin, fijado, con dos cables a tierra, en su bahía de invernada,
y sólidamente anclado en un buen fondo. A partir del día
siguiente, el hielo se había formado ya alrededor de su casco;
pronto se volvió lo bastante fuerte para soportar el peso de un
hombre, y la comunicación pudo establecerse de modo directo con
la tierra.
Según la costumbre de los navegantes
árticos, el aparejo permaneció tal como estaba; las velas
fueron cuidadosamente plegadas sobre las vergas y metidas en su funda,
y el nido de cornejas se quedó en su sitio, tanto para permitir
observar a lo lejos corno para atraer la atención sobre el
navío.
El sol ya apenas se levantaba por encima del
horizonte. Desde el solsticio de junio, las espirales que había
descrito eran cada vez más bajas, y no tardaría en
desaparecer del todo.
La tripulación se apresuró a hacer sus
preparativos. Penellan fue el gran ordenador de ellos. Pronto el hielo
se espesó alrededor del navío, y era de temer que su
presión resultase peligrosa; pero Penellan esperó a que,
debido al vaivén de los témpanos flotantes y a su
adherencia, hubiera alcanzado una veintena de pies de espesor; entonces
le hizo cortar a bisel alrededor del casco, de modo que, por debajo del
navío, cuya forma tomó, estuviese unido; enclavado en un
lecho, el brick no tenía que temer, a partir de entonces,
la presión de los hielos, que no podían hacer
ningún movimiento.
Los tripulantes alzaron luego a lo largo de las
cintas, y hasta la altura de las bordas, una muralla de cinco a seis
pies de espesor que no tardó en endurecerse como una roca. Esta
envoltura no permitía irradiar fuera el calor interior. Un toldo
de lona, recubierto de pieles y herméticamente cerrado fue
tendido a lo largo del puente y formó una especie de paseo
cubierto para la tripulación.
Asimismo, en tierra construyeron un almacén con
paredes de hielo, en el que amontonaron los objetos que atestaban el
navío. Los tabiques de los camarotes fueron desmontados de modo
que formaran una vasta habitación tanto a proa como a popa. Esta
pieza única era, además, más fácil de
calentar, porque el hielo y la humedad encontraban menos rincones donde
esconderse. Al mismo tiempo se podía airear sin dificultad
mediante mangas de lona que se abrían por fuera.
Todos desplegaron una actividad extrema en estos
diversos preparativos, y, hacia el 25 de septiembre, quedaron
completamente terminados. André Vasling no se había
mostrado el menos hábil en estas diversas instalaciones.
Desplegó, sobre todo, una solicitud excesiva ocupándose
de la joven, y aunque ésta, solo preocupada por su pobre Luis,
no se dio cuenta, Juan Cornbutte comprendió pronto lo que
pasaba. Habló de ello con Penellan; recordó varias
circunstancias que le iluminaron por completo sobre las intenciones de
su segundo; André Vasling amaba a María y esperaba
pedírsela a su tío cuando ya no estuviera permitido dudar
de la muerte de los náufragos: entonces volverían a
Dunkerque y André Vasling se quedaría muy satisfecho
casándose con una muchacha hermosa y rica, ya que entonces
sería la única heredera de Juan Cornbutte.
Pero, en su impaciencia, André Vasling
careció a menudo de habilidad; en varias ocasiones había
declarado inútiles las búsquedas emprendidas para
encontrar a los náufragos, y a menudo un nuevo indicio
venía a darle un mentís, que Penellan hacía
resaltar con renovado placer. Por eso el segundo detestaba cordialmente
al timonel, odio que Penellan le devolvía con creces. Este
sólo temía una cosa: que André Vasling llegase a
sembrar algún germen de discordia en la tripulación, e
indujo a Juan Cornbutte a responderle con evasivas cuando llegase el
momento.
Todos debieron hacer cada día un ejercicio
saludable y no exponerse sin movimiento a la temperatura, porque con
fríos de treinta grados bajo cero podía ocurrir que
alguna parte del cuerpo se helase súbitamente. En este caso,
había que recurrir a fricciones de nieve, las únicas que
podían salvar la parte afectada.
Penellan recomendó también el uso de
abluciones frías todas las mañanas. Se necesitaba cierto
valor para meter las manos y la cara en la nieve, que hacían
deshelar en el interior del barco. Pero Penellan dio valientemente el
ejemplo, y María no fue la última en imitarle.
Tampoco olvidó Juan Cornbutte las lecturas y
las oraciones, porque se trataba de no dejar sitio en el corazón
para la desesperación o el aburrimiento. No hay nada más
peligroso en estas latitudes desoladas.
El cielo, siempre sombrío, llenaba el alma de
tristeza, Una nieve espesa, azotada por vientos violentos, se sumaba al
horror habitual. El sol iba a desaparecer pronto, Si las nubes no se
hubieran amontonado encima de los navegantes, habrían podido
gozar de la luz de la luna, que durante esa larga noche de los Polos
iba a convertirse realmente en su sol; pero con aquellos vientos del
oeste, la nieve no cesó de caer. Todas las mañanas
había que barrer los alrededores del navío y cortar de
nuevo en el hielo una escalera que permitirse bajar a la llanura. Lo
conseguían fácilmente con los cuchillos para nieve; una
vez tallados los escalones, echaban en su superficie un poco de agua y
se endurecía en seguida.
También hizo cavar Penellan un agujero en el
hielo, no lejos del navío. Cada día rompían la
nueva corteza que se formaba en la parte superior, y el agua que de
allí sacaban a cierta profundidad estaba menos fría que
en la superficie.
Todos estos preparativos duraron unas tres semanas.
Después trataron de proseguir las búsquedas. El
navío estaba aprisionado para seis o siete meses y sólo
el próximo deshielo podía abrirle una nueva ruta a
través de los hielos. Por tanto tenían que aprovechar
aquella inmovilidad forzosa para dirigir exploraciones hacia el
norte.

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