Una invernada entre los hielos
Capítulo XII Regreso al
buque
En aquel momento un hombre casi moribundo que
salió de la choza se arrastró sobre el hielo. Era Luis
Cornbutte.
-¡Hijo mío!
-¡Mi prometido!
Aquellos dos gritos brotaron al mismo tiempo, y Luis
Cornbutte cayó desvanecido entre los brazos de su padre y de la
joven, que le llevaron a la choza, donde sus cuidados le
reanimaron.
-¡Padre! ¡María! –
exclamó Luis Cornbutte –. Por lo menos los habré
vuelto a ver antes de morir.
-¡Tu no morirás! – respondió
Penellan –, porque todos tus amigos están a tu lado.
Era necesario que André Vasling sintiera mucho
odio para no tender la mano a Luis Cornbutte, pero no se la
tendió.
Pierre Nouquet no cabía en sí de
alegría. Abrazaba a todo el mundo; luego echó madera en
la estufa, y pronto la cabaña alcanzo una temperatura
soportable.
En ella también había dos hombres que ni
Juan Cornbutte ni Penellan conocían.
Eran Jocki y Herming, los dos únicos marineros
noruegos que quedaban de la tripulación del
Froöern.
-¡Amigos míos, nos hemos salvado! –
dijo Luis Cornbutte –. ¡Padre mío!
¡María! ¡A cuántos peligros se han
expuesto!
-No lo lamentamos, Luis mío –
respondió Juan Cornbutte –. Tu brick, La joven
audaz, está solidamente anclada en los hielos a sesenta
leguas de aquí. Llegaremos a ella todos juntos.
-Cuando Cortrois vuelva – dijo Pierre Nouquet
–, sí que se pondrá contento.
Un silencio triste siguió a esta
reflexión, y Penellan informó a Pierre Nouquet y a Luis
Cornbutte de la muerte de su compañero, al que había
matado el frío.
-Amigos míos – dijo Penellan –,
esperaremos aquí a que el frío disminuya. ¿Tienen
víveres y madera?
-Sí, y quemaremos lo que nos queda del
Froöern.
En efecto, el Froöern había sido
arrastrado a cuarenta millas del lugar en que Luis Cornbutte invernaba.
Allí fue destrozado por los témpanos que flotaban en el
deshielo, y los náufragos se vieron arrastrados, con una parte
de los restos con que habían construido su cabaña, a la
orilla meridional de la isla Shannon.
Los náufragos eran entonces cinco: Luis
Cornbutte, Cortrois, Pierre Nouquet, Jocki y Herming. En cuanto al
resto de la tripulación noruega, se había hundido con la
chalupa en el momento del naufragio.
Cuando Luis Cornbutte, arrastrado a los hielos, vio
éstos cerrarse a su alrededor, tomó todas las
precauciones para pasar el invierno. Era un hombre enérgico, de
una gran actividad, así como de gran valor; pero a pesar de su
firmeza, había sido vencido por aquel clima horrible, y, cuando
su padre le encontró, no esperaba otra cosa que la muerte.
Además, no había tenido que luchar sólo contra los
elementos, sino contra la mala voluntad de los dos marineros noruegos
que, sin embargo, le debían la vida. Eran dos especie de
salvajes, prácticamente inaccesibles a los sentimientos
más naturales. Por eso, cuando Luis Cornbutte tuvo
ocasión de hablar con Penellan, le recomendó que
desconfiara de ellos. A cambio Penellan le puso al corriente de la
conducta de André Vasling. Luis Cornbutte no lo podía
creer, pero Penellan le demostró que, desde su
desaparición, André Vasling siempre había actuado
con el objetivo de asegurarse la mano de la joven.
Pasaron toda aquella jornada descansando y entregados
al placer de volverse a ver. Fidele Misonne y Pierre Nouquet mataron
algunas aves marinas, cerca de la casa, de la que no era prudente
apartarse. Aquellos víveres frescos y el fuego que fue avivado
devolvieron la fuerza a los más enfermos. Luis Cornbutte mismo
experimentó una sensible mejoría. Era el primer momento
de placer que experimentaban aquellas valerosas gentes. Por eso lo
festejaron con entusiasmo, en aquella miserable cabaña, a
seiscientas leguas en los mares del Norte, con un frío de
treinta grados bajo cero.
Esta temperatura duró hasta el fin de la luna,
y solo el 17 de noviembre, ocho días después de su
reunión, Juan Cornbutte y sus compañeros pudieron pensar
en la partida. No tenían ya el resplandor de las estrellas para
guiarse, pero el frío era menos vivo, e incluso cayó un
poco de nieve.
Antes de abandonar aquel lugar, cavaron una tumba para
el pobre Cortrois. ¡Triste ceremonia que afectó vivamente
a sus compañeros! Era el primero de ellos que no debía
volver a ver su país.
Misonne había construido con las tablas de la
cabaña una especie de trineo destinado al transporte de
provisiones, y los marineros lo arrastraron alternándose. Juan
Cornbutte dirigió la marcha por caminos ya conocidos. Los
campamentos se organizaban, a la hora del descanso, con gran presteza.
Juan Cornbutte esperaba reencontrar sus depósitos de
provisiones, que se volvían casi indispensables con aquel
aumento de cuatro personas. Por eso trató de no alejarse de la
ruta.
Por una suerte providencial, recuperó su
trineo, que había zozobrado junto con el promontorio en que
todos habían corrido tantos peligros. Los perros, después
de haber comido las correas para satisfacer su hambre, habían
atacado las provisiones del trineo. Esto les había retenido, y
fueron ellos mismos los que guiaron a la tropa hacia el trineo, donde
aún había víveres en gran cantidad.
La pequeña tropa continuó su ruta hacia
la bahía de invernada. Los perros fueron uncidos al trineo y
ningún nuevo incidente acaeció a la
expedición.
Sólo comprobaron que Aupic, André
Vasling y los noruegos se mantenían aparte y no se mezclaban con
sus compañeros; pero, sin saberlo, eran vigilados de cerca. No
obstante, aquel germen de disensión sembró más de
una vez el terror en el alma de Luis Cornbutte y de Penellan.
Hacia el 7 de diciembre, veinte días
después de su reunión, divisaron la bahía donde
invernaba La joven audaz. ¡Cuál no sería su
sorpresa al divisar al brick encaramado cerca de cuarenta metros
en el aire sobre bloques de hielo! Corrieron, muy inquietos por sus
compañeros, y fueron recibidos con gritos de alegría por
Gervique, Turquiette y Gradlin. Todos se encontraban con buena salud,
y, sin embargo, también ellos habían corrido grandes
peligros.
La tempestad se había dejado sentir en todo el
mar polar. Los hielos habían sido rotos y desplazados, y,
deslizándose unos sobre otros, habían invadido el lecho
en que descansaba el navío. Como su gravedad específica
tiende a empujarlos fuera del agua, habían alcanzado una
potencia incalculable, y el brick se encontró elevado de
pronto fuera de los límites del mar.
Consagraron los primeros momentos a la alegría
del regreso. Los marinos de la exploración se alegraban de
encontrar todo en buen estado, cosa que les aseguraba un invierno rudo,
sin duda, pero en última instancia soportable. El alzamiento no
había estropeado el navío, y estaba perfectamente
sólido. Cuando llegase la estación del deshielo, no
habría que hacer otra cosa que deslizarlo sobre un plano
inclinado, lanzarlo, en una palabra, a la mar que nuevamente
estaría libre.
Pero una mala noticia ensombreció el rostro de
Juan Cornbutte y de sus compañeros. Durante la terrible
borrasca, el almacén de nieve construido sobre la costa
había resultado completamente destrozado; los víveres que
guardaba fueron dispersados y no había sido posible salvar la
menor parte. Cuando supieron esta desgracia, Juan y Luis Cornbutte
visitaron la cala y el pañol del brick para saber a
qué atenerse sobre las provisiones que quedaban.
El deshielo no llegaría hasta el mes de mayo, y
el brick no podía abandonar la bahía de invernada
antes de esa época. Por tanto, tenían que pasar en medio
de los hielos cinco meses, durante los cuales deberían
alimentarse catorce personas. Una vez hechos los cálculos, Juan
Cornbutte comprendió que, poniendo a todo el mundo a media
ración, dispondrían de víveres como máximo
hasta el momento de la partida. Según esto la caza resultaba
imprescindible para conseguir alimentación en mayor
abundancia.
Por temor a que se repitiese aquella desgracia,
decidieron no depositar más provisiones en tierra. Todo
quedó a bordo del brick, y asimismo dispusieron camas
para los recién llegados en el alojamiento común de los
marineros. Turquiette, Gervique y Gradlin habían excavado,
durante la ausencia de sus compañeros, una escalera en el hielo,
que permitía llegar sin esfuerzo al puente del navío.

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