París en el siglo XX
Capítulo I La Sociedad General
de Crédito Instruccional
El 13 de octubre de 1960, una parte de la
población de París se reunía en las numerosas
estaciones del ferrocarril metropolitano y se dirigía por los
distintos ramales hacia el antiguo emplazamiento del Campo de
Marte.
Era el día de la distribución de premios de la Sociedad
General de Crédito Instruccional, enorme establecimiento de
educación pública. Su excelencia, el ministro de
Embellecimiento de París, debía presidir la
ceremonia.
La Sociedad General de Crédito Instruccional reflejaba
perfectamente las tendencias industriales del siglo: lo que 100
años antes se llamaba “progreso” había
conseguido un desarrollo inmenso. El monopolio, ese non plus
ultra de la perfección, tenía en sus garras al
país entero; se multiplicaban las sociedades, se fusionaban, se
organizaban; habrían asombrado a nuestros padres por sus
inesperados resultados.
No faltaba el dinero. Los ferrocarriles habían pasado de manos
particulares a las del Estado. Abundaban los capitales y más
aún los capitalistas a la caza de operaciones financieras o
negocios industriales.
No nos extrañemos, por eso, de lo mucho que habría
sorprendido a un parisiense del siglo XIX, entre otas maravillas, esta
creación del Crédito Instruccional. Esta sociedad llevaba
unos 30 años funcionando exitosamente bajo la dirección
financiera del barón de Vercampim.
A fuerza de multiplicar las sedes de la universidad, los liceos, los
colegios, las escuelas primarias, los pensionados de doctrina
cristiana, los cursos preparatorios, los seminarios, las conferencias,
las salas de asilo, los orfelinatos, por lo menos alguna
instrucción se había infiltrado hasta los últimos
estratos del orden social. Si bien ya casi nadie leía, por lo
menos ya todo el mundo sabía leer e incluso escribir; no
había hijo de artesano ambicioso o campesino desclasado que no
pretendiera algún cargo en la administración; la
burocracia se desarrollaba en todas las formas posibles; más
tarde veremos a qué legión de empleados el gobierno
hacía marcar el paso, y militarmente.
De momento sólo se trata de explicar cómo debieron
aumentar los medios de instrucción junto con la gente por
instruir. ¿Acaso no se habían inventado en el siglo XIX
las sociedades inmobiliarias, las sucursales de empresas, el
crédito hipotecario, cuando se quiso rehacer una Francia nueva y
un nuevo París?
Ahora construir e instruir eran una la misma cosa, lo era todo para los
hombres de negocio. La instrucción no se consideraba, en rigor,
otra cosa que un tipo distinto de construcción, aunque algo
menos sólida.
Fue lo que pensó, en 1937, el barón de Vercampim,
conocidísimo por sus vastas empresas financieras. Tuvo la idea
de fundar un colegio inmenso en el cual el árbol del
conocimiento pudiera desplegar todas sus ramas. Dejaría por
cierto, al Estado al cuidado de podarlas, dirigirlas y encadenarlas
según sus fantasías.
El barón fusionó los liceos de París y de
provincia, Saint-Barbe et Rollin y las diversas instituciones
particulares en un solo establecimiento; allí centralizó
la educación de toda Francia; los capitales respondieron a su
llamado, pues presentó el negocio como una operación
industrial. La habilidad del barón era una garantía en
materias financieras. El dinero acudió a raudales. Se
fundó la Sociedad.
Inició los negocios en 1937, durante el reinado de
Napoleón V. Distribuyó 40 millones de ejemplares de su
folleto. Allí se leía la primera página:
Sociedad General
de Crédito Instruccional
sociedad anónima constituida ante MeMocquart y asociado,
escribanos de París, el 6 de Abril de 1937,
y aprobada por decreto imperial del 19 de Mayo de 1937.
Capital social: 100 millones de francos, divididos en 100 mil acciones
de mil francos cada una.
Directorio
Barón de Vercampim, C., presidente
De Montaut, O., director del ferrocarril de Orléans
Vicepresidentes:
Garassu, banquero
Marqués d'Amphisbon, G.O., senador
Dermangent, diputado
Frappeloup, director general del Crédito Instruccional
A continuación venían los estatutos de la Sociedad,
cuidadosamente redactados en lenguaje financiero. Ya se ha visto: en el
directorio no había el nombre de ningún sabio o profesor.
Así todo resultaba más tranquilizador para una empresa
comercial.
Un inspector del gobierno supervigilaba las operaciones de la
compañía e informaba al ministro de Embellecimiento de
París.
La idea del barón era buena y singularmente práctica. Y
tuvo un éxito que superó todas las expectativas. En 1960,
el Crédito Instruccional tenía no menos de 157 342
alumnos, a todos los cuales se les infundía la ciencia por
medios mecánicos.
Debemos confesar que el estudio de las humanidades y de las letras
muertas (incluido el francés) se había sacrificado
bastante; el latín y el griego no sólo eran lenguas
muertas, sino enterradas; existía aún, por mantener las
formas, alguna clase de literatura con pocos alumnos, de poca
envergadura y muy mal considerada. Los diccionarios, los textos, las
gramáticas, las antologías y las ediciones
críticas, los autores clásicos, toda la planopia de De
Viris, de los Quintus Curcius, de los Saltius, de los
Titus Livius, se pudría tranquilamente en las
estanterías de la antigua casa Hachette. Pero las Nociones de
matemáticas, los Tratados descriptivos de mecánica, de
física, de química, de astronomía, de comercio, de
finanzas, de artes industriales, todo lo relacionado con las
tendencias especulativas del momento, circulaban en miles de
ejemplares.
En suma, las acciones de la compañía, decuplicadas en 22
años, valían ahora 10 mil francos cada una.
No vamos a insistir en el floreciente estado del Crédito
Instruccional; las cifras lo dicen todo, según un proverbio de
los banqueros.
Hacia fines del siglo pasado, la Escuela Nacional estaba en franca
decadencia; se presentaban pocos jóvenes a quienes la
vocación condujera a las letras; ya se habían visto
muchos casos en que los mejores abandonaban el atuendo de profesor para
precipitarse en la multitud de periodistas y autores; pero un
espectáculo tan molesto ya no se reproducía: hacía
10 años que los estudios científicos se abarrotaban de
candidatos a los exámenes de ingreso de la Escuela.
Pero si de una parte los últimos profesores de griego y
latín terminaban de extinguirse en sus clases abandonadas,
¡qué posición, de otra parte, la de los
señores titulares de ciencias, y cómo se pavoneaban
afectando distinción!
Las ciencia se dividían en seis ramas: existía el jefe de
la división de matemáticas con los subjefes de
aritmética, geometría y álgebra; el jefe de la
división de astronomía, el de mecánica, el de
química y, finalmente, el más importante, el jefe de la
división de ciencias aplicadas con sus subjefes de metalurgia,
de construcción de fábricas, de mecánica y de
química aplicada a las artes.
Las lenguas vivas, a excepción del francés, estaban de
moda; se les concedía una considerción especial; un
filólogo apasionado habría podido aprender allí
las dos mil lenguas y cuatro mil dialectos hablados en el mundo entero.
El subjefe de chino tenía gran cantidad de alumnos desde la
colonización de la Conchinchina.
La Sociedad de Crédito Instruccional poseía edificios
inmensos, construidos en el antiguo emplazamiento del Campo de Marte,
ahora inútil, pues Marte ya no se tragaba el presupuesto. Era
una ciudad completa, una verdadera ciudad, con barrios plazas, calles,
palacios, iglesias, cuarteles, algo así como Nantes o Burdeos;
allí cabían hasta 180 mil personas incluyendo los
maestros.
Un arco monumental daba acceso al gran patio de honor, llamado
estación de la Instrucción, al cual rodeaban los
pabellones de la ciencia. Los refectorios, los dormitorios, la sala de
concurso general (donde cabían cómodamente tres mil
alumnos) merecían una visita, pero ya no asombraban en absoluto
a personas acostumbradas durante 50 años a tantas
maravillas.
Así pues, la multitud se precipitaba ávidamente a esta
distribución de premios, solemnidad siempre curiosa y que, entre
parientes, amigos y conocidos, interesaba a unas 500 mil personas. La
gente afluía por la estación de ferrocarril de Grenelle,
situada ahora al final de la rue de
l´Université.
Todo sucedía en orden a pesar de la gran afluencia de
público; los empleados del gobierno, menos controlados y por lo
tanto menos insoportables que los agentes de las antiguas
compañías, dejaban abiertas todas las puertas. Se
había tardado 150 años en reconocer esta verdad.
Más vale multiplicar las posibilidades, y no las resticciones,
de las grandes multitudes.
La Estación de Instrucción se había preparado
suntuosamente para la ceremonia, pero no hay gran lugar que no se
llene, y muy pronto el patio de honor estaba repleto.
El ministro de Embellecimiento de París ingresó
solemnemente a las tres de la tarde, acompañado del barón
de Vercampim y de miembros del directorio; el barón se
mantenía a la derecha de su excelencia; M. Frappeloup tronaba a
su izquierda; desde lo alto del estrado, la mirada se perdía por
sobre un océano de cabezas. Entonces estallaron estrepitosamente
las diversas músicas del establecimiento, en todos los tonos y
aun tiempo con los ritmos más ireconocibles. Esta
cacofonía reglamentaria no pareció molestar, por lo
demás, a los 250 mil pares de orejas en que penetraba.
Empezó la ceremonia. Se hizo un silencio rumoroso. Era el
momento de los discursos.
Cierto humorista del siglo pasado, llamado Karr, trató como lo
merecen a los discursos más oficiales que latinos que se
pronunciaban en las distribuciones de premios; en la época en
que vivimos, este modo de burlarse no habría tenido sentido,
pues los fragmentos de elocuencia latina habían caído por
completo en desuso. ¿Quién los habría comprendido?
¡Ni siquiera el subjefe de retórica!
Lo reemplazó, ventajosamente, un discurso en chino; varios
pasajes provocaron murmullos de admiración; una farragosa
exposición sobre las civilizaciones comparadas de las islas
Sonda mereció hasta los honores de un bis. Todavía
entendían esas palabras.
Finalmente se levantó el director de ciencias aplicadas. Momento
solemne. Era el momento culminante.
El discurso, furibundo, recordaba los silbidos, los chirridos, los
gemidos, los mil ruidos desagradables que escapan de una máquina
de vapor en plena actividad; el empuje acelerado del orador
parecía un volante disparado a máxima velocidad;
habría sido imposible dominar esta elocuencia de alta
presión; y las frases chirriantes engranaban unas con otras como
ruedas dentadas.
El director, para completar la ilusión; sudaba sangre y agua, y
una nube de vapor lo envolvía de la cabeza a los pies.
-¡Demonios! - exclamó riendo y mirando a su vecino, un
anciano cuya esbelta figura manifestaba con toda claridad el
desdén que le provocaban estas tonterías oratorias-
¿Qué te parece, Richelot?
Monsieur Richelot se contentó con alzar los hombros.
-Calienta demasiado- insistió el anciano, continuando la
metáfora-. Me dirás que tiene válvulas de
seguridad. ¡Pero sí que sería un molesto precedente
que estallara un director de ciencias aplicadas!
-Bien dicho, Huguenin- respondió monsieur Richelot.
Pero interrumpieron vigorosamente a los dos conversadores. Los hicieron
callar. Se miraron. Sonreían.
El orador, no obstante, continuaba a pleno; se lanzó de cabeza
en un elogio del presente en detrimento del pasado; entonó la
letanía de los descubrimientos modernos; dejó entrever,
incluso, que el porvenir poco tendría que hacer en este sentido;
habló con benevolente desprecio del pequeño París
de 1860 y de la pequeña Francia del siglo XIX; enumeró,
recurriendo en gran escala a toda suerte de epítetos, las
gracias de su tiempo, las rápidas comunicaciones entre distintos
puntos de la capital, las locomotoras que atravesaban en todas
direcciones el asfalto de los boulevares, la fuerza motriz a domicilio,
el ácido carbónico que había destronado al vapor
de agua, y en fin, el océano, el océano que bañaba
con sus olas las riberas de Grenelle; fue sublime, lírico,
ditirámbico, perfectamente insoportable e injusto en suma, pues
olvidaba que las maravillas del siglo XX germinaron sobre los proyectos
del XIX.
Y aplausos frenéticos estallaron en el mismo lugar que 160
años antes había acogido con entusiamo la fiesta de la
federación.
Sin embargo, como todo debe terminar aquí abajo, incluso los
discursos, la máquina se detuvo. Los ejercicios oratorios
habían concluído sin incidente alguno; se procedió
al reparto de los premios.
El tema de altas matemáticas propuesto por el concurso era
este:
“Dadas dos circunferencias OO', de un punto situado en O se
llevan tangentes a O'; se unen los puntos de contacto de estas
tangentes; se lleva la tangente en A a la circunfenrencia O; se pide el
lugar del punto de intersección de esta tangente con el segmento
de contactos en la circunferencia O'.”
Todos comprendían la importancia de semejante teorema. Se
sabía que lo había resuelto, con un nuevo método,
el alumno Gigoujeu (Francois Némorin), de Briacon (Hautes
Alpes). Aumentaron los “bravos” cuando se recordó
ese nombre; se le pronunció 74 veces en esa jornada memorable;
quebraron bancas en honor del laureado, lo cual, incluso en 1960,
sólo era una metáfora destinada a graficar los furores
del entusiasmo.
Gigoujeu (Francois Némorin) ganó en estas circunstancias
una biblioteca de 3000 volúmenes. La Sociedad de Crédito
Instruccional hacía bien las cosas.
No podríamos citar la infinita nomenclatura de las ciencias que
se estudiaban en este cuartel de la instrucción: un
palmarés de la época habría sorprendido
grandemente a los tatarabuelos de esos jóvenes sabios.
La distribución seguía sin pausa, y estallaban las burlas
cuando algún pobre diablo de la división de literatura,
avergonzado apenas lo nombraban, recibía un premio en el tema de
latín o una mención por traducción del
griego.
Pero hubo un momento en que las chanzas se redoblaron, en que la
ironía adquirió sus formas más desconcertantes.
Ocurrió cuando Frappeloup hizo oír las siguientes
palabras:
-Primer premio de versificación latina:
Dufrénoy (Michel Jeromé), de Vannes (Mordiban).
La hilaridad fue general, en medio de observaciones de esta
especie:
-¡Premio de versos latinos!
-¡Fue el único que los hizo!
-¡Miren a ese socio del Pindo!
-Qué tal, cliente de Helicón!
-¡Pilar del Parnaso!
-¡Se presentará! ¡No se
presentará!
Michel Jérome Dufrénoy se
presentó, sin embargo, y con gran aplomo por lo demás;
desafió las risas; era un joven rubio de aspecto encantador, de
hermosa mirada, directa, franca. Los cabellos largos le daban un aire
algo femenino. Le brillaba la frente.
Avanzó hasta el estrado. No recibió el premio; lo
arrancó de las manos del director. El premio consistía en
un solo volumen: el Manual del buen fabricante.
Michel miró despectivamente el libro. Lo lanzó a tierra y
regresó tranquilamente a su lugar, con la corona en la frente,
sin haber besado las mejillas oficiales de su excelencia.
-Bien- dijo Richelot.
-Muchacho valiente- agregó M. Huguenin.
Surgieron murmullos por todas partes; Michel los recibió con una
sonrisa desdeñosa; volvió a su lugar en medio de las
burlas de sus condiscípulos.
Esta gran ceremonia acabó sin más inconvenientes hacia
las siete de la tarde; consumió 15 mil premios y 27 mil
menciones honrosas.
Los principales laureados de ciencias cenaron esa misma noche en la
mesa del barón de Vercampim, rodeados por los miembros del
directorio y por los grandes accionistas.
La alegría tenía explicación en las cifras. El
dividendo del ejercicio 1960 acababa de fijarse en 1169 con 33 centavos
por acción. El interés actual ya había superado el
valor de la emisión.


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