París en el siglo XX
Capítulo XIV El Gran
Depósito Dramático
En una época donde todo se centralizaba, tanto
el pensamiento como la fuerza mecánica, parecía muy
natural que se hubiera creado un Depósito
Dramático.
En 1903 se presentaron unos hombres prácticos e industriosos que
obtuvieron la autorización y el privilegio para fundar esa
importante sociedad.
Veinte años después pasó a manos del gobierno, y
funcionaba a las órdenes de un director general, consejero del
Estado.
Los cincuenta teatros de la capital se proveían allí de
obras de todo tipo; algunas ya estaban compuestas; otras se
hacían a pedido; alguna destinada a un actor; otra conforme a
alguna idea.
La censura desapareció, por cierto, ante este estado de cosas, y
sus emblemáticas tijeras en el fondo de un cajón; el uso
las había gastado bastante, pero el gobierno se pudo ahorrar el
gasto de afilarlas.
Los directores de los teatros de París y de provincia eran
funcionarios del Estado; se los desiganaba, remuneraba, jubilaba y
condecoraba según la edad y los servicios prestados.
Los actores estaban incluidos en el presupuesto aunque aún no
eran empleados del gobierno; los viejos prejuicios se debilitaban
día a día en este sentido; su oficio formaba parte de las
profesiones honorables; se los presentaba más y más en
los salones, compartían papeles con los invitados, y
habían terminado por ser gente de mundo; habían grandes
damas que competían con las actrices y que llegaban a decirles
durante la actuación frases de esta índole: “Usted
vale más que yo, madame, la virtud le brilla en la frente; yo
sólo soy una cortesana miserable.”
Y otras gracias de ese tipo.
Había incluso un poderoso socio de la Comédie
francaise que representaba en su casa obras íntimas para las
hijas de familia.
Todo esto realzaba mucho la profesión de actor. La
creación del Gran Depósito Dramático hizo
desaparecer la alicaída sociedad de autores; los empleados de la
sociedad recibían sus asiganciones mensuales, bastante elevadas
por cierto, pero el Estado se encargaba del pago.
Existía entonces la Alta Dirección de Literatura
Dramática. Si bien el Gran Depósito no producía
obras maestras, por lo menos divertía a la población
dócil con obras pasables; no se representaba a los autores
antiguos; a veces, a modo de excepción, se montaba un Moliere en
el Palais Royal, acompañado de canciones y de burlas de
los señores actores; pero habían eliminado por completo a
Hugo, Dumas, Ponsrad, Augier, Scribe, Sardou, Barriere, Meurice y
Vacquerie; es verdad que antaño habían abusado
quizás de su talento para entusiasmar a su público; ahora
bien, en una sociedad bien organizada el siglo debe, a lo más,
marchar, pero no correr; y aquellas obras tenían piernas y
pulmones de animal veloz, lo cual no dejaba de ser peligroso.
Todo sucedía entonces en orden, como es propio de gente
civilizada; los actores-funcionarios vivían bien y no se
agotaban; ya no había poetas bohemios, esos genios miserables
que parecen protestar eternamente contra el orden de las cosas.
¿Quién podría quejarse de una organización
que mataba la personalidad de la gente y sólo entregaba al
público un conjunto literario suficiente para sus
necesidades?
Alguna vez un pobre diablo que sentía en el corazón el
fuego sagrado trataba de penetrar allí pero los teatros se le
clausuraban; tenían compromisos con el Gran Depósito
Dramático. Entonces el poeta incomprendido publicaba una hermosa
comedia a su costa; nadie la leía y pasaba a ser presa de esos
pequeños seres de la familia de los roedores, que eran
quizás los más instruidos de su época, si
leían todo lo que iba a parar a sus dientes.
Michel Dufrénoy se encaminó finalmente, con la carta de
recomendación, al Gran Depósito, esa institución
reconocida por decreto como establecimiento de utilidad
pública.
Las oficinas de la sociedad quedaban en la rue Neuve-Palestro
y ocupaban un viejo cuartel en desuso.
Presentaron a Michel al director.
Era sumamente serio, imbuido de la importancia de sus funciones, nunca
se reía; no se inmutaba ni con las expresiones mejor logradas de
sus comedias; era a prueba de bombas; sus empleados le reprochaban que
los manejaba militarmente. Pero tenía que tratar a tanta
gente.
Autores de comedias, dramaturgos, folletinistas, libretistas; sin
contar a los doscientos funcionarios de la oficina de copia y la
legión de claques.
Porque la administración proveía a los teatros
según la índole de las obras presentadas; esos
señores, muy disciplinados, estudiaban con la ayuda de sabios
profesores el delicado arte del aplauso y toda su gama de
matices.
Michel presentó la carta de Quinsonnas. El director la
leyó en voz alta y dijo:
-Monsieur, conozco muy bien a su protector y me encantaría serle
de utilidad; me habla de sus aptitudes literarias.
-Monsieur -respondió con modestia el joven-, todavía no
he producido nada.
-Tanto mejor, eso es un mérito para nosotros -dijo el
director.
-Pero tengo algunas ideas nuevas.
-Inútil, monsieur, no necesitamos novedades; aquí debe
desparacer todo rasgo personal; deberá fundirse en un vasto
conjunto que produce obras promedio. Pero no me puedo apartar de las
normas establecidas, deberá rendir un examen de ingreso.
-Un examen de ingreso -dijo Michel asombbrado.
-Sí. Una composición escrita.
-Bien, monsieur, estoy a sus órdenes.
-¿Está preparado para que sea hoy
mismo?
-Cuando usted quiera, monsieur director.
-Ahora mismo.
El director dio órdenes y Michel se encontró en una
habitación con pluma, papel, tinta y un tema de
composición. Lo dejaron solo.
Quedó atónito. Esperaba hablar de algún periodo
histórico, resumir algún producto del arte
dramático, analizar alguna obra maestra del repertorio antiguo
¡Qué muchacho!
Debía imaginar un momento teatral a partir de una
situación dada, un fragmento ingenioso y ligero que tuviera
algún juego de palabras.
Se armó de coraje y trabajó lo mejor que pudo.
Su composición resultó débil e incompleta; el
oficio, como se dice aún, le faltaba; el efecto teatral era muy
menguado, la frase resultaba demasiado poética para una comedia
y el juego de palabras completamente incomprensible.
Sin embargo, gracias a su protector, lo aceptaron con una
asignación de mil ochocientos francos. Como el efecto teatral
era la parte menos débil de su examen, lo designaron en la
división de comedias.
El Gran Depósito Dramático era una organización
maravillosa.
Tenía cinco grandes divisiones:
1. Alta comedia y comedia de carácter.
2. Vaudeville propiamente tal.
3. Drama histórico y drama moderno.
4. Ópera y ópera cómica.
5. Revistas, fantasías y encargos oficiales.
La tragedia se había suprimido.
Cada división poseía empleados especialistas; su
nomenclatura permitirá conocer poco a poco el mecanismo de esta
gran institución donde todo estaba previsto, ordenado y
clasificado.
En treinta y seis horas se podía entregar una comedia o una
revista de fin de año.
Instalaron entonces a Michel en su oficina de la primera
división.
Allí había empleados talentosos, dedicados uno a la
exposición, otros a los desenlaces; éste a las salidas y
aquel a las entradas de los personajes; uno mantenía la oficina
de rimas ricas, cuando los versos eran imprescindibles; otro, la de
rimas corrientes para un simple diálogo de acción.
Existía también la especialidad de funcionarios, a los
que incorporaron a Michel; estos empleados, muy hábiles por lo
demás, tenían la misión de rehacer las obras de
los siglos pasados; o bien las copiaban directamente o bien alteraban a
los personajes.
De esta manera la administración acababa de obtener un inmenso
éxito en el teatro del Gimnasio con Le Demi Monde
ingeniosamente alterado; la baronesa d'Ange se había
convertido en una joven ingenua y sin experiencia que no terminaba de
caer en las redes de Nanjac; sin su amiga, madame de Jalin, antigua
amante de Nanjac; el golpe estaba listo; el episodio de los damascos y
la descripción de este mundo de gente casada y en el cual
jamás se veía a las mujeres conmovían a la
sala.
También habían rehecho Gabrielle, pues el gobierno
tenía interés en manejar a las mujeres de los abogados en
circunstancias que no comprendo mucho. Julien iba a escapar del hogar
con su amante cuando su mujer, Gabrielle, lo busca y le arma un cuadro
tal de infelicidad con perdición en el campo, borrachera con
vino barato, camas de sábanas húmedas, que Julien
renuncia a su crimen por estas altas razones morales y termina
diciendo: “Oh, madre de familia, oh, poeta, te amo.”
Esta obra, titulada ahora Julien, incluso fue coronada por la
Academia.
Michel se sentía casi aniquilado a medida que iba penetrando los
secretos de esta gran institución; pero necesitaba ganar su
remuneración, y muy pronto se encontró a cargo de
considerable cantidad de trabajo.
Le pasaron, para que lo rehiciera, Nos intimes, de Sardou.
El desgraciado sudó sangre y agua; le gustaba esa obra con
Madame Caussade y sus amigas envidiosas, egoístas y
desenfrenadas; es verdad que quizás se pudiera reemplazar al
doctor Thozolan por una mujer sabia y que en la escena de la
violación, Madame Maurice podría esgrimir los sonetos de
Madame Caussade. ¡Pero el desenlace! ¡Imposible! Michel
podía romperse la cabeza, pero no llegaría a conseguir
que ese zorro famoso matara a Madame Caussade.
Lo obligaron entonces a renunciar y a confesar su impotencia.
El director supo de este resultado y se decepcionó. Resolvieron
probar al joven en el drama. ¡Quizás pudiera aportar
algo!
Quince días después de su ingreso al Gran Depósito
Dramático, Michel Dufrénoy pasaba de la división
de la comedia a la de drama.
Esta división comprendía el gran drama histórico y
el drama moderno.
El primero incluía dos secciones de historia enteramente
distintas: una en que la historia real, seria, era recogida, palabra
por palabra, de los buenos autores; y otra en que se falseaba y
desneutralizaba vergonzosamente la historia conforme a este axioma de
un gran dramaturgo del siglo XX: “Hay que violar a la historia
para hacerle un hijo”.
¡Y les parecían hermosos, aunque no se parecían en
nada a sus madres!
Los principales especialistas del drama histórico eran los
funcionarios encargados de los golpes teatrales de efecto, sobre todo
en el cuarto acto; se les entregaba la obra apenas esbozada y ellos la
cosían encarnizadamente; el empleado de los discursos llamados
“de las grandes damas” también detentaba un alto
cargo en la administración.
El drama moderno incluía el de atuendo negro y formal y el de
trajes informales; a veces los dos géneros se fusionaban pero a
la administración no le gustaba esta mezcla; podía
perjudicar las costumbres de los empleados y éstos se
podían deslizar fácilmente cuesta abajo y poner en boca
de un elegante palabras dignas de un canalla. Esto, sin embargo,
tropezaba con la especialidad del conservador de argot.
Había cierta cantidad de empleados dedicados a asesinatos,
muertes violentas, envenenamientos y violaciones, uno de ellos no
tenía igual arte de hacer caer el telón en el momento
preciso; bastaría un segundo de atraso para dejar en mal pie al
actor o a la actriz del caso.
Este funcionario, buen hombre por lo demás, de unos cincuenta
años, padre de familia, honorable y honrado, ganaba unos veinte
mil francos y hacía más de treinta años que
ensayaba las escenas de violación con incomparable
seguridad.
A Michel, apenas ingresado en esta division, le encargaron rehacer
enteramente el drama Amazampo o el descubrimiento de la quina,
obra importante que se presentó por primera vez en 1827.
No era un trabajo pequeño, se trataba de hacer una obra
esencialmente moderna, pero el descubrimiento de la quina era muy
antiguo.
Los funcionaros encargados del trabajo, sudaron la gota gorda; la obra
estaba en muy malas condiciones. Sus efectos estaban muy gastados, sus
hilos conductores muy podridos y sus estructura muy debilitada por
tantos años de silencio en los estantes. Más valía
hacer una obra nueva; pero las órdenes de la
administración eran formales; el gobierno quería
presentar al público este importante descubirmiento de
antaño, de los tiempos en que reinaba en París las
fiebres. Se trataba, entonces, de poner a la altura de los tiempos esa
obra, costara lo que costara.
El talento de los funcionarios se puso en juego. Fue un verdadero
tour de force, pero el pobre Michel casi no participó en
esa obra maestra; no aportó la menor idea; no supo explotar la
situación; su nulidad era absoluta en la materia. Decidieron que
era un incapaz.
Enviaron al director un informe que no lo beneficiaba en nada;
después de un mes de drama hubo que hacerlo descender a la
tercera división.
“No sirvo para nada”, se dijo el joven. “No tengo ni
imaginación ni ingenio. ¡Pero qué manera de hacer
teatro es ésta!”
Y se desesperaba y maldecía esta organización; olvidaba
que la colaboración del siglo XIX contenía el germen de
toda la institución del Gran Depósito
Dramático.
Y esto era colaboración elevada a centésima
potencia.
Michel cayó entonces del drama al vaudeville. Allí
estaban los hombres más alegres de Francia; el encargado de las
coplas rivalizaba con el que se ocupaba de los chistes; la
sección de situaciones confusas y de palabras groseras estaba
bajo la responsabilidad de un joven muy agradable. El departamento de
juegos de palabras funcionaba a la perfección. Existía
además una oficina central de elementos de ingenio, de apartes
de doble sentido y de patadas en el trasero; servía a todas las
reparticiones de las cinco divisiones; la administración no
toleraba el uso de una palabra extraña, a menos que ya se la
hubiera usado durante dieciocho meses por lo menos; conforme a sus
órdenes, se trabajaba sin cesar en el desplume del diccionario,
y se efectuaba un relevamiento constante de cuanta palabra, frase o
galicismo, privado de su sentido habitual, pudiera emplearse para algo
imprevisto; el último inventario de la sociedad ofrecía
un activo de setenta y cinco mil juegos de palabras, un cuarto de las
cuales eran completamente nuevos y el resto todavía presentable.
Aquéllos se pagaban más caros.
Gracias a esta economía, a esta reserva, a este depósito,
los productos de la tercera división resultaban
excelentes.
Cuando se supo del poco éxito de Michel en las divisiones
superiores, se cuidaron de proponerle una parte fácil de la
confección de vaudevilles; no se le exigió que
aportara ideas ni que inventara palabras; le entregaron una
situación que debía desarrollar.
Se trataba de un acto para el teatro del Palais Royal; se
apoyaba en una situación aún nueva en el teatro y llena
de efectos seguros. Sterne ya la había esbozado en el
capítulo setenta y tres del libro segundo de Tristram
Shandy, en el episodio de Phutatorious.
Bastaba con el título para sospechar lo que venía:
¡Abotónate el pantalón!
Se puede apreciar en seguida el partido que se podía sacar de la
situación incómoda del hombre que ha olvidado satisfacer
la exigencia más imperiosa de la vestimenta masculina. Los
terrores, el amigo que lo presenta en un salón de un barrio
elegante, la confusión de la dueña de casa. Y si a eso se
une la habilidad del actor que en cada momento puede hacer creer al
público que... y el divertido susto de las mujeres que...
¡Había material para un gran éxito!
Y bien, Michel, enfrentado a esta idea original, tuvo un ataque de
horror y destrozó el escenario que le habían
confiado.
“¡Oh!”, se dijo, “No me voy a quedar un minuto
más en esta caverna. ¡Mejor morirse de
hambre!”
¡Tenía razón! ¿Qué podía
hacer? ¿Ir a la división de óperas y de
óperas cómicas? ¡Jamás habría
aceptado escribir los versos insensatos que exigían los
músicos del momento!
¿Debía rebajarse al nivel de la revista, la
fantasía y los encargos oficiales?
Pero en esos casos hacía falta ser maquinista o pintor, y no
autor dramático, ingeniárselas para hallar un decorado
nuevo y no otra cosa. En estos géneros se había ido muy
lejos con la Física y la Mecánica. Sobre la escena se
transportaban árboles verdaderos arraigados en cajas invisibles,
trozos completos de tierra, selvas naturales y edificios construidos en
piedra. Se representaba el océano con verdadera agua de mar que
se vaciaba todos los días ante los espectadores y que se
renovaba al día siguiente.
¿Se sentía capaz Michel de imaginar este tipo de cosas?
¿Poseía en sí mismo algo que le sirviera para
actuar sobre las masas y las impulsara a verter en las cajas de los
teatros lo que les sobraba en los bolsillos?
¡No! Cien veces no.
Sólo le quedaba una alternativa. Marcharse.
Y eso hizo.
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