París en el siglo XX
Capítulo X Gran revista de los
autores franceses, que realizo
el tío Huguenin el domingo 15 de abril de 1961
-Y ahora vamos al postre -dijo el tío Huguenin,
señalando los estantes cargados de libros.
-Esto me devuelve el apetito -comentó Michel-. Devoremos.
El tío y el sobrino, tan joven el uno como el otro, empezaron a
hurgar en 20 sitios; pero M. Huguenin no tardó en poner un poco
de orden en el pillaje.
-Ven aquí -le dijo a Michel-, y comenccemos por el principio.
Hoy vamos a leer; vamos a mirar y a conversar. Será una revista
más que una batalla; imagina que eres Napoleón en el
patio de las Tullerías y no en el campo de Austerlitz. Pon las
manos a tu espalda. Vamos a pasar entre las filas.
-Yo te sigo, tío.
-Hijo mío, recuerda que va a desfilar ante tu vista el
ejército más hermoso del mundo, y que no hay otra
nación que te pueda ofrecer algo semejante ni que haya
conseguido tantas victorias sobre la barbarie.
-La Grande Armée de la literatuurra.
-Aquí tienes la primera fila, acorazados con buen empaste, a los
veteranos del siglo XVI: Amyot, Ronsard, Rabelais, Montaigne, Mathurin
Régnier; se mantienen firmes en sus puestos, y todavía se
puede advertir su influencia original en esta hermosa lengua francesa
que fundaron. Pero hay que decirlo, se batieron más por ideas
que por formas. Y aquí cerca hay un general que demostró
mucho coraje, pero que sobre todo perfeccionó las armas de su
época.
-Malherbe -dijo Michel..
-El mismo. El que un día dijo que los cargadores de Port-au-foin
fueron sus maestros; allí recogió las metáforas y
las expresiones eminentementes galas; las pulió y adornó
y así construyó esa bella lengua que tan bien se hablaba
en los siglos XVII, XVIII y XIX.
-¡Ah! -exclamó Michel, mostrando un volumen único,
de aspecto rudo y orgulloso-. ¡Éste sí que fue un
gran capitán!
-Sí, hijo mío, como Alejandro, César o
Napoleón; este último lo hubiera hecho príncipe.
El viejo Corneille, un guerrero que se multiplicó, pues sus
ediciones clásicas son multitud; ésta que ves es la
edición número cincuenta y uno, y última, de sus
obras completas; es de 1873; después no se lo volvió a
editar.
-Te habrá costado mucho conseguir estas obras.
-¡Al contrario! Todo el mundo se deshace de ellas. Aquí
tienes la edición número cuarenta y uno de las obras
completas de Racine; la número ciento cincuenta de
Moliére, la número cuarenta de Pascal, la número
doscientos tres de La Fontaine. Son las últimas, tienen
más de cien años, y ya son la alegría de los
bibliófilos. Estos grandes genios han cumplido su tiempo y ahora
están relegados a la categoría de curiosidades
arqueológicas.
-Y en realidad -comentó el joven-, hablan un lenguaje que hoy
resulta incomprensible.
-¡Dices bien, hijo mío! Se ha perdido la hermosa lengua
francesa; la lengua que ilustres extranjeros como Leibniz, Federico el
Grande, Ancillon, Humboldt y Heine escogieron para expresar sus ideas,
ese lenguaje maravilloso que Goethe lamentaba no haber escrito, ese
idioma elegante que pudo ser griego o latín en el siglo XVI,
italiano bajo Catalina de Médicis o gascón bajo Enrique
IV, y que hoy es un argot horrible. Cada uno, olvidando que una lengua
vale más si mantiene la sobriedad, ha creado su propia jerga
para nombrar su cosa. Los botánicos, los especialistas en
historia natural, los físicos, los químicos y los
matemáticos han compuesto horrorosas mezclas de palabras; los
inventores han extraído del vocabulario inglés los
apelativos más desagradables; los criadores para sus caballos,
los jinetes para sus carreras, los vendedores de automóviles
para sus vehículos, los filósofos para su
filosofía...Todos parecen creer que el francés es
demasiado pobre y se entregan al extranjero. ¡Bien! ¡Tanto
mejor! ¡Que olviden el francés! Es aún más
hermoso en su pobreza y no quiere enriquecerse si eso significa
prostituirse. Nuestra lengua, hijo mío, la de Malherbe,
Moliére, Bossuet, Voltaire, Nodier y Victor Hugo, es una hija
bien educada y la puedes amar sin temor, ya que los bárbaros del
siglo XX no han conseguido convertirla en cortesana.
-Muy bien dicho, tío. Ahora comprendo la encantadora
manía del profesor Richelot, que desprecia la lengua vulgar de
hoy y sólo habla un latín afrancesado. Se burlan de
él, pero el profesor tiene razón. ¿Pero acaso el
francés no se convirtió en la lengua de la
diplomacia?
-¡Sí! ¡Para su daño! En 1678, durante el
congreso de Nimega. Sus cualidades de flexibilidad y claridad hicieron
que se lo escogiera para la diplomacia, que es la ciencia de la
duplicidad, del equívoco y de la mentira. Y así se fue
poco a poco alterando y perdiendo. Verás que llegará el
día en que la cambiarán.
-¡Pobre francés! -exclamó Michel-. Me parece que
Bossuet, Fénelon y Saint-Simon ni siquiera lo
reconocerían.
-¡Su hijo se ha descarriado! Mira lo que sucede por frecuentar
sabios, industriales, diplomáticos y otras malas
compañías. ¡La disipación, la
degeneración! ¡Un diccioanrio de 1960, si pretende incluir
todas las palabras de uso actual, duplicaría a uno de 1860! Y
puedes adivinar lo que encontrarías allí. Pero volvamos a
nuestra revista; no conviene tener demasiado tiempo a los soldados en
armas.
-Allí hay una fila de hermosos volúmenes.
-Bellos y a veces buenos -dijo el tío Huguenin-. Es la
edición número cuatrocientas ochenta de las obras de
Voltaire: espíritu universal, el segundo en todos los
géneros, según monsieur Joseph Prudhomme. Dijo Stendhal
que en 1978 Voltaire sería vehículo y que los
imbéciles a medias lo convertirían en su Dios. Stendhal,
felizmente, esperaba demasiado de las generaciones futuras.
¿Imbéciles a medias? En realidad sólo hay
imbéciles completos, y a Voltaire no lo estiman más que a
otros. Y, para seguir con la metáfora, Voltaire, me parece,
sólo era un general de escritorio. Sólo sa batía
en su habitación, no se arriesgaba bastante. Sus humoradas, arma
poco peligrosa al cabo, fallaban a menudo y las gentes que mató
han vivido finalmente más que el mismo.
-¿Pero no fue un gran escritor?
-Sin duda, sobrino, era una verdadera encarnación de la lengua
francesa, la manejaba con elegancia, con ingenio, tal como
antaño esos sargentos derribaban muros en la sala de armas. Pero
venía un conscripto, en el terreno mismo del combate, y mataba a
su maestro al primer golpe. Para decirlo de una vez, y esto puede
parecer sorprendente en un hombre que escribía tan bien,
Voltaire en realidad no era un valiente.
-Te creo -dijo Michel.
-Pasemos a otros -continuó el tío, y se acercó a
una nueva fila de soldados de aspecto severo y sombrío.
-Éstos son los autores de fines del siglo XVIII -comentó
el joven.
-¡Sí! Jean Jacques Rousseau, que ha dicho las cosas
más hermosas sobre el Evangelio, como Robespierre ha escrito los
pensamientos más notables sobre la inmortabilidad del alma.
¡Verdadero general de la República, en sandalias, sin
guarniciones ni atuendo lleno de bordados! Pero consiguió
victorias admirables. Mira, allí cerca está Beaumarchais,
un tirador de vanguardia, que se entregó a fondo en esa gran
batalla del 89 que la civilización ganó a la barbarie.
Desgraciadamente, después se ha abusado un tanto de ella y ese
demonio del progreso nos ha llevado hasta donde estamos.
-Quizás terminará por haber una revoluución en su
contra -dijo Michel.
-Es posible -respondió el tío Huguenin-, y no
dejará de ser curioso. Pero no caigamos en divagaciones
filosóficas y sigamos circulando entre filas. Aquí
está un fastuoso jefe de ejércitos, que pasó
cuarenta años de su vida hablando de su modestia. Chateaubriand,
al cual ni sus Memorias de ultratumba han conseguido salvar del
olvido.
-Y por ahí está Bernandin de Saint-Pierre -dijo Michel-,
cuyo relato, Paul et Virginie, ya no conmueve a nadie.
-¡Ay! -continuó el tío Huguenin-, hoy Paul
sería banquero y se dedicaría a la trata de blancas, y
Virginie se casaría con el hijo de un fabricante de resortes
para locomotoras. ¡Mira! Aquí están las famosas
memorias de mosieur de Talleyrand, que se publicaron, conforme
exigió, treinta años después de su muerte. Estoy
seguro de que este hombre debe continuar de diplomático
allí donde esté; pero no creo que el diablo lo deje hacer
mucho.
Más allá alcanzo a ver a un oficial que manejó muy
bien la pluma y la espada, un gran helenista, que escribió en
francés como un contemporáneo de Tácito:
Paul-Louis Courier. Cuando nuestra lengua se pierda, Michel, se la
podrá reconstruir enteramente con las obras de este notable
escritor. Y aquí vemos a Nodier, el amable, y a Béranger,
un gran hombre de Estado que hizo canciones en sus horas libres. Por
fin veo que llegamos a esa generación brillante, que
escapó de la Restauración como del seminario y que hizo
mucho ruido en la calle.
-¡Lamartine! -exclamó el joven-. Un gran poeta.
-Uno de los maestros de la literatura de imágenes, verdadera
estatua de Memnón que resuena a los rayos del sol. Pobre
Lamartine, que después de haber prodigado su fortuna en las
causas más nobles y llegado a pobre en las calles de una ciudad
ingrata, prodigó su talento a sus acreedores, libró a
Saint-Point de la plaga de las hipotecas, y murió de dolor
viendo que su tierra familiar, allí donde reposaban los suyos,
era expropiada por una compañía de ferrocarriles...
-Pobre poeta -replicó el joven.
-Junto a su lira -continuó el tío Huguenin- puedes ver la
guitarra de Alfred de Musset. Ya no se la toca, y hay que ser un viejo
fanático como yo para gozar con las vibraciones de estas cuerdas
laxas. Hemos ingresado a la música de nuestro
ejército.
-¡Ah! ¡Victor Hugo! -casi gritó Michel-. Espero que
lo contarás entre nuestros grandes capitanes...
-Lo sitúo en primera fila, hijo mío, mientras agita la
bandera romántica en el puente de Arcole, vencedor de las
batallas de Hernani, de Ruy Blas, de Burgraves, de Marion. Como
Bonaparte, ya era general en jefe a los 25 años y derrotaba a
los clásicos austríacos en cada encuentro. Nunca, hijo
mío, se combinó el pensamiento humano con forma
más vigorosa como en el cerebro de este hombre, horno capaz de
soportar las temperaturas más altas. No conozco nada, ni en la
antigüedad ni en los tiempos modernos, que lo supere en violencia
y riqueza imaginativas. Victor Hugo es la más alta
expresión de la primera mitad del siglo XIX y jefe de una
escuela que jamás será igualada. Sus obras completas han
tenido setenta y cinco ediciones y ésta es la última. Lo
han olvidado como a los demás, hijo mío. ¡No
alcanzó a matar a bastantes para que lo recordaran!
-¡Ah! Allí tienes los veinte volúmenes de Balzac
-dijo Michel, subiendo a un taburete.
-¡Sí! ¡Por cierto! Balzac es el primer novelista del
mundo, y muchos de sus personajes superan a los del mismo
Moliére. En nuestra época no habría tenido el
valor de escribir La comedia humana.
-Sin embargo -replicó Michel, describió muchas costumbres
de villanos, y muchos de sus héroes no lo harían mal
entre nosotros.
-Sin duda -respondió M. Huguenin-, pero dónde hallaremos
un De Marsay, unos Granville, unos Chesnel, Mirouet, Du Guénic,
Montriveau, o un caballero de Valois o La Chanterie, Maufrigneuse, unas
Eugenias Grandet o Pierrette, personajes encantadores, nobles,
inteligentes, valerosos, caritativos, candorosos, que él copiaba
de la realidad y nunca inventaba...Es verdad que no le faltaban
personajes rapaces, como esos financistas que la legalidad protege, y
tanto ladrón amnistiado, como los Crevel, los Nucingen, los
Vautrin, los Corentin, los Hulot y los Gobseck.
-Me parece- dijo Michel, que pasó a otra fila- que aquí
hay otro gran autor.
-¡Claro que sí! Es Alejandro Dumas, el Murat de la
literatura, a quien la muerte interrumpió cuando escribía
su volumen noventa y tres. Fue el cuentista más divertido, su
índole pródiga le permitió abusar de todo sin
hacerse daño: abusó de su talento, de su ingenio, de su
verbo, de su impulso, de su fuerza física cuando se
apoderó del polvorín de Soissons, de su nacimiento, de su
color, de Francia, de España, de Italia, de las riberas del Rin,
de Suiza, de Argelia, del Cáucaso, del monte Sinaí y de
Nápoles sobre todo, donde consiguió entrar a pesar de las
dificultades. ¡Personalidad asombrosa! Se calcula que
habría llegado a ver su ejemplar cuatro millones si no se
hubiera envenenado en la plenitud de su vida con un plato que él
mismo acababa de inventar.
-Un accidente molesto y fatal -comentó Michel-. ¿Y no
hubo otras víctimas?
-Desgraciadamente sí. Entre otras Jules Janin, un crítico
de la época que componía textos en latín para los
periódicos. Ocurrió durante una cena de
reconciliación que le ofrecía a Alejandro Dumas. Con
ellos murió también un escritor más joven,
Monselet, de quien nos queda una obra maestra, desafortunadamente
inconclusa: el Dictionnaire des Gourmets, de cuarenta y cinco
volúmenes, y que sólo llegó hasta la efe, hasta la
palabra “farsa”.
-Demonios -exclamó Michel-, eso prometía mucho.
-Aquí tenemos ahora a Fréderic Soulié, atrevido
soldado, bueno para los golpes de mano y capaz de superar una
posición desesperada; a Gozlan, capitán de
húsares; a Merimée, general de antesala; a Saint-Beuve,
superintendente de la milicia, director de manutención; a Arago,
sabio oficial de cierto genio que supo hacerse perdonar su ciencia.
Mira, Michel, las obras de George Sand, genio maravilloso, uno de los
mayores escritores de Francia, finalmente condecorado en 1859, y a
quien su hijo le presentó la cruz.
-¿Y de quiénes son esos libros ceñudos?
-preguntó Michel, señalando una larga serie de
volúmenes que casi se ocultaban sobre una cornisa.
-Pasa rápido por ellos, hijo mío. Es la fila de los
filósofos: los Cousin, los Pierre Leroux, los Dumoulin y tantos
otros; pero la filosofía, que estuvo de moda un tiempo, ya no
sorprende que no se la lea.
-¿Y éste?
-Renan, un arqueólogo que hizo bastante ruido; trató de
acabar con la divinidad de Cristo, y murió fulminado en
1873.
-¿Y éste otro?
-Un periodista, un publicista, un economista, un tipo ubícuo, un
general de artillería más estrenduoso que brillante
llamado Girardin.
-¿No era ateo?
-De ningún modo. Creía en sí mismo. ¡Mira!
Allí cerca, un personaje audaz, un hombre que habría
vuelto a inventar la lengua francesa si hubiera hecho falta, que hoy
sería un clásico si aún se dieran sus clases:
Louis Veuillot, el más vigoroso campeón de la Iglesia
romana, que murió excomulgado y sorprendido por eso. Y
allí está Guizot, austero historiador que en sus horas
libres se divertía comprometiendo el trono de Orléans.
¿Ves esa enorme compilación? Es la única
Véridique et trés authentique histoire de la
Révolution et de l'Empire, publicada en 1895 por orden
del gobierno para acabar con las incertidumbres que todavía
plagan esta parte de nuestra historia. Para esta obra han aprovechado
bastante las crónicas de Thiers.
-¡Ah! -exclamó Michel-, allí están esos
soldados que me parecen siempre jóvenes y ardientes.
-Así es. Es la caballería ligera de 1860, brillante,
intrépida, ruidosa, que se salta los prejuicios como si tan
sólo se tratara de barreras, que franquea las convenciones como
si fueran apenas obstáculos, que cae y se levanta y sigue
corriendo y aunque le den en la cabeza no parece afectarse. Allí
están la obra maestra de la época, Madame Bovary y
La Bétise humaine, de un tal Noriac, un tema inmenso que
no ha podido agotar; y también veo a los Assollant, los
Aurevilly, los Baudelaire, los Paradol, los Scholl, soldados a quienes
conviene estar atentos nos guste o no nos guste, pues te disparan a las
piernas...
-Sólo con pólvora -comentó Michel.
-Con pólvora y balas, y eso duele. Pero mira, aquí hay un
muchacho a quien no le faltaba el talento, un verdadero soldado de
combate.
-¿About?
-Sí. Se jactaba, o más bien le decían que iba a
ser un nuevo Voltaire; con el tiempo es probable que le hubiera llegado
cerca; en 1869, desgraciadamente, un feroz crítico, el terrible
Sarcey, lo mató en duelo.
-¿Y habría llegado lejos sin esa desgracia?
-preguntó Michel.
- Nunca demasiado lejos -respondió el tío-. Y ésos
son, hijo mío, los jefes principales de nuestro ejército
literario: allá abajo están las últimas filas de
oscuros soldados cuyos nombres asoman a los lectores de viejos
catálogos; continúa la inspección,
diviértete; allí cinco o seis siglos sólo esperan
que alguien los mire.
Y así pasó la jornada. Michel dejaba de lado a los
desconocidos y volvía sobre los nombres ilustres, pero creando
curiosos contrastes, cayendo sobre un Gautier, cuyo estilo vacilante
había envejecido un tanto, y en seguida sobre un Feydeau, el
licencioso continuador de Louvert y de Laclos, pasando de Champfleury a
Jean Macé, el más ingenioso divulgador de la ciencia. Sus
ojos iban desde un Mery, que usaba del ingenio como un zapatero las
botas, a pedido, hasta un Banville, a quien el tío Huguenin
calificaba tranquilamente de juglar de las palabras; y más
adelante encontró un Stahl, que editó tan cuidadosamente
la casa Hetzel, y un Karr, ese moralista espiritual que no obstante
carecía de ánimo para dejarse robar; caía sobre un
Houssaye, que había servido en Rambouillet y tomado de
allí el estilo ridículo y el preciosismo, y sobre un
Saint-Victor, aún restallante después de casi cien
años.
Y después volvió al punto de partida. Cogió
algunos de los libros que más amaba, los abrió,
leyó alguna frase aquí, una página allá, de
otro sólo las cabezas de capítulo y de otro sólo
los títulos; respiró ese perfume literario que le
subía al cerebro como cálida emanación de los
siglos idos, estrechó la mano de todos esos amigos del pasado
que habría conocido y amado si hubiera tenido la audacia de
nacer antes...
El tío Huguenin lo observaba hacer y rejuvenecía
mirándolo.
-Y bien, ¿en qué piensas? -le preguntaba cuando lo
veía inmóvil, soñando.
-Pienso que este pequeño cuarto contiene lo suficiente para
hacer feliz a un hombre para siempre.
-¡Si sabe leer!
-Así lo entiendo yo, tío.
-Sí -insistió el tío-, pero con una
condición.
-¿Cuál?
-¡Que no sepa escribir!!
-¿Y eso porqué?
-Porque entonces, hijo mío, quizás tendría la
tentación de seguir las huellas de esos grandes
escritores.
-¿Y dónde está lo malo? -insistió el joven
con entusiasmo.
-Estaría perdido.
-¡Ah! -exclamó Michel-. Me quieres dar consejos.
-¡No! El que merece aquí una lección soy yo
mismo.
-¡Tú! ¿Porqué?
-Por haberte aceercado a ideas locas. Te he hecho divisar la tierra
prometida, hijo querido, y...
-¡Y me dejarás entrar!
-¡Sí! Siempre que me prometas algo.
-Prometido.
-Que sólo te pasearás por ella. No quiero que trabajes
ese suelo ingrato. Recuerda quién eres, dónde quieres
llegar, y también quién soy yo y el tiempo que hemos
vivido los dos.
Michel no respondió; estrechó las manos de su tío;
y éste, con seguridad, se disponía a acumular la serie de
sus grandes argumentos, cuando tocaron a la puerta. M. Huguenin fue a
abrir.

 
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