París en el siglo XX
Capítulo IV Sobre algunos
autores del siglo XIX y las dificultades para conseguirlos
Michel salió de inmediato a la calle y se
encaminó a la librería de los Cinco Lados del Mundo,
inmenso galpón situado en la rue de la Paix y que
dirigía un alto funcionario del Estado.
“Allí deben estar sepultadas todas las producciones del
espíritu humano”, se dijo el joven.
Penetró a un vasto vestíbulo en cuyo centro había
una oficina de telégrafos que comunicaba con los puntos
más apartados de la tienda; circulaba sin pausa una
legión enorme de empleados; contrapesos adosados a las paredes
elevaban a los funcionarios hasta las estanterías más
altas de las salas; una considerable multitud asediaba la oficina y los
servidores se doblaban bajo la carga de los libros que
transportaban.
Michel, estupefacto, intentó en vano contar las innumerables
obras que cubrían las paredes. La mirada se le perdió por
las galerías de este establecimiento imperial.
“Nunca podré leer todo esto”, pensaba mientras se
situaba en la fila del caso. Finalmente llegó al
mostrador.
-¿Qué quiere, señor? -le dijo el jefe de la
sección Pedidos.
-Necesito las obras completas de Victor Hugo
-respondió Michel.
El empleado abrió de par en par los ojos.
-¿Victor Hugo? -exclamó-
¿Qué ha escrito?
-Es uno de los grandes poetas del siglo XIX,
quizás el más grande -le aclaró el joven,
ruborizándose.
-¿Lo conoces? -preguntó el empleado a
otro empleado, el jefe de la sección Investigaciones.
-Nunca lo oí nombrar -contestó el
último- ¿Está seguro del nombre? -le
preguntó ahora al joven.
-Completamente.
-Sí que es raro -replicó el
funcionario-. Y mire que aquí vendemos obras literarias. Pero,
en fin, ya que está seguro...Rhugo, Rhugo... -dijo ahora por el
telégrafo.
-Hugo -repitió Michel-, ¿y podría
pedirme también Balzac, De Musset, Lamartine?
-Unos sabios?
-¡No! Unos autores.
-¿Vivos?
-Hace un siglo que murieron.
-Haremos todo lo posible por servirle, monsieur; pero
creo que la búsqueda no será larga sino
inútil.
-Esperaré -dijo Michel.
Y se retiró a un rincón, abrumado. ¡Así que
toda esa fama no duraba un siglo! ¡Las Orientales, Las
Meditaciones, las Primeras poesías, La Comedia
Humana, olvidadas, perdidas, inhallables, desconocidas,
despreciadas!
Había, sin embargo, verdaderos cargamentos de libros que grandes
grúas a vapor bajaban a los patios, y los compradores se
apretujaban en los mostradores. Pero uno quería la
Teoría de los roces en 20 volúmenes, otro el
Compendio de problemas eléctricos, aquél el
Tratado práctico de engrase de ruedas motrices y
más allá otro pedía la Monografía del
cáncer cerebral.
“¡Qué!”, se decía Michel.
“¡Pura ciencia! ¡Industria! Igual que en el colegio.
¡Y nada de arte! ¿Pareceré un insensato pidiendo
obras literarias? ¿Estaré loco?”
Michel reflexionó durante más de una hora; la
búsqueda continuaba y no dejaba de funcionar el
telégrafo, y le pedían que confirmara los nombres de los
autores; se adentraron en las bodegas, en verdaderos graneros; en vano.
Había que renunciar.
-Monsieur -le dijo finalmente un empleaddo, el jefe de la
sección Respuestas-, no tenemos nada de eso. Esos autores
seguramente han sido muy poco conocidos en su tiempo; sus obras no se
han reeditado...
-El tiraje de Nuestra Señora de
París fue de 500 mil ejemplares -respondió
Michel.
-Me encantaría creerle, monsieur, pero de los
autores antiguos que se han reimpreso actualmente tenemos a Paul de
Kock, un moralista del siglo pasado; parece que escribe bien, y si
usted quiere...
-Buscaré en otra parte -contestó
Michel.
-¡Oh! Paseará por todo París sin
encontrar nada. Lo que no está aquí no está en
ninguna parte.
-Veremos -dijo Michel, y se alejó.
-Pero, monsieur -insisitió el empleado, que por
su celo habría sido muy digno vendedor detallista- ¿no
quiere obras de literatura contemporánea? Tenemos algunas que
han causado bastante ruido en estos últimos años, no se
han vendido mal para ser libros de poesía...
-¡Ah! -exclamó Michel,
interrumpiéndole- ¿tienen poesía moderna?
-Por supuesto. Y entre otras, Las armonías
eléctricas de Martillac, obra permiada por la Academia de
las Ciencias, las Meditaciones sobre el oxígeno de M. de
Pulfasse, El paralelogramo poético, las Odas
descarbonatadas...
Michel no pudo escuchar más. Volvió a la calle, aterrado,
estupefacto. ¡Esa brizna de arte no había escapado del
influjo pernicioso de su tiempo! ¡La ciencia, la química y
la mecánica irrumpían en el domino de la
poesía!
“¡Y leen esas cosas! ¡Las compran!” Mientras
pensaba esto, casi corría por las calles. “¡Y las
firman! ¡ Y las incluyen en las filas de la literatura! ¡Y
uno busca en vano un Balzac o un Victor Hugo! ¿dónde
encontrarlos? ¡Ah! ¡La biblioteca!”
Michel caminó rápidamente hasta la biblioteca Imperial.
Sus edificios, notoriamente aumentados, ocupaban gran parte de la
rue Richelieu, desde la rue Neuvedes-Petits-Champs
hasta la rue de la Bourse. Los libros, amontonados sin pausa,
habían provocado el hundimiento de las viejas paredes del Hotel
de Nevers. Cada año se imprimían cantidades fabulosas de
obras científicas; los editores no daban abasto y el Estado
editaba directamente: los 900 volúmenes que dejara Carlos V,
multiplicados mil veces, no habrían dado la cifra actual de
volúmenes apilados en la biblioteca; de los 800 mil con que
contaba en 1860 había pasado ahora a más de dos
millones.
Michel se hizo indicar el sector reservado a la literatura y
subió por la escalera de los jeroglíficos, que varios
hombres estaban restaurando con golpes de espátula.
Michel llegó a la sala de literatura y la encontró
desierta. Parecía más extraña ahora en su abandono
que antaño cuando estaba repleta de una multitud estudiosa.
Aún la visitaban algunos extranjeros, como si fueran al Sahara,
y se les mostraba el lugar donde murió un árabe en 1875,
en la misma mesa que ocupó toda la vida.
Las formalidades para obtener una obra eran bastante complicadas; el
boletín, que firmaba el solicitante, debía contener el
título del libro, el formato, la fecha de publicación, el
número de la edición y el nombre del autor. Es decir, a
menos que ya se fuera un sabio nadie llegaba a saber; además; el
solicitante debía indicar su edad, domicilio, profesión y
motivo de la consulta.
Michel cumplió las normas y entregó el boletín
perfectamente en regla al bibliotecario, que dormía; siguiendo
su ejemplo, los ayudantes de la sala roncaban todos, apoyados en mesas
junto a la pared. Sus funciones se habían convertido en
verdaderas sinecuras equivalentes a ser acomodador de
Odeón.
El bibliotecario despertó sobresaltado y se quedó mirando
al audaz joven; leyó el boletín y pareció quedar
atónito con el pedido; después de reflexionar
profundamente, para terror de Michel lo envió a donde un
subalterno que trabajaba cerca de la ventana en un pequeño
escritorio solitario.
Michel se encontró ante un hombre de unos setenta años de
mirada viva, aspecto sonriente, y la apariencia del sabio que parece
ignorarlo todo. Este modesto empleado cogió el boletín y
lo leyó atentamente.
-¿Quiere autores del siglo XIX?
-comentó-. Un gran honor para ellos; vamos a poder quitarles el
polvo. Decíamos que era usted...¿Michel
Dufrénoy?
Al leer el nombre, el anciano levantó la
cabeza
-¡Eres Michel Dufrénoy!
¡Todavía no te había mirado!
-¿Usted me conoce?
-No te voy a conocer...
El anciano no pudo continuar; una auténtica
emoción lo embargaba; tendió la mano a Michel y
éste, confiado, se la estrechó con fuerza.
-Soy tu tío -dijo el hombre, finalmente-, tu
viejo tío Huguenin, el hermano de tu pobre padre.
-¡Mi tío! ¡usted! -exclamó
Michel, emocionado.
-Tu no me conoces. Pero yo te conozco, muchacho.
Estaba presente cuando te entregaron ese magnífico premio de
versificación latina. ¡El corazón no me
podía latir con más fuerza y tú ni lo
sabías!
-¡Tío!
-No es culpa tuya, querido niño, lo sé.
Yo me he mantenido aparte, lejos de tí, para no perjudicar a la
familia de tu tía; pero he seguido paso a paso tus estudios,
día a día. Me decía: no es posible que el hijo de
mi hermana, el hijo de un gran artista, no haya conservado los
instintos poéticos de su padre; y no me equivocaba, pues ahora
vienes a pedirme los grandes poetas de Francia. ¡Sí, hijo
mío! ¡Te los voy a dar! ¡Los leeremos juntos!
¡Nadie nos va a molestar! ¡Nadie nos mira! ¡Deja que
te abrace por primera vez!
Y el anciano estrechó en sus brazos al joven,
que se sentía renacer en esas efusiones. Era ésta, hasta
el momento, la emoción más dulce de su vida.
- Pero, tío -preguntó-,
¿cómo te has mantenido al corriente de mi vida?
-Hijo querido, tengo un amigo, un hombre valiente que
te estima mucho, el profesor Richelot; él me ha contado que eras
uno de los nuestros; te he visto trabajando; leí tu
composición en versos latinos; era un tema algo difícil
de tratar, por los nombres propios: El Mariscal Pélissier en
la torre Malacoff. Pero en fin, la moda ha sido siempre la de los
viejos temas históricos y, por mi fe, te las arreglaste muy
bien.
-¡Oh! -sólo pudo decir Michel.
-Pero no -continuó el anciano sabio-, has hecho
dos largos y dos breves con Pelissierus, y un breve y dos largos
Malacoff, y así está bien. ¡Mira! Todavía
recuerdo estos dos versos: Jam Pelissiero pendenti ex turre
Malacoff/ Sebastopolitam concedit Jupiter urbem1. ¡Ah! Hijo mío,
cuántas veces, sino fuera por esta familia que me desprecia y
que, al cabo, pagaba tu educación, cuántas veces te
habría alentado en tus inspiraciones. Pero ahora vendrás
a verme, y pronto.
-Todas las tardes, tío, durante mis horas
libres.
-Pero me parece que tus vacaciones...
-¡Vacaciones, tío! Mañana por la
mañana empiezo a trabajar en el banco de mi primo.
-¡Tú! ¡En un banco! -exclamó
el anciano-. ¡Metido en negocios! ¡El colmo! ¿En
qué te vas a convertir? ¡Un pobre hombre como yo no te
serviría de nada! ¡Ah! Hijo mío, con tus ideas, con
tus aptitudes, has nacido demasiado retrasado, y no me atrevo a decir
que muy pronto, porque tal como van las cosas ni siquiera se nos
permite esperar nada del porvenir.
-¿Pero no me puedo negar? ¿Acaso no soy
libre?
-¡No! No eres libre; monsieur Boutardin,
desgraciadamenmte, es bastante más que tu tío; es tu
tutor; no quiero y no debo empujarte por un camino funesto; no, eres
joven; trabaja y logra independizarte, y entonces, si tus gustos no han
cambiado, y si todavía estoy en este mundo, ven a buscarme.
-Pero me horroriza el oficio de banquero
-respondió Michel, animado.
-Sin duda, hijo mío, y si tuviera sitio para
dos en mi casa te diría: “Ven, seremos felices”;
pero esa existencia no te llevaría a ninguna parte, porque es
necesario, absolutamente necesario, ir a alguna parte. ¡No!
¡Trabaja! Olvídame por unos años; te daría
malos consejos; no cuentes a nadie este reencuentro con tu tío;
esto te podría perjudicar; no pienses en este anciano que
habría muerto hace mucho si no fuera porque tiene la agradable
costumbre de venir todos los días a reunirse con sus amigos de
los estantes de esta sala.
-Cuando sea libre- dijo Michel.
-¡Sí! En dos años más.
Tienes 16; serás mayor de edad a los 18; esperaremos; pero no
olvides, Michel, que siempre te tendré reservado un apoyo, un
buen consejo y un buen corazón. Vendrás a verme
-agregó el anciano contradiciéndose.
-Sí, sí, tío.
¿Dónde vives?
-¡Lejos, muy lejos! En Saint-Denis; pero el
ramal del bulevar Malesherbes me deja a dos pasos de casa; allí
tengo una habitación, pequeña y fría, pero que
será grande cuando tú vayas y cálida cuando
estreches tus manos entre las mías.
Y así continuó la conversación de tío y
sobrino; el anciano sabio quería reforzar en el joven las
hermosas inclinaciones que admiraba; estos deseos se manifestaban
continuamente en sus palabras, que traicionaban sus emociones;
sabía muy bien cuánto había de falso, desclasado e
imposible en la situación de un artista.
Conversaron de todo; el buen hombre se plantó como un viejo
libro ante el joven, que lo vendría a hojear de vez en cuando; y
realmente gozaba contando las cosas de los tiempos idos.
Michel le explicó la finalidad de su visita a la biblioteca, y
le preguntó a su tío, por las razones de la decadencia de
la literatura.
-La literatura ha muerto, hijo mío
-respondió el tío-. Contempla estas salas desiertas y
esos libros sepultados en el polvo; nadie lee nada; yo sólo soy
el cuidador de este cementerio, y está prohibida toda
exhumación.
El tiempo pasó muy rápido mientras
hablaban.
-¡Son las cuatro! -exclamó el
tío-. Nos tenemos que despedir.
-Le volveré a ver -le dijo Michel.
-¡Sí! ¡No! ¡Hijo mío!
¡No hablemos más de literatura! ¡Ni de arte!
¡Acepta la situación tal cual está!. Dependes de
monsieur Boutardin en primer lugar; sólo en segundo
término eres sobrino del tío Huguenin.
-Permítame que lo acompañe
-insistió el joven Dufrénoy.
-¡No! Nos podrían ver. Saldré
sólo.
-Hasta el próximo domingo, entonces,
tío.
-Hasta el domingo, hijo querido.
Michel salió primero, pero esperó en la calle; vió
que el anciano se dirigía al bulevar caminando todavía
muy erguido. Lo siguió de lejos hasta la estación de la
Madeleine.
“En fin”, se dijo, “ya no estoy solo en el
mundo.”
Regresó a la residencia. La familia Boutardin, felizmente,
cenaba en la ciudad. Michel pasó tranquilamente en su
habitación su primera y última tarde de vacaciones.

1. Entonces a
Pélissier, cuyo destino dependía de la torre de Malacoff,
Júpiter entrega la ciudad de Sebastopol.
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