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París en el siglo XX
Editado
© Cristian A. Tello
7 de julio del 2004
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París en el siglo XX
Capítulo IV
Sobre algunos autores del siglo XIX y las dificultades para conseguirlos

Michel salió de inmediato a la calle y se encaminó a la librería de los Cinco Lados del Mundo, inmenso galpón situado en la rue de la Paix y que dirigía un alto funcionario del Estado.

“Allí deben estar sepultadas todas las producciones del espíritu humano”, se dijo el joven.

Penetró a un vasto vestíbulo en cuyo centro había una oficina de telégrafos que comunicaba con los puntos más apartados de la tienda; circulaba sin pausa una legión enorme de empleados; contrapesos adosados a las paredes elevaban a los funcionarios hasta las estanterías más altas de las salas; una considerable multitud asediaba la oficina y los servidores se doblaban bajo la carga de los libros que transportaban.

Michel, estupefacto, intentó en vano contar las innumerables obras que cubrían las paredes. La mirada se le perdió por las galerías de este establecimiento imperial.

“Nunca podré leer todo esto”, pensaba mientras se situaba en la fila del caso. Finalmente llegó al mostrador.

-¿Qué quiere, señor? -le dijo el jefe de la sección Pedidos.

-Necesito las obras completas de Victor Hugo -respondió Michel.

El empleado abrió de par en par los ojos.

-¿Victor Hugo? -exclamó- ¿Qué ha escrito?

-Es uno de los grandes poetas del siglo XIX, quizás el más grande -le aclaró el joven, ruborizándose.

-¿Lo conoces? -preguntó el empleado a otro empleado, el jefe de la sección Investigaciones.

-Nunca lo oí nombrar -contestó el último- ¿Está seguro del nombre? -le preguntó ahora al joven.

-Completamente.

-Sí que es raro -replicó el funcionario-. Y mire que aquí vendemos obras literarias. Pero, en fin, ya que está seguro...Rhugo, Rhugo... -dijo ahora por el telégrafo.

-Hugo -repitió Michel-, ¿y podría pedirme también Balzac, De Musset, Lamartine?

-Unos sabios?

-¡No! Unos autores.

-¿Vivos?

-Hace un siglo que murieron.

-Haremos todo lo posible por servirle, monsieur; pero creo que la búsqueda no será larga sino inútil.

-Esperaré -dijo Michel.

Y se retiró a un rincón, abrumado. ¡Así que toda esa fama no duraba un siglo! ¡Las Orientales, Las Meditaciones, las Primeras poesías, La Comedia Humana, olvidadas, perdidas, inhallables, desconocidas, despreciadas!

Había, sin embargo, verdaderos cargamentos de libros que grandes grúas a vapor bajaban a los patios, y los compradores se apretujaban en los mostradores. Pero uno quería la Teoría de los roces en 20 volúmenes, otro el Compendio de problemas eléctricos, aquél el Tratado práctico de engrase de ruedas motrices y más allá otro pedía la Monografía del cáncer cerebral.

“¡Qué!”, se decía Michel. “¡Pura ciencia! ¡Industria! Igual que en el colegio. ¡Y nada de arte! ¿Pareceré un insensato pidiendo obras literarias? ¿Estaré loco?”

Michel reflexionó durante más de una hora; la búsqueda continuaba y no dejaba de funcionar el telégrafo, y le pedían que confirmara los nombres de los autores; se adentraron en las bodegas, en verdaderos graneros; en vano. Había que renunciar.

-Monsieur -le dijo finalmente un empleaddo, el jefe de la sección Respuestas-, no tenemos nada de eso. Esos autores seguramente han sido muy poco conocidos en su tiempo; sus obras no se han reeditado...

-El tiraje de Nuestra Señora de París fue de 500 mil ejemplares -respondió Michel.

-Me encantaría creerle, monsieur, pero de los autores antiguos que se han reimpreso actualmente tenemos a Paul de Kock, un moralista del siglo pasado; parece que escribe bien, y si usted quiere...

-Buscaré en otra parte -contestó Michel.

-¡Oh! Paseará por todo París sin encontrar nada. Lo que no está aquí no está en ninguna parte.

-Veremos -dijo Michel, y se alejó.

-Pero, monsieur -insisitió el empleado, que por su celo habría sido muy digno vendedor detallista- ¿no quiere obras de literatura contemporánea? Tenemos algunas que han causado bastante ruido en estos últimos años, no se han vendido mal para ser libros de poesía...

-¡Ah! -exclamó Michel, interrumpiéndole- ¿tienen poesía moderna?

-Por supuesto. Y entre otras, Las armonías eléctricas de Martillac, obra permiada por la Academia de las Ciencias, las Meditaciones sobre el oxígeno de M. de Pulfasse, El paralelogramo poético, las Odas descarbonatadas...

Michel no pudo escuchar más. Volvió a la calle, aterrado, estupefacto. ¡Esa brizna de arte no había escapado del influjo pernicioso de su tiempo! ¡La ciencia, la química y la mecánica irrumpían en el domino de la poesía!

“¡Y leen esas cosas! ¡Las compran!” Mientras pensaba esto, casi corría por las calles. “¡Y las firman! ¡ Y las incluyen en las filas de la literatura! ¡Y uno busca en vano un Balzac o un Victor Hugo! ¿dónde encontrarlos? ¡Ah! ¡La biblioteca!”

Michel caminó rápidamente hasta la biblioteca Imperial. Sus edificios, notoriamente aumentados, ocupaban gran parte de la rue Richelieu, desde la rue Neuvedes-Petits-Champs hasta la rue de la Bourse. Los libros, amontonados sin pausa, habían provocado el hundimiento de las viejas paredes del Hotel de Nevers. Cada año se imprimían cantidades fabulosas de obras científicas; los editores no daban abasto y el Estado editaba directamente: los 900 volúmenes que dejara Carlos V, multiplicados mil veces, no habrían dado la cifra actual de volúmenes apilados en la biblioteca; de los 800 mil con que contaba en 1860 había pasado ahora a más de dos millones.

Michel se hizo indicar el sector reservado a la literatura y subió por la escalera de los jeroglíficos, que varios hombres estaban restaurando con golpes de espátula.

Michel llegó a la sala de literatura y la encontró desierta. Parecía más extraña ahora en su abandono que antaño cuando estaba repleta de una multitud estudiosa. Aún la visitaban algunos extranjeros, como si fueran al Sahara, y se les mostraba el lugar donde murió un árabe en 1875, en la misma mesa que ocupó toda la vida.

Las formalidades para obtener una obra eran bastante complicadas; el boletín, que firmaba el solicitante, debía contener el título del libro, el formato, la fecha de publicación, el número de la edición y el nombre del autor. Es decir, a menos que ya se fuera un sabio nadie llegaba a saber; además; el solicitante debía indicar su edad, domicilio, profesión y motivo de la consulta.

Michel cumplió las normas y entregó el boletín perfectamente en regla al bibliotecario, que dormía; siguiendo su ejemplo, los ayudantes de la sala roncaban todos, apoyados en mesas junto a la pared. Sus funciones se habían convertido en verdaderas sinecuras equivalentes a ser acomodador de Odeón.

El bibliotecario despertó sobresaltado y se quedó mirando al audaz joven; leyó el boletín y pareció quedar atónito con el pedido; después de reflexionar profundamente, para terror de Michel lo envió a donde un subalterno que trabajaba cerca de la ventana en un pequeño escritorio solitario.

Michel se encontró ante un hombre de unos setenta años de mirada viva, aspecto sonriente, y la apariencia del sabio que parece ignorarlo todo. Este modesto empleado cogió el boletín y lo leyó atentamente.

-¿Quiere autores del siglo XIX? -comentó-. Un gran honor para ellos; vamos a poder quitarles el polvo. Decíamos que era usted...¿Michel Dufrénoy?

Al leer el nombre, el anciano levantó la cabeza

-¡Eres Michel Dufrénoy! ¡Todavía no te había mirado!

-¿Usted me conoce?

-No te voy a conocer...

El anciano no pudo continuar; una auténtica emoción lo embargaba; tendió la mano a Michel y éste, confiado, se la estrechó con fuerza.

-Soy tu tío -dijo el hombre, finalmente-, tu viejo tío Huguenin, el hermano de tu pobre padre.

-¡Mi tío! ¡usted! -exclamó Michel, emocionado.

-Tu no me conoces. Pero yo te conozco, muchacho. Estaba presente cuando te entregaron ese magnífico premio de versificación latina. ¡El corazón no me podía latir con más fuerza y tú ni lo sabías!

-¡Tío!

-No es culpa tuya, querido niño, lo sé. Yo me he mantenido aparte, lejos de tí, para no perjudicar a la familia de tu tía; pero he seguido paso a paso tus estudios, día a día. Me decía: no es posible que el hijo de mi hermana, el hijo de un gran artista, no haya conservado los instintos poéticos de su padre; y no me equivocaba, pues ahora vienes a pedirme los grandes poetas de Francia. ¡Sí, hijo mío! ¡Te los voy a dar! ¡Los leeremos juntos! ¡Nadie nos va a molestar! ¡Nadie nos mira! ¡Deja que te abrace por primera vez!

Y el anciano estrechó en sus brazos al joven, que se sentía renacer en esas efusiones. Era ésta, hasta el momento, la emoción más dulce de su vida.

- Pero, tío -preguntó-, ¿cómo te has mantenido al corriente de mi vida?

-Hijo querido, tengo un amigo, un hombre valiente que te estima mucho, el profesor Richelot; él me ha contado que eras uno de los nuestros; te he visto trabajando; leí tu composición en versos latinos; era un tema algo difícil de tratar, por los nombres propios: El Mariscal Pélissier en la torre Malacoff. Pero en fin, la moda ha sido siempre la de los viejos temas históricos y, por mi fe, te las arreglaste muy bien.

-¡Oh! -sólo pudo decir Michel.

-Pero no -continuó el anciano sabio-, has hecho dos largos y dos breves con Pelissierus, y un breve y dos largos Malacoff, y así está bien. ¡Mira! Todavía recuerdo estos dos versos: Jam Pelissiero pendenti ex turre Malacoff/ Sebastopolitam concedit Jupiter urbem1. ¡Ah! Hijo mío, cuántas veces, sino fuera por esta familia que me desprecia y que, al cabo, pagaba tu educación, cuántas veces te habría alentado en tus inspiraciones. Pero ahora vendrás a verme, y pronto.

-Todas las tardes, tío, durante mis horas libres.

-Pero me parece que tus vacaciones...

-¡Vacaciones, tío! Mañana por la mañana empiezo a trabajar en el banco de mi primo.

-¡Tú! ¡En un banco! -exclamó el anciano-. ¡Metido en negocios! ¡El colmo! ¿En qué te vas a convertir? ¡Un pobre hombre como yo no te serviría de nada! ¡Ah! Hijo mío, con tus ideas, con tus aptitudes, has nacido demasiado retrasado, y no me atrevo a decir que muy pronto, porque tal como van las cosas ni siquiera se nos permite esperar nada del porvenir.

-¿Pero no me puedo negar? ¿Acaso no soy libre?

-¡No! No eres libre; monsieur Boutardin, desgraciadamenmte, es bastante más que tu tío; es tu tutor; no quiero y no debo empujarte por un camino funesto; no, eres joven; trabaja y logra independizarte, y entonces, si tus gustos no han cambiado, y si todavía estoy en este mundo, ven a buscarme.

-Pero me horroriza el oficio de banquero -respondió Michel, animado.

-Sin duda, hijo mío, y si tuviera sitio para dos en mi casa te diría: “Ven, seremos felices”; pero esa existencia no te llevaría a ninguna parte, porque es necesario, absolutamente necesario, ir a alguna parte. ¡No! ¡Trabaja! Olvídame por unos años; te daría malos consejos; no cuentes a nadie este reencuentro con tu tío; esto te podría perjudicar; no pienses en este anciano que habría muerto hace mucho si no fuera porque tiene la agradable costumbre de venir todos los días a reunirse con sus amigos de los estantes de esta sala.

-Cuando sea libre- dijo Michel.

-¡Sí! En dos años más. Tienes 16; serás mayor de edad a los 18; esperaremos; pero no olvides, Michel, que siempre te tendré reservado un apoyo, un buen consejo y un buen corazón. Vendrás a verme -agregó el anciano contradiciéndose.

-Sí, sí, tío. ¿Dónde vives?

-¡Lejos, muy lejos! En Saint-Denis; pero el ramal del bulevar Malesherbes me deja a dos pasos de casa; allí tengo una habitación, pequeña y fría, pero que será grande cuando tú vayas y cálida cuando estreches tus manos entre las mías.

Y así continuó la conversación de tío y sobrino; el anciano sabio quería reforzar en el joven las hermosas inclinaciones que admiraba; estos deseos se manifestaban continuamente en sus palabras, que traicionaban sus emociones; sabía muy bien cuánto había de falso, desclasado e imposible en la situación de un artista.

Conversaron de todo; el buen hombre se plantó como un viejo libro ante el joven, que lo vendría a hojear de vez en cuando; y realmente gozaba contando las cosas de los tiempos idos.

Michel le explicó la finalidad de su visita a la biblioteca, y le preguntó a su tío, por las razones de la decadencia de la literatura.

-La literatura ha muerto, hijo mío -respondió el tío-. Contempla estas salas desiertas y esos libros sepultados en el polvo; nadie lee nada; yo sólo soy el cuidador de este cementerio, y está prohibida toda exhumación.

El tiempo pasó muy rápido mientras hablaban.

-¡Son las cuatro! -exclamó el tío-. Nos tenemos que despedir.

-Le volveré a ver -le dijo Michel.

-¡Sí! ¡No! ¡Hijo mío! ¡No hablemos más de literatura! ¡Ni de arte! ¡Acepta la situación tal cual está!. Dependes de monsieur Boutardin en primer lugar; sólo en segundo término eres sobrino del tío Huguenin.

-Permítame que lo acompañe -insistió el joven Dufrénoy.

-¡No! Nos podrían ver. Saldré sólo.

-Hasta el próximo domingo, entonces, tío.

-Hasta el domingo, hijo querido.

Michel salió primero, pero esperó en la calle; vió que el anciano se dirigía al bulevar caminando todavía muy erguido. Lo siguió de lejos hasta la estación de la Madeleine.

“En fin”, se dijo, “ya no estoy solo en el mundo.”

Regresó a la residencia. La familia Boutardin, felizmente, cenaba en la ciudad. Michel pasó tranquilamente en su habitación su primera y última tarde de vacaciones.

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1. Entonces a Pélissier, cuyo destino dependía de la torre de Malacoff, Júpiter entrega la ciudad de Sebastopol.

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