París en el siglo XX
Capítulo IX Una visita al
tío Huguenin
Los tres jóvenes se hicieron muy amigos
después de esa velada memorable; constituían un
pequeño mundo aparte en la vasta capital de Francia.
Michel pasaba los días en el Libro Grande; parecía
resignado; sólo le faltaba visitar al tío Huguenin para
ser feliz; con él se habría sentido dentro de una
verdadera familia: el tío sería su padre y los dos amigos
sus hermanos mayores. Solía escribir al viejo bibliotecario y
éste le contestaba lo mejor que podía.
Así transcurrieron cuatro meses; en la oficina parecían
contentos con Michel; el primo lo despreciaba un poco menos; Quinsonnas
lo elogiaba. El joven había hallado, era obvio, su camino:
había nacido para dictar.
El invierno pasó ni bien ni mal; los caloríferos y las
chimeneas de gas se encargaron de combatirlo exitosamente.
Llegó la primavera. Michel consiguió un día
completo de libertad. Era un domingo y decidió consagrarlo por
entero al tío Huguenin.
Por la mañana, a las ocho, se marchó gozosamente de la
casa bancaria, feliz de poder respirar un poco más de
oxígeno lejos del centro financiero. Hacía buen tiempo.
Abril renacía y crecían las flores nuevas de las cuales
los floristas sacarían provecho. Michel se sentía
revivir.
El tío vivía lejos; debió trasladar sus
bártulos hasta donde fuera barato abrigarlos.
El joven Dufrénoy se encaminó a la estación de la
Madeleine, compró su boleto y subió a un imperial; dieron
la señal de partida; el tren subió por el bulevar
Malesherbes, dejó muy pronto la pesada iglesia de Saint-Augustin
a su derecha y a su izquierda el parque Monceaux, que estaba rodeado de
magníficas construcciones; atravesó la primera y luego la
segunda red metropolitana, y se detuvo en la estación de la
puerta de Asniéres, cerca de las antiguas fortificaciones.
Había terminado la primera parte del viaje. Michel saltó
a tierra de inmediato, continuó por la rue
d´Asniéres hasta la rue de la
Révolte, giró a la derecha, cruzó bajo el
ferrocarril de Versalles y por fin llegó a la esquina de la
rue de Caillou.
Quedó frente a una casa de aspecto modesto, alta y llena de
gente; preguntó al conserje por M. Huguenin.
-Piso nueve, puerta derecha -respondió este importante
personaje, empleado del gobierno y nombrado directamente por la
autoridad en ese cargo de confianza.
Michel saludó, entró al ascensor y llegó en pocos
segundos al pasillo del noveno piso.
Tocó la puerta. Vino a abrir monsieur Huguenin en persona.
-¡Tío! -exclamó Michel.
-¡Hijo mío! -respondió el anciano, abriendo los
brazos-. ¡Aquí estás, por fin!
-Sí, tío. Mi primer día de libertad es para
tí.
-Gracias, hijo mío -respondió M. Huguenin, e hizo pasar
al joven a su departamento-. ¡Qué gusto verte! Pero
siéntate; quítate el sombrero; pónte
cómodo. Te quedas, ¿verdad?
-Todo el día, tío, si no te molesto.
-¡Cómo! ¿Molestarme? ¡Pero hijo! Te estaba
esperando.
-¡Me esperabas! Pero no tuve tiempo de avisarte. Habría
llegado antes del aviso.
-Te he esperado todos los domingos, Michel. Y tu desayuno ha estado
allí en la mesa como está ahora
-¿Es posible?
-Yo sabía que vendrías a ver a tu tío algún
día. ¡Aunque has tardado bastante!
-No tuve la oportunidad -respondió Michel, ansioso.
-Lo sé muy bien, querido muchacho, y no te culpo de nada; todo
lo contrario.
-¡Ah! ¡Qué feliz debes ser aquí! -dijo
Michel, que miraba envidiosamente alrededor.
-Veo que examinas a mis viejos amigos, los libros -observó el
tío Huguenin-. ¡Está bien! ¡Está bien!
Pero comencemos por el desayuno. Luego hablaremos de todo eso, aunque
me he prometido no decirte nada de literatura.
-¡Oh, tío! -exclamó Michel en tono de
súplica.
-Veamos. No se trata de eso. Dime qué haces, en qué te
estás convirtiendo. ¡En ese banco! ¿Acaso tus
ideas...?
-Son las mismas de siempre, tío.
-¡Diablos! ¡A la mesa, entonces! ¡Pero me parece que
todavía no me has abrazado!
-¡Un abrazo, tío, un abrazo!
-¡Está bien! ¡Allá vamos, sobrino! Esto me
hará bien; aún no como nada; me dará más
apetito.
Michel abrazó a su tío de todo corazón. Los dos se
sentaron a la mesa.
Sin embargo, el joven no podía dejar de mirar a sus alrededores;
y había de más para picar su curiosidad de poeta.
La pequeña sala, que con el dormitorio formaba el conjunto del
departamento, estaba tapizada de libros, las paredes no se veían
tras los estantes; las viejas encuadernaciones ofrecían a la
mirada el buen color que bruñe el tiempo. Los libros, apenas
cabían, estaban invadiendo la habitación contigua; se
deslizaban por la puerta y se afirmaban en los dinteles de las
ventanas; los había sobre los muebles, en la chimenea y hasta al
fondo de los armarios entreabiertos; estos volúmenes preciosos
no se parecían a esos libros de ricos alojados en bibliotecas
tan opulentas como inútiles; tenían aspecto de sentirse
en casa, de ser dueños del lugar, de estar cómodos a
pesar de apilados; por otra parte, no había ni un gramo de
polvo, ningún doblez en sus páginas ni una mancha en sus
cubiertas; era evidente que una mano amiga los cuidaba todas las
mañanas.
Dos viejos sillones y una gastada mesa de tiempos del Imperio, con sus
esfinges doradas y sus haces romanos, constituían el
amoblamiento de la sala. Debería darle el sol al mediodía
pero las altas paredes de un patio impedían que entrara; una
sola vez en el año, en el solsticio del 21 de junio, si
hacía buen tiempo, el más alto de los rayos del astro
radiante rozaba el techo vecino, se deslizaba velozmente por la
ventana, se posaba como un pájaro en el ángulo de un
estante o sobre el lomo de un libro, temblaba allí un instante y
coloreaba con su proyección luminosa los pequeños
átomos de polvo; después, al cabo de un minuto, retomaba
vuelo y se marchaba hasta el año siguiente.
El tío Huguenin conocía este rayo de luz, que era siempre
el mismo; lo acechaba con el corazón palpitante, con la
atención de un astrónomo; se bañaba en su luz
bienhechora, regulaba la hora de su viejo reloj a su paso; y
agradecía al sol por no haberlo olvidado.
Era su propio cañón del Palais Royal. ¡Pero
sólo se presentaba una vez por año y no siempre, para
colmo!
El tío Huguenin no se olvidó de invitar a Michel a esta
visita solemne del 21 de junio; y Michel prometió no faltar a la
fiesta.
Y comieron el desayuno, modesto, pero ofrecido con el
corazón.
-Éste es un día de gala -dijo el tío-.
¿Sabes con quién cenaremos esta tarde?
-No, tío.
-Con tu profesor Richelot y su nieta, mademoiselle Lucy.
-Por mi fe, tío, que me encantará ver a ese gran
hombre.
-¿Y a mademoiselle Lucy?
-No la conozco.
-Pues la vas a cconocer, sobrino, y te advierto que es encantadora y no
lo sabe. Así que no vayas a decírselo -agregó el
tío Huguenin, riendo.
-Por ningún motivo -comentó Michel.
-Y después de cenar, si les parece, saldremos los cuatro a dar
un buen paseo.
-¡Perfecto, tío! Y así el día
resultará completo.
-Pero Michel, veo que ya no comes ni bebes nada.
-Pero si estoy comiendo, tío -contestó Michel con la boca
llena- ¡Salud!
-Por tu regreso, hijo mío. Porque cuanddo te marchas, siempre me
parece que va a ser por un largo viaje. ¡Ah! ¡Eso!
Háblame un poco. ¿Cómo va tu vida? Ya es hora de
confidencias.
-Encantado, tío.
Michel refirió detalladamente los acontecimeintos de su
existencia diaria, sus aburrimientos, su desesperación;
habló de la máquina calculadora, no omitió la
aventura de la caja perfeccionada; y, en fin, narró sus mejores
días en las alturas del Libro Grande.
-Allí -dijo- encontré mi primer amigo.
-¡Ah! Tienes amigos -comentó el tío Huguenin,
frunciendo el ceño.
-Tengo dos -replicó Michel.
-Es mucho si te engañan -comentó sentenciosamente el buen
hombre- , y bastante si te quieren.
-Pero tío -exclamó Michel animado-, ¡son
artistas!
-Está bien -insistió el tío Huguenin, moviendo la
cabeza-, es una garantía, lo sé muy bien, porque las
estadísticas de las cárceles dan sacerdotes, abogados,
hombres de negocios, agentes de casas de cambio, banqueros,
escribanos...¡Y ni un solo artista! Pero...
-Ya los vas a conocer, tío, y verás qué personas
son.
-Con mucho gusto -respondió el tío Huguenin-. Estimo a la
juventud con la condición de que efectivamente sea joven. Los
viejos anticipados siempre me han parecido hipócritas.
-Yo respondo por ellos.
-Me parece que tus ideas no han cambiado, entonces, en el mundo que
frecuentas.
-Por el contrario -dijo el joven.
-Te endureces en el pecado.
-Así es, tío.
-¡Entonces, desgraciado, confiesa tus últimas
faltas!
-¡Ahora mismo, tío!
Y el joven, inspirado, recitó hermosos versos, bien pensados y
bien dichos, llenos de verdadera poesía.
-¡Bravo! -exclamó el tío Huguenin, entusiasmado-.
¡Bravo, hijo mío! Todavía se hacen estas cosas.
Hablas la lengua de los hermosos días del pasado. ¡Oh!
¡Hijo mío! ¡Me haces gozar y sufrir a la vez!
El anciano y el joven se quedaron un instante en silencio.
-¡Basta! ¡Basta! -casi gritó el tío
Huguenin-. Quitemos esta mesa que molesta.
Michel ayudó al buen hombre, y el comedor volvió a ser
sólo biblioteca.
-¿Y bien, tío? -preguntó Michel.

 
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