París en el siglo XX
Capítulo V Donde se habla de
máquinas calculadoresa y de cajas que se defienden por sí
mismas
Al día siguiente, a las ocho de la
mañana, Michel Dufrénoy se encaminó a las oficinas
de la banca Casmodage y Cía. Ocupaban una de esas casas
construidas sobre el emplazamiento de la vieja ópera de la
rue Neuve-Drout. Condujeron al joven a un vasto paralelogramo
provisto de artefactos de una singular estructura que no
advirtió en un primer momento. Parecían pianos
formidables.
Michel miró entonces la oficina contigua y reparó en unas
cajas gigantescas: tenían aspectos de ciudadelas; poco les
faltaba para tener almenas; en cada una fácilmente podría
haberse alojado una guarnición de 20 hombres.
Michel no pudo evitar estremecerse ante la vista de esos cofres
blindados y acorazados.
“Parecen a prueba de bombas”, se dijo.
Un hombre de unos 50 años, con una pluma en la oreja, se paseaba
gravemente a lo largo de esos monumentos. Michel advirtió de
inmediato que el sujeto pertenecía a la familia de la gente de
cifras, orden de los cajeros; ese individuo exacto, ordenado,
gruñón y rabioso, cobraba con entusiasmo y sólo
pagaba sufriendo, parecía estimar que los pagos eran robos que
se hacían a su caja y que lo que recibía sólo era
una restitución. Unos 60 funcionarios, despachantes y copistas
escribían a duras penas y calculaban bajo su alta
dirección.
Michel debía ocupar un lugar entre ellos; un sirviente lo
condujo donde el personaje importante que lo esperaba.
-Monsieur -le dijo el cajero-, lo primero es que olvide que pertenece a
la familia Boutardin. Es la orden.
-Me parece perfecto -respondió Michel.
-Comenzará su aprendizaje en la máquina
número 4.
Michel se volvió y contempló la máquina
número 4. Era una calculadora.
Hacía mucho que Pascal había contruido un instrumento de
esa especie; en su tiempo su concepción pareció una
maravilla. A partir de entonces, el arquitecto Perrault, el conde de
Stanhope, Thomas de Colmar, Mauret y Jayet, le habían aportado
importantes modificaciones.
La casa Casmodage poseía verdaderas obras maestras; esos
instrumentos parecían, en efecto, enormes pianos; apretando las
teclas se obtenían instantáneamente totales, restas,
productos, cocientes, proporciones, cálculo de amortizaciones y
de intereses compuestos para periodos infinitos y a todas las tasas
imaginables. ¡Las notas altas daban hasta el 150 %! Nada
había más maravilloso que estas máquinas, que
habrían derrotado sin dificultades a las Mondeux y a las
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Pero hacía falta saber manejarla, y Michel
debía tomar lecciones de digitación.
Ya se ve, estaba ingresando en una casa bancaria que recurría a
todos los adelantos de la mecánica y los adoptaba.
Por otra parte, en esa época, la abundancia de negocios y la
multiplicidad de correspondencia concedían una importancia
extraordinaria al más sencillo equipamiento.
El correo de la casa Casmodage movía por lo menos tres mil
cartas diarias, que salían por todos los rincones del mundo. Una
máquina Lenoir, de 15 caballos de fuerza, copiaba sin pausa las
cartas que 500 empleados le iban entregando.
Y sin embargo el telégrafo eléctrico habría debido
disminuir enormemente la cantidad de cartas, ya que nuevos
perfeccionamientos permitían una correspondencia directa con los
destinatarios; el secreto se podía así guardar y los
negocios más considerables tratarse con seguridad a la
distancia. Cada casa poseía sus cables propios, que operaban
según el sistema Wheatstone, en uso en toda Inglaterra
hacía tiempo. Innumerables valores que se cotizaban en el
mercado libre se inscribían por sí mismo en los paneles
situados al centro de las bolsas de París, Londres, Francfort,
Amsterdan, Turín, Berlín, Viena, San Petersburgo,
Constantinopla, Nueva York, Valparaíso, Calcuta, Sidney,
Pekín y Nouka-Hiva.
Por otra parte, el telégrafo fotográfico, inventado en el
siglo pasado por el profesor Giovanni Caselli, en Florencia,
permitía enviar a cualquier parte el facsímil de
cualquier escritura, autógrafo o dibujo, y firmar letras de
cambio de contratos a diez mil kilómetros de distancia.
La red telegráfica cubría ya la superficie completa de
los continentes y el fondo de los mares; América se encontraba a
la altura de Europa, y en la experiencia solemne que se hizo en Londres
en 1903, dos científicos se pusieron en contacto después
de hacer que sus despachos recorrieran toda la faz de la tierra.
A nadie debería sorprender que en esa época de grandes
negocios aumentara vertiginosamente el consumo de papel; Francia, que
fabricaba sesenta millones de kilos hace doscientos años,
gastaba ahora más de trescientos; nadie temía que se
fueran a agotar los trapos, pues se los había reemplazado, con
ventaja, por arbustos y árboles; y en el lapso de doce horas,
los procesos de Watt y Burgess convertían un trozo de materia
prima en magnífico papel; los bosques ya no se utilizaban para
la calefacción; servían para imprimir.
La casa Casmodage fue una de las primeras que adoptó este papel
derivado de maderas y plantas análogas; cuando lo utilizaba para
documentos oficiales, billetes o acciones, lo modificaba con
ácido gálico de Lemfelder que lo volvía resistente
a la acción de los agentes químicos de los
falsificadores; crecía la cantidad de ladrones junto con la de
los negocios; había que cuidarse.
Así era esta casa donde se concentraban enormes negocios. El
joven Dufrénoy iba a desempeñar allí un papel muy
modesto; sería el primer servidor de su máquina de
calcular; ese mismo día asumió sus funciones.
El trabajo mecánico le resultaba sumamente difícil;
carecía del pertinente fuego sagrado, el artefacto funcionaba
bastante mal bajo sus dedos; un mes después cometía
más errores que al principio; pero no enloqueció.
Lo controlaban severamente para terminar con sus veleidades de
independencia y sus instintos artísticos; no contó con un
solo domingo o tarde libre para visitar a su tío. Su
único consuelo era escribirle a escondidas.
Muy pronto fue presa del desaliento y el disgusto; verdaderamente se
sentía incapaz de continuar con ese trabajo manual.
A fines de noviembre, ocurrió la siguiente conversación
entre M. Casmodage, Boutardin hijo y el cajero:
-Ese muchacho es soberanamente imbécil -dijo el banquero.
-A decir verdad, estoy de acuerdo -respondió el
cajero.
-Es lo que antes se llamaba un artista -intervino
Athanase- y nosotros llamamos un insensato.
-La máquina resulta un instrumento peligroso en
sus manos -agregó el banquero-; nos entrega sumas en vez de
restas y nunca ha conseguido calcular ni siquiera un 15% de
interés...
-Es lamentable -dijo el primo.
-¿Y en qué podemos emplearlo?
-preguntó el cajero.
-¿Sabe leer? -quiso averiguar M. Casmodage.
-Es de esperar -contestó Athanase, dudoso.
-Se lo podría utilizar en el Libro Grande,
puede dictarle a Quinsonnas, que necesita un ayudante.
-Tiene usted razón -confirmó el primo-;
dictar es seguramente su única habilidad, porque escribe
pésimo.
-Y en una época en que todo el mundo sabe
escribir -agregó el cajero.
-Si no resulta en ese trabajo -observó M.
Casmodage-, habrá que dejarlo para limpiar los muebles.
-Y ojalá sirviera para eso -remachó el
primo.
-Que venga -dijo el banquero.
Michel compareció entonces ante el temible triunvarato
-Monsieur Dufrénoy -dijo el jefe de la casa, sonriendo con la
más despectiva de sus sonrisas-, su evidente incapacidad nos
obliga a retirarlo de la dirección de la máquina
número 4; los resultados que usted obtiene provocan continuos
errores en nuestros papeles; esto no puede continuar.
-Lo siento, señor... -empezó a decir
Michel, fríamente.
-Sus disculpas son inútiles -continuó,
con severidad, el banquero-. Ya lo hemos destinado al Libro Grande. Me
han dicho que usted sabe leer. Va a dictar.
Michel no respondió. ¡Casi no le
importaba! ¡El Libro Grande o la máquina! ¡Eran lo
mismo! Preguntó cuándo cambiaría de cargo y se
retiró.
-Mañana -alcanzó a decirle Athanase-. Le avisaremos a
monsieur Quinsonnas.
El joven salió de la oficina. No pensaba en el nuevo trabajo,
sino en Quinsonnas, cuyo nombre lo atemorizaba. ¿Quién
podría ser? ¿Algún individuo envejecido en la
copia de artículos del Libro Grande, que durante sesenta
años ha pasado balanceando cuentas corrientes, aquejado por la
fiebre del saldo y frenético de partidas y contrapartidas? A
Michel lo asombraba que no hubieran reemplazado aún por una
máquina al tenedor de libros.
No obstante, lo alegraba verdaderamente no ver más a su
calculadora; estaba orgulloso de haberla menejado mal; esa
máquina tenía el aspecto de un piano, no lo era y eso le
repugnaba.
Michel, encerrado en su habitación, reflexionaba mientras
llegaba velozmente la noche. Se acostó, pero no pudo dormir; de
su cerebro se apoderó una especie de pesadilla. El Libro Grande
se le presentó con dimensiones fantásticas; sus hojas lo
apresaban como si fuera una planta disecada; o bien se sentía
preso bajo el lomo encuadernado, que lo aplastaba con sus refuerzos de
cobre.
Se despertó, agitado, presa del deseo urgente de contemplar ese
formidable utensilio.
“Es infantil”, se dijo, “pero así
quedaré en paz.”
Saltó del lecho sin hacer ruido, abrió la puerta de la
habitación y salió vacilando, tentando en la oscuridad
con los brazos extendidos y los ojos parpadeantes; avanzó por
las oficinas.
Las enormes salas estaban oscuras y silenciosas, las mismas que el
estrépito de las monedas, el tintineo del oro, el roce de los
billetes y el chirrido de las plumas en el papel que llenaban durante
el día con los ruidos propios de un banco. Michel avanzaba al
azar, se perdía en el laberinto; no tenía claro
dónde se encontraba el Libro Grande; pero continuaba; tuvo que
atravesar la sala de máquinas; las alcanzó a ver entre
las sombras.
“Duermen”, se dijo, “ya no
calculan.”
De súbito sintió que el suelo cedía bajo sus pies
y se produjo un ruido espantoso; se cerraron estrepitosamente las
puertas de las salas; los cerrojos y los candados se consolidaron;
silbidos ensordecedores surgían de todas las cornisas; y
repentinamente se iluminó toda la oficina; pero Michel
seguía descendiendo, precipitándose al parecer en un
agujero sin fondo.
Desconcertado, lleno de espanto, quiso huir apenas le pareció
que el suelo se inmovilizaba. ¡Imposible! Estaba prisionero en
una jaula de hierro.
Y en ese momento advirtió que una serie de personas a medio
vestir corrían hacia él.
-Un ladrón -gritaba uno.
-¡Ya está preso! -vociferaba otro.
-¡Llamen a la policía!
Michel no tardó en notar que entre los testigos de su desastre
estaban M. Casmodage y el primo Athanase.
-¡Usted! -gritó uno.
-¡Él! -gritó el otro.
-¡Iba a forzar la caja!
-¡Lo único que faltaba!
-Debe ser sonámbulo -dijo alguien.
La mayor parte de los hombres en pijamas prefirieron
sostener esa opinión; así salvaban la honra del joven
Dufrénoy. Y desenjaularon al joven, víctima inocente de
esas cajas perfeccionadas que se defendían por sí
mismas.
En medio de la oscuridad, Michel había rozado con los brazos la
caja de valores, sensible y pudorosa como una doncella; un sistema de
seguridad se había puesto a funcionar inmediatamente. Se
entreabrió una plancha móvil en el piso y al mismo tiempo
se iluminaron con luz eléctrica las oficinas y se cerraron con
violencia las puertas. Los empleados, que despertaron con la potente
algarabía, se precipitaron hacia la caja, que ya había
bajado hasta el subsuelo.
-¡Esto le enseñará a no pasearse por doonde no
debe! -le dijo el banquero al joven.
Michel, avergonzado, no halló qué decir.
-¡Caramba, qué aparato más ingenioso!
-exclamó Athanase.
-Pero no estará completo -le informó M.
Casmodage- hasta que el ladón, depositado en un coche de
seguridad, sea conducido, por la presión de un resorte, a la
Prefectura de Policía.
“Y sobre todo”, pensó Michel, “hasta que la
máquina aplique por sí misma el artículo del
código penal relativo a los robos con violencia.”
Pero se guardó esta reflexión para sí mismo. Y se
marchó en medio de las carcajadas de los demás.

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