París en el siglo XX
Capítulo XII Opiniones de
Quinsonnas sobre las mujeres
Un insomnio delicioso se apoderó de Michel la
noche siguiente. ¿Para qué dormir? Más
valía soñar despierto; y así lo hizo el joven,
concienzudamente, hasta el alba; sus pensamientos alcanzaron los
últimos límites de la poesía más
etérea.
Por las mañanas, bajó las oficinas y subió a su
montaña. Quinsonnas lo esperaba. Michel estrechó, o
más bien aplastó, la mano de su amigo; pero fue sobrio de
palabras; reasumió el dictado, y dictó en un tono
ardiente.
Quinsonnas lo obsevaba, pero Michel evitaba sus miradas.
“Algo sucede”, se decía el pianista.
“¡Que talante más extraño! Parece alguien que
volviera de los países cálidos.”
Y así transcurrió la jornada, uno dictando y el otro
escribiendo; y los dos observándose de soslayo. Y pasó un
segundo día sin que hubiera ningún intercambio de
pensamientos entre ambos amigos.
“Allí abajo hay amor”, pensaba el pianista,
“dejemos que se aposen sus sentimientos; hablará
más adelante.”
Al tercer día, Michel interrumpió súbitamente a
Quinsonnas en medio de una soberbia mayúscula.
-Amigo mío -le preguntó, ruborizándose-.
¿Qué piensas de las mujeres?
“Así que era eso”, se dijo el pianista, que no
respondió. Michel insistió en su pregunta,
enrojeciéndose aún más.
-Hijo mío -respondió, muy serio, Quinsonnas,
interrumpiendo el trabajo-, es muy variable la opinión que
podemos tener nosotros, los hombres, de las mujeres. No creo por la
mañana lo que creo por la tarde; la primavera agrega a este tema
otros aspectos que el otoño; la lluvia o el buen tiempo pueden
modificar en mucho mis doctrinas; mi digestión, en fin, puede
tener una influencia indudable en lo que yo sienta al respecto.
-Ésa no es una respuesta -dijo Michel.
-Hijo, deja que te conteste con otra pregunta. ¿Crees que
todavía hay mujeres en la tierra?
-¡Claro que sí! -exclamó el joven.
-¿Y las has encontrado por
ahí?
-Todos los días.
-Veamos, conviene que nos pongamos de acuerdo -precisó el
pianista-. No me refiero a esos seres más o menos femeninos cuya
finalidad es contribuir a la propagación de la especie humana,
tarea que terminará siendo realizada por máquinas de aire
comprimido.
-Bromeas...
-Amigo, hablo con toda seriedad, aunque ya sé que esto se puede
prestar para algunas protestas.
-Vamos, Quinsonnas -replicó Michel-, seamos serios.
-¡No! ¡Divirtámonos! Pero, en fin, te repito mi
propuesta: ya no hay mujeres; se trata de un raza extinguida, como los
ornitorrincos y los megaterios.
-Por favor -dijo Michel...
-Déjame continuar, hijo mío; creo que antaño hubo
mujeres, hace muchísimo tiempo; los autores antiguos hablan de
ellas en términos formales; incluso mencionan que la parisiense
sería la más perfecta de todas. Era, según los
viejos textos y retratos, una criatura encantadora y sin rival en el
mundo; reunía en sí misma los más perfectos vicios
y las perfecciones más vicosas; era una mujer en todo el sentido
de la palabra. Pero poco a poco se empobreció la sangre,
decayó la raza, y los fisiólogos pudieron anotar esta
deplorable decadencia en sus escritos. ¿Has visto cómo
los gusanos se transforman en mariposas?
-Sí -dijo Michel.
-Bien. Fue al contrario: la mariposa se transformó en gusano. El
andar acariciante de la parisiense, su gracia bien tornada, su mirada
espiritual y tierna a un tiempo, su amable sonrisa, su cuerpo a punto y
firme, dieron paso a formas alargadas, flacas, áridas,
descarnadas y sin gracia, y a una desenvoltura mecánica,
metódica y puritana. El talle, se aplanó, la mirada se
volvió austera, las articulaciones se anquilosaron; una nariz
dura y rígida descendió sobre labios demasiado finos; el
paso se alargó; el ángel de la geometría, antes
tan pródigo en curvas atractivas, dejó a la mujer
reducida al rigor de la línea recta y de los ángulos
agudos. La francesa se ha vuelto norteamericana; habla con seriedad de
asuntos serios, encara la vida con frialdad, cabalga sobre el magro
espinazo de las costumbres, se viste mal y sin gusto, ¡si hasta
lleva sostenes de tela galvanizada que pueden resistir las mayores
presiones! Hijo mío, Francia ha perdido su verdadera
superioridad; las mujeres del siglo encantador de Luis XIV
habían afeminado a los hombres, pero después se pasaron
al génro masculino y ahora no valen ni para la mirada de un
artista ni para las atenciones de un amante...
-Caramba -exclamó Michel.
-Sí -replicó Quinsonnas-, observo que te
ríes.¡Crees tener algo bajo la manga que me va a
confundir! ¡Ya me tienes preparada la pequeña
excepción a la regla! ¡Bien! Verás que se confirma
la regla, y punto. Mantengo lo que te he dicho. E iré más
lejos: no hay mujer, de ninguna clase social, que haya escapado a esta
degradación de la raza. La coqueta humilde ha desaparecido, la
cortesana, que era por lo menos tan tierna como audaz, ahora padece de
grave inmoralidad; es falsa y tonta, pero gana fortunas en el orden y
en la economía, sin que nadie se arruine por ella.
¡Arruinarse! ¡Vamos! Esa palabra ha envejecido. Todo el
mundo se enriquece, hijo mío, menos el cuerpo y el
espíritu humanos.
-¿Me estás diciendo entonces que es impposible hallar una
sola mujer en esta época?
-Por supuesto. No hay ninguna menor de noventa y cinco años. Las
últimas murieron con nuestras abuelas. Sin embargo...
-¡Ah! ¿Sin embargo?
-Algo se puede encontrar en el faubourg Saint Germain; en ese
rincón del inmenso París todavía se cultiva esa
rara planta, esa puella desiderata, como diría tu
profesor; pero solamente allí.
-Así que insistes en esa creencia -le dijo Michel, sonriendo con
algo de ironía- de que la mujer es una raza extinguida.
-Pero, hijo mío, si los grandes moralistas del siglo XIX ya
presentían esta catástrofe. Balzac, que sabía
mucho, se lo comentó a Stendhal en su famosa carta: la mujer,
dice, es la Pasión, y el hombre es la Acción, y por este
motivo adora el hombre a la mujer. Pero ahora los dos son acción
y por eso no hay más mujeres en Francia.
-Está bien -dijo Michel-. ¿Pero qué piensas del
matrimonio?
-Nada bueno.
-Pero dime algo.
-No me impresiona el matrimonio de nadie ni me importa el
mío.
-Así que no piensas casarte.
-No, mientras no se establezca ese famoso tribunal que exigía
Voltaire para juzgar los casos de infidelidad, un tribunal con seis
hombres y seis mujeres y un hermafrodita que tenga el voto decisivo en
caso de empate.
-Deja las bromas, por favor.
-No bromeo. ¡Ésa es la única garantía!
¿No recuerdas lo que pasó hace un par de meses en el
proceso de adulterio que le hizo monsieur de Coutances a su
mujer?
-¡No!
El presidente preguntó a madame de Coutances porqué
había olvidado cumplir sus deberes: “Tengo mala
memoria”, contestó ella. Y se la declaró inocente.
¡Y bien! Francamente, esa respuesta merecía ese
fallo.
-Olvida a madame de Coutances -dijo Michel- y volvamos al
matrimonio.
-Hijo mío, ésta es la verdad absoluta: si eres joven, te
puedes casar. Pero una vez casado, ya no puedes ser joven otra vez. Hay
entonces entre el estado de casado y el de soltero una diferencia
espantosa.
-Pero Quinsonnas, ¿qué tienes, exactamente, contra el
matrimonio?
-Esto es lo que te puedo decir: el matrimonio me parece una heroicidad
inútil en una época en que la familia propende a
destruirse, en que el interés particular empuja a cada de uno de
sus miembros por caminos diversos, en que la necesidad de enriquecerse
a cualquier precio mata los sentimientos del corazón; antes,
según los autores antiguos, todo era diferente; si hojeas los
viejos diccionarios, te sorprenderá encontrar palabras como
penates, lares, hogar doméstico, interior, la compañera
de la vida, etc; pero esas expresiones hace mucho que desaparecieron,
junto con las realidades que representaban. Ya no se utilizan; parece
que antaño los esposos (otra palabra en desuso) mezclaban
íntimamente su existencia; uno recuerda las palabras de Sancho:
“¡No es gran cosa un consejo de mujer, pero se sería
un loco si no lo escuchara!” Y se lo escuchaba. Pero mira la
diferencia: el marido de hoy vive lejos de su mujer; en la actualidad
habita en el club, allí desayuna, allí trabaja, cena y
juega, y allí se acuesta. Madame hace sus cosas por su lado.
Monsieur la saluda como a una extraña, si es que la encuentra
por casualidad en la calle; la visita de vez en cuando, aparece los
lunes o los miércoles; a veces madame lo invita a comer, rara
vez a pasar la tarde; en fin, se encuentran tan poco y se tutean tan
poco que uno llega a preguntarse si verdaderamente quedan herederos en
este mundo.
-Esto es casi cierto -comentó Michel.
-Completamente cierto, hijo mío -insistió Quinsonnas-. Ha
continuado la tendencia del siglo último: ya entonces se trataba
de tener los menos hijos que fuera posible, las madres se molestaban si
veían que sus hijas quedaban embarazadas muy pronto y los
maridos jóvenes se desesperaban por haber cometido tamaña
barbaridad. Por otra parte, hoy ha disminuido notablemente el
número de hijos legítimos en beneficio de la
multiplicación de hijos naturales; estos últimos ya son
la mayoría; muy pronto serán los dueños de Francia
y aplicarán la ley que impide la búsqueda de la
paternidad.
-Eso me parece evidente -dijo Michel.
-Ahora bien, el mal, si esto es mal, existe en todas las clases
sociales; advierte que un viejo egoísta como yo no condena ese
estado de cosas, sino que lo aprovecha; pero podía explicarte
que el matrimonio ya no es el arreglo de antes, y que las llamas del
himen ya no sirven para hervir el agua de la olla.
-¿Y si por alguna razón improbable, imposible, llegaras a
querer casarte?
-Querido, antes trataré de hacerme millonario como los
demás; hace falta dinero para vivir esta gran existencia por
partida doble; no hay muchacha que se case que no tenga su peso en oro
en los cofres paternales, y una María Luisa con una con apenas
doscientos cincuenta mil francos no encontraría un hijo de
banquero que la quisera.
-¿Y un Napoleón?
-Hay muy pocos Napoleones, hijo mío.
-Veo que tu matrimonio no te provoca el menor entusiasmo.
-No exactamente.
-¿Y te entusiasmaría el mío?
-Veremos -dijo el pianista, sin comprometerse.
-¿No dices nada?
-Te estoy observando -comentó, muy serio, Quinsonnas.
-Y...
-Me preguntó por dónde voy a empezar a
desligarte...
-¡A mí!
-¡Sí! ¡Insensato! ¿En qué te vas a
convertir?
-En alguien feliz -respondió Michel.
-Razonemos. O tienes o no tienes genio. Si la palabra te molesta,
digamos talento. Si no lo tienes, los dos se morirán de miseria.
Y si lo tienes, la cosa cambia.
-¿Cómo es eso?
-Hijo mío, ¿no sabes que el genio, e incluso el talento,
son enfermedades, y que la mujer de un artista se tiene que resignar al
rol de enfermera...?
-Pero encontré...
-Una hermana de la caridad. No hay otra posibilidad. Y no las hay.
Ahora sólo existen las primas de la caridad...
-La he encontrado, te dije que la encontré -insistió
Michel con fuerza.
-¿Una mujer?
-¡Sí!
-¿Una joven?
-¡Sí!
-¿Un ángel?
-¡Sí!
-Muy bien, hijo mío, arráncale las plumas y ponlas en la
jaula, o se te volará.
-Escúchame, Quinsonnas, se trata de una joven dulce, buena,
amante...
-¿Y rica?
-¡Pobre! A punto de quedar en la miseria. Sólo la he visto
una vez...
-¡Demasiado! Más valdría que la vieras a
menudo...
-No te burles, amigo mío; es la niña de mi viejo
profesor; ya perdí la cabeza, la amo; conversamos como si nos
conociéramos hace veinte años; me va a amar, ¡es un
ángel!
-¡Te repites! Pascal dijo que el hombre no es ni bruto ni
ángel. ¡Bien! Ustedes dos, tú y tu hermosa, lo van
a desmentir de manera furibunda...
-¡Quinsonnas!
-¡Cálmate! ¡No eres el ángel! ¿Es
posible? ¡Él! ¡Enamorado! ¡Y pensar, a los
diecinueve años, en hacer lo que todavía a los cuarenta
es una tontería!
-Lo que es una bendición, si se es amado -respondió el
joven
-¡Basta! ¡Cállate! -exclamó el pianista-.
¡Cállate! ¡ Me exasperas! No digas una palabra
más o...
Y Quinsonnas, verdaderamente irritado, golpeó con violencia las
páginas inmaculadas del Libro Grande.
Las conversaciones sobre las mujeres y el amor pueden resultar, sin
duda, interminables, y ésta podría haber durado hasta la
noche si no se hubiera producido una accidente terrible de
consecuencias incalculables.
Al gesticular con tanta violencia, Quinsonnas golpeó sin querer
el enorme sifón que vertía las tintas multicolores, y
unas olas rojas, amarillas, verdes y azules se extendieron como
torrentes de lava por las páginas del Libro Grande.
Quinsonnas no pudo contener un grito terrible; temblaron las oficinas.
Creyeron que el Libro Grande se desmoronaba.
-Estamos perdidos -pudo decir Michel, con la voz alterada.
-Así es, hijo mío -agregó Quinsonnas-. La
inundación avanza. ¡Sálvese quien pueda!
Pero en ese instante aparecieron en la sala de contabilidad monsieur
Casmodage y el primo Athanase. El banquero se dirigió al
escenario del crimen; quedó aterrado; abrió la boca y no
pudo hablar; la cólera lo ahogaba.
¡Y había que enfadarse! Habían tachado ese libro
maravilloso donde se inscribían las enormes operaciones del
banco. Habían manchado ese recipiente precioso de los asuntos
financieros, contaminando ese verdadero atlas que contenía todo
un mundo, habían mancillado, destrozado, arruinado, extinguido
ese monumento gigantesco que el conserje mostraba a los extranjeros los
días festivos. Su guardián, el hombre a quien se
había confiado esa tarea sin igual, traicionaba así su
mandato. ¡El sacerdote deshonraba el altar con sus propias
manos!
M. Casmodage pensaba todas estas cosas horribles, pero no podía
hablar. En la oficina reinaba un silencio espantoso.
De súbito, M. Casmodage hizo un ademán hacia el
desgraciado copista; el gesto consistía en un brazo extendido
hacia la puerta con tal fuerza, convicción y voluntad que no
había la menor posibilidad de equívoco. Ese
ademán, con palabras, habría dicho “¡Salga de
aquí!” en todos los idiomas humanos. Quinsonnas
descendió de las cimas hospitalarias donde había pasado
su juventud. Michel lo siguió y se acercó al
banquero.
-Mosieur -le dijo-, yo soy el que...
Otro gesto del mismo brazo extendido, más tenso aún si es
posible, envió al que dictaba tras el copista.
Entonces Quinsonnas se quitó cuidadosamente las mangas de tela,
cogió el sombrero, lo limpió con el codo, se los puso, y
avanzó directamente hacia el banquero.
Los ojos de éste lanzaban relámpagos, pero no
conseguía tronar.
-Monsieur Casmodage y Cía. -dijo Quinsonnas con su voz
más amable-, puede que usted crea que soy el autor de este
crimen, pues eso es haber deshonrado su Libro Grande. Pero no lo debo
dejar en el error. Tal como todos los males de este mundo, son las
mujeres las que han provocado esta desgracia irreparable; culpe
entonces a nuestra madre Eva y a su estúpido marido; toda pena y
sufrimientos de ellos nos vienen, y si nos duele el estómago es
porque Adán comió manzanas crudas. Buenas tardes.
Y el artista se marchó seguido de Michel, mientras Athanase
sostenía el brazo del banquero, como Aarón
sostenía a Moisés durante la batalla con los
Amalecitas.

 
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