París en el siglo XX
Capítulo XIII Donde se trata
de la facilidad con que puede morir un artista en el siglo
XX
La situación del joven había cambiado
notoriamente. Puestos en su lugar, muchos habrían desesperado y,
desde luego, no habrían contemplado las cosas desde su punto de
vista; ya no podía contar con la familia de su tío y se
sentía libre; lo habían expulsado del trabajo y le
parecía haber salido de la cárcel; le daban las gracias,
y consideraba que era él quien debía dar mil gracias. Sus
preocupaciones no llegaban al punto de que se preguntara qué iba
a ser de él. Se sentía capaz de todo, omnipotente.
A Quinsonnas le costó bastante tranquilizarlo, pero hizo lo
posible por aminorar esa efervescencia.
-Ven a casa -le dijo-. Hay que dormir.
-Me acostaré cuando salga el sol -respondió Michel con
grandes ademanes.
-Saldrá por lo menos metafóricamente -comentó
Quinsonnas-, pero, físicamente, es de noche; y uno no duerme al
aire libre; por lo demás ya no hay estrellas hermosas; los
astrónomos sólo se ocupan ahora de las que no se ven.
Vamos; hablaremos de esta situación.
-Hoy no -contestó Michel-. Me dirás cosas desagradables.
Ya las conozco. ¿Y qué me puedes decir que ya no sepa?
¿Le vas a decir a un esclavo, ebrio de sus primeras horas de
libertad, “Sabrás, amigo mío, que ahora te vas a
morir de hambre?”
-Tienes razón; me callaré por ahora; pero
mañana...
-Mañana es domingo. ¿Quieres estropearme mi día de
fiesta?
-¡Ah, eso! No podremos hablar entonces.
-¡Sí! ¡Claro que sí! Uno de estos
días.
-¡Una idea! -exclamó el pianista-. Mañana es
domingo y podríamos ir a ver a tu tío Huguenin. Me
encantaría conocer a ese hombre valiente.
-De acuerdo.
-Pero nos dejarás que entre los tres busquemos una
solución.
-¡Bien! Me parece bien -comentó Michel-, y seríamos
harto imbéciles si no encontramos una.
-Hm, hm -murmuró Quinsonnas, que se conntentó con mover
la cabeza y no dijo más.
Al día siguiente tomó un taxi de gas y fue a buscar a
Michel; éste lo esperaba; bajó; saltó al
vehículo, y el mecánico puso la máquina en
movimiento; era una maravilla observar cómo el coche se
dirigía velozmente a su destino sin usar aparentemente
ningún motor; Qinsonnas prefería este modo de
locomoción y casi no utilizaba los ferrocarriles.
Hacía buen tiempo; el taxi de gas circulaba por las calles que
apenas empezaban a despertar, giraba con precisión en las
esquinas, subía por las rampas sin dificultades y avanzaba a una
maravillosa velocidad por las calles asfaltadas.
Al cabo de veinte minutos ya habían llegado a la rue de
Caillou. Quinsonnas pagó la carrera, y los dos amigos
subieron hasta el piso del tío Huguenin.
Él mismo abrió la puerta. Michel le saltó al
cuello y le presentó a su amigo Quinsonnas.
M. Huguenin acogió cordialmente al pianista, le mostró
las sillas a los visitante y los invitó sin más
trámites a desayunar.
-Pero, tío -dijo Michel-, yo tenía un prroyecto
-¿Y cuál es, hijo mío?
-Llevarte todo el día a pasear por el campo.
-¡Al campo! -exclamó el tío-. ¡Pero si ya no
hay campo, Michel!
-Es verdad -agregó Quinsonnas-. ¿Dónde has visto
campo?
-Veo que monsieur Quinsonnas piensa lo mismo que yo -observó el
tío.
-Totalmente, monsieur Huguenin.
-Mira, Michel -continuó el tío-, el campo es los
árboles, las praderas, los arroyuelos, las llanuras y, sobre
todo, la atmósfera. ¡Pero no hay atmósfera en
treinta kilómetros a la redonda de París! Nos
burlábamos de la de Londres y con las diez mil chimeneas de las
fábricas, con las industrias de procesos químicos, con el
abono artificial, con los humos del carbón, con los gases de
todo tipo, con toda esa misma industrial, tenemos ahora un aire
equivalente al del Reino Unido. Así que, a menos que vayamos
lejos, muy lejos para mis viejas piernas, no soñemos con
respirar aire puro. Mejor que nos quedemos tranquilamente en casa,
cerremos bien las ventanas y desayunemos lo mejor que nos sea
posible.
Y se hizo según a los deseos de M. Huguenin; se sentaron a la
mesa; comieron; conversaron de esto y lo otro. M. Huguenin obsevaba a
Quinsonnas, que no pudo dejar de decirle, a los postres:
-Francamente, mosieur Huguenin, da gusto ver un rostro como el suyo en
este tiempo de caras siniestras; permítame que le estreche la
mano.
-Monsieur Quinsonnas, hace mucho que lo conozco; este joven me ha
hablado más de una vez de usted; sabía que es de los
nuestros, y le agradezco a Michel por la visita; ha hecho muy bien en
traerlo.
-¡Eh! ¡Eh! Mosieur Huguenin, en realidad soy yo quien lo ha
traído.
-¿Y qué ha pasado entonces, Michel, parra que él
te haya traído aquí?
-Monsieur Huguenin -insistió Quinsonnas-, traído no es la
palabra; habría que decir arrastrado.
-¡Oh! -exclamó Michel-. Quinsonnas es la
exageración en persona.
-Pero, en fin -dijo el tío.
-Monsieur Huguenin -continuó el pianistta-, mírenos
bien.
-Los estoy mirando, señores.
-Veamos, Michel, vuélvete un poco para que tu tío nos
pueda examinar desde todos los ángulos.
-¿Y no me pueden decir el motivo de esta
exhibición?
-Monsieur Huguenin, ¿no le parece que hay en nosotros algo de
esas personas que acaban de salir por una puerta?
-¿Salir por una puerta?
-Pero...Salir como se sale para siempre.
-¡Cómo! ¿Ha ocurrido una desgracia?
-¡La felicidad! -exclamó Michel.
-No seas niño- dijo Quinsonnas alzándosse de hombros-.
Monsieur Huguenin, estamos en la calle, o, mejor, sobre el asfalto de
París.
-¿Es posible?
-¡Sí, tío! -respondió Michel.
-¿Y qué ha pasado?
-Se lo cuento, monsieur Huguenin.
Y Quinsonnas comenzó el relato de su catástrofe. Su modo
de narrar y de afrontar los acontecimientos y su exuberante
filosofía arrancaron sonrisas involuntarias al tío
Huguenin.
-Pero esto no tiene nada de gracioso -dijo.
-Tampoco es para llorar -agregó Michel.
-¿Y qué van a hacer?
-No nos preocupemos por mí -dijo Quinsoonnas-, sino por el
niño.
-Y sobre todo -replicó el joven-, hablemos como si yo no hubiera
estado allí.
-Veamos el punto -siguió Quinsonnas-. Tenemos un muchacho que no
puede ser ni financista, ni comerciante, ni industrial.
¿Cómo se las va a arreglar en este mundo?
-Éste es el punto por resolver -acotó el tío-, y
es verdaderamente complicado; usted ha nombrado, señor, las tres
únicas profesiones actuales; y no veo que haya otras, a menos
que...
-Propietario -dijo el pianista.
-¡Precisamente!
-¡Propietario! -casi gritó Michel, riendo a
carcajadas.
-¡Y se burla! -protestó Quinsonnas-. Trata con
imperdonable ligereza una profesión tan lucrativa como
honorable. ¿Has pensado alguna vez, desgraciado, en lo que es un
propietario? Amigo mío, si es aterrador lo que contiene esa
palabra. Cuando uno piensa en que un hombre, tu semejante, hecho de
carne y hueso, nacido de un hombre y de una mujer mortales, posee una
porción del globo. En que esa porción del globo le
pertenece como su cabeza, y a veces más todavía. En que
nadie, ni siquiera Dios, puede quitarle esa porción del globo
que transmite a sus herederos. En que tiene derecho a excavarla, a
desordenarla, a construir en ella según su fantasía. Que
todo es de él, el aire que la rodea, el agua que la riega. Que
puede quemar sus árboles, beber de sus arroyos y comerse la
hierba si le place. Que cada día se dice “Esta tierra que
el Creador creó en el primer día del mundo me pertenece
en parte; esta superficie del hemisferio es mía, muy mía,
con todo el aire respirable que hay encima y todos los
kilómetros de estratos terrestres que hay debajo”. Pues
este hombre es propietario hasta el centro mismo del globo y
sólo limita con su copropietario de las antípodas. Pero,
niño deplorable, tu jamás has reflexionado como para
reír así, jamás has calculado que un hombre que
pósee una simple hectárea tiene en su poder, realmente,
un cono gigantesco que encierra miles de metros cúbicos que son
sólo de él, de él, completamnete de
él.
Quisnonnas era magnífico, describía de manera
fantástica. ¡Qué ademanes! ¿Qué
entonación! ¡Qué porte! Ilusionaba; era imposible
no hacerle caso; era el hombre que tenía propiedades, que
poseía.
-¡Ah, monsieur Quinsonnas! -exclamó el tío
Huguenin-. ¡Es soberbio! ¡Francamente debería ser
propietario por el resto de la vida!
-¿Verdad, monsieur Huguenin? ¡Y este niño que se
ríe!
-¡Sí! Me río -dijo Michel- porque nunca va a
suceder que yo sea propietario ni de un metro cúbico de terreno,
a menos que el azar...
-¿Cómo? ¡El azar! -gritó el pianista-. No
entiendes esa palabra y te atreves a usarla.
-¿Qué quieres decir?
-Quiero decir que azar es una palabra que viene del árabe y
significa “difícil”. Nada menos. Así que en
este mundo sólo hay dificultades que vencer. Y uno se las
arregla con perseverancia e inteligencia.
-¡Así se habla! -dijo el tío Huguenin-. Veamos,
Michel, ¿qué piensas tú?
-No soy tan ambicioso, tío, y los miles de metros cúbicos
de Quinsonnas apenas me conmueven...
-Pero -acotó Quinsonnas- una hectárea de tierra produce
de veinte a veinticinco hectolitros de trigo, y un hectolitro de trigo
puede rendir setenta y cinco kilos de pan. Medio año de
alimentación a una libra por día.
-¡Ah! Alimentarse, alimentarse -exclamó Michel-. Siempre
la misma canción.
-¡Sí, hijo mío, la canción del pan, que a
menudo se canta con un tono bastante triste!
-En fin, Michel -preguntó el tío Huguenin-,
¿qué quieres hacer?
-Si fuera completamente libre, tío, trataría de poner en
práctica esa definición de felicidad que leí no
sé donde y que incluye cuatro condiciones.
-No es que quiera ser curioso, ¿pero cuáles son?
-preguntó Quinsonnas.
-La vida al aire libre -respondió Michel-, el amor de una mujer,
el desapego de toda ambición y la creación de una belleza
nueva.
-Bueno -comentó el pianista riendo-, Michel ya ha cumplido la
mitad del programa.
-¿Cómo es eso? -preguntó el tío
Huguenin.
-¿La vida al aire libre? Ya está en la calle...
-Así es -dijo el tío.
-¿El amor de una mujer?
-Silencio -advirtió Michel, enrojeciendo.
-Está bien -murmuró M. Huguenin, con expresión
amistosa.
-En cuanto a las otras dos condiciones -continuó Quinsonnas-, la
cosa es más difícil. Me parece demasiado ambicioso como
para hablar de desapego.
-Pero la creación de belleza nueva -insistió Michel con
entusiasmo.
-Este soldado es capaz -comentó Quinsonnas.
-Mi pobre niño -dijo el tío, en tono bastante
triste.
-Tío.
-No sabes nada de la vida y hay que aprender a vivir durante toda la
vida, ha dicho Séneca; te pido que por favor no te dejes
arrastrar por esperanzas insensatas; tienes que creer en los
obstáculos.
-En efecto -volvió a hablar el pianista-, uno no está
solo en este mundo; tal como en la mecánica, uno es parte de
infinidad de roces. Roces con los amigos, con los enemigos, con los
importunos, con los rivales. Uno está en medio de mujeres, de la
familia, de la sociedad. Un buen ingeniero debe considerar todos los
factores.
-Monsieur Quinsonnas tiene razón -dijo el tío Huguenin-,
pero precisemos un poco más las cosas, Michel; hasta ahora, que
yo sepa, no te ha ido muy bien en los asuntos financieros.
-¡Y por eso quiero seguir mis gustos y mis aptitudes!
-¡Tus aptitudes! -exclamó el pianista-. Francamente, en
este instante eres el espectáculo triste del poeta que se muere
de hambre y que sin embargo abriga esperanzas.
-Este diablo de Quinsonnas -comentó Michel- tiene una manera tan
agradable de plantear las cosas.
-No me burlo, estoy dando argumentos. ¡Quieres ser un artista en
una época donde el arte ha muerto!
-¡Muerto!
-Está muerto y enterrado, con epitafio y urna funeraria.
Ejemplo: ¿Eres pintor? Bien. La pintura ya no existe. Ya ni
siquiera hay cuadros. Ni en el Louvre. Los restauraron con tanta
sabiduría en el siglo pasado que todos se arruinaron. La
Sagrada familia de Rafael ya sólo se compone de un brazo de
la Virgen y de un ojo de San Juan; y eso es bastante poco, Las bodas
de Caná muestran sólo un arco aéreo tocando
una viola voladora. ¡Insuficiente! Los Ticiano, Correggio,
Giorgione, Leonardo, Murillo y Rubens sufren una enfermedad de la piel
que les contagiaron sus médicos y se están muriendo;
sólo nos quedan sombras inasibles, líneas imprecisas,
colores corroídos, ennegrecidos, mezclados, de lo que eran
cuadros espléndidos. Han dejado que se pudran los cuadros y
también los pintores. Hace cincuenta años que no hay una
sóla exposición. ¡Menos mal!
-¿Menos mal? -repitió M. Huguenin
-Sin duda, ya que el siglo pasado fue una época en que el
realismo progresó de una manera que finalmente resultó
intolerable. Incluso se cuenta que un tal Courbet, durante una de las
últimas exposiciones, se expuso él mismo, de cara a la
pared, mientras cumplía con uno de los actos más
higiénicos pero menos elegantes. Como para que huyeran los
pájaros de Zeuxis.
-¡Qué horror! -dijo el tío.
-Y después de eso fue un desastre -continuó Quinsonnas-.
Así pues, en el siglo XX, ni pinturas ni pintores. ¿Y
quedan escultores? Tampoco. Pero sí llegaron a instalar, en
medio del patio del Louvre, a la musa de la industria, una gran matrona
en cuchillas sobre un cilindro industrial, con un viaducto sobre las
rodillas, una mano en una bomba de agua y la otra en un silbato, un
collar de pequeñas locomotoras y un pararayos en la
cabeza...
-¡Qué barbaridad! Iré a ver esa obra maestra -dijo
M. Huguenin.
-Vale la pena -continuó Quinsonnas-. Así que no hay
escultores. ¿Y músicos? Ya conoces, Michel, mi
opinión. ¿Harías literatura? ¿Pero
quién lee novelas? Ni siquiera los que las escriben, si uno se
fija en el estilo. ¡No! Todo eso ha terminado,
acabó.
-Pero por lo menos quedarán, cerca del arte, las profesiones que
lo rodean -insinuó Michel.
-¡Ah! ¡Sí! Antes podías ser periodista;
así era, en efecto, cuando existía una burguesía
que creía en los periódicos y hacía
política. ¿Pero a quién le importa la
política? ¿Y en el exterior? Pero si la guerra ya no es
posible y la diplomacia ha pasado de moda. ¿Y en el país?
¡Tranquilidad absoluta! Ya no hay partidos políticos en
Francia: los orleanistas se dedican al comercio y los republicanos a la
industria; apenas hay por allí algunos legitimistas que se
reunen en torno a los Borbones de Nápoles y mantienen una
gacetilla para poder suspirar. El gobierno se ocupa de sus asuntos como
un buen comerciante, y paga realmente sus gastos. ¡Hay quien cree
que este año pagará dividendos! Las elecciones no
apasionan a nadie; hijos de padres diputados acceden al mismo cargo y
lo ejercen legislando sin hacer ruido, como esos niños sabios
que sólo trabajan en sus habitaciones. ¡Como para creer
que candidato viene de cándido! Ante tal estado de cosas,
¿de qué sirve el periodismo? ¡De nada!
-Desgraciadamente todo eso es así -dijo el tío Huguenin-.
El periodismo agotó su tiempo.
-¡Sí! Como los que fueron liberados de Fontevraul o de
Melun. Y no volverá. Se abusó mucho hace cien
años, y ahora pagamos las consecuencias; entonces ya casi nadie
leía pero todo el mundo escribía; en 1900, la cantidad de
periódicos de Francia, políticos o no, ilustrados o no,
alcanzó los sesenta mil. Se los escribía en todos los
dialectos, para instruir a los campesinos, en picardo, vasco,
bretón, árabe. Sí, señores, había un
diario en árabe, El centinela del Sahara, que los
bromistas de la época llamaban “el diario
hebdromedario”. Y bien. Todo ese furor periodístico
acabó con el periodismo y por una razón muy simple: los
escritores eran más numerosos que los lectores.
-En esa época -comentó el tío Huguenin--,
también había revistas especializadas que se las
arreglaban para sobrevivir.
-Sin duda -aclaró Quinsonnas-, pero a pesar de todas sus
cualidades, con ellas ocurrió como con el juramento de Roland:
la gente que las redactaba abusó del ingenio y la veta
acabó por agotarse; al final nadie comprendía nada. Por
otra parte, esos amables escritores terminaron por matarse entre ellos
mismos; nunca hubo una mayor acumulación de críticas mal
intencionadas; había que poseer piel de elefante para resistir
tanto. Los excesos llevaron a la catástrofe y esas revistas se
reunieron, en el olvido, con el otro periodismo.
-¿Pero no hubo una crítica de calidad que se cuidaba de
sí misma? -preguntó Michel.
-Por supuesto -respondió Quinsonnas-. ¡Hubo verdaderos
príncipes! ¡Personas que vendían su talento y hasta
lo revendían! Hacían antesala en casa de los grandes
señores, muchos de los cuales no tuvieron escrúpulos en
poner tarifa a los elogios; y pagaban y siguieron haciéndolo
hasta que un suceso impreviso vino a terminar radicalmente con estos
sumos sacerdotes.
-¿Qué suceso?
-La aplicación a gran escala de un artículo del
código penal. Toda persona nombrada en un artículo
tenía derecho a responder en el mismo lugar y con igual cantidad
de palabras. Los autores de obras de teatro, de novelas, de libros de
filosofía, de historia, empezaron a responder en masa a sus
críticos; cada uno de ellos tenía derecho a una cantidad
de palabras y usaba su derecho; los periódicos intentaron
resistir, al principio, este proceso; se los condenó; para que
cupieran las respuestas, agrandaron el formato; pero los inventores de
maquinaciones no cejaron; no se podía hablar de nada sin
provocar una respuesta; y esto se convirtió en un abuso de tales
dimensiones que terminó por acabar con la crítica. Y con
ella desapareció el último recurso del periodismo.
-¿Pero qué podemos hacer entonces? -preguntó el
tío Huguenin.
-¿Qué hacer? Ésa es la pregunta de siemmpre, a
menos que se sea médico, sino se quiere ser industrial,
comerciante o financista. ¡Pero que me lleve al diablo! ¡Me
parece que las enfermedades se están gastando y que si la
facultad no inocula algunas nuevas en la gente, se va a quedar sin
pacientes! Y qué decir de los tribunales. Ya no hay pleito; todo
se transa; la gente prefiere una mala transacción a un buen
proceso; es más rápido y más comercial.
-Pero me parece -dijo el tío- que todavía hay
periódicos financieros.
-Sí -respondió Quinsonnas-, pero no creo que Michel
quiera entrar en eso y hacer boletines, vestirse con la librea de un
Casmodage o de un Boutardin, redondear los periodos, los decimales y
los porcentajes, ser sorprendido cada día en delito flagrante de
equivocación, profetizar con aplomo los acontecimientos
partiendo del principio de que si la profecía no se cumple se la
olvidará y de que, si se cumple, elevará a las alturas el
prestigio de su perspicacia; no creo, en fin que quiera aplastar
sociedades rivales en beneficio de un banquero. ¿Tú
harías todo eso, Michel?
-¡No! Por cierto que no.
-No veo más empleos en el gobierno que de funcionario; en
Francia hay diez millones; calcula las posibilidades de progreso y
ponte en fila.
-Por mi fe -exclamó el tío- que quizás sea lo
más prudente.
-Quizás prudente -comentó el joven-, pero
desesperado.
-Qué vamos a hacer, Michel.
-En esa nutricia reseña de profesiones -comentó Michel-,
Quinsonnas se olvidó de una.
-¿Y cuál es? -preguntó el pianista.
-La de autor dramático.
-¿Quieres hacer teatro?
-¿Porqué no? ¿Acaso el teatro no alimenta, por
usar tu horrible lenguaje?
-Está bien, Michel -respondió Quinsonnas-, en lugar de
decirte lo que pienso, trataré de que lo experimentes tú
mismo. Te daré una nota de recomendación para el director
general del Depósito Dramático. Y tú
verás.
-¿Y cuándo lo puedes hacer?
-Mañana a más tardar.
-De acuerdo.
-De acuerdo.
-¿Ésto va en serio? -preguntó el tío
Huguenin.
-Completamente -respondió Quinsonnas-. Es posible que resulte;
en cualquier caso, ahora o dentro de seis meses, habrá que
convertirse en funcionario.
-Bien. Michel, te veremos. pero usted, monsieur Quinsonnas, usted
está en la misma situación que este niño.
¿Le puedo preguntar qué piensa hacer?
-¡Oh! Monsieur Huguenin -dijo el pianista-, no se preocupe por
mí. Michel sabe que tengo un gran proyecto.
-Sí, agregó el joven-. Y va a asombrar a su siglo.
-Ése es el noble propósito de mi vida. Creo que lo tengo
bien encaminado, y por lo demás cuento con ensayar en el
extranjero. Allí, usted sabe, se crean las grandes famas.
-Te vas a marchar -dijo Michel.
-Dentro de algunos meses -respondió Quinsonnas-, pero
volveré pronto.
-Que tengas suerte -dijo el tío Hugueniin tendiendo la mano a
Quinsonnas, que se puso de pie-. Y gracias por la amistad con
Michel.
-Si él me acompaña -comentó el pianista-, le
haré de inmediato la carta de recomendación.
-Con mucho gusto -dijo el joven. Adiós, tío.
-Adiós, hijo mío.
-Hasta pronto, monsieur Huguenin -dijo el pianista.
-Hasta pronto, monsieur Quinsonnas -contestó el buen hombre-, y
que la fortuna le sonría.
-¡Sonría! -exclamó Quinsonnas-. Mejor
todavía, monsieur Huguenin, yo quiero que la fortuna se
ría a carcajadas.

 
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