París en el siglo XX
Capítulo VI Donde Quinsonnas
aparece sobre las altas cumbres del Libro Grande
Al día siguiente, Michel se encaminó
hacia las oficinas de contabilidad; pasó entre murmullos
irónicos de los funcionarios; su aventura nocturna corría
de boca en boca y nadie se molestaba en evitar la risa.
Michel llegó a una sala inmensa coronada de una cúpula de
vidrio opaco; en el centro, sobre un pilar, se alzaba la obra maestra
de la mecánica, el Libro Grande del banco. Merecía el
nombre de Grande con más razón que Luis XIV; tenía
siete metros de altura; un mecanismo inteligente permitía
dirigirlo, como un telescopio, hacia todos los puntos cardinales; un
sistema de pasarelas, ingeniosamente combinado, se elevaba o bajaba
según las necesidades del que escribía.
En hojas blancas de tres metros de largo se iban desarrollando, con
letras de diez centímetros de alto, las operaciones diarias de
la casa. Las Cajas de gastos diarios, los Ingresos
varios, las Cajas de negocios, destacadas en letras doradas,
eran un verdadero placer para la gente que gustaba de esas cosas. Otras
tintas multicolores señalaban con precisión los informes
y la paginación; las cifras, por su parte, soberbiamente
ordenadas en columnas, separaban los francos, en tinta roja, de los
centavos (hasta el tercer decimal), en tinta verde.
Michel quedó atónito ante este
monumento. Preguntó por M. Quinsonnas.
Le mostraron a un joven que estaba inclinado en la pasarela más
alta; subió por la escalera de caracol y en un instante
llegó a la cima del Libro Grande.
M. Quinsonnas estaba fundiendo una F mayúscula de treinta
centímetros de altura; lo hacía con incomparable
seguridad.
-Monsieur Quinsonnas -dijo Michel.
-Acérquese por favor -respondió el
tenedor de libros-. ¿Con quién tengo el honor de
hablar?
-Con monsieur Dufrénoy
-¿Acaso es usted el héroe de una
aventura nocturna que...?
-Así es -respondió Michel del mejor modo
posible.
-Lo cual habla muy bien de usted -le dijo Quinsonnas-,
pues debe ser una persona honrada; un ladrón no se habría
dejado prender. Esa es mi opinión.
Michel miró atentamente a su interlocutor. ¿Se
estaría burlando? El aspecto terriblemente serio del tenedor de
libros no daba lugar para tales suposiciones.
-Estoy a sus órdenes -le dijo Michel.
-Y yo a las suyas -le contestó el copista.
-¿Qué tengo que hacer?
-Esto. Dictarmme clara y lentamente los
artículos del diario que voy pasando al Libro Grande. ¡No
se equivoque! Acentúe donde corresponde. ¡Voz potente!
¡Nada de errores! Basta con uno y me ponen en la puerta.
No había más comentarios que hacer y el trabajo
comenzó en seguida.
Quinsonnas era un hombre de treinta que a fuerza de seriedad se las
había arreglado para parecer de cuarenta. No obstante, bastaba
observarle un tiempo para advertir que bajo esa espantosa gravedad
había un talante jovial muy contenido y una espiritualidad de
todos los demonios. Michel, al cabo de tres días, creyó
advertir algo de todo eso.
Y sin embargo la reputación de simple del joven tenedor de
libros, por no decir la fama que tenía de imbécil, se
había consolidado perfectamente en la oficina; de él se
contaban historias que habrían hecho palidecer las de Calino,
que era en ese sentido el más pintado de su tiempo. Pero
poseía dos cualidades que nadie discutía: su exactitud y
una letra hermosa; nada semejante a él había en La
Grande Batarde ni tenía rivales en L'Anglaise
Retourné.
Su exactitud no podía ser más completa; gracias a su
aparente falta de inteligencia había podido eludir los dos
reclutamientos que más molestaban a un funcionario: el de jurado
y el de la Guardia Nacional. Esas dos grandes instituciones aún
funcionaban en el año de gracia de 1960.
Éstas son las circunstancias por las cuales Quinsonnas fue
eliminado de las listas de una y suprimido de los cuadros de la
otra.
Aproximadamente un año antes, un sorteo le llevó a la
banca de los jurados; se trataba de un asunto muy grave, pero sobre
todo muy largo; la deliberación ya duraba ocho días; se
esperaba terminarla de una vez; se estaba interrogando a los
últimos testigos; pero nadie contaba con Quinsonnas. En plena
audiencia se levantó y solicitó que el presidente hiciera
una pregunta al acusado. Así se hizo, y el acusado
respondió a la exigencia del jurado.
-Y bien -dijo Quinsonnas en voz alta-, es evidente que entonces el
acusado no es culpable.
¡Imaginen el efecto! El jurado tiene prohibido emitir opiniones
en el curso del juicio. ¡El juicio se puede anular entonces! La
falta de criterio de Quinsonnas obligó a empezar todo de nuevo.
Y como el incorregible jurado, involuntaria o quizá
ingenuamente, caía siempre en el mismo error, no se pudo
terminar con la causa.
¿Qué se podía decir contra Quinsonnas? Era obvio
que hablaba a pesar suyo, impulsado por la emoción del debate.
¡Los pensamientos se le escapaban! Era una enfermedad. Pero en
fin, como la justicia debe seguir su curso, lo eliminaron
definitivamente de los jurados.
Muy distinto fue el caso con la Guardia Nacional.
La primera vez que lo pusieron de centinela en la
puerta de su cuartel, cumplió con suma seriedad su
función; se instaló militarmente ante su garita, con el
fusil a punto y el dedo con el gatillo, listo para abrir fuego como si
el enemigo fuera a aparecer por la calle contigua. Naturalmente, al ver
a un personaje tan celoso de sus funciones, más de un paseante
inofensivo no pudo evitar una sonrisa. Esto molestó al feroz
guardia nacional; arrestó a uno, luego a dos, y a tres, al cabo
de sus dos horas de servicio había llenado el cuartel. Casi se
produjo una sublevación popular.
¿Qué se le podía achacar? Tenía derecho a
hacer lo que hizo.
¡Se creyó insultado! Tenía
la religión de la bandera. Esto no dejó de reproducirse
en la guardia siguiente. Y como no se consiguió moderar ni su
celo ni su suceptibilidad, muy honorables después de todo, se lo
eliminó de los cuadros militares.
Quinsonnas pasaba por imbécil, pero observen cómo se las
ingenió para no formar parte ni de los jurados ni de la Guardia
Nacional. Liberado de estas dos grandes cargas sociales, Quinsonnas se
convirtió en un modelo de tenedor de libros.
Michel dictó con regularidad durante un mes; el trabajo era
fácil, pero no le dejaba momento alguno de libertad; Quinsonnas
escribía y de vez en cuando lanzaba miradas de asombrosa
espiritualidad al joven Dufrénoy, especialmente cuando
éste se ponía a declamar en tono inspirado los
artículos del Libro Grande.
“Extraño muchacho”, se decía, “parece
muy superior a su oficio. ¿Porqué habrán puesto
aquí a un sobrino de Boutardin? ¿Será para
reemplazarme? ¡No es posible!¡Si escribe como un gato!
¿Será verdaderamente un imbécil? Tendré que
aclarar el punto.”
Michel, por su lado, se entregaba a reflexiones casi
idénticas.
“Este Quinsonnas debe estar ocultando su juego”, se
decía. “¡Es evidente que no ha nacido para estar
trazando eternamente efes y emes! Hace un momento se reía a
carcajadas.¿En qué estará pensando?”
Los dos camaradas del Libro Grande se observaban, entonces, mutuamente;
a veces se miraban con franqueza y transparencia y en sus ojos brillaba
una chispa comunicativa. Esto no podía durar así.
Quinsonnas se moría de deseos de preguntar y Michel de ganas de
contestar; un buen día, sin saber por qué, quizás
por mera necesidad de expansión, Michel le contó su vida;
lo hizo con abandono, lleno de sentimientos que había contenido
demasiado tiempo. Es muy probable que Quinsonnas se emocionara, pues
estrechó cálidamente la mano de su joven
compañero.
-¿Y tu padre? -le preguntó
-Un músico.
-¿Qué? ¿Ese Dufrénoy que
nos ha dejado las últimas páginas de que puede
enorgullecerse la música?
-El mismo
-Fue un hombre genial -le dijo Quinsonnas,
apasionadamente-, pobre y desconocido; fue mi maestro.
-¡Tu maestro! -exclamó Michel,
atónito.
-¡Está bien! ¡Sí!
-exclamó también Quinsonnas, blandiendo la pluma-
¡Al diablo la reserva! ¡Io son pictor! Soy
músico.
-¡Un artista!
-¡Sí! ¡Pero no lo digas tan alto!
No lo agradecerían -dijo Quinsonnas, frenando el entusiasmo de
su amigo.
-Pero...
Aquí soy copista. El tenedor de libros
alimenta, de momento al músico...
Se interrumpió, mirando atentamente a
Michel
-¿Y? -dijo este último
-Y... hasta que encuentre alguna idea
práctica.
-¡En la industria! -replicó Michel,
desilusionado
-No, hijo mío -respondió paternalmente
Quinsonnas-. En música.
¿En la música?
-¡Silencio! ¡No me interrogues! Es un
secreto. ¡Pero voy a asombrar a este siglo! ¡No nos riamos!
¡En nuestra época, que es seria, castigan la risa con la
muerte!
-Asombrar a su siglo -repitió
mecánicamente Michel.
-Ese es mi lema -aclaró Quinsonnas-.
Asombrarlo, porque no se puede encantarlo. Ha nacido como tú,
con cien años de retraso. ¡Imítame, trabaja!
Gánate el pan, porque hay que lograr esa cosa innoble: comer. Si
quieres, te enseñaré la vida; hace ya quince años
que alimento mi individuo de manera insuficiente, y he precisado de
buen diente para despachar lo que el destino me ha puesto en la boca.
Pero en fin, uno se las arregla con las mandíbulas. Felizmente
he termiando con una especie de oficio. Es verdad que tengo buena mano,
como dicen. ¡Por Dios! ¡Si quedara manco!
¿Qué sería de mí? ¡Ni piano ni Libro
Grande! ¡Bah! Con el tiempo se van usar los pies. ¡Eh!
¡Eh! ¡Y pienso en ello! Y eso sí que podría
asombrar al siglo.
Michel no pudo evitar reírse.
-No te rías, desgraciado -insistió
Quinsonnas-. Está prohibido en la casa Casmodage. ¡Mira!
Parezco capaz de confundir las piedras y mi aspecto puede helar la
bahía de las Tullerías en pleno julio. Seguro que sabes
que los filántropos norteamericanos imaginaron hace un tiempo
que se debería encerrar a los presos en cárceles redondas
para que ni siquiera tuvieran la distracción de los
ángulos. Y bien, hijo mío, la sociedad actual es redonda
como esas cárceles. También se aburre a todo trapo.
-Pero... -dijo Michel-, me parece que en el fondo eres muy
alegre...
-Aquí no. Pero en casa es otra cosa. Vas a
venir a verme. Te haré buena música. ¡La de los
viejos tiempos!
-Cuando quieras -contestó Michel, feliz-. Pero
necesito estar libre...
-¡Bien! Diré que necesitas lecciones de
dictado. Pero nada más de conversaciones subversivas en este
lugar. Soy un engranaje, tú eres otro. Funcionemos y volvamos a
las letanías de la Santa Contabilidad.
-Caja de varios -habló Michel.
-Caja de varios -repitió Quinsonnas.
Y recomenzó el trabajo. La existencia del joven Dufrénoy
se modificó significativamente desde entonces; tenía un
amigo; hablaba; podía darse a entender, lo comprendían;
era feliz como un mundo que hubiera recuperado el habla. Las cumbres
del Libro Grande ya no le parecían cimas desiertas; respiraba
allí con comodidad. Muy pronto los dos camaradas se habituaron a
tutearse.
Quinsonnas comunicaba a Michel todo lo que había adquirido por
experiencia, y éste, en sus insomnios, soñaba con los
engaños de este mundo; volvía por la mañana a la
oficina inflamado con los pensamientos de la noche, e interpelaba al
músico que no conseguía callarlo.
No pasó mucho tiempo antes de que el Libro Grande ya no
estuviera al día.
-No vayas a cometer un error -no cesaba de repetirle Quinsonnas-. Nos
pueden expulsar.
-Pero no puedo dejar de hablarte -respondía
Michel.
-Y bien -le dijo un día Quinsonnas-, hoy puedes venir a cenar a
mi casa. Vendrá mi amigo Jacques Aubanet.
-¡A tu casa! ¿Y el permiso?
-Ya lo tengo. ¿Dónde estamos?
-Caja de liquidaciones -dijo Michel.
-Caja de liquidaciones -repitió Quinsonnas.

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