París en el siglo XX
Capítulo XI Paseo al puerto de
Grenelle
Era M. Richelot. Michel abrazó a su viejo
profesor y faltó poco para que cayera en los brazos de
mademoiselle Lucy, que saludaba al tío Huguenin; éste,
afortunadamente, se hallaba en su puesto de recepcionista y
evitó este encantador tropiezo.
-¡Michel! -exclamó M. Richelot.
-El mismo -dijo M. Huguenin.
-¡Ah! -dijo el profesor-. Vaya sorpresa jocunda, y qué
tarde más deleitosa se anuncia.
-Dies albo notanda lapillo1 -replicó M. Huguenin.
-Según nuestro querido Flaccus -respondió M.
Richelot.
-Mademoiselle -balbuceó el joven, saludando a la joven.
-Monsieur -contestó Lucy, con una reverencia no muy
diestra.
-Candore notabilis albo2 -murmuró Michel, para gran alegría de
su profesor, que perdonó este cumplido en lengua
extranjera.
El joven había sido exacto, por lo demás; todo el encanto
de la joven quedaba descrito en ese delicioso hemistiquio de Ovidio.
¡Admirable por el resplandor de su blancura! Mademosiselle Lucy
tenía quince años y unos largos cabellos rubios que le
caían sueltos en la espalda según la moda de los tiempos;
su frescura tenía algo de original, si esta palabra puede dar
cuenta de lo que en ella había de reciente, de puro, de apenas
naciendo; sus ojos llenos de miradas inocentes y profundamente azules,
su coqueta nariz delicada y casi transaparente, su boca húmeda y
rosada, la gracia un tanto distante de su cuello, sus manos frescas y
suaves, el elegante perfil de su talle, encantaron al joven y lo
dejaron mudo de admiración. Esta joven era poesía
viviente; él la sentía más que la veía; le
tocaba el corazón antes que los ojos.
El éxtasis amenazaba con prolongarse indefinidamente; el
tío Huguenin lo advirtió, invitó a sentarse a sus
visitantes, dejó ligeramente a cubierto a la muchacha de las
miradas del poeta y volvió a hablar.
-Amigos míos -dijo-, la comida no tardará en
llegar.
-Podemos esperarla conversando. Y bien, Richelot, hace casi un mes que
no te veía. ¿Cómo van las Humanidades?
-¡No van! -respondió el viejo profesor-. Sólo tengo
tres alumnos en el curso de Retórica. ¡Qué
decadencia más torpe! Nos van a suprimir; y harán
bien.
-¡Suprimir! -exclamó Michel.
-¿Es posible, de verdad? -preguntó el tío
Huguenin.
-Muy probable -respondió M. Richelot-. Corre el rumor de que van
a suprimir las cátedras de literatura en el curso de 1962;
parece que la decisión ya está tomada en una asamblea de
accionistas.
“Y que irá a pasar”, pensaba el joven, que
seguía mirando a la joven.
-No puedo creer una cosa así -dijo el tío, frunciendo el
ceño-; no se atreverán.
-Se atreverán -insistió M. Richelot-, y será para
mejor. A quién le importan los griegos y los latinos, que a lo
sumo sirven para proveer de algunas raíces a las palabras de la
ciencia moderna. Los alumnos ya no comprenden estas lenguas
maravillosas. Los veo tan estúpidos, a estos jóvenes, que
se me mezclan el disgusto y la desesperación.
-¿Pero cómo es posible que su clase se haya reducido a
tres alumnos? -dijo el joven Dufrénoy.
-Y tres que están de más -exclamó el profesor
encolerizado.
-Y que no corresponden al mercado -dijo el tío Huguenin-. Soy un
cáncer.
-Un cáncer de primer orden -subrayó M. Richelot-.
¿Pueden creer que uno de ellos me ha traducido hace poco jus
divinum por “jugo divino”?
-¡Jugo divino! -exclamó el tío. ¡Un ebrio en
potencia!
-¡Y ayer! ¡Ayer mismo! Horresco referens3; adivinen, si pueden,
cómo me han traducido este verso del cuarto canto de las
Geórgicas: Immanis pecoris custos...4
-Ya me lo imagino -dijo Michel.
-Me sonroja hasta las orejas -comentó M. Richelot.
-Vamos, dilo -pidió el tío Huguenin-. ¿Cómo
se ha traducido este pasaje en el año de gracia de 1861?
-Guardián de una pécora espantosa
-respondió el viejo profesor cubriéndose el rostro.
El tío Huguenin no pudo contener las carcajadas; Lucy
volvió el rostro, sonriendo; Michel la miró, triste; M.
Richelot no sabía donde ponerse.
-¡Oh, Virgilio! -exclamó el tío Huguenin-.
¿Te lo habrías imaginado?
-Ya lo ven, amigos -continuó el profesor-. Más vale no
traducir nada que traducir así. ¡Y en clase de
Retórica! Está bien que la supriman.
-¿Y que hará usted entonces? -preguntó
Michel.
-Esto, hijo mío, es otro asunto; aún no ha llegado el
momento de resolverlo; y aquí vinimos a divertirnos...
-Bien, cenemos -dijo el tío.
Mientras preparaban la cena, Michel se entregó a una
conversación deliciosamente trivial con mademoiselle Lucy, una
charla llena de esas encantadoras inepcias bajo las cuales yace a veces
un pensamiento verdadero; a su edad, mademoiselle Lucy tenía
derecho a ser mucho más madura que Michel a los 19; pero no se
aprovechaba de esto. Las preocupaciones por el futuro, sin embargo, le
velaban el rostro puro y la tornaban seria. Miraba a su abuelo, en
quien toda su vida se resumía, con evidente inquietud. Michel
sorprendió una de esas miradas.
-Quiere mucho a M. Richelot -le dijo.
-Mucho, monsieur -respondió Lucy.
-Yo también, mademoiselle -agregó el jovven.
Lucy enrojeció ligeramente al ver que su afecto y el de Michel
se reunían en un amigo común; era una mezcla casi de sus
sentimientos más íntimos con los sentimientos del otro.
Michel lo advertía y no se atrevía a mirarla.
Pero, con un formidable “A la mesa”, el tío Huguenin
interrumpío este encuentro. Habían servido una hermosa
cena, especialmente encargada para la ocasión. Se sentaron al
festín.
Una sopa grasa y una excelente carne de caballo, muy estimada hasta el
siglo XVIII y vuelta a su fama en el XX, dio cuenta del primer apetito
de los comensales; después vino un poderoso jamón de
cordero, preparado al azúcar y con una salsa nueva que
mantenía el sabor de la carne y le agregaba aromas exquisitos, y
algunas legumbres originarias del Ecuador y aclimatadas en Francia. El
buen humor y la entrega del tío Huguenin, la gracia de Lucy,
quien servía, y la disposición sentimental de Michel,
contribuyeron al encanto de esta cena familiar. La habrían
prolongado, pues terminó muy pronto, pero el corazón
debió ceder ante la satisfacción del
estómago.
Se levantaron de la mesa
-Ahora debemos terminar como corresponde este día tan agradable
-dijo el tío Huguenin.
-Vamos a pasear -pidió Michel.
-Perfecto -dijo Lucy.
-¿Pero a dónde? -dijo el tío.
-Al puerto de Grenelle -propuso el joven.
-De acuerdo. Acaba de llegar el Leviatán IV y podremos
admirar esa maravilla.
El pequeño grupo bajó a la calle. Michel ofreció
el brazo a la joven, y partieron hacia el ferrocarril de
circunvalación.
El famoso proyecto de convertir a París en puerto de mar que se
había realizado; por mucho tiempo nadie creyó en
él; hubo muchos que visitaron los trabajos del canal y se
burlaron y los juzgaron inútiles. Pero al cabo de unos diez
años los incrédulos debieron rendirse ante la
evidencia.
La capital ya amenazaba convertirse en algo como un Liverpool en el
corazón de Francia; una larga hilera de bahías excavadas
en las vastas llanuras de Grenelle y de Issy podían contener mil
barcos de gran tonelaje. El trabajo hercúleo de la industria
parecía haber alcanzado con esto los límites de lo
posible.
Durante los siglos anteriores, bajo Luis XIV, bajo Luis Felipe, a
menudo se planteó esta idea de cavar un canal de París al
mar. En 1863 autorizaron que una compañía hiciera, a su
costa, estudios en Creil, Beauvais y Dieppe; pero las pendientes
obligaban a construir numerosas esclusas y hacían falta muchos
cursos de agua para alimentarlas; el Oise y el Béthune, los
únicos ríos disponibles en ese trazado, muy pronto
parecieron insuficientes; la compañía abandonó el
proyecto.
El Estado retomó la idea sesenta y cinco años más
tarde conforme a un sistema que ya se había propuesto en el
siglo anterior pero cuya sencillez y lógica habían hecho
que se lo descartara: se trataba de utilizar el Sena, la arteria
natural entre París y el océano.
Un ingeniero civil, de nombre Montanet, cavó en menos de diez
años un canal que partía en la llanura de Grenelle y
terminaba un poco más abajo de Rouen; medía ciento
cuarenta kilómetros de largo por setenta metros de ancho y
veinte de profundidad; esto significaba un lecho que contenía
ciento noventa millones de metros cúbicos de agua; el canal no
corría el riesgo de secarse, pues los cincuenta mil litros por
segundo que entrega el Sena bastaban de más para alimentarlo.
Los trabajos que se efectuaron en el lecho del río permitieron
que pasaran por él los navíos más grandes. La
navegación desde Le Havre a París no ofrecía la
menor dificultad.
Entonces existía en Francia, según el proyecto Dupeyrat,
una red de vías férreas paralelas a todos los canales.
Poderosas locomotoras remolcaban sin mayor esfuerzo a las barcazas y
barcos de transporte.
Este sistema se aplicó en gran escala en el canal de Rouen, y
así se comprende la velocidad con que los navíos
comerciales y los del Estado remontaban hasta París.
El nuevo puerto era una construcción magnífica. Muy
pronto el tío Huguenin y sus huéspedes se paseaban sobre
los muelles de granito en medio de una multitud de paseantes.
Existían dieciocho bahías, y solamente dos se
habían reservado para los navíos del gobierno, que
estaban destinados a recoger las pesquerías y las colonias
francesas. Allí descansaban viejos modelos de fragatas
acorazadas del siglo XIX, que los arqueólogos admiraban sin
entenderlas mucho.
Esas máquinas de guerra habían llegado a tener
proporciones increíbles, aunque fácilmente explicables;
pues durante cincuenta años hubo una lucha ridícula entre
coraza y bala, entre quién penetraba y quién
resistía. Los cascos de acero se volvían tan gruesos, y
tan pesados los cañones, que las naves terminaban por hundirse
por el peso; este resultado terminó con la noble rivalidad en
los momentos en que las balas estaban a punto de demostrar su
superioridad sobre las corazas.
-Así se batían entonces -dijo el tío Huguenin,
mostrando uno de esos monstruos de hierro pacíficamente relegado
al extremo de la bahía-. Uno se encerraba en esas cajas de
hierro y se trataba de hundir al otro o de ser hundido.
-Pero el coraje individual tenía poco quue hacer allí
adentro -comentó Michel.
-El coraje estaba calibrado, como los cañones -dijo el
tío riendo. Se batían las máquinas, no los
hombres. Por esto se terminaron las guerras, que parecían un
asunto ridículo. Entiendo las batallas cuando se luchaba cuerpo
a cuerpo, cuando se mataba al enemigo con las propias manos...
-Usted es un sanguinario, monsieur Huguenin -dijo la joven.
-Nada de eso, querida hija, soy razonable, si cabe la razón en
todo esto, la guerra tenía su razón de ser entonces; pero
desde que los cañones tiran a ocho mil metros, y la bala de un
treinta y seis puede atravesar, desde cien metros de distancia, treinta
y cuatro caballos puestos de costado y sesenta y ocho hombres,
tendrías que confesar que el coraje individual se
convirtió en un lujo.
-En efecto -insistió Michel-, las máquinas han acabado
con el coraje, los soldados son ahora unos mecánicos.
Durante esta conversación arqueológica sobre las guerras
de antaño, el paseo de los cuatro visitantes por las maravillas
de las bahías comerciales proseguía. Alrededor
había una ciudad entera de cabarets donde los marinos
desembarcados gastaban como nababs y disfrutaban de la opulencia de la
tierra. Se escuchaban sus cantos roncos y vociferaciones muy marineras.
Estos marineros se sentían en casa en este puerto comercial en
pleno centro de la llanura de Grenelle, y tenían todo el derecho
a gritar como quiseran. Formaban, desde luego, una población
aparte, que no se mezclaba en absoluto con la de los demás
barrios; era poco sociable. Se podía decir que Le Havre estaba
separado de París, verdaderamente, por todo el largo del
Sena.
Las radas comerciales se unían entre sí mediante puentes
giratorios que se movían en horas fijadas de antemano por medio
de máquinas de aire comprimido de la Sociedad de las Catacumbas.
El agua desaparecía bajo el humo de los navíos; la
mayoría se movía por acción del vapor de
ácido carbónico; no había barco de tres
mástiles, brick, goleta, bagre o bote que no contara con su
hélice; el viento ya no interesaba; había pasado de moda;
nadie lo quería, y el viejo Eolo se ocultaba avergonzado en su
covacha.
La apertura de los canales de Panamá y Suez había
multiplicado los negocios marítimos de larga distancia; las
operaciones, libres de todo monopolio y de trabas burocráticas,
adquirieron un impulso inmenso; las construcciones navales de todo tipo
se multiplicaban. Era un magnífico espectáculo, sin duda,
ver esos vapores de todas las nacionalidades y de todos los
tamaños con sus banderas multicolores desplegados; enormes
bodegas abrigaban las mercaderías, cuya descarga se efectuaba
por medio de las máquinas más ingeniosas: unas
confeccionaban los bultos, otras los pesaban, otras los etiquetaban y
otras los trasladaban a bordo; las construciones, remolcadas por
locomotoras, se deslizaban a lo largo de los muelles de granito; los
bultos de lana y de algodón, los sacos de azúcar o de
café, las cajas de té, todos los productos de las cinco
partes del mundo se apilaban en verdaderas montañas; reinaba en
el aire ese perfume sui géneris que se puede llamar el olor del
comercio; carteles multicolores anunciaban la partida de navíos
para cada rincón del globo y todos los idiomas de la tierra se
hablaban en ese puerto de Grenelle, el de mayor movimiento del
universo.
La vista de la bahía, desde las alturas de Arcueil o de Meudon,
era verdaderamente admirable; la mirada se perdía en esa selva
de mástiles empavesados en los días festivos; la torre de
señales de mareas se elevaba a la entrada del puerto y a su
extremo un faro eléctrico, sin gran utilidad, perforaba la noche
de ciento ochenta metros de altura.
Era el monumento más alto del mundo, y su haz luminoso llegaba a
ciento veinte kilómetros; se lo podía apreciar desde las
torres de la catedral de Rouen.
El conjunto merecía ser admirado
-Esto es hermoso de verdad -comentó el tío
Huguenin.
-Un pulcro espectáculo -agregó el professor.
-Si no contamos ni con el agua ni con el viento del mar -agregó
M. Huguenin-, por lo menos tenemos los navíos que el agua trae y
que el viento empuja.
Pero la multitud se apretujaba en un lugar; allí era muy
difícil acercarse; en los muelles de la rada más amplia
apenas cabía el gigantesco Leviatán IV, que
acababa de llegar; el Great Eastern del siglo pasado ni siquiera
le habría servido de chalupa; venía de Nueva York, y los
norteamericanos podían jactarse de haber vencido a los ingleses;
tenía treinta mástiles y quince chimeneas; la
máquina poseía una fuerza de treinta mil caballos, de los
cuales veinte mil se aplicaban a sus ruedas y diez mil a su
hélice; sus ferrocarriles interiores permitían circular
velozmente por sus puentes; en el intervalo entre mástil y
mástil se podían admirar plazas con árboles cuya
sombra cubría macizos de flores y céspedes; los elegantes
podían cabalgar por sus sinuosos senderos. Tres metros de tierra
vegetal extendida sobre cubierta producían este parque flotante.
El navío era un mundo y su marcha era prodigiosa; cruzaba en
tres días de Nueva York a Southampton; medía setenta
metros de ancho; su largo se puede calcular fácilmente por este
hecho: cuando el Leviatán IV tocaba con la proa el sitio
de desembarque, los pasajeros de popa aún debían recorrer
más de ochocientos metros para llegar a tierra firme.
-Muy pronto -comentó el tío Huguenin, paseándose
bajo las encinas y las acacias del puente- van a construir ese
fantástico navío holandés cuyo bauprés
estará en la isla Mauricio cuando el timón todavía
esté en la rada de Brest.
¿Admiraban Michel y Lucy esta gigantesca máquina tal como
toda esa gente asombrada? Lo ignoro; pero se paseaban conversando en
voz baja o callando juntos, mirando al infinito. ¡Regresaron a la
casa del tío Huguenin sin haber notado ninguna de las maravillas
del puerto de Grenelle!

1. Un día para
señalar con una piedra blanca.
2. Admirablle por el resplandor de su
blancura.
3. Me horroriza hablar de ello.
4. Guardián de una gran
manada.
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