París en el siglo XX
Capítulo III Una familia
sumamente práctica
El joven llegó por fin donde su tío,
monsieur Stanislas Boutardin, banquero, director de la Sociedad de las
Catacumbas de París.
Este importante personaje vivía en una magnífica
residencia de la calle Imperial, una enorme construcción de un
maravilloso mal gusto rota por multitud de ventanas; un verdadero
cuartel transformado en casa particular nada importante sino pesada.
Las oficinas ocupaban la planta baja y los anexos.
“¡Y aquí parece que va a transcurrir mi
vida!”, pensaba Michel mientras entraba.
“¿Habrá que dejar toda esperanza en estas
puertas?”.
Se sintió invadido por un invencible deseo de escapar lejos;
pero se contuvo, y apretó el botón eléctrico de la
puerta de servicio; ésta se abrió sin ruido, movida por
un resorte oculto, y volvió a cerrarse por sí misma
después de dejar paso al visitante.
Un gran patio daba acceso a las oficinas, dispuestas en círculo,
bajo un techo de vidrio opaco; al fondo había un gran
estacionamiento donde varios coches de gas esperaban las órdenes
del amo.
Michel se encaminó hacia el ascensor, una especie de
habitación cuyo espacio interior contorneaba un gran
diván de cuero; un criado de librea color naranja estaba
allí continuamente.
-Monsieur Boutardin- preguntó Michel.
-Monsieur Boutardin acaba de sentarse a la mesa
-respondió el valet.
-Haga favor de anunciar a monsieur Dufrénoy, su
sobrino.
El servidor tocó un botón de metal situado en la pared, y
el ascensor se elevó hasta el primer piso, donde estaba el
comedor.
El servidor anunció a Michel Dufrénoy.
Monsieur Boutardin, madame Boutardin y su hijo estaban comiendo; se
produjo un silencio profundo al entrar el joven; la cena lo esperaba y
comenzó de inmediato; a una señal del tío, Michel
ocupó su lugar en el festín. Nadie le hablaba. Ya se
sabía, evidentemente, de su desastre. No pudo comer.
La cena no podía parecer más fúnebre; los criados
cumplían sus obligaciones sin hacer ruido; los platos
subían en silencio por unos pozos cavados en el espesor de las
paredes; eran opulentos con algún matiz de avaricia;
parecían alimentar sin ganas a los comensales. En esta sala
triste, ridículamente dorada, se comía rápido y
sin convicción. No importaba, en efecto, alimentarse, sino ganar
con qué alimentarse. Michel percibía el matiz; se
sofocaba.
Su tío tomó la palabra a los postres, por primera
vez:
-Mañana, señor, a primera hora, tenemos
que hablar.
Michel se inclinó, sin responder. Un criado de
color naranja lo condujo a su habitación; el joven se
acostó; el cielo raso hexagonal, le recordaba una serie de
teoremas de geometría; soñó, a pesar suyo, con
triángulos y con rectas que caían desde lo alto, de
costado.
“Qué familia”, se decía en sueños,
agitado.
Monsieur Stanislas Boutardin era el producto natural de este siglo
industrial; había surgido en la lucha diaria, sin alcanzar su
tamaño natural al aire libre; hombre ante todo práctico,
sólo hacía lo útil, convertía las menores
ideas en lo útil, con un deseo desmesurado de ser útil
que terminaba en egoísmo verdaderamente ideal; unía lo
útil a lo desagradable, como habría dicho Horacio; la
vanidad penetraba sus palabras aún más que sus ademanes y
jamás habría permitido que su sombra lo adelantara; se
expresaba en gramos y centímetros y todo el tiempo llevaba
consigo un bastón métrico, lo que le concedía un
gran conocimiento de las cosas de este mundo; despreciaba formalmente
las artes y sobre todo a los artistas y así creía dar a
entender que los conocía; para él, la pintura terminaba
en el diseño industrial, el diseño en el plano, la
escultura en el molde, la música en el silbato de las
locomotoras, la literatura en los boletines de Bolsa.
Este hombre, criado en la mecánica, explicaba la vida
según los engranajes y las transmisiones; se movía
regularmente con el menor roce posible, como un pistón en un
cilindro perfectamente pulido; transmitía su movimiento uniforme
a su mujer, a su hijo, a sus empleados, a sus criados; todos eran
verdaderas máquinas-herramientas de las cuales él, el
gran motor, extraía la mejor utilidad del mundo.
Naturaleza vil, en suma, incapaz de un gesto bueno (ni de uno malo, por
cierto); no estaba ni bien ni mal, insignificante, a menudo mal
peinado, chillón, horriblemente común.
Había hecho una enorme fortuna, si a eso se puede llamar hacer;
el impulso industrial del siglo lo arrastró; por ello
agradecía a la industria, a la cual adoraba como a una diosa;
fue el primero que adoptó, para su casa y para él mismo,
los trajes de fierro hilado que aparecieron en 1934. Este tipo de
tejido, por lo demás, era suave al tacto como la cachemira,
aunque poco cálido, es cierto; pero uno se las arreglaba en
invierno con un traje doble; y cuando se oxidaban, bastaba lijarlos con
una lima y volver a pintarlos con los colores de moda.
Esta era la posición social del banquero: director de la
Sociedad de las Catacumbas de París y de la Fuerza Motriz a
Domicilio.
Los trabajos de esta sociedad consistían en almacenar el aire en
esos inmensos subterráneos tanto tiempo inútiles;
allí se lo enviaba a una presión de cuarenta o cincuenta
atmósferas, fuerza constante que los conductos llevaban a los
talleres, a las fábricas, a las fundiciones, a las
hilanderías, a las panaderías, a todos los lugares donde
se precisaba acción mecánica. El aire servía, como
se ha visto, para mover los trenes sobre las vías férreas
de los bulevares. Mil ochocientos cincuenta y tres molinos de viento,
situados en las llanuras de Montrouge, lo proveían por medio de
bombas a estos vastos reservorios.
La idea, muy práctica sin duda, y que se fundaba en el empleo de
las fuerzas naturales, fue apoyada con entusiasmo por el banquero
Boutardin; se convirtió en el director de esa importante
compañía, pero no por ello dejó de ser miembro de
quince a veinte directorios, vicepresidente de la Sociedad de
Locomotoras Remolcadas, administrador de la Sucursal de Asfaltos
Fusionados, etc.
Hacía cuarenta años que había contraído
matrimonio con mademoiselle Athénais Dufrénoy, tía
de Michel; ella era, en verdad, la digna y desagradable
compañera de un banquero, fea, espesa, con todo lo de una
tenedora de libros y de una cajera y nada de mujer; se ocupaba de la
contabilidad, manejaba la doble contabilidad y habría inventado
una triple si hiciera falta; una verdadera administradora, la hembra de
un administrador.
¿Amaba a monsieur Boutardin y era amada por él?
Sí, en la medida que pueden amar esos corazones industriales;
una comparación puede servir para terminar de describir a este
par: ella era la locomotora y él el conductor y mecánico;
él la mantenía en buenas condiciones, la frotaba, la
aceitaba, y ella había rodado así durante medio siglo con
tanta sensibilidad e imaginación como una Crampton.
No hace falta agregar que jamás se descarriló.
En cuanto al hijo: multipliquen a la madre por el padre y el
coeficiente será Athanase Boutardin, principal asociado a la
banca Casmodage y Cía.; un muchacho muy amable, que consideraba
a su padre un modelo de alegría y a su madre de elegancia. No
había que decir algo espiritual en su presencia; parecía
que entonces se le tomaba el pelo, fruncía el ceño y
miraba atónito. Se había ganado el primer premio en
bancos. Se puede decir que no sólo hacía trabajar el
dinero; lo convertía en renta perpetua; se palpaba en él
al usurero; pretendía casarse con una niña horrible cuyo
dote compensara enérgicamente su fealdad. A los 20 años,
ya llevaba anteojos de montura de aluminio. Su estrecha y rutinaria
inteligencia lo llevaba a recurrir a la astucia y a las trampas casi
sin advertirlo. Uno de sus recursos involuntarios era creer que no
tenía un peso, precisamente cuando nadaba en oro y billetes. Era
un verdadero villano, sin juventud, sin corazón, sin amigos. Su
padre lo admiraba mucho.
Y ésta era la familia, la trinidad doméstica, a la cual
el joven Dufrénoy iba a solicitar ayuda y protección. M.
Dufrénoy, hermano de Mme. Boutardin, poseía todas las
delicadezas de sentimiento y exquisiteces espirituales que en su
hermana se traducían por asperezas. Este pobre artista,
músico de gran talento, nacido para un siglo mejor,
sucumbió de pena muy joven y sólo legó a su hijo
su inclinación por la poesía, sus aptitudes y
aspiraciones.
Michel creía tener en algún sitio un tío, cierto
Huguenin, del cual nunca se hablaba, uno de esos hombres, modestos,
pobres, resignados, que hacían ruborizarse a las familias
opulentas; pero no prohibían que Michel lo viera; tampoco lo
conocían ni tenían el menor interés en
conocerlo.
La situación del huérfano estaba, pues, bastante
restringida en el mundo: por una parte, un tío incapaz de
acercársele y ayudarlo, y por otra, una familia repleta de las
cualidades que apegan al dinero y con apenas corazón para
alcanzar a devolver la sangre a las arterias.
En todo ello no había razón alguna para agradecer a la
Providencia.
Al día siguiente Michel bajó al despacho de su
tío, una oficina grave cubierta por una alfombra no menos seria.
Allí se encontraba el banquero, su mujer y el hijo. La cosa
amenazaba solemnidad.
Monsieur Boutardin, de pie junto al hogar, con la mano en las solapas y
el pecho protuberante, se expresó en estos
términos:
-Caballero, usted va a escuchar palabras que le ruego retenga en la
memoria. Su padre era un artista. La palabra lo dice todo. Me
gustaría creer que usted no ha heredado esos lamentables
instintos. Pero he advertido que hay en usted algunos gérmenes
que conviene destruir. Nada usted de buen grado en las arenas del
ideal, y hasta ahora el mejor resultado de sus esfuerzos ha sido ese
premio de versos latinos que ayer ha tenido la desvergüenza de
aportarnos. Cuantifiquemos la situación. No tiene usted fortuna,
lo que es una desgracia; y por poco carece usted de padres. Ahora bien,
¡no quiero poetas en la familia, escúchelo bien! No quiero
nada de esos individuos que escupen rimas al rostro de la gente; su
familia es rica; no la comprometa usted. Ahora bien, el artista no
está lejos del bufón al que doy unos cuantos pesos para
que me divierta durante la digestión. Usted me entiende. Nada de
talento. Capacidades. Pero como no he advertido en usted ninguna
aptitud particular, he decidido que ingresará a la casa bancaria
Casmodage y Cía., bajo la alta dirección de su primo;
siga su ejemplo; ¡trabaje para convertirse en hombre
práctico! Recuerde que una parte de sangre Boutardin corre por
sus venas y, para que recuerde del mejor modo mis palabras,
cuídese de no olvidarlas.
Se puede apreciar que en 1969 no se había extinguido la raza de
Prudhomme; había conservado las mejores tradiciones.
¿Qué podía responder Michel a semejante discurso?
Nada; calló entonces. Mientras, su tía y su primo
aprobaban moviendo el cráneo.
-Sus vacaciones -continuó el banquero- comienzan esta
mañana y terminan esta noche. Mañana deberá
presentarse al jefe de la casa Casmodage y Cía. Puede
marcharse.
El joven se retiró del despacho de su tío; las
lágrimas le bloqueaban la vista; pero se repuso y se
afirmó contra la desesperación.
“Sólo cuento con un día de libertad”, se
dijo. “Por lo menos lo voy a usar a mi modo; tengo algunas
monedas; empezaremos por organizarnos una biblioteca con los grandes
poetas y los autores ilustres del siglo pasado. Cada tarde me
consolarán del tedio de la jornada.”

 
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