París en el siglo XX
Capítulo XV Miseria
Durante su estadía en el Gran Depósito
Dramático, de abril a septiembre -cinco meses de decepciones y
sobresaltos-, Michel no había olvidado ni a su tío
Huguenin ni a su profesor Richelot.
Pasó muchas tardes en casa de uno o del otro; las mejores tardes
de su vida; con el profesor hablaba del bibliotecario; con el
bibliotecario no hablaba del profesor sino de la pequeña Lucy, y
lo hacía lleno de sentimiento.
-Mi vista no es muy buena -le dijo un día el tío-, pero
me parece ver que la amas.
-Sí, tío, como un loco.
-Ámala como loco, pero cásate con ella como un sabio;
cuando...
-¿Cuándo podrá ser eso? -preguntó Michel,
temblando.
-Cuando consigas una posición estable; trata de hacerlo por
ella, si no te resulta por ti mismo.
Michel no dijo nada ante esas palabras; se sentía furioso.
-¿Pero Lucy te ama a ti? -le preguntó el tío otro
día.
-No lo sé -dijo Michel-. ¿Pero de qué le
serviría yo? Verdaderamente no hay ningún motivo para que
me ame.
Y esa tarde, después de que le hicieron esa pregunta, Michel
parecía el más desgraciado de los hombres.
No obstante, la joven ni siquiera se preguntaba si el pobre muchacho
tenía o no tenía una posición. En verdad eso no le
preocupaba; se estaba acostumbrando poco a poco a ver a Michel, a
escucharlo, a esperarlo cuando no estaba; los dos hablaban de todo y de
nada. Los dos viejos los dejaban hacer. ¿Porqué
impedirles amarse? No se lo decían. Hablaban del porvenir.
Michel no se atrevía a plantear la cuestión, quemante,
del presente.
-No sabes cuánto te voy a amar un día -le
decía.
Había en todo ello un matiz que Lucy apreciaba, pero que era
cuestión de tiempo y no convenía resolver ahora.
Y después el joven se entregaba a toda su poesía; se
sabía escuchado, comprendido, y se volcaba por completo en el
corazón de la joven. Era él junto a ella; sin embargo, no
le escribía versos a Lucy; era incapaz de hacerlo; la amaba
demasiado realmente; no comprendía la alianza del amor y de la
rima, ni que se pudieran someter sus sentimientos a las exigencias de
una censura.
No obstante, por su cuenta, su poesía se impregnaba de esos
pensamientos tan queridos, y cuando le decía algunos versos a
Lucy, ésta los escuchaba como si ella misma los hubiera escrito;
parecían responder siempre una pregunta secreta que ella no se
atrevía a plantear a nadie.
Una tarde Michel le dijo, mirándola a los ojos:
-Está por llegar el día.
-¿Qué día? -preguntó la joven.
-El día en que voy a amarte.
-¡Ah! -exclamó Lucy.
Y más tarde, de vez en cuando, él le
repetía:
-El día se acerca.
Y al fin, una hermosa tarde de agosto, le dijo:
-Ya ha llegado.
Y le tomó las manos.
-El día en que me vas a amar -murmuró la joven.
-El día en que te amo -agregó Michel.
Cuando el tío Huguenin y el profesor Richelot advirtieron que
los jóvenes habían llegado a esta página del
libro, les dijeron:
-Ya está muy leído, hijos míos, cierren el
volumen, y tú, Michel, trabaja por los dos.
Y no hubo más fiesta de compromiso.
En esta situación, se comprende, Michel no hablaba de sus
trabajos. Cuando le preguntaban como iban las cosas en el Gran
Depósito Dramático, respondía con evasivas. No era
el ideal; debía acostumbrarse; pero ya lo
conseguiría.
Los dos ancianos no veían más allá; Lucy adivinaba
los sufrimientos de Michel y lo alentaba del mejor modo que
podía. Pero se interesaba un poco, le importaba el tema.
Es de imaginar entonces el profundo desaliento y la deseperación
del joven cuando volvió a encontrarse a merced del azar. Hubo un
instante terrible en que la existencia se le mostró bajo su
aspecto verdadero, con sus fatigas, sus decepciones, su ironía.
Se sintió más póbre, más inútil,
más desclasado que nunca.
“¿Qué he venido a hacer en este mundo?”, se
preguntaba. “Ni siquiera me han invitado. Me tengo que
marchar.”
Recordaba a Lucy y vacilaba.
Acudió donde Quinsonnas. Lo encontró cosiendo un saco, un
saco pequeño que una modesta bolsa de dormir habría
mirado desdeñosamente.
Michel refirió su aventura.
-No me extraña nada -le dijo Quinsonnas-. No estás hecho
para ningún tipo de colaboración a gran escala.
¿Qué vas a hacer?
-Trabajar solo.
-¡Ah! -respondió el pianista-.¿No has perdido el
valor?
-Veremos. ¿Pero en qué estás tú,
Quinsonnas?
-Me marcho
-¿Te vas de París?
-Sí, y aún mejor. La fama francesa no se consigue en
Francia; es un producto extranjero que se importa; voy a conseguir que
me importen.
-¿Pero a dónde te vas?
-A Alemania. A asombrar a esos bebedores de cerveza y fumadores de
pipa. ¡Oirás hablar de mí!
-¿Entonces ya cuentas con los medios?
-¡Sí! Pero hablaremos de tí. Vas a luchar.
Está bien. ¿Pero tienes dinero?
-Algunos cientos de francos.
-Es poco. Te dejo mi alojamiento. Hay tres meses pagados.
-Pero...
-Perderías si no te quedas en él. Y he ahorrado mil
francos. Compartámoslos.
-Jamás -le dijo Michel.
-Hijo mío, eres un imbécil. Te debería dar todo, y
te ofrezco la mitad. Pero son quinientos francos que te doy.
-Quinsonnas -dijo Michel, con lágrimas en los ojos.
-¡Lloras! ¡Tienes razón! Es la puesta en escena que
corresponde a la partida. ¡Tranquilo! ¡Voy a volver!
¡Vamos! ¡Un abrazo!
Michel se arrojó en brazos de Quinsonnas, que se había
jurado no emocionarse y huyó para no traicionar sus
sentimientos.
Michel se quedó sólo. De inmediato decidió no
contarle a nadie su cambio de situación, ni a su tío ni
al abuelo de Lucy. No tenía sentido provocarles más
impresiones violentas.
“Voy a trabajar, voy a escribir”, se repetía, para
endurecerse. “Hay otros que han luchado y los que este siglo
ingrato se ha negado a reconocer. Veremos.”
Al día siguiente se hizo traer su escaso equipaje a la
habitación de su amigo y puso manos a la obra.
Quería publicar un libro de poesías inútiles pero
hermosas; trabajó sin pausa, casi en ayunas, pensando y
soñando; sólo dormía para seguir
soñando.
No supo más de la familia Boutardin; evitaba pasar por las
calles que le pertenecían; imaginaba que lo iban a amonestar.
Pero su tutor ni pensaba en él; se había liberado de un
imbécil y se felicitaba por ello.
Su única felicidad, cuando dejaba la habitación, era
visitar a M. Richelot. No salía por ningún otro
motivo.
Iba a concentrarse en la contemplación de la joven y a beber de
esa fuente inagotable de poesía. ¡Cómo la amaba! Y,
había que confesarlo, ¡cómo era amado! Ese amor le
colmaba la existencia; no comprendía que hiciera falta otra cosa
para vivir.
Sus recursos, sin embargo, se iban agotando poco a poco; y él no
lo advertía.
A mediados de octubre, una visita que hizo al viejo profesor lo
dejó muy afligido; encontró triste a Lucy y quiso saber
la razón de esa pena.
Las clases habían vuelto a empezar en la Sociedad de
Crédito Instruccional; no habían suprimido la de
Retórica, es verdad; pero casi; M. Richelot sólo
tenía un alumno. ¡Uno solo! Si el alumno faltaba,
¿qué sería del viejo profesor? No tenía
fortuna. Y eso podría suceder cualquier día. Sólo
le darían las gracias.
-No hablo por mí -dijo Lucy-, pero me innquieta mi pobre
abuelo.
-Voy a hacer algo -le dijo Michel.
Pero lo dijo con tan poca convicción que Lucy ni se
atrevió a mirarlo.
Michel sintió como el rojo de la impotencia le subía al
rostro.
Y cuando estuvo solo, se dijo: “Haré lo posible.
Ojalá pueda cumplir mis promesas. Y ahora, ¡a
trabajar!”
Y volvió a su habitación.
Pasaron muchos días. Muchas hermosas ideas eclosionaron en el
cerebro del joven y bajo su pluma adquirieron formas encantadoras. Por
fin terminó su libro, si se puede decir que un libro así
se termina jamás. Tituló Las esperanzas a su
recopilación de poemas. Y había que engañarse
mucho para tener esparanzas todavía.
Y empezó a recorrer editoriales. Inútil contar con la
escena previsible que se producía con cada una de estas
tentativas insensatas. Ni un librero quiso leer su libro.
Así les fue a su papel, a su tinta y a sus
esperanzas.
Regresó desesperado. Sus ahorros se terminaban; pensó en
su profesor; buscó un trabajo manual; las máquinas
reemplazaban al hombre con ventaja en todas partes; no hubo más
recursos; en otra época habría vendido la piel a
cualquier hijo de familia obligado a la conscripción; este tipo
de tráfico ya no existía.
Llegó el mes de diciembre, el mes en que se cumplen todos los
plazos; el mes del frío, la tristeza; el mes que termina con el
año sin terminar con los dolores, ese mes que casi sobra en
todas las vidas. La palabra más espantosa de la lengua francesa,
la palabra miseria, se inscribía en la frente de Michel. Sus
ropas envejecieron y cayeron poco a poco como las hojas de los
árboles al comienzo del invierno; y no había primavera
que las fuera a recuperar.
Empezó a avergonzarse de sí mismo. Visitaba cada vez
menos al profesor y lo mismo a su tío; sentía la miseria;
fingió tener trabajos importantes, incluso inventó
viajes, habría inspirado piedad si la piedad no hubiera sido
expulsada de la tierra en esa época egoísta.
El invierno de 1961 a 1962 fue particularmente duro; superó a
los de 1789, 1813 y 1829 por su rigor y su duración.
El frío empezó en París el quince de noviembre y
las heladas continuaron sin interrupción hasta el veintiocho de
febrero; la nieve alcanzó una altura de setenta y cinco
centímetros y muy poco menos el hielo que cubría los
estanques y los ríos; el termómetro bajó a menos
de veintitrés grados bajo cero durante quince días
seguidos. El Sena se cubrió de hielos durante cuarenta y dos
días y la navegación se interrumpió por
completo.
Ese frío terible fue general en Francia y en toda Europa; el
Rin, el Garona, el Loira, el Ródano, se cubrieron de hielo; el
Támesis se heló hasta Gravesand, veinte kilómetros
más arriba de Londres; el puerto de Ostende se solidificó
y los carros lo podían atravesar circulando sin dificultad sobre
los hielos.
El invierno expandió sus rigores hasta Italia, donde la nieve
fue muy abundante, y hasta Lisboa, donde las heladas duraron cuatro
semanas, y hasta Constantinopla, que quedó enteramente
bloqueada.
La prolongación de esta temperatura produjo desastres funestos;
gran cantidad de personas pereció de frío; las disputas
de los pueblos se suspendieron; por la noche, la gente caía de
frío por las calles. Los vehículos dejaron de circular y
los ferrocarriles se interrumpieron, no sólo porque la nieve
obstaculizaba el paso sino porque los conductores morían de
frío si permanecían en las locomotoras.
La agricultura fue víctima principal de la calamidad inmensa;
perecieron las viñas, las higueras, los olivos de Provenza; los
troncos de los árboles estallaban a lo largo; hasta los juncos y
los arbustos menores sucumbían bajo la nieve.
La cosecha de trigo y de cebada se arruinó ese año.
Podrán imaginarse los espantosos sufrimientos de la
población pobre, a pesar de las medidas que tomó el
Estado para aliviarlos; todos los recursos de la ciencia resultaron
insuficientes ante tamaña invasión; la ciencia
había domado el rayo, suprimido las distancias, sometido el
tiempo y el espacio a su voluntad, colocado las fuerzas más
secretas de la naturaleza al alcance de todos, controlado las
inundaciones, dominado la atmósfera, pero nada podía
hacer contra ese enemigo terrible e invencible, el frío.
La caridad pública consiguió algo más, pero poco
todavía, y la miseria alcanzó los mayores extremos.
Michel sufrió intensamente, carecía de fuego y el
combustible estaba fuera de su alcance. No se calentó con
nada.
Muy pronto tuvo que reducir su alimentación a lo más
indispensable; llegó a consumir los productos más
miserables.
Durante algunas semanas vivió gracias a un preparado llamado
queso de papas que entonces se hacía; era una pasta
homogénea amasada y cocida; pero hasta eso le costaba
demasiado.
El pobre diablo llegó a comer pan de la fécula disecada
de sustancias imprecisas, que se conocía como el pan del
hambre.
Pero el rigor de los tiempos hizo subir el precio y hasta esto
último le resultaba caro.
Durante enero, el mes más duro del invierno, Michel se vio
obligado a comer pan negro de hulla.
La ciencia había analizado minuciosamente el carbón de
piedra, que parece una verdadera piedra filosofal: encierra el
diamante, la luz, el calor, el aceite y mil otros elementos, ya que sus
diversas combinaciones han entregado setecientas sustancias
orgánicas. Pero también contiene una considerable
cantidad de hidrógeno y carbono, los dos elemntos nutritivos del
trigo, sin que haga falta mencionar las esencias que conceden gusto y
aroma a los frutos más sabrosos.
Con este hidrógeno y este carbono cierto doctor Frankland hizo
pan, y éste era el pan más barato.
Habrá que confesar que había que ser muy infortunado para
morir de hambre; la ciencia no lo permitía.
Michel no murió; ¿pero cómo vivía?
Por poco que sea, el pan de hulla cuesta de todos modos algo, y cuando
literalmente no se puede trabajar, dos centavos no se encuentran sino
un número limitado de veces en un franco.
Michel llegó finalmente a su última moneda. La
contempló un tiempo, y después empezó a reir de
manera siniestra. Tenía la cabeza dentro de un círculo de
fuego a causa del frío, y muy pronto empezó a
encendérsele también el cerebro.
“A dos centavos la libra de pan”, se dijo, “y a
razón de una libra por día, me quedan alrededor de dos
meses de pan de hulla por delante. Pero nunca le he ofrecido nada a la
pequeña Lucy. Le voy a comprar el primer ramo de flores con mi
última moneda.”
Y el desgraciado bajó la calle como un loco.
El termómetro marcaba veinte grados bajo cero.

 
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